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Recuerdo la primera vez que pensé que mi abuela Linda era cruel. Era verano, mamá había ido de visita y quería que la acompañara. Lograba convencerme porque nadaba en la fuente de jardín de la abuela, cuando no tenía verdín, patógenos o enfermedades letales. Si eras generoso y usabas mucho la imaginación, parecía una alberca. Había ido preparada, ya con traje de baño, chanclas, toalla en un brazo e inflable en otro. Al abrirnos la puerta mi abuela me escaneó con brevedad, hizo una mueca de disgusto y empezó a hacer lo que mejor le salía: criticar. 

―María ―Se dirigió a mi madre y masajeó su sien con preocupación― ¿acaso no dejas que la criatura cierre la boca? Engordó un montón ¿Viste sus rodillas? Parecen bollos.

 Solo tenía cinco años, para mí estar gorda no era algo malo, pero ella lo dijo como si lo fuera.

 ―Ay, ma, está bien.

 Mi mamá, intentando salvar el día, me mandó a nadar con una caricia en el cabello.

 ―Anda, ve a nadar, cielo. Yo te recogeré mañana a la mañana ¿sí?

 Fui con reserva hasta la fuente, no entendía qué había querido decir Linda, pero comprendía que no era un cumplido. Yo pesaba menos de veinte kilos, lo sabía porque el doctor se lo había dicho a mamá. Mientras chapoteaba mi mamá intercambió unas palabras con la abuela, se cruzó de brazos, gritó algo que sonaba a insulto, se metió en su fiat duna y pasó junto a la carretera que bordeaba la fuente, tocó el claxon y agitó la mano. Mamá siempre había querido que tuviera una buena relación con la abuela, aunque ella no la tuviera. 

 A las horas mi abuela se asomó a la entrada y gritó:

―¡La comida! ¡Ven, rápido! ¡Y no mojes nada! ¡Ya!

 Salí lo más pronto que pude, me sequé con el mayor esmero y vi que me chorreaba sangre de las rodillas. Nadar en una fuente hacía que, a veces, me raspara accidentalmente con la grava del fondo y me arrancara la piel. Pero valía la pena. El departamento donde vivíamos era caluroso y el agua fresca me sentaba bien. 

 Cuando entré, encontré que mi abuela había preparado arroz blanco. Tenía un hambre voraz y solo había un plato.

―¿Esto...? ―dije tratando de ocultar la decepción―. ¿Esto es para mí...?

―Si quieres le agrego un huevo. Como a ti te gusta ―no era que me gustara, era lo único que ella me preparaba cuando la visitaba. 

 Eso o verduras hervidas. 

 Fue hasta la cocina, abrió la nevera, sacó un huevo marrón y lo estrelló contra mi plato. Arrojó la clara y la yema cruda encima del arroz y revolvió sin esmero, como si le fastidiara cocinar. El huevo estaba frío así que congeló el arroz.

―No le digas a tu madre que comes esto.

―¿Por qué? ―pregunte, agarré la cuchara y vi cómo caía la consistencia viscosa por los bordes.

―Porque está crudo. Podría tener enfermedades. Salmonera, por ejemplo. Es la última vez que te lo hago ―amenazó como si me estuviera cumpliendo caprichos.

Quise preguntarle por qué lo comía entonces, pero preferí callar. Me senté en la mesa, cuestionando si una chapoteada valía la pena todo lo demás. Cuando comíamos escuchábamos la radio y eso la ponía de mal humor, se quejó de muchas cosas que oía como políticos o publicidades, pero cuando yo hablaba se ponía peor, me callaba porque no podía escuchar la radio.

 Siempre antes de iniciar un plato ella se aseguraba de agregar presión:

 ―Comételo todo, hasta el último grano de arroz. No podemos tirar comida. Te levantarás de esta mesa cuando termines el plato ¿entendiste?

 Asentí con desgano.

 Comí la masa babosa de arroz y huevo a regañadientes, tratando de ignorar el sabor a desesperación y desamor. Si le agregaba la cantidad precisa de sal podía llegar a degustarlo e, incluso, disfrutarlo. Pero el otro día habían ido a visitarla mi primas segundas, Carolina y su hermana Brenco y a ellas les compraba papas fritas y sodas de cola. Lo sé porque me lo dijo mamá. Ellas no comían en la cocina, junto al fregadero, si no en el comedor. Tal vez era porque ellas tenían alberca y yo no.

 ―Agua, por favor ―pedí con la comida atorada en la garganta.

 Señaló la nevera y continuó comiendo.

 ―Cuidado con lo que agarras.

 Me levanté, abrí el refrigerador y saqué una botella de vidrio pesada, adentro parecía tener agua, la bebí de un tirón, pero no estuvo mucho tiempo en mi boca. Corrí a escupirla y me limpié los labios. Sabía a mierda amarga.

