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 El fuego se encendió con velocidad como cuando crece la llama en un encendedor, de un segundo a otro. Todo ocurrió rápido. Miré la nieve derretirse bajo mis zapatillas, los árboles arder como yesca seca y las llamas bailando a mi alrededor y yo, milagrosamente, no sentí nada. Cuando Odelgarde dibujó una ese extraño símbolo en mis manos no solo me hizo inmune al frío, también al fuego. Pero claro, respirar en medio de esa nube tóxica de humo ardiente era otra historia. Me estaba asfixiando como si hubiera inhalado todo el perfume de una tienda departamental.

 Sin embargo, no podía respirar, me estaba sofocando en aquella niebla ígnea y fragorosa.

 Odel sujetaba la cintura de Lothar y lo ayudaba a pararse. Turbada agarré el brazo de él, lo pasé sobre mi hombro y nos alejamos del claro. Y como si la situación no pudiera ser más extraña, el fuego decidió apagarse tan misteriosamente como se había encendido, dejando todo más confuso que antes.

 ―¡Me cagó en todo! ¡Nos encontraron! ―rugió Odel.

 Soltó a Lothar y por un momento lo tuve yo. Su cuerpo era fibroso, caliente y pesado. Ella sostuvo el báculo granate que había creado con la sangre de su hermano, como si fuera un bate de beisbol y le pegó a una pelota imaginaria; inmediatamente una bola de fuego del tamaño de un auto se originó en la punta de la vara. Pareció como una explosión, se expandió por los aires, surcó el cielo y se catapultó lejos de nosotros. No tengo ni idea de dónde aterrizó, y sinceramente, ni me importaba en ese momento. 

 Mientras murmuraba palabras  incomprensibles o la receta de sopa de pato de la abuela, clavó la vara en la nieve, la giró con ambas manos y alzó un muró de más de veinte metros. Lo hizo tan rápido que cuando reparé en que el suelo bajó mis pies temblaba, la tierra ya se había erizado y elevando consigo un penacho de nieve que llovió sobre nosotros. Literalmente ella había manipulado el suelo como si hiciera pliegues en una sábana. Algo impactó en el muro, vibró, rugió y desprendió nubes de polvo. Nos estaban aventando proyectiles pesados, por el humo que se esparcía en el aire y tiznaba la nieve, supuse que eran bolas de fuego. Perfecto, alguien nos estaba devolvieron la artillería. 

  A duras penas entendía qué hacían Odel y Lothar allí, o quiénes eran, tampoco sabía cómo había terminado yo en esa tundra helada, pero que alguien nos atacara a muerte era la cúspide de lo increíble. 

 Odel empujó a Lothar sobre mí y lo sujeté para que no cayera de bruces.

―¡CORRAN, HIJOS DE PUTA! ―rugió Odel―. Suban a la montaña, pasen el portal y séllenlo otra vez.

Lothar meneó la cabeza, estaba macilento y débil, lo sentía temblar.

―No, yo quiero morir... peleando ―Lothar desenvainó una daga que tenía escondido en el pantalón, dio un paso al frente, puso los ojos en blanco, cayó de rodillas, perdió el conocimiento y se desplomó de panza.

 Ojalá no tuviera un cuchillo escondido ahí también. Odel recogió la daga como si estuviera acostumbrada a que eso pasara y me la dio a mí.

―Arrástralo si es necesario, yo peleo mientras ustedes huyen. Si tienes que dejar a mi hermano en el camino hazlo, pero sellas el portal ¿Me escuchaste, estúpida?

 Asentí, no iba a aconsejarle que insultar cuando estaba nerviosa no ayudaba en nada, apreciaba mi vida lo suficiente como para cerrar la boca. Abracé a Lothar por la cintura, pasé su brazo por mis hombros, con mi mano libre atenacé el cuchillo y eché a correr lo más rápido que pude. No entendí sus indicaciones sobre el portal y los sellos, pero sabía que tenía que subir la montaña, tal vez allí podría volver a la biblioteca. Avancé por el bosque. Solo oía mi respiración pesada, las pisadas cortas y las ramas húmedas crujir bajo nuestro peso. Miré sobre mi hombro. Odel estaba montada sobre algo que parecían tentáculos rojos y sangrientos, como si fuera una araña gigante.

