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 La luz me encandiló como si estuviera en un interrogatorio. Entorné los ojos y parpadeé muchas veces hasta que pude acostumbrarme y dejar las penumbras de la carpa atrás. 

 No había ni una nube en el cielo azul, sería un día perfecto de picnic, claro, si ignorabas toda la nieve que había, reflejando los rayos del sol como un espejo gigante decidido a dejarte ciego. No podía ver mis pies, pero sí mis huellas. Si bajaba la vista, se notaban claramente dos huecos donde deberían estar mis pies. Sentí oleadas de frío atravesando las zapatillas. No estaba preparada para un invierno tan cruel. 

 La carpa no solo aislaba el frío, que no se tardó en colar por mi ropa, sino también el ruido.

 Alrededor de la carpa había una aldea en pleno auge, como si un festival medieval se hubiera cruzado con una convención de fanáticos de la nieve. Nadie me tironeó de las manos, así que supuse que Odel y Lothar estaban igual de impresionados. Cada estructura era una carpa, pero no del tipo que compras en una tienda de camping, no señor. Estas estaban hechas de vigas de madera y trozos de piel, y algunos eran edificios altos de cinco pisos. Había muchas torres, tiendas amplias con chimeneas humeantes y casas peludas con porches y canteros con flores de hielo. 

 Casas peludas, eso es algo que nunca creí llegar a ver. 

 La nieve revestía todo y se acumulaba en las esquinas. 

 Algunas personas iban abrigadas igual que los esquimales: abrigos, botas, guantes, anteojos de sol y gorros. Pero otros vestían capas finas y de seda, y muchos usaban remeras y pantalones cortos como si estuvieran en la playa, porque, claro, la lógica aquí se había tomado vacaciones. Carruajes rodaban por algunas calles, pero eran tironeados por el aire, cada tanto oía relinchos de equinos y me dio la impresión de atisbar un crin traslúcidos y fantasmagóricos. Que fueran invisibles o holográficos la verdad había dejado de ser una sorpresa.

 Los transeúntes caminaban apurados y lento, iban a su propio ritmo. Algunas personas tenían rasgos animales como piel reticulada, patas de cabra o alguna otra anomalía que me dejaba atontada. Nunca había estado en un país frío como Rusia, Noruega o Alaska, pero estaba segura que la gente no se veía así allá. Empezaba a dudar de encontrarme si quiera en otro país...

 ―Hay ¿gente?... estamos en una civilización. No entiendo, hace trescientos años solo estaban aquí Morgana y Garret ―susurró Odel―. Se reprodujeron como conejos. Hicieron el amor hasta desfallecer.

―Qué envidia ―añoró Lothar.

―¡Giu! ―rezongó Odel.

 Empezaron a moverse. 

 Observé con más atención a la gente. Todos tenían runas dibujadas con sangre encima de la piel, tanto hombres como mujeres. Algunos llevaban esos garabatos en la frente, bajo los ojos, en los dedos, los brazos y dios sabe dónde más. Cada uno estaba concentrado en una tarea: tejiendo canastas en las puertas de las cabañas, barriendo un porche de madera o descargando frutas que nunca había visto, pero que parecían lo suficientemente raras como para tener nombres impronunciables o su propia página de Wikipedia. 

 El cielo fue surcado por un grupo de niños, estaban volando sobre varas irregulares y rojas, supuse que era sangre cristalizada, como había hecho Odel. 

 ―¿Dónde estamos? ―logré preguntar.

 ―Buena pregunta ―dijo Lothar.

 ―Buini priginti ―lo burló Odel―. No sé, pudieron llevarnos a cualquier lado, lejos del portal. A mí me atacó un chico, pero hacía magia así que tal vez era una chica fea, como Blythe.

 ―¡Eh!

 ―¿A ustedes quién los atrapó? ―preguntó Odel.

 ―Una niña nos hizo un embrujo para dormir ―se anticipó Lothar, porque yo iba a responder que no sabía.

 ―¿Una niña los venció? Ja, ni me sorprende.