 ―¡Esa es mi agua con ajo medicinal! ¡Te lo dije! ―gritó sin levantarse de su silla― ¡Te avisé! ¡Y has bebido del pico de la botella! ¡Qué asco!

 ―¿Agua de qué...? ―cómo tenía cinco años no blasfemé, no conocía los insultos, pero ahora estoy segura de que hubiera gritado más de uno.

 Es más de seguro tenía la mirada ganadora al premio del asco. 

―De ajo. Estoy vieja, lo necesito. La señora Ana María Dominguez me dijo que hace bien a la circulación y las articulaciones ¡No deberías tomarla, es para mí! Si no hay otra botella saca del fregadero.

 Luego de hacer gárgaras correspondientes, me senté y terminé mi plato.

 Estaba comenzando a entender qué había de malo allí.

 ―A la tarde podríamos merendar... ¿galletas juntas?

 ―¡Yo no puedo comer azúcar, me hace mal! Ni chocolate, ni harina, son terribles, terribles para la salud. Hay fruta si te da hambre.

 ―Oh ―asentí, pensando la respuesta―. Entonces... ¿Podríamos cenar hamburguesas?

 ―Ni pensarlo, están carísimas, no tengo dinero. Con la jubilación no me alcanza, cariño ―Sabía que mentía porque tenía una mansión y porque cada vez que corrías sus muebles de lugar, movías un jarrón o deslizabas un plato decorativo, encontrabas dinero oculto, que iba escondiendo como una ardilla ―. Cenaremos otra cosa. Ni vale la pena.

 ―Está bien ―apreté los labios―. Pero podríamos andar en bicicleta a la tarde.

 Meneó la cabeza.

 ―No, me duelen los pies, los tengo hinchadísimos, cosas de la edad.

 ―¿Me la prestas entonces para andar yo?

 ―La vas a romper ―evadió.

 ―No voy a hacerlo, además tienes dos.

 ―Juega en la fuente, a ti te gusta. 

 Después del almuerzo entendí algo importante, yo, Blythe, no era la persona favorita de la abuela Linda. Llegué a pensar que era cruel conmigo. Pero más allá de una vida de críticas, desdenes y mezquindades, no tenía una historia traumática con mi abuela, jamás me levantó la mano ni me gritó. Solo me hizo entender que yo no valía la pena. Para nada. Ni siquiera para enojarse. 

 Yo no valía un par de galletas, ni mi alegría valía pasear juntas en bicicleta o tan solo mirar caricaturas a la hora de comer en vez de escuchar la radio. Yo no valía para nada. 

 Le dije a mamá que yo no quería pasar tiempo con la abuela Linda porque ella no era mi familia. No es que espero que un familiar sea una persona con porras, que aliente y anime en cada decisión que tomo, pero espero que no sean críticos. Y si no saben amar, que sepan no extrañar. De todos modos, la abuela Linda nunca echó de menos mis visitas semanales. Ella fue la primera persona que me hizo entender que yo no valía la pena, ni para una llamada.

 No sé por qué estaba recordando ese día mientras despertaba. 

 El cielo sobre mi cabeza estaba encapotado, muros macizos de viento gélido se arrastraban por el aire, fue lo primero que sentí, aquel fío traspasaba mi ropa, mi piel y me martillaba los huesos. Me incorporé y sentí peso, similar a una manta, pero era fría y estaba mojada. Estaba cubierta de nieve, casi enterrada. Me costaba mover el cuerpo, las articulaciones me crujían. Así se sentiría ser la abuela.

 Finalmente logré pararme, los pies se me hundían en nieve crujiente y la luz era poca. Giré y en todas direcciones encontré una tundra helada, el interminable horizonte era rematado por algunos pinos secos y matorrales pardos. En el oeste había una maza oscura que parecía ser un bosque, frente a mí tenía un despeñadero. Recordaba haber caído, rodar entre roca y hielo.

 Pero ese lugar no podía ser el patio, no era tan extenso. Acaso la tormenta había hecho que baje la temperatura. Qué había pasado. Me temblaba el labio. 

 Yo Caí...  

 Entonces recordé el libro que se escribía solo. Mi sangre. La abuela con la fuerza de un luchador... Las piezas fueron encajando. 

 Yo... había aparecido ahí, sin duda estaba lejos de la mansión Banister, de la carretera y el horrible jardín. Había aparecido ahí de la nada ¿Dónde estaba? Había hielo... ¿Estaba en Alaska? ¿Canadá? ¿Rusia? Para ir a cada lugar tenía que tomar un avión. Era imposible pero demasiado real para ser un sueño. 