 Cuando volví a mirar al frente había una niña descalza cortando el camino. Estaba abrigada con un tapado de piel parda y me enseñaba mano. Mi error fue mirar lo que ella me mostraba. En la palma tenía un dibujo hecho de sangre, eran dos picos que parecían una montaña y luego una línea recta.

 ―Somnum ―susurró.

 Mi cuerpo se apagó al instante. Lo último que recordé fue caer al suelo, oír el grito de Odel y sentir nuevamente el frío aguijoneándome la piel.



 Soñé con mi abuela Linda, una de las últimas veces que hablamos cuando ella estaba consiente. Se encontraba sentada en la escalera del jardín de la mansión, para entonces las flores estaba frescas en sus canteros, los arbustos estaban podados y las parras no eran maleza. Fumaba y llevaba los pies descalzos, porque se le hinchaban tanto que usar zapatos elegantes como solía hacer, tenía tanto sentido como un paraguas en un huracán.

 Fue hace tres años, yo tenía quince y me inclinaba en un charco de agua, que se había formado en la gravilla colorada del camino, para ver renacuajos.

―Abuela ¿qué querías ser cuando fueras grande? ―pregunté para romper el silencio.

―¿Eh? ―arrugó el ceño, vestía una túnica purpura irisada y llevaba el cabello recogido en un moño, lo que en cierta forma le daba un aire jovial―. Miguel, si no te diste cuenta ya soy grande ―comentó irritada.

―Ya, pero qué querías ser ¿fuiste lo que querías ser?

―No sé ―bufó irritada, estaba interrumpiendo su momento de fumar en silencio―. Quería un nieto que se corte el pelo para variar.

 Miré mi reflejo en el charco, mamá me había dicho que podía usarlo como quisiera y ya lo llevaba por abajo de los hombros. Los rizos rubios se veía monos con lazos, me gustaba peinarme. También empecé a tomar pastillas para la voz, entre otras cosas que nunca hablaba con la abuela porque ella no quería. 

 ―Yo de grande quisiera ser dibujante de historietas ―confesé aburrida―, pero si no da mucho dinero me gustaría ser profesora de literatura o de latín, como mamá.

 ―A ti solo te gusta leer mariconadas y para leerlas no necesitas latín.

 ―Ya. No sé para qué me molesté en pedir la opinión de una vieja fumadora.

 ―¿Qué mierda dijiste, Miguel?

 Me puse de pie y desde allí grité:

 ―Te. Dije. Vieja. Fumadora.

 Ella aplastó el cigarrillo contra el escalón.

 ―Soy vieja y estoy fumando, pero qué original, me pregunto cómo se te ocurren insultos tan crueles.

 Apreté los puños, le di la espalda y me incliné de cuclillas a observar los renacuajos. No iba a irme a deambular sola, no era tan orgullosa, además, tampoco podía irme y quejarme con un amigo o chatear con un grupo de gente, mamá se había ido al centro con Rei y eran básicamente mis únicos amigos, ese lugar no tenía señal y ya había leído todos los mangas que me llevé a ese fin de semana. Solo mascullé maldiciones para mí y me tragué la rabia. Al cabo de un rato la abuela caminó hasta mí. Escuché la gravilla rechinar bajo sus pies descalzos.

―No voy a mentirte, que no sepas insultar me da un poco de lástima, muestra que eres inocente y bastante tonto.

 Ni siquiera me volteé a verla.

 ―Lo cierto es que tú y yo somos muy diferentes, Miguel. Jamás me hago ese tipo de preguntas ni pienso en la felicidad, ni mía ni de nadie. Yo no hice nada de lo que hubiese querido para mi vida, nada, solo seguí órdenes. Hice lo que los demás esperaban de mí. Siempre cumplí. Y tampoco tuve sueños a los que seguir porque ni siquiera los dejé nacer. Toda mi vida serví a mi familia. Pero tú... tú ni siquiera puedes aguantarte las ganas de tener el pelo largo y usar moños ―inhaló de su cigarrillo, veía a su sombra agitarlo para dejar caer las cenizas, el olor a quemado me saturó la nariz―. No sé si me das lástima o envidia, Miguel.

 En aquel momento había pensado que se estaba burlando de mí, que estaba siendo dramática, pero ahora, que me dijera que toda su vida la dedicó a servir a su familia tenía otro peso. En realidad, sirvió al clan de brujas, al Aquelarre, del que no sabía por qué no había escuchado nada hasta que rompí una de las reglas de mi abuela: no toques los libros.

