Quinta parte: la secreta geometría de una hoja que cae

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Pon mucha atención, Santiago, a todo lo que sucede ahora que tú has decidido amarla a ella. Esto, mi querido, es lo que sucede: mientras tú la miras, o te acercas a ella, unas manos que le han salido al aire tocan unos tambores de alucinadas y extasiadas percusiones. Una brisa que cada mañana se devora los cantos de un pequeño y travieso gorrión, anhela perderse en un laberíntico bosque de estrellas multicolor. Un talismán corporal, con cierto aire rememorativo, busca la energía insustancial de lo desconocido o quién sabe si una pregunta singularmente dulce y capaz de atravesar la más lúcida primavera de las ideas y de posarse en la comisura de los labios de mujer más bellos que pueda haber. Un incendiario meteorito del más abstracto ultraje, por su parte, cruza de repente un impulso irreprimible de nuestro ser más íntimo e interior. Luego, una alquimia misteriosa que sin ningún remilgo anda suelta por ahí, se topa súbitamente con un blues de recuerdos cristalinos y aprimaverados. Dos o tres instantes infinitos después, un híbrido concepto decide reptar poco a poco en un fogoso pensamiento de vida, eso, mientras un vértigo hábilmente disfrazado de esencia, o quién sabe si de afectuosa complicidad, decide lanzarse cuesta abajo sobre un brioso y encendido amanecer. Esto último, por cierto, mi querido Santiago, sucede, simple y llanamente, mientras tú te tomas de la mano con tu enamorada. Y todo esto te lo digo, ¿sabes?, para que puedas medir la magnitud de tu pasión por ella, una magnitud que bien llegar a traspasar todos los límites que se puedan traspasar con el aliento de la fantasía y que hace preguntarme lo siguiente: si todo aquello que te dije sucede mientras tú la observas a ella, o mientras te le acercas o la tomas de la mano, ¿qué no pasará entonces mientras la besas o mientras ambos hacen el amor sin medir consecuencias y olvidándose de todo aquello que no sea el sudor de sus respectivas pieles? ¿Qué no pasará mientras las hojas de los árboles de sus más dulces amoríos bailan en el aire a punto de caer en el abismo mismo de la vida?

La brisa sopla suave y sedosamente entre las ramas de los árboles de la selva. Santiago Ovalle, entretanto, se aproxima a un río. Él, nuestro muy estimado amigo aventurero, quiere estar a solas para pensar un poco. Quiere estar a solas para encontrarse consigo mismo, para escribir alguno que otro anhelo sobre unas aguas que deseen correr con la misma velocidad de sus pensamientos y para indagar sobre el mismo como persona. Él, por cierto, hace ya unos cuantos días que ha vuelto a aquella selva colombiana que no deja de impresionar a los recién llegados, o a quienes se han ausentado por mucho tiempo de ella, con su exótico y peculiar lenguaje corporal de verde vida. Aquella selva surcada por una brisa ligera y primaveral que sube hasta el cielo y se viste de nubes blancas y almidonadas. Aquel espléndido y maravilloso lugar donde la sedosa lengua del aire lame con ternura y a veces hasta con ligereza las hojas frescas de los árboles. Sí, Santiago Ovalle ha vuelto a aquella selva, a los murmullos de vida que se ocultan entre sus colores intensísimos, y no, no ha vuelto solo, ha vuelto con Greta, con la hermosísima, joven y sensual Greta Iriarte. Esteban, cabe decir, ha vuelto también a aquella selva pero no junto a Santiago, ha tomado otro avión, desde otra ciudad y con quién sabe qué asuntos privados en mente. Pero bueno, habíamos dicho que el señor Ovalle quiere estar solo, quiere estar solo para encontrarse consigo mismo y para pensar sobre esto y sobre lo otro. Quiere pensar, más concretamente, en el detective aquel que capturó, aquel de apellido Casanov. Un detective que, lamentablemente, fue asesinado aquella mágica e inolvidable noche en la cual Santiago conoció a Greta. Aquella noche en la cual él sintió que su piel se entregaba a unos amores de tonalidades avasalladoramente quiméricas, y a los efluvios de cariño de una fuente de luz sumamente lujuriosa. Cuando Santiago Ovalle le preguntó a Esteban, al día siguiente, qué había pasado, él no supo dar gran razón de nada. Simple y llanamente se limitó a decir que en un descuido suyo alguien había entrado sin ser visto por ninguna persona a aquel hotel de mala muerte en el que estaba, y había asesinado al detective, luego de lo cual, ese alguien escapó sin que tampoco nadie lo lograra ver. En eso pensaba Santiago, allí, junto aquel río y a sus murmullos incansables, al que, al fin de cuentas, fue a parar. A ese río al que fue a parar, ya que él quiere estar solo para tratar de encontrarse e indagar sobre sí mismo como persona.