 Además, yo había caído. Di media vuelta, miré sobre mi cabeza y ubiqué un escabrosa pendiente que ascendía hacia el cielo. Traté de subir por varios minutos, pero la ladera era demasiado empinada. Me resbalaba en la nieve y cuando trataba de aferrarme a matojos congelados de pasto se desprendían. 

 Caí, otra vez, derrotada al suelo. Solté el pasto. Mover los dedos fue todo un desafío, era como si los tuviera amordazados. Estaban adquiriendo una extraña tonalidad morada. Mi cuerpo se estaba convirtiendo poco a poco en una fuente de dolor. 

 Si yo había caído lo único que se me ocurría era volver a subir. 

 Seguí el recorrido de la sierra, iba hacia el oeste y descendía en el bosque. Si quería volver por donde vine, al menos para entender cómo había llegado allí, tenía que avanzar por la meseta y subir caminando de la forma más convencional posible. 

 Me abracé a mí misma y avancé con dificultad. Jamás, en toda mi vida, deseé tanto ser otra persona. Una chica atlética que pudiera caminar sin tropezarse, una chica valiente que no dudara o una chica inteligente que pudiera entender qué había pasado. Es más, deseé ser una chica rebelde y haber tocado un libro antes, pero con una persona presente.

 Mi piel congelada estaba erizada y rígida, parecía que tocaba granito. Cada paso me hundía hasta la rodilla. Cuando tropezaba, avanzaba en gatas por unos segundos. 

 ―Tú puedes, Blythe ―me di ánimos para avanzar después de una caída―. Sube... la montaña. Cómo llegar a casa. Sí. Tú puedes, Blythe.

 Mis dedos estaban morados y mi meñique ya negro. El cuello había dejado de ser garganta y ahora era solo dolor. Mi voz sonaba como la de un pájaro que pisa un auto.

 Tenía tanto miedo que no podía ni llorar. Mi mente estaba dispersa, como si acabara de levantarme de un sueño. Seguía sin entender qué había pasado, pero tenía la impresión de que la abuela sabía todo, solo que yo no valía una explicación.

 Volví a tropezar, apreté la mandíbula y me incorporé.   

 Tal vez por eso recordé el día de la piscina, porque pensé que no iba a lograrlo. Porque no tenía amigos, ni parientes que me echaran de menos si no lograba escapar de la tundra helada. Por qué seguía avanzando, hacia dónde quería llegar. En el colegio ni siquiera era amiga de los profesores, nadie me llamaba, sólo decían mi nombre cuando tomaban asistencia. Mi mundo eran mamá y Rei.  Por eso me gustaba tanto leer mangas yaoi, ahí la gente tardaba en desarrollar amor, más de cien episodios para que se den la mano, pero cuando lo hacían amaban para siempre, sin importar qué hechos vergonzoso o dramáticos ocurrieran. Me gustaba pensar que yo estaba en el principio de la historia y, pronto, encontraría amor, ya fuera romántico o amistoso. Pero por el momento solo estaba en el linde del bosque.

 Yo no era botánica, pero jamás en mi vida había visto árboles azules que no solo tengan hojas en las ramas si no en todo su tronco. También había pinos irisados que generaban sombras o robles cuyo follaje parecía recortado cuyo follaje parecía recortado por un jardinero con obsesión por las setas. Todos estaban cubiertos de nieve y el interior del bosque se veía verdaderamente tétrico. 

 El viento arrastró el sonido inconfundible de un motor pidiendo que lo hagan chatarra. Paré en seco. Reconocía ese ronroneo catarroso. Pensé de inmediato qué hacían ellos ahí, tampoco era que me importara mucho, en ese momento hubiera aceptado el rescate de hasta un crío de tres años con una brújula rota. Quise correr hacia el sonido, pero mis piernas entumecidas decidieron que era mejor desplomarme tras unos matorrales lívidos.   

 La destartalada camioneta con el letrero "Los buenos Halifax" pintado en la puerta, apareció rodando por el camino. Iban dejando una señal de humo que salía del caño de escape, si yo me hubiera perdido con esa camioneta sin duda estaría en casa. No solo era imposible que funcionara esa chatarra, también andaba en la nieve. Entonces miré mejor. Esa chatarra no se hundía en la nieve porque no la tocaba, las ruedas giraban a escasos centímetros del suelo, como si levitaran. Eso me petrificó lo suficiente como para demorar en levantarme y espiar. Frenaron el vehículo y se apearon del auto.

 Allí estaban los mellizos. La chica tenía los ojos color esmeralda y el pelo y las cejas violeta, su cabello lo llevaba rizado y por debajo de los hombros. Vestía negro, como todas las veces que la vi, unos pantalones de cargo oscuros, botas militares, remera negra de manga larga y chaqueta. Parecía lista para un funeral. Y si había que velar un muerto, ese era su hermano. Eran bastante parecidos, pero en vez de tener un tinte trigueño la piel de él era pálida y macilenta, tenía más orejas de las necesarias y andaba siempre con la cabeza gacha y los hombros caídos. Su cabello parecía el de un ángel: rizado y dorado. Él era más alto y esbelto y su mirada tan cristalina siempre estaba triste. 