 Con esos pensamientos fui recobrando la conciencia. Sentía un dolor punzante en la cabeza, como si amasaran mi cerebro. Me levanté sobre mi codo con dificultad y parpadeé. Una manta de lana se deslizó hasta mis rodillas. Me hallaba dentro de una carpa de campaña que estaba hecha de piel de animal, el pelaje pardo y pálido se entretejía y creaba un arco sobre mi cabeza. El espacio era grande, media más de diez metros de ancho. El suelo era de piel curtida y oscura y en el centro había un bracero de cobre ardiendo.

 Tenía frío, incluso junto al fuego, quise recoger la manta y lo sentí. Mis manos estaban amarradas de una forma extraña: encerradas en unas manoplas de metal con candados y cascabeles en las muñecas. Donde deberían estar mis nudillos había una cadena que serpenteaba hasta el suelo. Me sacudí y vi que mis pies estaban presos en unas botas de metal rematadas por cadenas todavía más gruesas. Cada zarandeo provocaba el alegre tañido de las campañillas.

 ―Al fin despertaste, hija de puta ―dijo la voz de Odel.

 Se me heló el corazón, la busqué en los rincones de la tienda, pero las sombras eran demasiado espesas.

 ―Libérame ―ordené con la voz temblorosa.

―¿Te estás burlando de mí, enferma mental?

 La manta con la que estaba cubierta se sacudió y a embestidas Odelgarde apareció junto a mí, igual de amarrada. Ella estaba tendida en posición fetal y los mocos le corrían por la nariz como un caudal. Con dificultad y empleando sus codos, logró incorporarse y sacudió su cabellera morada para despejar la cara, pero solo lo empeoró su situación.

 ―Nos atraparon y absolutamente todo es tu culpa ―bisbiseó enojada―. Te dejo la culpa del fin del Aquelarre a ti, a tu abuela tonta y a tu madre exiliada. Parece que tu familia ganó el concurso de taradas.

 ―Vamos a morir ―dijo Lothar, aportando su cuota de pocas palabras, estaba sentado con la espalda apoyada en uno de los parantes de madera, había estado tan quieto y callado que ni siquiera lo noté.

 A él solo lo habían amarrado con una soga.

 No sabía qué decir, podía disculparme, preguntarle qué estaba pasando, quién demonios nos había capturado o averiguar qué ganaba Odel diciendo tantas malas palabras en una oración. Pero opté por la primera:

―Lothar ¿estás bien?

―A ti qué verga te importa ―rezongó Odel y se revolvió en el piso―. ¡Lothar, no le digas a la traidora!

 Lothar me observó con sus ojos tristes y fatigados, sin embargo, había asombro en su mirada, como si no pudiera creer que alguien se había preocupado en él.

 ―He estado peor ―confeso hermético.

 ―Teniendo a Odel como hermana, te creo.

 Eso lo hizo reír y, de alguna extraña manera fue lo que más me sorprendió en el día, reía en silencio y con los ojos cerrados. Verlo me tranquilizó lo suficiente como para preguntar:

 ―¿Conocen a la persona que nos atrapó?

 Odel bufó.

 ―No, en la vida estuvimos ni imaginamos que estaríamos en una de las prisiones Banister. Y encima, entre miles de prisiones que había elegiste abrir los sellos de esta. Nadie creerá que fue un accidente.

 ―Este lugar ―señalé la carpa con los ojos y sacudí los grilletes―, el hielo, el bosque, todo este lugar ¿es una prisión?

 Lothar asintió.

 ―La peor de todas.

 No era difícil de creer, ese lugar había estado a punto de matarme en más de una ocasión.  

 ―¿Por qué?

 ―¿Por qué? ―repitió incrédula Odel, estaba muy enojada―. ¡Porque tiene a los Halifax!

 Parpadeé. La respuesta fue tan desconcertante que estuvimos en silencio por varios segundos. No tenía sentido, ellos eran dependientes de un almacén que se llama así, incluso el nombre estaba en su camioneta. Ellos eran los Halifax.

 ―¿Halifax? ¿Cómo el almacén de comida? ¿Los buenos Halifax?

 Odel se retorció como un gusano, se paró de dorillas, sacudió las cadenas que la amarraban y me miró iracunda.