 ―Poderosa o no a ti también te atraparon ―rezongué.

 ―Ya, para qué discutir ―Odel desvió el tema de conversación―. Lo primero es averiguar dónde está la montaña con el portal e ir en esa dirección.

 Busqué la montaña y supuse que ellos, al igual que yo, giraban su cabeza en todas direcciones.

 No había montaña. Tampoco portal. 

 ―¿Y luego? ―presioné.

―Este... luego... cruzar la puerta y que Blythe selle este mundo otra vez.

 Lamentablemente, las casas y los edificios eran muy altos. Noté que cometas sin cuerda sobrevolaban los cielos, como drones de papel iban dirigidos con velocidad hacia destinos desconocidos. Tenía runas grabadas, del mismo modo que las casas. A este paso, me estaba preguntando si no debería empezar a buscar mi propio tatuaje de runa sangrienta, solo para encajar.

 Cada vez que miraba encontraba algo nuevo. 

 La magia empapaba esa ciudad de pies a cabeza. Jamás había visto un pueblo así, no parecía tener tecnología, pero era mejor, no era como las urbanizaciones que yo conocía, con recovecos sucios, polvo y gente amargada y encorvada corriendo a la entrada del metro. Todos se veían cómodos haciendo lo que hacían y cada color brillaba como si fuera único en el mundo.

 Ya estaba haciendo la idea de que no estaba en casa, ni en algún país vecino. Ese... no parecía el mundo que yo conocía. 

 Por más cosas lindas que hubiera no había montaña. Hubiera disfrutado la idea de estar en otro mundo y tal vez hasta me habría sentido afortunada si no sintiera un nudo en el estómago por los nervios de volver a casa. Tenía que decirle a Rei y mamá que estaba bien, debía asegurarme de que la abuela continuara viva por al menos unos años más. Mamá había dicho que este sería nuestro último verano juntas, pero no, tenía que haber uno más, solo uno más. Y si eso era muy difícil, al menos quería despedirme de Linda. 

 Odel finalizó la lista de cosas por hacer:

 ―Y cuando hayamos regresado a la mansión Banister y cerrado el portal, debemos rogar por nuestras vidas a Minerva.

 Otra vez mencionaba a esa tal Minerva. Un niño con orejas puntiagudas, patas parecidas a las de un gato y bigotes corrió por el medio de la callejuela. Para que no se chocara de bruces contra nosotros tuvimos que pegarnos a la pared. 

 ―Eso... ¿qué es?

 ―Es un brujo ―explicó Odel asqueada y escupió―. Mutar de esa forma y cambiar tu cuerpo con runas está prohibido ¡Prohibidísimo por el Aquelarre!

 ―Ya ―dije, se me hacía que el Aquelarre tenía muchas reglas―. Entonces, la montaña está...

 Miré, en una dirección había un callejón con cajas y puertas forradas con papeles coloridos y runas, en otra dirección había una pequeña dársena con flores.

 ―¡Pues trepemos una casa para tener mejor vista! ―estalló Odel―. ¿Acaso tengo que tener todas las ideas yo?

  ―¡La idea para escapar fue mía! ―protesté.

 ―Ya ¡Lothar! Lothar, espéranos aquí y guarda fuerzas.

 Lothar soltó mi mano y Odel la aferró aún más. Entendí que quería trepar la casa conmigo. Sin preguntarme acarició la zona donde me había mordido. Apreté los labios para no maldecir, pero luego pensé que era mala idea contenerme.

 ―¡Joder, cuidado, me duele!

 ―Ya, perdón. No te enojes ―contestó, asombrada de mí trato, como si ella hubiera sido amable todo este tiempo. 

 Odel rejuntó unas gotas y dijo que me quedara quieta mientras dibujaba en mi mano una runa. Se parecía a una "f" solo que más larga. Me preparé para el dolor, pero no llegó. Sin embargo, sentí el dibujo húmedo, enfriándose poco a poco. Suspiré aliviada. Así que algunas runas dolían y otras no, ahora que lo recordaba, la primera que me hizo en el bosque para bloquear el clima casi ni la sentí.