 La chica inhaló aire y gritó:

 ―¡MIGUEL! ―infló pecho y desgañitó―¡MIIIIIIIIGUEEEEEEEELLLLLLL!

 Me estaban buscando a mí, pero solo podía ver los neumáticos levitando.

 ―Lothar ―dijo la chica―, debería estar por aquí. No pudo haber caminado tanto ¿Acaso no viste las piernas flacuchas de ese perdedor?

 Lothar asintió, abrió la mano y se miró la palma. Me revolvió el estómago ver que se había cortado un profundo surco en la carne. Había condenados a muerte con más alegría que Lothar. Su hermana escrutó el paisaje y lo miró de reojo.

―Después curaremos esa herida, Lothar. Ahora tenemos que buscar a Miguel.

Lothar asintió.

―¿Crees que cayó por el despeñadero y terminó sepultado en nieve? ―preguntó la chica e hizo ademanes de querer arrancarse el cabello―. En ese caso tendríamos que buscar su cadáver y drenar cada gota de sangre ¡Pero ya debe estar congelado, será difícil calentar el cuerpo!

Lothar alzó sus ojos acuosos.

―El portal ―dijo―. Tenemos que cerrarlo ya.

 Cuando digerí que las ruedas levitaban y estaba a punto de ponerme de pie y decirles que estaba allí, ella bramó exasperada. 

―¡Lo sé, pero él soberano imbécil lo abrió él, así que tiene que cerrarlo él! Ya el Concilio de Máximas lo odia por ser un desviado ¿te imaginas que se dé a conocer esto? Minerva misma lo matará. Ahora tiene la excusa perfecta que tanto tiempo esperó.

 Me cubrí la boca, los ojos se me llenaron de lágrimas, no entendía qué estaba pasando, pero alguien quería matarme, ella lo dijo con convicción, como algo seguro. Habrá sido por qué toqué el libro... o por qué lo manché con sangre. Pero ellos no hablaban del libro, hablaban de un portal. Yo no abrí nada, yo solo...

 ―Usa un hechizo de rastreo.

 La chica caminó de un lado a otro en la nieve y meneó la cabeza, estaba muy nerviosa.

 ―¡Odelgarde! ―ladró él tenia tanta paciencia como alegría.  

 ―Es peligroso. Muy. En el mejor de los casos te vas a desmayar ―dijo con un hilo de voz.

 Lothar apretó la mandíbula.

 ―Si no actuamos rápido se escapará Morgana y sus aliados.

 ―¿Morgana? ―endureció la mirada y rio en silencio― ¡Burro de mierda, eso pasó hace cientos de años! Debe estar muerta, ella y cualquiera. 

 ―¿Y si no?

 Odelgarde se abrazó a sí misma.

 ―Cierra la puta boca, no queda nadie vivo aquí. Ya pasaron cientos de años desde que sellaron el libro. Eligieron este mundo porque nadie puede sobrevivir más de una semana aquí.  

 ―Odel, no quiero arriesgarme. El portal fue abierto justo en la mansión Banister ¿Entiendes? Si queda algún descendiente vivo en este mundo y es un hombre y se escapa, entonces... todo volverá a ser como antes. Todo. Y nos culparán a nosotros por no vigilar a al raro y a su abuela, como se nos fue encomendado ¿Crees que Minerva matará solo al chico? ―meneó la cabeza―. Nos quemarán vivos. En el mejor de los casos nos expulsan del aquelarre o... 

 El cabello de Odel se sacudió con el viento, ella no parecía afectada por el frío, pero si por la advertencia de su hermano. Tragó en seco.

―No lo digas Lothar...

 ―O...

 Odelgarde tembló y cerró los ojos.

 ―No. Lo. Digas. 

 ―O nos purifican. 

 Se creó un silencio más frío y punzante que toda la nieve de la tundra. Purificar. Recordaba esa palabra, estaba en el reverso de las fotos con niños que se abrazaban desesperados, la misma que estaba escrita en la foto de mamá y tío Adney. 

 Ella observó sus pies apenada, se sorbió la nariz, tragó las lágrimas y asintió.  

 ―Me cagó en todo, Lothar, en ti también. Vamos. Ya. Solucionemos esto rápido. 

 Lothar no parecía ni contento ni triste por la respuesta. 

 Tragué en seco. Entendía la mitad de lo que había pasado. Tres cosas me quedaron claras: yo misma me había llevado a esa tundra de hielo, sería culpada por eso y una tal Minerva que siempre me odió nos haría pagar a los tres. 