 ―¡Sí, el nombre se me ocurrió a mí! Ni pienses criticarlo porque tú tuviste la oportunidad de elegir tu propio nombre ¡Y decidiste ponerte Blythe! ―casi escupió mi nombre.

 ―¿Pero así no se llaman ustedes?

 ―¡Sí, pero no somos los malos Halifax, somos los buenos! 

 ―Hace cientos de años aquí fueron encerrados Morgana Sombrae y su compañero de sangre Garrett Halifax, el hermano de nuestro tatara, tatara abuelo ―explicó Lothar, hablaba lento y tranquilo, como si le diera pereza―. Dice la leyenda que ella era una bruja poderosísima y que él parecía tener la sangre de cien hombres. Ambos fueron encerrados por alta traición.

 Odel se mordía el labio, reprimiendo en vano un insulto. 

 ―¡Joder! ―chilló, se tendió en el suelo y emitió un prolongado quejido, como un animal herido―. Moriré y para empeorar las cosas, moriré escuchando el mayor deshonor de nuestra familia. 

 Se me ocurría una lista infinita de cosas que quería escuchar antes que la historia familiar de dos hermanos que no conocía, pero algo me decía que eso me daría las respuestas que necesitaba.

 ―Así que... en este lugar... ―formulé―. ¿Encerraron personas... al hermano de su tatarabuelo?

―Tatara, tatara abuelo ―corrigió Odel―. Creo que se le dice tras tatarabuelo. Fue hace más de cinco generaciones.

 Asentí con lentitud. 

 ―¿Cómo lo encerraron en el bosque si es enorme? Digo, no hay vallas ni cercas... Cómo los atraparon...

  ―Para atraparlos se necesitó otra traición ―amplió Lothar―, el Traidor de Traidores, Rumble Halifax, nuestro tatara... abuelo ―me daba la impresión de que ni ellos sabían qué tan lejano era ese ancestro―. Él ayudó a vencer a su propio hermano y logró recuperar el honor del resto de los Halifax. Sin embargo, aunque salvó a nuestro linaje del exterminio, desde entonces el apellido es sinónimo de deshonra y debilidad. Es el apellido de los traidores, de los taimados. Porque el primer traidor fue Garrett, quién traicionó al Aquelarre y a él lo traicionó nuestro antepasado Rumble. Aunque pasó hace cientos de años, nadie confía en un Halifax. Por eso esta prisión es de las peores en donde pudimos terminar, es históricamente importante. Pero sobre todo, para nosotros, es históricamente terrible.  

 Eso no fue lo que le había preguntado. Yo no lograba entender cómo se encierra a alguien en una tundra helada, en un lugar libre. Ellos hablaban como si el bosque, la sierra, esa carpa y los campos interminables de hielo fueran una habitación, una jaula. Asimilé la información que me había dado Lothar. Allí habían encerrado, hace cientos de años, a un pariente de ellos que había traicionado a las brujas, al Aquelarre. Me sorprendía que por el error de un Halifax los brujos castigaran a todo un linaje o peor, los asesinaran.

 Odel se mordía la lengua en silencio.

 ―¿Es por eso que en el nombre de su negocio aclaran que ustedes son los buenos Halifax?

 Odel se encogió de hombros.

 ―Pues sí, nosotros somos los descendientes de un traidor, pero antes de que empieces a lanzar tomates ―dijo, aunque no pensaba criticarla―, Rumble traicionó a su hermano para salvar al Aquelarre, para protegerlos a todos y mantener el equilibrio. Garrett era su hermano, pero esa peligroso, malvado y egoísta. Traicionó prácticamente un terrorista, lo hizo por el bien común. Nosotros somos los descendientes de Rumble, los buenos.

 ―¿Y los demás brujos ven eso? ―pregunté.

 ―¡Sí! ―gritó Odel.

 ―No ―contestó Lothar con calma.

Odel bufó.

 ―Es tal el punto de desconfianza hacia nuestra familia ―dijo Lothar―, que ninguna bruja quería mi sangre para sus rituales y ninguna familia ofreció su hijo a Odel, lo hacen desde hace generaciones, tratan de que no podamos usar magia, así que Odel y yo nos hicimos compañeros de sangre entre nosotros.

 ―¡Mentira! ¡Él miente! 