Mientras Santiago Ovalle permanecía ensimismado en los pensamientos que destilaban los murmullos de aquel río y en ese cúmulo de naufragios sin mar que se agolpaba en sus propios pensamientos, de repente, escuchó unos pasos. Se trataba de Esteban. Santiago aún no se había girado para verlo pero ya había identificado su forma de caminar. No tenía la menor duda de que era el mismísimo Esteban Duque quien acercaba a él, cosa que de inmediato lo hizo pensar en lo que pocas horas atrás Greta le había revelado. No, claro que no. Santiago jamás pensó que Esteban podría guardar un secreto como el que le contó Greta al llegar a aquella selva. Un secreto de vértigo impalpable y como con cierto antojo de muerte insoslayable. Un secreto de oscuras reminiscencias que llegó a dejar a Santiago Ovalle sin aliento, y casi que sin vida en las fibras de su alma, apenas lo escuchó.

En esos instantes, mientras Esteban se acercaba a él, Santiago, como si careciera de algunas cuantas pizcas esenciales de vida, no procedió a hacer otra cosa más que a examinar el río que tenía frente a él. Santiago quería sentir las brisas que pasan sobre los susurros de aquellas aguas, de aquellas aguas que quién sabe cuántas promesas arrastraban con su líquido fluir. De repente, el señor Ovalle sintió que debía girarse, y se giró, y al girarse, vio, allí, a unos cuantos pasos de él, nada más y nada menos que al mismo Esteban.

—Ya lo sabes todo, verdad —preguntó él, aquel joven, apenas se sintió cubierto por la mirada inquisitiva y reprobatoria de su antiguo patrón.

—Entonces es cierto, Esteban. Es cierto lo que me han contado.

—Sí.

Cuando Greta se lo contó todo, Santiago quedó verdaderamente conmocionado. Él había viajado hasta aquella selva con el único objetivo de rescatar a la bella Ilse, y en lugar de ello, se enteró que ella ya estaba muerta y que quien la había matado, había sido el mismísimo Esteban Duque. De hecho, Santiago se enteró que Esteban la había matado por orden de ella, de la mismísima Greta Daniela Iriarte. “Y por qué razón ibas tú a darle una orden como esa, Greta, y por qué diantres la iba él a cumplir”. “Aquella orden, mi amor, se la di porque resulta que actualmente yo soy la líder de aquel grupo de mafiosos que tú y el detective ese que ya ha pasado a mejor vida, tanto se han dedicado a perseguir. Y como líder de este grupo, ¿sabes?, es mi deber llevar sus intereses adelante. Ahora, como bien tú sabes, nosotros nos dedicamos principalmente al tráfico de piedras preciosas y resulta que en estas tierras hay muchas, más exactamente en el resguardo indígena del cual hacía parte la chica esa que viniste a rescatar. Un resguardo que nos ha encarado, que se ha atrevido a enfrentarse a nosotros, y, por eso mismo, hemos decidido demostrarles hasta dónde estamos dispuestos a llegar en pro de nuestros negocios. Sobre Esteban, solo te puedo decir que él también hace parte de nuestro grupo y que por eso mismo no lo pensó mucho cuando le dijimos que si no mataba a la chica aquella, el que moriría sería él”.

La singular trashumancia de los aromas del alma se iba mezclando poco a poco con el movimiento azaroso de las nubes del cielo. Esteban, entretanto, miraba fijamente a Santiago y Santiago, por su parte, miraba fijamente a Esteban. De repente, una cita:

—“A dos cosas hay que acostumbrarse, so pena de hallar intolerable la vida: a las injurias del tiempo y a las injusticias de los hombres”.

—Una cita de Nicolas de Chamfort —dijo Santiago apenas escuchó aquellas palabras.

—Sí, así es —respondió Esteban.

—Déjame contestarte entonces con dos frases de Friedrich Nietzsche: una, todo lo que se hace por amor, se hace más allá del bien y del mal, y, dos, ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo.

—Qué intentas decirme.

—Te estoy reprochando por haber sucumbido a la ambición. Por haberte negado a ti mismo. Por haber negado incluso lo que sentías por aquella chica.

—Ya veo. Siempre te he admirado mucho, Santiago, y veo que mi admiración no ha estado mal encaminada.es una gran lástima que las cosas deban terminar así.

Luego de decir aquello, Esteban Duque sacó un revólver. Lo que siguió enseguida, fue el disparo. El aroma de la muerte.

La singular trashumancia de los aromas del alma, entonces, en un abrir y cerrar de ojos, explotó en el centro mismo de un universo intangible, en el centro mismo del alma de la vida.

