Cuarta parte: una cálida luna carmesí

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Eran los ecos de la seducción. Sí, nada más y nada menos que los ecos de la seducción los que llegaban a él a raudales y como persiguiendo aromas de vida. Eran los ecos de la seducción los que lo traspasaban, los que lo traspasaban una y otra vez, a él, a nuestro muy estimado y apreciado amigo aventurero, e incluso a la misma desnudez de sus propios sueños. Eran los ecos de la seducción, además, los que pintaban de fantasía los dominios de la eternidad, el afecto de unos ojos esmaltados y los impulsos más primigenios y esenciales de una vida dulcemente disfrazada de anhelo. Unos ecos que provenían, como bien se lo puede imaginar una cálida luna carmesí, de la mirada dulce y sinuosa de ella. De la mirada de aquella joven y hermosísima chica que bajaba por aquellas escaleras de aquella galería de arte mientras no dejaba de observarlo a él, sí, a él, a nuestro muy estimado aventurero Santiago Ovalle. Ambos, por cierto, tanto él como ella, se miraban como si miraran dentro de lo absoluto o como si miraran dentro de la misma vida, es decir, con una fijeza capaz de reinventarse todas las vehemencias y los ardores del más pasional de los infiernos.

Muchos se preguntarán ahora, en estos mismos instantes, que quién es ella, es decir, que quién es la mujer que mira de esa forma a Santiago Ovalle y a quien él tampoco deja de observar con igual intensidad. Para explicar aquello, o, mejor dicho, para dar unas buenas y adecuadas referencias sobre aquella mujer, primero debemos explicar por qué motivo fue Santiago Ovalle a parar a aquella galería de arte. En ese orden de ideas, para explicar por qué razón esta historia se está desenvolviendo de la forma en la cual se está desenvolviendo, primero debemos explicar lo siguiente:

Todo comenzó de la siguiente forma: aquella, no era sino una fresca y reconfortante mañana de aire sereno cuyo cielo no se decidía entre los azules y los rosas. Tan tranquila se veía la mañana, que nada parecía presagiar algún suceso oscuro, turbio o neblinoso en el ambiente. Nada parecía presagiar ningún hecho telúrico y fuera de lo normal, o dentro de lo que en toda rutina diaria se considera entre los estándares de lo normal. Santiago Ovalle, al sentir los primeros rayos de luz del día sobre la ventana del cuarto en el cual había pasado la noche, se dispuso a partir de aquel hotel, de aquel hotel en el cual ya llevaba un buen par de días hospedado. Cuando el sol ya se había alzado un poco sobre el horizonte, Santiago ya se encontraba en el comedor de dicho hotel tomando un frugal desayuno. A su lado, por cierto, permanecía una maleta que representaba todo su equipaje de los últimos días. De un momento a otro, mientras desayunaba, apareció por la puerta de la estancia en la cual él se encontraba, nada más y nada menos que el mismísimo Esteban. Sí, el joven ayudante aquel del cual se había despedido Santiago unos dos años atrás en una exótica y mística selva colombiana había hecho una súbita e inesperada aparición. Apenas Esteban vio a su antiguo patrón, se dirigió hasta donde él estaba con un inquietante aire de premura, un aire que lo hacía parecer preocupado, y dijo:

—Señor Ovalle, lo he buscado por cielo y tierra…

—Hola, Esteban, mi querido pupilo, yo también estoy muy alegre de verte. Pero, cuéntame, ¿cómo van las cosas?

—¿Las cosas? Bueno, precisamente por eso estoy acá. Ilse, la hermosa mujer por la cual me quedé en la selva amazónica colombiana hace unos años, ha sido raptada.

—¿¡RAPTADA!? ¿Cómo? ¿Cuándo?

—Sé que es muy sorpresivo, y sé que puede resultar un tanto confuso que te diga todo esto, así, de esta forma tan atropellada, pero fue hace poco más de una semana, cuando unos extraños sujetos llegaron al resguardo indígena en el que ella y yo vivíamos y se la llevaron por la fuerza. Al verme, señor Santiago, esos sujetos mencionaron su nombre. Además, no sé por qué razón, dejaron una hoja de papel con esta imagen.

Santiago Ovalle tomó la hoja que le tendió su antiguo ayudante y la examinó con cuidado, tomándose su tiempo en ello y como pensando quién sabe qué desconocidas cosas. Luego de unos cuantos segundos de silencio, dijo:

—Sé quiénes son, Esteban. Sé quiénes fueron los que te dejaron esta hoja y estoy seguro de que podremos rescatar a Ilse.

—Y cómo puede estar tan seguro, señor Ovalle.