―Digo la verdad ―respondió cansado Lothar y me contempló con los ojos tristes, era tan rubio que sus pestañas parecían púas de trigo―. Incluso todavía no nos aprueban como brujos oficiales. Cada brujo o bruja necesita un permiso para hacer magia, es solo mera formalidad, no existe nadie que no lo tenga y te lo conceden antes de la adolescencia. Al cumplir diez años todos atraviesan un examen práctico qué aprueban sin esfuerzo, pero nosotros no. Poco importa qué tan bien lo hagamos. Cada vez que nos postulamos a la prueba y mostramos nuestro progreso nos ponen más misiones estúpidas como...

 ―¡Lothar, eres un bocón, no le digas! ¡La traidora se reirá de nosotros!

 Estaba lejos, lejísimos de reírme. Pero lo hubiera intentado solo para cabrear a Odel, sus gritos constantes estaban comenzando a irritarme. Gracias a su melodioso berrinche no pude escuchar cuál era la estúpida misión que le habían asignado. No me habían contado por qué esas personas fueron encerradas en esta prisión hace generaciones, ni porque las cárceles tenían el apellido de mi familia. Ya me figuraba que ellos también sabían qué había pasado con mi madre y mi tío. Había tantas cosas que quería saber, pero la idea de estar amarrada con pesados y extraños grilletes me hacía temblar como una montaña rusa con poco mantenimiento: estaba a punto de desmoronarme. 

 Quería regresar a casa. Acaso Rei ya estaría en la mansión, qué haría si no me encontraba. Llamaría a la policía, de seguro. Dudaba que pudieran encontrarme, ni siquiera sabía donde estaba. Me pregunté qué había pasado con mi abuela, ella estaba a mi lado cuando toqué el libro ¿Estaba en la mansión o había caído conmigo por el barranco? Oh... ¿y si estaba muerta? Digo, tampoco le faltaba mucho para eso ¿Y si se había congelado? 

 Me agité. De repente necesitaba más aire del que respiraba.

  Y si mi abuela cayó por el despeñadero pero no aterrizó en nieve blanda si no que se dio contra una roca. Cuando me desperté no tanteé la nieve para comprobar si había un cuerpo enterrado a mi lado. Que va, lo hubiera notado ¿O no?

 El aire. Por qué no entraba a mis pulmones. 

 Mi abuela no podía estar muerta, digo, no podía morir así, de la nada. Ella debería fallece en una cama, rodeada de sus estúpidos libros... El libro. Claro. Yo lo había tocado cuando llegué allí ¿Acaso el libro era la prisión y yo había entrado? Pero... pero la mansión Banister estaba repleta de libros. Eso significaba que...

―Oye, asmática ¿estás bien? ―preguntó Odel desde el suelo y trató de darme una patada―. ¡Eh! ¿Qué te pasa, tonta? ¡Respira bien! 

 ―Tiene un ataque de pánico ―explicó Lothar.

 Lo miré y me sujeté el pecho, sentía que iba a explotar y volaría en tantas piezas que no podría juntarlas a todas. El corazón latía tan rápido y mi garganta resollaba de forma tan ruidosa que no podía escucharlos.  

 ―¡Y cómo se le quita! ―rezongó.

 Lothar suspiró cansado y apoyó la nuca en la viga a la que estaba atado.

 ―Ya se le irá solo.

―¿Qué hacemos? ―insistió Odel, esforzándose por buscar una solución, ella también se estaba alterando.

 ―Cerrar la puta boca ―respondió con calma.

 Cerré con fuerza los ojos. Me centré solo en respirar, mis pulmones no cooperaban. El oxígeno parecía espeso, como plástico. No quería. No quería estar amarrada, ni acostada en el suelo, tampoco ya deseaba regresar a la mansión. Solo quería respirar bien o desmayarme otra vez y que todo se solucione mágicamente.

 Magia.

 Ese era el gran problema. 

Al cabo de unos minutos, más de los necesarios, cuando pude tranquilizarme, me volteé enervada hacía Odel.

 ―Tal vez si supiera más lo que está pasando podría calmarme, idear una forma de escapar y llegar a casa.

 ―¡Escapar! ―bufó Odel ―. Es mejor que empieces a afinar el arpa porque la estarás tocando pronto.

 ―¿Qué?

 ―Significa que vamos a morir pronto ―tradujo Lothar con hartazgo, él ya parecía muerto― ¿Nunca viste la imagen de un ángel tocando el arpa en el cielo?

 Ni siquiera me molesté en responder eso. 