 Lo siguiente que hicieron fue tan rápido que no tuve tiempo de procesarlo. Él sacó un cuchillo de cazador de su pantalón cargo y decidió jugar al estilista, solo que en vez de cortarse pelo se cortó... No... ¡No! Sepulté el grito en mis dedos congelados y rígidos. Cortó su muñeca izquierda. La venas derramaron con bravura sangre caliente cuyo vapor se difuminó en la atmosfera. Con la mano libre trató de retener la sangre, como cuando colocas la palma bajo la canilla para juntar agua. Hincó las rodillas en el suelo, perdiendo fuerzas. 

 Odelgarde abrió con violencia la puerta de la camioneta, como si quisiera desprenderla, cogió un botiquín de primeros auxilios que estaba sobre el asiento del copiloto y regresó junto a su hermano. La sangre de Lothar, de color granate, manaba veloz y acaudalada hacia el suelo, pero también regresaba. El líquido flotaba hacia su mano, como si fueran plumas arrastradas por una corriente fantasma. Lothar manipuló la sangre entre sus dos manos y comenzó a darle una forma esférica, como si hiciera bollo para masas. Mientras él se concentraba en romper las leyes de la gravedad su hermana lo vendaba y frenaba la hemorragia. Cuando la venda estuvo amarrada con firmeza y la sangre paró de gotear, él arrojó la bola de sangre al cielo como si fuera un balón, trató de pararse, se tumbó en el asiento del conductor y continuó sanándose. 

 Y si eso no fue lo suficientemente raro, la chica, Odelgarde, atrapó la esfera escarlata, el líquido se aferró a su mano y reptó a lo largo del brazo como si fueran serpientes deslizándose por arena; los chorros escalaron su codo, su hombro y se acomodaron finalmente en su otra mano. Por i no fuera poco aquella sangre continuó mutando hasta estirarse al tamaño de una vara, cuando tuvo la longitud suficiente se solidificó. Incluso oí el crujido de la sangre, fue similar al rechinido del hielo. Ella cerró los ojos, manipuló el báculo de una mano a otra y lo giró como haría una porrista mientras decía unas palabras que fácilmente diría un borracho semidormido. El viento, sin razón aparente, se arremolinó torno a ella, las ráfagas arrastraron estelas de nieve y sacudieron la camioneta como si fuera una tracción de parque. 

 Inmediatamente todo el jaleo se detuvo. La nieve dejó de girar como un torbellino y se desplomó sobre el suelo al momento que una luz roja, creada desde el báculo ,apuntó hacia mí, ubicada tras los matorrales.  El corazón me dio un vuelco. 

 Odelgarde abrió los ojos y desorbitó la mirada como esos juguetes de goma cuando son estrujados, parecía que los globos oculares se le iban a salir de los párpados.

 ―¡LUTHER! ¡EL MALDITO ESTABA ESPIÁNDONOS! LUTHER... Lu... ¿Luther?

 Odelgarde volteó y encontró a su hermano inconsciente, su cabeza colgaba como un péndulo, antes de desvanecerse él había abierto la puerta del conductor y se había sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la silla. Fue el segundo que necesité para ponerme de pie y echar a correr en la dirección opuesta.

  Avancé entre la nieve, agarrándome de ramas caídas y volteando cada cierto rato. Iba tan lento que ni siquiera sé por qué lo intentaba. Me dolía hasta respirar, el aire era tan frío que cada inhalada se sentía como una punzada a mis pulmones. Mis manos se habían convertido en dos garras negras, mis rodillas estaban hinchadas y moradas y ni siquiera quería ver mis pies. Haberme vestido el día anterior con pantaloncillos cortos, remera y polainas no había sido la mejor idea de mi vida. 

 Aun así corrí lejos de la desquiciada Odelgarde, lo que más me animaba es que no la oía corriendo tras de mí. Por un momento vi una sombra recortando la mía. Alcé la mirada y lo que vi me petrificó. Ella me había alcanzado, literalmente voló hacía mí.  Estaba montada sobre la lanza de sangre como si fuera un poni delgado y diabólico. Odelgarde me sobrepasó y se desmontó orgullosa, con la misma actitud que manejaba la camioneta. 

 Me rendí. Ya no podía con tanto. Los últimos acontecimientos me superaban en cuerpo y mente. 

 Jamás en mi vida había tenido tanto miedo. Retrocedí hasta chocar con uno de esos árboles azules. Odelgarde se sorprendió de mi gesto. No sé qué esperaba, qué hiciera uno de sus trucos de carnicero y la atacara. Yo jamás había luchado en mi vida, ni una sola vez había dado un manotazo a alguien y la idea de la sangre me descomponía. Ella dudó, clavó la lanza entra nosotras y alzó las manos en señal de paz. 