—Muy fácil, si ellos andan dejando su sello a dondequiera van, no solo denota que no son muy listos, sino que seguirles la pista no va a ser tan difícil. Además, puede que yo conozca a alguien que puede saber bastante sobre ellos. Un sujeto que les anda siguiendo la pista desde hace rato.

—Y ¿quiénes son exactamente esos tipos?

—Se trata de unos traficantes de piedras preciosas. Unos traficantes de rubíes, esmeraldas, diamantes, zafiros, ópalos, jade y toda clase de piedras de la misma gama. De hecho, ellos controlan gran parte del mercado negro de dicho comercio, cosa que los hace no solo realmente poderosos, sino también bastante peligrosos. Dime, ¿has contactado a la policía?

—Sí, pero sin ningún resultado favorable hasta ahora. Según ellos, la lejanía del resguardo indígena de Ilse, les impide actuar de la forma más adecuada.

—Ya veo, si ellos la rescatan, me refiero a la policía, cosa que no creo que puedan lograr ni en un millón de años, se les agradecería. No obstante, vamos a ser nosotros quienes llevemos de vuelta a Ilse, sana y salva, a su resguardo, con su gente, contigo y con el paisaje que en este mismo momento debería estarla contemplando.

—Perdone que haga esta pregunta, señor Ovalle, pero… ¿cuál es el plan a seguir?

El plan de nuestro muy estimado amigo aventurero, Santiago Ovalle, consistía en capturar al sujeto aquel que, según él, sabe bastante sobre aquel grupo de mafiosos y traficantes de piedras preciosas que han raptado a la bella Ilse. Dicho sujeto, no es sino el hombre aquel que estaba presente, con una pistola en su mano teñida con cierto aire de amenaza y de peligro, cuando la bella y sin igual Marlene, la única mujer a la que Santiago Ovalle a amado con toda su alma, fue asesinada de repente sobre las blancas y sedosas sábanas de su propia cama. Ahora, que cómo pensaba Santiago Ovalle capturar al sujeto aquel. Muy sencillo. Resulta que dicho sujeto, llamado Norman Casanov, aún sigue de vez en cuando a nuestro muy estimado amigo aventurero. De hecho, Santiago se ha fijado que cada que él va a una de las principales bibliotecas de su país natal, aquel sujeto aparece, aparece con todo y su aire sombrío y misterioso. Aparece porque dicho sujeto no quiere dejar de seguir a Santiago Ovalle desde las sombras, desde lo más recóndito de la presencia humana. De modo que el plan, en últimas, consistía en que Santiago fuera a aquella biblioteca, y en caso de que el sujeto aquel apareciera, proceder a capturarlo en el acto para interrogarlo. Dicho sujeto, por cierto, no es sino un detective retirado que trabaja por cuenta propia, que trabaja por cuenta propia con quién sabe qué inescrutables y herméticos propósitos.

Sí, ese era el plan de Santiago, y así se llevó a cabo. Es decir, nuestro amigo aventurero que cree que las personas no se pertenecen a sí mismas sino a los caminos que han decidido seguir en sus vidas, viajó a aquel país en el cual estaba aquella biblioteca. Al día siguiente de llegar a aquel país, Santiago entró en dicho lugar, es decir, entró en aquella guarida de letras y palabras, en aquel recinto de espejismos y secretos que colisionan y, a su vez, conforman, guían y hacen parte imprescindible del saber humano. Santiago entró a aquella biblioteca, entró como si fuera solo, pero Esteban lo seguía muy de cerca, pues en ello también consistía el plan. De hecho, Esteban tenía una foto del detective que debían capturar, de modo que no la tendría muy difícil para reconocer al sujeto aquel cuando lo viera. Una foto que Santiago logró obtener mediante otro detective al que meses atrás le pagó para investigar a aquel sujeto hermético y misterioso de nombre Norman Casanov. El tiempo, en aquella biblioteca en la que estaba Santiago, cabe decir, olía a conocimiento. De hecho, así se sucedían los segundos en aquel lugar, es decir, con aquel aroma tan distintivo y como tan trascendente y como tan enigmático. Cuando Esteban vio al sujeto aquel que debían capturar, tras haber esperado su aparición tan solo durante unos cuantos minutos, le avisó a Santiago por un teléfono móvil que nuestro amigo aventurero había adquirido recientemente para aquella misión. Luego, de alguna forma, tanto Santiago Ovalle como Esteban Duque, y un alto mando de la policía, muy amigo de Santiago, que les colaboraba, se las ingeniaron y se las arreglaron para capturar al sujeto aquel, para dejarlo inconsciente y para trasladarlo, sin que nadie se percatara, a un hotel de mala muerte en donde comenzaron a interrogarlo una vez Norman Casanov despertó bastante aturdido.

