3. Algo nuevo, viejo, prestado y azul

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—¡Toma! ¡Vaya derechazo! —Exclamó Ale, tras arrebatarme el móvil de las manos, como si estuviera contemplando un combate de WWE en directo, mientras Ada hacía una mueca de dolor pensando probablemente que le había roto todos los huesos de la mandíbula.

—¿Esa eres tú? Dime que no eres tú. Por favor, Mer, dime que no eres tú —Preguntó adolorida como si ella hubiera recibido el golpe y apartando la vista justo cuando al hombre de la pantalla le empezó a salir un fuerte chorro de sangre a presión de la nariz.

Me mordí el labio, sintiendo mi cara acalorada por la vergüenza e intenté recuperar el teléfono de las manos de mi compañero, pero este no paraba de rebobinar la parte del vídeo en la que la mejilla de aquel amable desconocido se hundía ante el contacto con mis frágiles nudillos.

—Venga, Ale, para ya. Dámelo —Me quejé cansada, mientras él estiraba su brazo más arriba, alejando el dispositivo de mi alcance.

—Sólo una vez más, por favor. —Se burló echando su cuerpo para atrás.

Suspiré, resignada e intenté que mis mejillas recuperaran su tono normal para que nadie notara que mi mente era un auténtico caos, pero ya era tarde. Todas las miradas estaban puestas en mi amigo, el cual se agarraba la barriga con una mano, mientras se doblaba a la mitad y reía a pleno pulmón.

—Gracias por disimular —Le reproché elevando mis cejas y dándole un pequeño golpe en el costado para que recobrara la compostura.

—Lo siento, lo siento. —Se disculpó secándose una lágrima —. Por favor no me pegues una paliza a mí también, Capitana Mérida —Se mofó levantando las manos en señal de inocencia.

—Cállate ya, Ale. Seguro que Mer no lo hizo queriendo. ¿Verdad, Mer? —Me dijo Ada más como una súplica que como una pregunta.

—Bueno...

Iba a explicarlo todo, desde mi discusión con el misógino chófer con exceso de velocidad hasta mi ligoteo sin final feliz con el guapo y amable caballero del asiento trasero; pero entonces una de las ochenteras marujas se nos acercó con la excusa de comprar una túnica exactamente igual a la mía y que claramente no le entraría en sus posaderas anchadas por todos los dulces prohibidos por su doctor que seguramente comía a escondidas a las tantas de la madrugada.

—¿Crees que esto me quedará tan bien como a ti, guapa? ¿Marcará todas mis curvas? — Me preguntó con un tono coqueto sobándose más carne de la que quería saber que tenía, aunque su mirada iba dirigida a Ale, en concreto al objeto que sujetaba con sus manos y que esta observó con demasiado interés. ¿Es que acaso nadie sabía disimular?

—Creo que no tenemos su talla, señora. —Le contesté, rechinando los dientes.

—¿Y tú que opinas, bombón? —Le cuestionó esta vez a Ale con una mirada pícara con la que le recorrió todo el cuerpo sin ninguna pizca de pudor corriendo por sus venas.

—Opino que te quedaría perfecto, Mari, pero que si quieres puedo ayudarte a probártelo —Le guiñó un ojo con descaro.

—Increíble —Bufó Ada, dando un salto bruscamente para bajarse del mostrador —. Es que eres increíble de verdad. Y no te atrevas a tomártelo como un cumplido —. Tiró su ensalada sin terminar a la papelera y se dispuso a marcharse a paso rápido.

—Pero, ¿qué te pasa ahora? —Le preguntó Ale confuso, bajándose y siguiéndola al instante.

—Hasta con las pobres ancianas dementes, a ti no te importa nada ni nadie —La asaltacunas arrugada la miró con molestia y no sabía si se había enfadado más por la referencia errónea a su edad o a su salud mental.

Aumentaba la velocidad de su paso a la vez que la elevación de su voz, hasta que se giró de repente, provocando que el chico casi chocara con ella. —. Perdona, se me olvidaba que solo te importa una cosa: tú mismo. Y sí, he dicho algo y no alguien, porque ni como una persona se te puede tratar. —Parecía enfadada. Me equivoco. Parecía dolida. Parecía una mezcla de ambas cosas o de ninguna de las dos a la par. En realidad, parecía sumamente decepcionada. En ese momento con los puños apretados y las mejillas rojas, fingiendo que estaba cabreada, pero con los hombros caídos y la cabeza agachada, parecía estar buscando en el suelo los pedazos de su alma rota para intentar recomponerla, aunque sabía que esto sería imposible hasta con el pegamento más resistente. Se veía como alguien que había depositado el último gramo de esperanza que tenía en una persona, para que esta luego la desechara, como si no le importara nada, como si no le importara ella. Lo miró sin pestañear como si ella hubiera sido todo y ahora la hubiera convertido en nada. Y Ale que tenía tantos interrogantes en la mirada, no supo contestar a las preguntas que luchaban por salir de la boca de Ada. Aquellas preguntas que seguramente no la dejaban dormir por las noches al recordar las muchas en las que compartieron una cama. Y vislumbré en sus ojos la pregunta más grande: ¿Por qué le había dejado entrar a ese rincón del corazón? Ese rincón del corazón en el que solo dejas entrar a quien consideras ese alguien, ese que te cambiará la vida. Pero también vi como no se atrevió a pronunciarla, cogiendo la primera salida de emergencia y cerrando esta vez las entradas a ese rinconcito, por miedo a que Ale la mirara como la estaba mirando en aquel momento: como si la deconocociera, como si ya no la quisiera, y como si ella no lo hubiera conocido nunca a él.