 ―La canaleta es de chapa ―notó Odel con agobio, como si mencionara la fecha para el fin del mundo.

 Giré en todas direcciones hasta que identifiqué la casa que ella estaba mirando, era una pequeña cabaña de madera y brea con dos ventanas redondas y flores cuyos pétalos se desbordaban de los canteros como lenguas. La verdad, la canaleta de chapa al estilo de los suburbios era lo que menos me impresionaba.  

 ―Gran observación, Sherlock ―dije.

 Odel resopló.

 ―Solo me preocupa, estúpida. 

 ―¿Te dan miedo las canaletas?

 ―¿Qué? ¡No! No le temo a nada.

 ―¿Minerva? ―traté, ella no dejaba de mencionar a esa mujer con miedo.

 ―Primero, tú no la conoces. Segundo, me preocupa que este lugar esté... avanzado. Tienen sistema de drenaje ―contestó refiriéndose a la canaleta―. Se supone que es una prisión, digo, en qué momento lo convirtieron en centro turístico. Peor, al principio creí que no habría nadie, que solo estarían los cadáveres de Morgana y Halifax, tirados por ahí. Cuando nos atacaron dos chicas jóvenes, supuse que había descendientes de ellos. Dije, bueno, tuvieron hijos, pero seguro deben vivir como monos en cavernas congeladas... pero... pero son cientos y... no sé, este sitio es raro, no parece...

 No completó la frase, pero sé qué quiso decir: no parece una prisión.

 ―¿Nos atacaron por eso? Porque saben que no pertenecemos aquí. 

 Odel chasqueó la lengua.

 ―No necesito saber la razón, si son hijos de la descerebrada de Morgana y el terrorista mal nacido de Garrett, entonces lo hicieron por simple maldad.

 Enmudecí. Estaba difícil encontrar maldad en una captura donde nos habían mantenido con vida, dejado en un lugar cálido y arropado con mantas. Pero ella entendía más de brujos que yo, así que le concedí el beneficio de la duda. 

 Odel mojó sus dedos en mi herida, como si yo fuera una paleta de pintura y ella la artista, trazó una runa en su propia mano, rodeó nuestros dedos y susurró tan dentro de mi oído que me dio comezón:

 ―No grites.

 Ella dio un brinco, ligero, como si se hubiera asustado y entonces... pasó. Fuimos proyectadas a toda velocidad hacia el cielo, sobrepasamos los techos, las agujas de algunos edificios y las azoteas de las tiendas más altas en cuestión de segundos. Miré hacia abajo, la ciudad era enorme, debería medir cuatro kilómetros o más. La urbanización estaba rodeada de una llanura congelada y pálida. El ascenso fue tan rápido como el descenso y me di cuenta de que estaba cayendo cuando aterricé en la nieve de la calle, con el suave golpe de un aterrizaje no tan suave.

 ―Mierda. La gran puta mierda ―bisbiseaba Odel.

 Entendía su malestar, por más hermosa que fue la vista no había montañas en ninguna dirección, solo campos interminables de hielo. 

 ―¿Pudiste ver algo, desertora?

 ―No ―comenté mustia.

 Se hizo silencio.

 ―¿Dónde estamos? ―repetí un poco más alterada ―. ¿Estamos en el libro que tenía mi abuela?

 ―Sí y no. Estamos en un mundo que fue encerrado en el libro que tenía tu abuela ―respondió Lothar―. Tú abriste este sello, Blythe.

 De alguna manera habíamos aterrizado al lado de él. Sus manos encontraron las mías, Odel borró la runa nueva con algo caliente y húmedo. Era su saliva.

 ―¡Giu! ―traté de quitarle mi mano pero la atenazaba con la fuerza de una madre impaciente. 

 ―Ya, deja de llorar, carajo.

 Ellos me tironearon para seguir o refugiarse en algún lugar, pero planté mis pies en el suelo.

 ―No entiendo. Digo, la mansión Banister está repleta de libros y jamás me dejaron tocar uno.

 ―Con justa razón ―se quejó Odel.