Muchos se preguntarán ahora qué fue lo que aquel misterioso detective les dijo a Santiago y a su joven ayudante Esteban. Antes de entrar en detalles a lo que concierne a ello, debemos decir que no hizo falta amenazar al sujeto aquel para que hablara. Una vez comenzaron a hacerle preguntas, simple y llanamente él las fue respondiendo una por una y como si nada. Aquel sujeto, en efecto, les dijo a Santiago y a Esteban lo siguiente: les dijo que él perseguía a aquellos tipos, es decir, a los traficantes de piedras preciosas, porque años atrás ellos habían violado y asesinado brutalmente a su querida esposa. Debido a ello, aquel detective había dedicado todos sus conocimientos y tácticas detectivescas, desde aquellos oscuros y brumosos días, en seguirlos. En seguirlos y en irlos asesinando a ellos, uno por uno y sin que lograran sospechar cuál era el enemigo que los acechaba.

—Todavía no sabemos si podemos confiar en usted o no, detective —aseveró Santiago, mientras exhibía, en su rostro, su mejor gesto de frialdad—, por eso mismo, queremos una pista contundente que nos permita llegar a ellos. Una pista que nos permita armar un plan o que de alguna u otra forma nos dé luces para los próximos pasos a seguir. Ahora, si la pista que usted nos llegue a dar es buena, muy probablemente mi joven ayudante y yo, dejemos que usted se una a nosotros para ir a por esos tipos.

—A decir verdad, señor Ovalle, a mí no me gustaría unirme ni con usted ni con nadie. Mi asunto con esa gente es un asunto que solo me incumbe a mí. Aun así, voy a darles una pista muy buena. La pista es la siguiente: tal parece que esos traficantes de piedras preciosas, señor Ovalle, están tras una hermosa chica que, pese a su joven edad, es una famosa pintora llamada Greta. Estoy tan seguro de que ellos están tras esa chica, que me atrevería a asegurar que en los próximos días, ellos podrían estarle haciendo algo a ella. Algo terrible, por supuesto.

—¿Cómo sabe usted eso?

—Ella, es decir, la chica de la que le estoy hablando, se encuentra durante estos días exhibiendo unas cuantas pinturas, unas cuantas obras de arte creadas con su propia mano, en la galería de arte de esta ciudad, una galería que ellos han frecuentado con bastante asiduidad durante los últimos días.

—Ya veo, lo que usted está tratando de decirme, es que si yo, o mi joven ayudante, vamos allí, no cabe la menor duda de que nos encontraremos con uno de esos tipos.

—Así es.

—Es una buena información.

—Espere, aún no le he acabado de contar todo.

—¿Hay algo más?

—Sí. Resulta que la chica esta llamada Greta, es hija de la fallecida Marlene Azucena Garcés, la mujer aquella a la que usted, mi buen amigo, tanto amaba.

El tiempo, mi querido Santiago, el tiempo se ha resquebrajado. La orquesta catatónica de la nada, por su parte, se ha apoderado de ti. Y todo por el simple y sencillo hecho, aunque totalmente desconocido e inesperado, de que tu amada y fallecida Marlene, la mujer que tanto adoraste en vida y de la cual siempre pensaste que no te escondía ningún secreto, TIENE UNA HIJA.

—¿¡Marlene tuvo una hija!?

—No puedo creerlo, señor Ovalle, ¿no me diga que usted nunca tuvo ni la más mínima información sobre aquella chica?

—No, en lo absoluto. Pero, ¿quién es el padre?

—Un rico y famoso pintor que murió hace ya más de una década. Fue tan famoso el pintor este, que el solo hecho de que su hija lleve hoy por hoy su apellido, ya la convierte a ella, de inmediato, y casi que sin hacer gran cosa, en una artista de renombre.

—Ya veo, la información que me ha dado es realmente importante y valiosa, de eso no puede caber la menor duda.

—Sí, claro que sí, aunque yo, señor Ovalle, sí tengo todavía una duda.

—¿Cuál?

—¿No podían haberme preguntado todo esto sin haberme raptado?

Una cálida luna carmesí brillaba en lo más alto del cielo mientras los ecos de la seducción llegaban a él y pintaban de fantasía los dominios de la eternidad, el afecto de unos ojos esmaltados y los impulsos más primigenios y esenciales de una vida dulcemente disfrazada de anhelo. Ella bajaba por unas escaleras hacía el lugar en el cual se estaban exhibiendo sus pinturas, cuando se encontró de repente con la mirada de él.