 ―Haz magia ―exigí.

 Odel me fulminó con la mirada y sacudió su cabeza para despejarse el pelo de la cara.

 ―¿Y qué mierdas te piensas que estaba haciendo cuando nos entraparon a todos? ¿Tomando el té? ¡Hice magia y no funcionó! ¡Nos dieron una paliza y nos atraparon!

 ―Ya, pero ahora nadie nos está atacando. Será más fácil que hagas... tus trucos.

 Odel suspiró cansada, señaló a Lothar con el mentón.

 ―No llegó a él y estoy amarrada ―sacudió sus piernas y brazos, las campanillas restallaron como latigazos―. Sin sangre soy igual de inútil que tú.

―Pero ¿con un poco de sangre bastaría? ―insistí―, digo, ¿necesitas las manos y los pies o solo basta con recitar versos con sangre de... homb... de brujo? Porque si solo necesitas la boca...

 Odel entendió mi idea, sus ojos se iluminaron y como dos espejos anhelantes reflejaron el fulgor rojizo del brasero.

 ―¡No había pensado en eso! ―miró a Lothar a través de su melena, la posición chueca en la que estaba acostada se veía dolorosa―. ¡Lothar! ¡Lothar! ¡Somos dos grandes imbéciles, la traidora que no sabe de magia acaba de darnos la solución!

 Lothar asintió. 

 Tener una posibilidad de escapar me estimuló. 

 Odel había dicho que yo tenía sangre de brujo. Las personas que nos habían capturado habían pensado que yo era una bruja, por esa razón me habían amarrado como Odel y nos había alejado de Lothar que, en cambio, estaba atado con una cuerda. A él no lo consideraban una amenaza, solo era una fuente de sangre, tinta para dibujar. Eso me halagaba un montón, ser tratada como una chica más era lo que siempre había querido, pero hubiese preferido que no fuera en una situación de muerte.

 ―Nunca usé sangre de otra persona, pero podría intentarlo ―dudó Odel―. Dicen que los hechizos son más poderosos si tu compañero de sangre no es tu hermano.

 Quise hacer la observación de que mi madre había tenido de compañero de sangre a su hermano. Jamás había ansiado tanto una charla con ella quería echarme a sus brazos y hablar por horas o llorar.

 ―Te va a doler.

 Asentí.

 ―¿Algún lugar en especial? ―susurró.

 ―Solo trata de que no sea la cara.

 Odel se relamió los labios indecisa, de repente estaba tímida, como si hubiera recordado que tenía dignidad. Vacilante llevó su boca a mi cuello y mordió con fuerza. Al principio, mi instinto fue empujarla y gritarle que buscara otra fuente, pero considerando que era la única parte de mi cuerpo sin ropa, mis opciones eran bastante limitadas. Sentí la fuerza de su mandíbula contra mi piel, y cuando sus dientes se hundieron en mi carne, el dolor fue tan agudo que mis ojos se nublaron y mis mejillas se humedecieron con lágrimas de dolor. Cerré los ojos y reprimí un grito, mientras Odel se daba un festín con mi sangre hasta llenarse la boca. Luego, inclinándose sobre sus propias ataduras, con la espalda arqueada y una expresión que habría asustado incluso a los vampiros más veteranos, vertió la sangre sobre sus grilletes como si estuviera realizando un ritual oscuro. De hecho, eso estaba haciendo. 

 Bisbiseó palabras sin sentido, con los labios empapados de sangre y el mentón chorreante, todo era tan espeluznante que aún no sabía si asustarme o empezar a reír nerviosamente. De inmediato sus grilletes se convirtieron en barro, al principio creí que se derretían porque perdían su consistencia, pero luego vi cómo Odel los destrozaba con sus dedos, desde adentro, como si fuera un topo saliendo a la superficie. Cuando los trozos cayeron al suelo, noté que eran marrones y arcilloso. Definitivamente, había convertido el metal en tierra seca.  

 ―Primero Blythe ―pidió Lothar.

 Odel chasqueó la lengua, pero obedeció a su hermano, me gustaba la dinámica con la que trabajaban, yo siempre había querido un hermano, mucho más un mellizo, me figuraba que era como nacer con un mejor amigo, cosa que tampoco tenía. 