 ―Tranquilo, Miguel. Soy yo, Odelgarde, la dependienta ―comentó con el mismo tono de voz que usaría con un niño pequeño―. ¿Los buenos Halifax? ¿Me recuerdas? Nos vimos ayer por la mañana y todos estos días, cuando te traía comida. Puedes llamarme Odel. 

 Estaba muda del espanto.

 ―Necesito, por favor que vengas conmigo. Regresemos a la mansión, carajo. Ya pasaron más de quince horas desde que desapareciste, sabes lo que eso significa. 

 Sus ojos azules rebotaron en cada facción de mi cara hasta descender a mis dedos negros y congelados. En su rostro impávido vi un atisbo de tristeza.

 ―Santa mierda, estás congelándote.

 Quebró un trocito de la punta de la lanza, no más grande que una canica. Depositó la roca carmesí en su palma abierta para mostrarme bien el proceso. La sangre de su hermano vibró un segundo hasta fundirse. De un momento a otro, volvió a ser líquida y se deslizó como si tuviera vida propia hasta enguantar toda su mano derecha. Ella tomó mis manos por los dedos y las juntó como si quisiera enseñarme a rezar. Bisbiseó unas palabras. La sangre chorreante emanó un fulgor blanco y cegador como el sol. Aquella luz cubrió nuestra manos y desprendió un viento veraniego y acogedor, olía al risotto que preparan mamá y Rei. También oí un sonido extraño, como el eco de una nota de triángulo.  

 Dejé de sentir el cuerpo agarrotado y la garganta raposa. Me relajé tanto que perdí la fuerza en las rodillas y el resto del cuerpo. Odel me sostuvo de los sobacos para que no callera, pero yo era más alta que ella y terminó sentándose de culo conmigo. Sin embargo, ella no había terminado, musitando palabras incomprensibles pintó, con la sangre que le quedaba en la mano, un extraño símbolo en la mía. Fue inmediato, como apagar un interruptor, dejé de sentir el frío glacial de esa tundra. 

 ―Ya está, Miguel ―suspiró aliviada y se enjugó sudor de la frente, estaba empapada, como si hubiera corrido un maratón―. Tranquilo, hijo de puta, no te vas a morir.

 Le quedó un poco de sangre acumulada entre las huellas dactilares de su mano y sin desperdiciar ni un poco ella frotó sus palmas sobre el báculo hasta dejarlas limpias. 

Miré mis dedos, estaban intactos, incluso mejor que antes, mucho más suaves y tersos. Flexioné las rodillas y no crujieron. 

 ―¿Ahora nos entendemos, Miguel?  

 ―Blythe ―murmuré. 

 ―¿Eh? ―volteó hacia mí.

 ―Me llamo Blythe. Soy una chica. Miguel... era el nombre que me pusieron cuando nací. 

 Odel estuvo estática por un momento asimilando la información, podía ver toda su capacidad neuronal colapsando, prácticamente cómo había colapsado la mía cuando la vi volar. Asintió y se sorbió la nariz, me sorprendía la cantidad de mucosidad que tenía. 

 ―Aaaaaaahhhhhh ―guardó silencio pensando en eso―. Entonces... no te llamas Miguel.

 ―Ya no.

 Quieta. Silencio.

 ―Aaaaahhhhhh ―guardo silencio, otra vez pensando en eso―. Entonces, perdón por decirte así ―parecía no tener problema, se puso de pie y me estiró una mano―. Ven, regresemos.

 ―¿Qué acabas de hacer? ―no podía sacar la vista de mis dedos.

 Odel resopló, evidentemente insultada, la mirada tranquila que tuvo hace unos segundos fue remplazada por una tormenta verde en sus ojos.

 ―¡Acabo de disculparme por llamarte con otro nombre, obviamente! No sé qué escuchaste de los Halifax, pero nosotros somos gente decente. 

 Alcé las manos como ella había hecho, pidiendo un momento de paz. Meneé con la cabeza y señalé la lanza.

 ―No, me refiero a que acabas de hacer con... eso.

 ―Magia ―respondió sorprendida, se puso de cuclillas para mirarme y agregó―. Magia de sanación. 

 Leyó algo en mi rostro, no sé si fue terror o incredulidad, porque se vio obligada a explicar: 

 ―Magia como lo que tiene el auto... vamos, nos viste varias veces manejando eso hasta la mansión, es imposible que funcione solo, que ese motor encienda... Hice magia... ¿De... de enserio no sabes?

 ―¿Qué cosa?

 Odel perdió el color de las mejillas, balbuceó sin poder decir una palabra, desencajó la mandíbula y parpadeó perpleja, tal vez esa era la expresión que yo tenía en el momento: completa y real incredulidad. Estaba tan pasmada que tenía miedo, ella y yo. Aunque había dejado de sentir el frío, continuaba temblando y ella empezó a temblar también. Parecía que Odel era la que acababa de ver a alguien haciendo trucos de magia. 