Él, por su parte, había estado tomando una copa de vino cuando súbitamente se encontró con los ojos de ella. Los ojos de la hermosa Greta. Unos ojos que él ya había visto en otra parte. En Marlene. Aquellos ojos, y más exactamente aquella mirada, él ya la había visto con anterioridad en Marlene. En aquella mujer a la que él tanto amó. Una mujer que, según se dice por ahí, llegó a ser dueña de los sentires de unas hibridaciones que danzaban sobre lo eterno, y de una existencia que solo tuvo lugar en un grupo de pálpitos imperecederos y sensitivos. Una mujer que no era sino una dama de dulce ensueño cuya alma estaba hecha de sensuales aluviones y resplandores de aurora, de leves eternidades curvilíneas y otoños que nunca se cansaron de contar las hojas de los árboles que caen. Una mujer, en suma, muy parecida a la chica aquella que no dejaba de observar a Santiago Ovalle. Una chica a la que él tampoco dejaba de observar.

Sí, aquella chica y Santiago se miraban con una fijeza capaz de reinventarse todos los calores y los ardores del más pasional de los infiernos. Mientras ellos dos se miraban, por cierto, así, con la parte más cristalina de sus profundas almas oleadas, en lo más alto de la bóveda celeste, una cálida luna carmesí seguía brillando y sonriéndole a unos placeres demasiado intensos como para ser contenidos en un solo y único cuerpo. Unos placeres como los que solo podría llegar a intuir la más roja de las rosas sobre esta tierra.

—¿Sabes quién soy yo? —se le ocurrió preguntarle Santiago a aquella chica luego de que ella lo saludara como si nada y por su nombre de pila.

—Sí, claro que sí. Faltaba más —respondió ella—. Sé incluso que tú tuviste una relación con mi madre. Además, te he visto muchas veces en televisión.

—Ya veo. Pues déjame decirte, que tienes unos ojos muy parecidos a los que tenía tu madre.

—¿De veras?

—Sí, tanto así que en este mismo momento se me ha venido a la mente una sentencia que varias veces le conté a tu madre cuando caía la noche y yo me quedaba mirándola a ella directamente a los ojos.

—Y qué sentencia era esa.

—¿En serio quieres escucharla?

—Bueno, solo si es una sentencia llena de romanticismo, una sentencia llena de deseo y de mil calores diversos que puedan conducir a la intimidad de unas sábanas. Una sentencia como la que en este mismo momento adivino en tus ojos.

—En ese caso, dicha sentencia dice así: cuando la luna se sumerge en la mirada de una mujer, de una mujer sumamente hermosa y llena de anhelos que van más allá de su propia piel, la noche toda nacerá, invariable e ineludiblemente, del perfume único y exquisito de aquella mujer.

Después de haber dicho aquello, de haber dicho aquellas palabras que invitaban a la intimidad de unas sábanas, ellos dos, es decir, Greta y Santiago, no necesitaron permanecer un segundo más en aquella galería de arte en la cual estaban. Salieron, bajo la mirada de aquella luna carmesí que hemos mencionado un par de veces atrás, a un lugar que los pudiera recibir con algo más de pasión, con algo más de deseos tamizados en arrojo y con algo más de insinuaciones que pudieran surgir con el ritmo mismo de un palpitar. Dicho lugar no era otro más que el apartamento donde Greta vivía sola y en donde ella tenía su estudio de pintura. Aunque hay que matizar que su estudio de pintura, a decir verdad, se encontraba por toda la casa. Es decir, el estudio de pintura de aquella joven y sensual chica se encontraba en su alcoba, en su cocina, en su sala y en todas las partes de su casa. Hasta en el baño de ella había frascos de trementina y tubos de pintura.

Una vez llegaron a aquel apartamento, y se pusieron cómodos, ella comenzó a desajustar los botones de la camisa de él. Eso lo hacía mientras pasaba un pincel con pintura de color violeta por aquellas partes de la camisa de Santiago, que luego él pudiera esconder bajo el abrigo de su chaqueta.

—Siempre he deseado pintar el deseo —dijo ella de repente.

—Pues déjame decirte —dijo él—, que no hay un mejor lugar para pintar el deseo que sobre la propia mirada.

—Sí, hay un lugar mejor —aseguró aquella chica mientras deslizaba una de sus manos por entre los pantalones de Santiago y tomaba con ella el sexo erguido de aquel hombre.

En ese momento ambos se besaron. Se besaron con ansias, como con ansias de reinventar el pecado, como con ansias de descubrir en sus instintos sexuales a sus verdaderos yos, y como con ansias de hacer levitar al alma aun a pesar de que dicha esencia intangible se encuentre presa entre la piel.