Pocos segundos después, Esteban cayó muerto en el suelo. Ni los mismos murmullos del río que corría a unos cuantos metros de allí, llegaron a pensar jamás que Santiago pudiera sacar un revólver y dispararlo con tanta rapidez. Pasados unos cuantos segundos más, Santiago se giró para volver a contemplar el río, para volver a sentirse a solas y tratar de encontrarse a sí mismo. Y en esas estaba, cuando, a sus espaldas, se escucharon nuevos pasos, nuevos ecos de muerte y de peligro, esta vez de más personas. Santiago giró levemente su cabeza entonces y vio a varios hombres. Sí, once hombres, muy pero muy bien armados, se acercaban a Santiago Ovalle a paso rápido. Nueve de ellos, de hecho, no dejaban de apuntarle a nuestro muy estimado amigo aventurero con sus brazos estirados hasta el infinito. Las hojas de los árboles, entretanto, se estremecieron. El ambiente quedó lívido de súbito, pero, aun así, las hojas continuaban inquietas, de una forma tal, como si ellas fueran las únicas que pudieran darse el lujo de desenvolverse entre los complejos contornos del existir.

De repente, aquellas hojas comenzaron a danzar desenfrenadamente en el aire, dejando entrever, con ello, una geometría secreta. Los hombres que le apuntaban a Santiago, en esos mismos instantes, sintieron un resplandor dentro de sus respectivas almas y quedaron paralizados. Quedaron realmente petrificados y sin poder entender qué era lo que les sucedía. No podían siquiera mover uno de sus dedos para disparar. La voluntad de cada uno de ellos, rechazaba seguir sus órdenes. Fue entonces cuando Santiago se percató de que él si podía moverse y que, por alguna extraña razón, los hombres que estaban allí para matarlo, no. Fue entonces cuando se dio cuenta que él llevaba una pistola en su mano y que podía utilizarla sin ningún problema. Las hojas de los árboles, por su parte, no dejaban de danzar y de acariciarse entre sí.

Santiago se encontraba junto a la tumba que había cavado para Esteban. Permanecía sentado junto a ella. De repente, unos brazos femeninos comenzaron a rodear su cuello. Se trataba de Greta.

—Hace varios días que no te veía —dijo ella.

—Varios días en los cuales he tenido que matar a varios de tus hombres. Más exactamente a cincuenta y dos, comenzando por el mismo Esteban y los once que mandaste ese primer día.

—Ah, bueno, no importa, ya contrataré a más hombres para que te maten en caso de que sigas interponiéndote en mis planes. Aunque como veo la cosa, tal parece que me va a tocar contratar a todo un ejército de mercenarios.

—Tú verás, Greta. Sólo te digo que no soy tan fácil de vencer.

—No, no lo eres. Pero eso no es lo que me enoja. Lo que me enoja es otra cosa. Por eso mismo quiero hacerte una pregunta: dime, para ti no soy más que una niña, ¿no es cierto?

—Algo así.

—No puedo creer que me digas eso así, tan escuetamente.

—Pues así te lo digo.

—Vamos, ven conmigo.

—Adónde.

—A disfrutar de la vida.

Mientras Santiago y Greta hablaban frente a la tumba de Esteban, ella iba desnudando poco a poco a aquel hombre que cree que las personas pertenecen a los caminos que han decidido seguir en sus vidas. Ella, de hecho, ya se encontraba desnuda desde mucho antes de abrazarlo a él. Cuando ella terminó de desnudar a Santiago Ovalle, por cierto, salió corriendo como un alma dulce y femenina que es perseguida por unos inciertos perfumes. Santiago no sabía si seguirle o no el juego, pero, de un momento a otro, se vio persiguiéndola a ella, hasta que la alcanzó y la atrapó y la besó y la tumbó al suelo con delicadeza. Luego de lo cual comenzó a abrazarla, a rodearla con sus brazos.

—Entonces vas a matarme —preguntó él.

—¿Vas a seguir interponiéndote en mis negocios?

—Sí, no voy a dejar que te aproveches de la gente que vive en estas tierras.

—¿Por qué?

—Ese es el camino que he decido seguir.

—En ese caso, estamos destinados a amarnos y a ser enemigos.

Luego de que Greta dijera aquello, comenzaron con propiedad los actos amorosos. Unos actos amorosos sumamente dulces. Unos actos amorosos que hicieron que varias hojas comenzaran a caer de los árboles y a danzar y a acariciarse entre ellas. Unas hojas que mientras se movían y danzaban, dejaron entrever una geometría secreta, una geometría tan secreta como los vértigos de toda pasión que se digne a recorrer el alma humana.

 

 

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