 Escupió mi sangre en los grilletes de metal y dibujó en la superficie un dibujo que carecía de habilidades artísticas, tenía la forma de un circulo con pelos. Recordé nuestra conversación en el bosque. Ella había llamado runa a ese garabato. Mi cuello seguía goteando sangre, Odel me acarició la herida y recogió las últimas gotas. Ni siquiera me inmuté porque estaba absorta observando cómo el metal se oxidaba, parecía que un germen color cobre lo pudría, cuando estuvo lo suficientemente naranja y derruido hice fuerza y destrocé mis grilletes como si fueran plastilina. También, cuando los trozos aterrizaron sobre la manta y el suelo, eran trozos de tierra seca. 

 De inmediato giró hacia su hermano, drenó la saliva y sangre que le quedaba, la depositó en su mano con el resto de las gotitas y manipuló el líquido hasta que se forró todos los dedos, como si estuviera diseñando el último grito de la moda en guantes sangrientos. Ahora contaba con garras curvas y punzantes como navajas, no sabía si había cristalizado la sangre otra vez, poco me importaba. Con sus nuevas garras, cortó las sogas de Lothar y él se masajeó las muñecas, todavía tenía una vendada. 

 ―¿Te duele? ―preguntó Lothar.

 Tenía los ojos de los hermanos sobre mí. Estaba secándome las lágrimas, pero disimulé que me recogía el cabello.

 ―Eh, no, no, qué va. Puff. 

 ―Entonces esto no te será problema ―dijo Odel, me sujetó del hombro y sin más preámbulos dibujó algo en mi frente que no pude ver.

 La runa me ardió como si me la tatuara a fuego. Me sujeté la cabeza y apreté los dientes hasta que rechinaron. La sien me martilleaba con el ritmo de una batería de rock pesado, mi boca competía contra desiertos para ser lo más seco del mundo y mi cuello latía oleadas de dolor. No sé cómo Lothar podía soportar toda la vida usar su cuerpo para que otro hiciera magia, en parte, no era muy difícil entender por qué mi mamá me había mantenido alejada de todos los brujos. Eran un circo sangriento y si todos se parecían a los Halifax entonces también estaban bastante locos.

 Cuando abrí los ojos Lothar y Odel habían desaparecido, di una vuelta entera, el brasero continuaba ardiendo y las mantas de lana y piel estaban espolvoreadas con tierra, pero a ellos no los encontré. Me habían abandonado. Separé los labios para hablar, pero la voz tranquila de Lothar me tranquilizó:

 ―No puedes vernos porque también nos dibujamos una runa de invisibilidad. Todo lo que sujetes o lleves sobre tu piel será invisible. Así que toma la manta. 

 Lothar sujetó la manta de lana e inmediatamente desapareció del suelo, sentí que me abrigaba con ella los hombros y la ataba alrededor de mi cuello para usarla como capa. La piel era pesada y suave, así se debería sentir el sacrificio que haces por alguien que amas. Por millonésima vez me pregunté qué había hecho mi mamá por mí.   

 ―Si quieres hacer que te vean entonces te borras la runa de la frente y ya ―concluyó Lothar. 

 Qué...

 Bajé la mirada, pero mi cuerpo tampoco estaba. Extendí mis manos y tampoco logré identificarla. Froté mis dedos contra mis palmas, los continuaba sintiendo, estaban allí y sin embargo...

 ―Sirve para huir ―dijo Odel, la puerta de la carpa se arrimó―. Es común que las primeras veces te cueste caminar y medir distancias ―explicó―. Así que no te tropieces, princesa. 

 ―Ya.

 ―Muy bien, todos tomados de las manos, como si fuéramos a bailar conga. No sabemos qué nos espera del otro lado. Ya se la saben, si hay que huir, corren sin mí. 

 Apuré el paso para seguirlos y me ubiqué cerca de la lona que había corrido Odel. La luz del otro lado de la carpa era cegadora. Me sentí un poco tonta al querer cubrirme los ojos con los dedos, por suerte nadie me vio. Una mano curtida y llena de cicatrices enlazó nuestros dedos con calma, era Lothar. Una mano más suave y fina me sujetó con fuerza, era Odel. 

 Tenía tanto temor como curiosidad de ver lo que había allá afuera. Cuando llamé a mamá y Rei, en el ático, había pensado que no era fácil tener miedo solo. Si bien Odel y Lothar no eran la mejor compañía, sí aliviaban la situación, al menos en un uno por ciento. 

 Tomé aire y salimos de la carpa







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