En esos momentos, Marlene Azucena Garcés atravesó, por alguna razón, las fibras sensitivas de Santiago Ovalle. Algo se conmocionó entonces en su fuero interno, y él terminó apartando sus labios de los labios de la hermosa Greta, de una forma tal como si la estuviera rechazando. Ella, como es de imaginar, se dio cuenta al instante de que algo sucedía, de que algo le sucedía a Santiago. Él, por su parte, no quería siquiera observarla a ella a los ojos, a sus ojos tan llenos de ecos seductores, razón por la cual ella terminó retirando su mano del sexo erecto de él, cuya calor y humedad, sin embargo, continuaron adheridos a la mano de ella, a la mano de aquella hermosa y sensual chica, aun en esos instantes en los cuales ella procedió a lamerla con suavidad y lascivia.

—Qué sucede —preguntó ella.

—Esto no puede ser —dijo entonces él.

—¿Por qué?

—No lo ves Greta, tú podrías ser mi hija.

—Eso no tiene sentido, cuando mi madre te conoció yo estaba a punto de cumplir diez años.

—No me refiero a eso, sino a la diferencia que existe entre nuestras edades.

—Qué diferencia.

—Esa diferencia que no deja de recordarme que tú eres una niña. Una niña de diecinueve años, y yo un hombre de cuarenta y tres.

—Esa diferencia a mí o me importa en lo más mínimo. Lo único que me importa, ¿sabes?, es que quiero estar contigo.

—¿Estar conmigo? ¿Por qué quieres estar conmigo?

—Quiero estar contigo, Santiago, porque tú eres el camino que he decidido seguir en mi vida.

Allí, en aquel apartamento en el cual se colaba la luz de una cálida luna carmesí, lo senos jóvenes y jugosos de Greta recibieron las manos de Santiago. Aquellos senos recibieron sus manos como si hubieran estado esperándolas para comunicarles mensajes secretos con su suavidad. Aquellos senos, tan dulces y tan tiernos, recibieron las manos de aquel hombre, las recibieron como si fueran frutos sumamente jugosos y placenteros que se les ofrece a quien está muriendo de hambre. Los pezones enhiestos de aquella hermosa y sensual chica, de hecho, hicieron lo propio, y recibieron la lengua de Santiago Ovalle con una insólita dureza elástica que apuntaba a alguna intensísima pasión. Ambos, tanto Santiago como Greta, se amaron sin tregua alguna aquella noche. Una noche que existió como para que despertaran millones de besos y caricias. Una noche en la que una cálida luna carmesí no dejó en ningún momento, en ningún instante, en ningún segundo, de descender a los labios y a las pieles de dos fogosos e intrépidos amantes. Una noche en la cual Santiago supo que ningún sueño vacila cuando ha de susurrarle secretos a una desnudez inmensamente deseada. Una noche como para llegar a verse envuelto en el perfume de una música inacabable de caricias. Una noche en la que el deseo carnal se aproximó en forma de ola a la senda pasional de la vida. Una noche que suspiró la diafanidad de un espejeante juego de constelaciones. Una noche que supo que nunca antes el amor había sido tan feliz y pasional al habitar dos cuerpos a la vez. Una noche en la que la silueta de todas las pasiones habidas y por haber surcaron los ojos tiernos y enormes de la hermosa Greta. Una noche, en la cual, ella, la hermosa y sensual Greta, le dijo a Santiago un pequeño e íntimo secreto: le dijo que ella deseaba desnudarse en una lejana y exótica selva. Que ella deseaba desnudarse en un lugar así, para luego desnudarlo a él y salir corriendo. “¿Y eso con qué fin?", quiso saber entonces él mientras la abrazaba a ella, mientras la abrazaba como con ansias de atrapar su perfume. “Con el fin de que así, desnudos, tú me persigas y me atrapes y me beses, y me lances con delicadeza al suelo y nos amemos allí, en el fin del mundo, mientras algunas cuantas hojas caen y danzan a nuestro alrededor. Con ese único fin”.

—Hay una organización muy peligrosa que está detrás de ti —le dijo Santiago a Greta tras horas y horas de dulces y apasionados juegos amorosos—. Mira esta hoja. Este es el sello distintivo de ellos. Y cuando digo a “ellos”, me refiero a un grupo de personas muy peligrosas y capaces de todo que se dedican al tráfico de piedras preciosas.

—No te preocupes por ellos —dijo entonces ella, la hermosa Greta—. Esta es una organización familiar. Y yo, mi querido, hago parte de esa familia. Hago parte imprescindible de ellos.

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