 ―No entiendo ―repetí.

 ―Blythe, seguro sabes que en la antigüedad quemaban brujas ¿o no? ―preguntó Lothar con más diplomacia, él siempre estaba dispuesto a explicar. 

 Asentí, pero reparé en que no me veía y agregué:

 ―Eh, sí.

 Volvimos a emprender la marcha, traté de no arrastrar los pies porque por más invisibles que fuéramos íbamos creando surcos. 

 ―Los humanos veían a gente que tenía conocimiento en medicina, astronomía o hierbas y lo enjuiciaban a muerte por miedo. Siempre fueron muy religiosos y algo tontos, creían que todos esos conocimientos eran del diablo, pero con el correr de los años ellos también empezaron a investigar y abrazar el saber. Sin embargo, las brujas siempre fueron aventureras y tuvieron una sed de sabiduría insaciable. Tal era su pasión por descubrir el mundo que, en realidad, descubrieron otros ―confesó Lothar.

 Ambos guardaron silencio, Odel refunfuñó y tomó ella la explicación, supuse que a Lothar le aburría hablar:

 ―Existen cientos de mundos, como el nuestro. De hecho, algunos humanos estuvieron cerca de la verdad, los nórdicos creían que existía un árbol cósmico llamado Yggdrasil y que sus ramas tenía mundos. Pero nosotras descubrimos que son más como un campo de flores, donde a veces hay un montón juntas y luego entre la hierba encuentras una florecilla aislada. Los mundos estaban dispersos, algunos abiertos en mitad de un páramo, otros escondidos detrás de una cascada... mundos cuyas puertas brumosas se encontraban en la cueva de una montaña o en mitad del mar, a veces, peligrosamente, en aldeas humanas. Los mundos siempre estuvieron conectados y las brujas, hace cientos de años, los exploraban a sus anchas.

 Interrumpió la marcha porque alguien abrió la puerta de una carpa. Era una mujer regordeta con la cara perfilada por runas, ella estaba vestida con una túnica y traía un tapete en sus manos. Azotó la alfombra en el aire y volvió a entrar. 

 Odel suspiró más relajada, reanudó la marcha y la explicación: 

 ―En varios mundos hay criaturas que no imaginas. Algunas de ellas estuvieron muchos años en nuestro mundo, de ahí surgieron las historias de las sirenas, las hadas y todas las bestias de cuentos. Eran seres que atravesaban los portales, como tú lo hiciste al caer por la montaña. Pero los humanos siempre fueron malos conviviendo, las cazaron, hostigaron y desconfiaron de ellos en todo momento, más pronto que tarde, se generó hostilidad entre estas criaturas mágicas y ellos. Incluso se mataban entre ellos. A las brujas poco le importaba, mientras menos humanos mejor, pero los tratos comenzaron a cambiar. Por ejemplo, si iban al mundo de los dragones allí tampoco aceptaban a las brujas, las confundían con humanos. Y solo pasaba cuando eran lugares conocidos ¿Te imaginas de los sitios inexplorados? Allí los nativos atacaban, contagiaban enfermedades y raras veces eran amistosos... Con el tiempo, las brujas notaron que causaban más caos que orden cuando visitaban otros mundos. Fue entonces cuando decidieron organizarse y controlar las expediciones. 

 Para mí hubiera sido más útil dejar de involucrarse, pero cada uno con su rollo.

 ―Se creó el Concilio de Máximas que es regido por dos familias de brujas. El Concilio canceló todas las exploraciones y comenzó a sellar las puertas de los mundos más peligrosos. Lo tenían que hacer con runas, como la que tienes en la frente, que si la borras el efecto mágico desaparece. Pero esas runas tenían que ser dibujadas en un objeto y, así, las puertas estarían siempre cerradas y reubicadas en un lugar seguro que se pudiera trasladar, no abiertas en medio de la nada e inamovibles. Siempre y cuando el objeto estuviera bien custodiado, el mundo también lo estaría. Probaron sellar estos mundos en peinetas, escobas, catalejos y adornos, pero era difícil almacenarlo y a veces el sello terminaba por borrarse. Hasta que dieron con libros, una forma más sencilla de plasmarlo y archivarlo. Sellan los mundos en las hojas. Y los libros se guardan en bibliotecas en una mansión, lejos, muy lejos de los humanos.