 ―¿No sabes del Aquelarre, tampoco?

 ―¿Aquel quién?

 Los ojos de Odel se llenaron de lágrimas de horror.

 ―Ah mierda, qué fuerte ―se incorporó, dió unos pasos, puso los brazos en jarras, retrocedió, aclaró su garganta y regresó a mí―. Blythe, somos fami... digo, ambas compartimos algo en la sangre. 

 ―¿Eh?

 ―Somos descendientes del Aquelarre, tenemos magia. Es algo que se lleva en la sangre ¿sabes? Tu madre es una bruja, así como lo es tu abuela y tus primas y si algún día tienes hijas también lo serán. 

 Meneé la cabeza, ya no sentía frío así que tenía la mente entera para concentrarme en lo que me decía y, precisamente, lo que ella decía no tenía sentido. 

 ―Yo no soy bruja, jamás en mi vida hice magia.

 Odel se veía incómoda y triste, esa chica era un manojo variado de emociones. 

 ―Es porque, no eres una verdadera... ya sabes ―me señaló con el mentón.

 Meneé la cabeza. Tomó mis manos rodeándola con las suyas y me acarició con su pulgar los nudillos. Desenterró la lanza del suelo y amablemente empezó a llevarme hacia la camioneta. Estaba en silencio, me daba la espalda, para ella se habían acabado las explicaciones, pero yo necesitaba más:

 ―Mi mamá no es bruja.

 Me miró por encima del hombro y giró el báculo con su mano libre. Había perdido su terror hacia mí, ahora estaba relajada de nuevo porque yo la seguía dócilmente. 

 ―Ah, mira, me equivoqué ―sonaba desinteresada, como si ya le diera igual convencerme o no. 

 No entendía cómo alguien podía cambiar de ánimo tan rápido, por mi parte yo continuaba siendo un manojo de nervios. 

 El problema era que yo le creía, necesitaba solo más información, más tiempo para asimilarlo. Lo que me había pasado en las últimas horas solo se explicaba con magia o alucinaciones. Sentía que tenía todas las piezas de un rompecabezas enorme y antiguo estaban esperando a que las juntara. Lo que más me mareaba era su cambio tan brusco de emociones.  

 ―Oye ―tragó en seco y apretó la marcha―. Tenemos que irnos rápido de aquí ¿sí? Lothar dice que este lugar está lleno de criminales ¿siempre caminaste así de lento? 

 ―Dijiste que en mi familia son brujas. Mi mamá no hace magia, ella estudia latín ―insistí. 

 ―Pff ―Odel apretó sus labios para no reírse―. Ese es el idioma que usamos en los hechizos. Ella no estudia latín, ella finge que estudia, ya sabe el idioma. 

 ―Jamás hizo magia en la vida. Ni yo.

  Odel se rascó la cabeza y contrajo todos sus rasgos faciales.

 ―¿Viste películas de terror?

 ―¿Eh?

 Esquivamos juntas un tronco caído, forrado de hielo y con carámbanos. 

 ―Las películas de terror donde ponen a los hechiceros haciendo conjuros con sangre de cabra y dibujos en el suelo como estrellas de sangre y eso. Bueno la sangre de animal no funciona, pero al menos los humanos acertaron en algo. Se necesita sangre para hacer magia, como necesitas oxígeno para encender el fuego. Y no cualquier tipo de sangre, sangre mágica. La magia funciona dependiendo el portador, pero siempre se pasa.

 Llegamos al claro donde estaba la camioneta con su hermano inconsciente, antes de perseguirme ella lo había puesto en el asiento detrás del volante. Abrió la puerta trasera y me invitó a entrar, me planté en el suelo y le quité bruscamente mi mano.

―¿Y...?

 Odel lo pensó, suspiró y agregó:

 ―Las mujeres pueden hacer magia, pero su sangre no es potente, no sirve para los hechizos ―explicó Odel―. En cambio, los hombres no pueden hacer magia, pero su sangre es la ideal, es muy poderosa para los hechizos. Nos complementamos. Ellos son el combustible y nosotras la máquina. Yo, sin la sangre de mi hermano, sería casi como una humana. No podría usar mi magia. Y sin mí, él... él probablemente tendría una vida menos anémica. Pero bueno, come sano y sirve al Aquelarre como todos los hombres: siendo fuentes de magia ¿O no, Lothar?

 ―Vámonos. Ya ―gruñó, así que sí estaba consiente. 

 Odel me invitó a entrar abriendo más la puerta y alzando las cejas. Las rodillas me temblaban, no podía mover los pies.