 ―Con el tiempo, las brujas empezaron a encerrar a sus enemigos en esos mundos peligrosos que jamás volverían a visitar ―explicó Odel―. La mansión Banister en realidad es una prisión. Y nosotros acabamos justo en el mundo donde encerraron a un antepasado nuestro. Temo que piensen que queremos vengarlo o que no fue un accidente.

 ―Yo cuando toqué el libro me corté el dedo ―musité.

 Yo...

 Todavía estaba asimilando lo que había escuchado.

 ―Así es, abriste el sello ―confirmó Odel―. Verás, los sellos como todo acto de magia se hacen con sangre de brujo. El problema es que una vez que creas el sello, solo podrá abrirse o cerrarse con la misma sangre. O sea, debe hacerlo la misma persona o un familiar.

 ―O sea... ¿yo?

 ―Sí... una Banister.

 Por eso estaban tan desesperados para encontrarme y regresarme a casa, querían que volviera a sellar ese mundo. El que contenía al autor de sus pesadillas, Garrett, aquel que manchó el apellido Halifax.

  Vi a una anciana caminando con bastón, tenía un tapado azul de piel, era holgado y le dejaba al descubierto solo sus manos con manoplas y sus botas de cuero opaco. Su piel era cetrina y su cabello blanco, estaba muy arrugada, pero sobre todo su piel se plegaba porque estaba sonriendo feliz.  Su brazo iba colgando al de una chica joven, de mi edad, cuya cabellera trenzada lucía los colores más vivos que cualquier arcoíris en un día de sol. Las dos reían por lo bajo, chismeaban entre ellas y se miraban con complicidad, como si su acompañante fuera más importante que el camino a recorrer. La joven, su nieta, rio de forma un poco más ruidosa y la abrazó con cariño. 

 Volví a preguntarme qué había sido de mi abuela. Jamás nos habíamos llevado así de bien, me pregunté con rabia por qué nunca pudo quererme, por qué siempre parecía haber una distancia helada entre nosotras. Entendía que mi personalidad relajada le irritara, pero de pequeña casi no tenía personalidad, por qué tampoco me amó entonces. Al menos de mentira o por lástima, pero yo no valía la pena ni siquiera para fingir. 

 Me sentía como una tonta llorando en silencio por ella. Ese día había batido un récord en gastar lágrimas, una parte de mí decía que ella no merecía mi pena, pero la otra parte solo podía pensar en mi abuela congelada y se me quebraba el corazón. Me gustara o no, la amaba tanto que me dolía y eso era lo que más enojo me provocaba. 

 Una mano callosa y con la piel irregular me enjugó las lágrimas. Era Lothar. Cómo sabía que estaba llorando, probablemente tenía un radar incorporado para detectar momentos de debilidad emocional, porque, que supiera, él no hacía magia. 

 ―Cuando se trata de sentimientos, yo solo lo siento ―susurró la explicación.

 Él siempre estaba ahí para dar una razón. 

 ―¡Lothar podrías dejar de coquetear con la traidora! ―rezongó Odel.

 Su gesto me enterneció y dio las fuerzas suficientes para preguntar:

 ―¿Saben qué fue de mi abuela? ―me sorbí la nariz.

 ―No ―respondió Lothar.

 ―Seguro se ahogó en la nieve ―dijo Odel de forma contundente.

 ―No lo sabemos ―tranquilizó Lothar―. Pero tu abuela era una de las brujas más poderosas. Ella estará bien.

―Pero ella no tenía sangre de brujo ―musité―. Sin sangre no puede hacer magia ¿cierto?

 ―¡Ja! ¿Ves que no puedes mentirle a la traidora, Lothar?

 ―¡No me digas traidora, Odel!