 ―¿No entendiste? Si yo me hería y no Lothar con mi sangre no te habría podido regenerar los dedos como los tienes ahora, tal vez solo hubiera logrado que se curen por un segundo y luego volverían a estar quemados y podridos ―Odel y señaló mis manos curadas―, con mucha suerte y si fuera la más poderosa de las brujas tal vez solo te hubiera quitado el dolor por un rato, pero no habría podido curar nada. O con mi sangre no hubiera podido terminar el hechizo de rastreo, aquel que te apuntó con la luz, ni volado hacia ti, porque yo puedo hacer magia por ser hija de brujas, pero necesito sangre mágica, cosa que no tengo, solo tienen los hombres. Por su parte, Lothar puede recitar todo el latín que quiera y dibujar las runas que se le den la gana, jamás podrá convertir su sangre en magia porque es hombre y por más que tenga sangre poderosa no nació con el poder de la magia. 

 No. 

 No.

 Mamá no podía ser una bruja sanguinaria, me negaba a pensarlo. Odel parecía leer mis pensamientos. 

 ―No sé por qué tu mamá jamás te contó el origen de tu sangre, pero probablemente sea porque Ava y Adney Banister fueron purificados. Es el chisme del último siglo. Y si te preguntas por qué tú nunca hiciste magia, es porque ya... ya sabes. En realidad, eres un chi... ya sabes ―que no terminara la frase lo hacía peor―. Si vamos a las reglas biológicas, eh, ya sabes... tu sangre solo sirve para que las brujas de verdad puedan hacer magia.

 Que quisiera decirme que era un chico y no se animara era el menor de mis problemas, o al menos el que más conocía. En el colegio no era muy querida por esa razón, algunos profesores, como mi abuela, continuaban llamándome distinto. Y siempre se declaraban defensores de la biología solo para molestarme. Incluso en mis clases de patín las chicas me echaron a patadas del vestuario llamándome pervertido. No era normal para mí, nunca lo sería, pero llegó a ser cotidiano. Sin embargo, el colmo era que viniera una chica a decirme que pertenecía a una familia mágica, pero incluso ahí importaban las diferencias, si no más. 

 Poco a poco, fui recuperando piezas. La sangre que tenía mi abuela almacenada... por supuesto que no era de pato para hacer sopas chinas. Era sangre de gente, de hombres, hijos de brujas que habían sido secados, drenados para hacer rituales. Mi abuela tenía todo un almacén, cientos de litros. Se me revolvió el estómago de tan solo pensarlo. Mi tío Adney... él... ¿acaso él acabó en el congelador? No sabía qué era purificar, pero intuía que un castigo terrible. Por otro lado, había escuchado a Older y Lothar discutir, decían que si no me atrapaban y cerraba el portal los iban a purificar. También mencionaron un Concilio de Máximas que me odia por ser un desviado y que Minerva me mataría.

 Retrocedí un paso.

 ―No me estás contando toda la verdad.

 El rostro de Odel se ensombreció.

 ―¿Quieres la verdad? ―preguntó con aspereza.

 ―Odel... ―se quejó Lothar y trató de incorporarse desde el asiento.

 ―¡Si nos quedamos aquí nos van a matar!

 ―¿Quién? ¿Minerva?

 Odel se sujetó su cabello purpura y gruñó:

 ―¡Maldita metiche por qué tuviste qué escuchar todo! ¡Además de ella, nos matarán! ¡Tenemos que irnos antes de que nos encuentren! ¡O peor, se escape uno! 

 ―¿Quién?

 ―Ah, pero sí que eres cotilla ―se sorbió la nariz irritada y dijo con voz más tonta como si me imitara―. Quién. Qué. Cómo. No entiendo ―se sorbió la nariz otra vez―. Qué carajo te importa.  

 ―Es natural que pregunté ―Me crucé de brazos.

 No solía hablar con chicas de mi edad, pero Odel no me intimidaba, ni su magia, había visto en los últimos segundos tantos sentimientos en ella que dejó en evidencia que no podía controlarlos, tenía temperamento, pero no carácter. Odel, en el fondo, era blanda, no tenía la voluntad. Yo no me consideraba una persona fuerte, pero sí imperturbable, resistente, era el tipo de chica que cuando la jalonean del pelo fuera de un vestuario y le arrojan sus pertenencias al suelo, aprieta el mentón, recoge sus pertenencias sin que le tiemble el pulso y se va con la cabeza en alto. 

 ―Natural es la patada en el culo que te voy a dar si no te subes en la puta camio...

 No pudo terminar su amenaza porque el claro entero ardió en llamas.







 ¡Hola a todos! 

Quiero agradecerles por leer el libro hasta esta parte, también me interesa saber sus opiniones. 

Dato de color: Linda está basada en mi abuela materna, aunque parezca una exageración ella era así (es).

¡Gracias!

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