 ―Pero lo eres. Todos, nos guste o no, dedicamos nuestra vida al Aquelarre. Si eres hombre das tu sangre y si eres mujer la usas. Y ya. No hay más vueltas, no hay más deseos o anhelos o vidas diferentes a esas. Hay que servir al Aquelarre, dar honor a tu casa. Ella desertó del Aquelarre y tú ni siquiera apareciste. Tu mamá y tu hacen lo que quieren. No cumplen con su deber.

 ―No deberías ser algo que no quieres ―contesté ensimismada―. No puedes ser leal a los demás si no te eres leal a ti mismo.

 Odel balbuceó sin saber qué decir.

 ―No... digo, está mal. Si tu mamá te hubiera educado en el Aquelarre no estaríamos en este problema porque hubieras sabido que si tocabas el libro con una herida abrirías la puerta ¿Ves que por algo están las reglas? ¡Es culpa de tu madre y tuya que estemos en este lugar! Nosotros solo vimos el portal y vinimos a enmendar tu error. Lothar, dile a la traidora que es una traidora.

 ―No.

 ―¡Lothar!

 Ella guardó silencio, supongo que apenada o rabiosa, no ver sus caras hacia la discusión un tanto difícil.

 Me agobiaba discutir todo el tiempo con Odel, pero ella sacaba lo peor de mí. 

 ―No... quise decir lo de tu abuela ―se disculpó Odel, arrastraba las palabras como un niño pequeño―. Cuando fuimos a darte la entrega de comida no había nadie para recibirnos. Tu abuela es la única bruja que nos compra. Las buscamos en toda la casa, fuimos a la habitación y nos costó abrir la puerta de tanta nieve que había entrado desde el portal. Entonces supimos que habían abierto un sello. No entendíamos por qué, creíamos que al menos tú sabías por qué no deberías tocarlos. En fin, lo siguiente que hicimos fue buscarte en este mundo para cerrar el sello. Por cierto, este es uno de los peores mundos posibles, es frío y asesino, nada puede vivir aquí, por eso encerraron a los traidores en este lugar.

 Callamos porque la joven de trenzas pasó a nuestro lado y le habló con ternura a la anciana:

 ―Creo que está noche no habrá tormenta, podemos ir a volar con mis amigos, Tiye estaba probando una nueva runa de...

 Las vi avanzar por el callejón, sentí el tirón tranquilo de Lothar, tácitamente pedía que continuara caminando, la nieta y su abuela charlando felices me hipnotizaron. Era extraño pensar que una chica encerrada en un mundo moribundo tenía todo lo que yo alguna vez había querido.

 ―Pues ellos están bastante vivos ―respondí al comentario que había hecho Odel―. Además, no parecen... prisioneros ―deduje―. Hasta se ven felices.

 ―Más felices que nosotros seguro ―concordó Lothar.

 ―Pasaron cientos de años, tal vez aprendieron a vivir con ello ―admitió Odel, pero se oía tan nerviosa que le flaqueó la voz.

 ―¿Y si encerraron en esta prisión a más personas? ―pregunté.

 ―Mmmm.

 ―¡Imposible! ―Odel se oía indignada―. Solo fueron Morgana y Halifax, porque fueron los únicos que traicionaron al Aquelarre.

 ―Ya ―dije.

 ―Una biblioteca ―dijo Lothar.

 Tardé en identificar a qué se refería porque no podía ver a donde miraba. Había una cabaña forrada de piel con ventanas de cristal azul, dentro atisbaba luces cálidas y repisas con pergaminos. En la puerta se leía tallado "La casa del saber". Hasta el momento no había adivinado hacia donde caminábamos, entendí que ellos habían estado buscando algo parecido todo este tiempo. 

 ―¿Más prisiones? ―aventuré.

 ―Buen intento cerebrito, son libros normales. Los libros con runas o sea las prisiones, solo están en la mansión Banister ―explicó Oden―. ¿y saben qué más puede haber ahí?

 ―¿Prisioneros?

 Odel gruñó.

 ― ¡Mapas, imbécil, mapas que nos lleven de vuelta ―Lo que sea para irme de aquí ―rezongué. 

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