—¿Estás en esos días del mes? —La cagó. La cagó pero a lo grande y todos en la tienda lo supimos antes de ver como la mujer que luchaba por ser fuerte, soltó un sollozo como un bebé y parpadeó por fin para alejar las lágrimas que le empañaban la vista.

—Vete a la mierda, Alejandro —Dijo en un tono bajo mortalmente frío en comparación con su calidez usual, para luego salir corriendo sin importarle los miles de ojos y cámaras que estaban fijos en la fachada que había dejado caer.

Esa no era Ada y eso no solo se notaba en la falta de delicadeza de su vocabulario y en en que había usado el nombre completo del que yo creía su simple amigo, sino también en el odio que desprendía su iris aguado. Yo la conocía hace apenas unas horas, pero estaba completamente segura de que ella no había odiado a nadie nunca en su vida. Muchos dicen que del amor al odio hay un solo paso, pero yo siempre he creído que el amor y el odio son una pareja de baile que luchan por tener el control y que se necesitan muchos pasos para que uno pueda bailar sin el otro.

—¡Joder, Ada, espera! —Gritó Ale desesperado y todos se apartaron para que él saliera pitando tras ella.

—¡Chicos, la tienda! —Les recordé, dispuesta a irme con ellos, pero las ancianas me encerraron en un improvisado círculo como una manada de hienas que contemplaban el móvil de mi compañera como si fuera la carroña más apetitosa. Ni siquiera me dio tiempo a parar la reproducción del vídeo cuando sus estridentes voces me asaltaron con sus comentarios. ¿Es tu novio? Más bien exnovio. ¿Te acababa de dejar? ¿Te engañó con otra? Con otra más joven, ¿verdad? Todos los hombres son iguales, ¿verdad, Paqui? Pero, vaya numerito montaste en público, guapa. ¿Fue una escena de celos? ¿O acaso eras tú la otra? ¿Estaba casado? ¿Tenía hijos? ¿Eres así de violenta de nacimiento? ¿Te denunció después de eso? Un poco de maltrato sí que fue...

—¡Silencio! —Grité, harta de que todos se sintieran con derecho a meterse en mi vida cuando ni siquiera yo era consciente de lo que ocurría en ella por todas mis meteduras de pata —. Por favor —Les pedí con firmeza, pero con menos dureza en mi voz.

Para mi sorpresa, las mujeres se callaron al instante, por primera vez en toda la mañana, y tras dirigirse una mirada cómplice entre ellas, se marcharon. Sin embargo, nada más llegar a la puerta empezaron a cuchichear otra vez, como si no pudiera verlas ni oírlas desde mi posición. No tenían remedio. Hundí mi rostro en mis manos tras apagar el móvil por completo, sin querer continuar más con esa humillación. Para ese momento ya era el nuevo meme de moda de todo Internet. ¿Como me llamarían? La destruye pelotas. La rompe narices. La aniquila hombres. O simplemente la histérica, loca y violenta roba taxis que odia al sexo masculino y que va pegándole a todos los tíos buenos que ve por la calle. ¿Era un nombre demasiado largo para el número uno en tendencias? A lo mejor podía pedir los derechos de autor y cobrar por el número de visitas. Necesitaría el dinero para pagar la multa que me caería. Si no acababa en la cárcel por asesina de viejos, lo haría por atacante de buenorros.

—Vete a casa, cielo —Una de las únicas turistas que quedaban en el recinto se acercó con una sonrisa compasiva y me dejó en las manos la foto que me había hecho durante la visita. —. Sales muy guapa, ¿no crees? —Parecía la gemela de la estatua que se encontraba a mi lado y no solo por mi ropa. Tenía los ojos y la boca ligeramente abiertos y en mi cuerpo no se veía el menor atisbo de movimiento más allá de la dirección de mi mirada la cual sabía, aunque esto no se podía apreciar en la instantánea, que estaba fija en el misterioso joven testigo de mi incidente. Ciertamente tenía una belleza barroca, pero solo porque parecía una pieza más de la exposición. Agradecía que en la foto no se veía al pobre Felo desmayado, pero no pude evitar desilusionarme al ver que tampoco había capturado a aquel que me había atrapado con su mirada.

Intercalé mis ojos entre la fotografía y ella, sin saber que decir, pues hasta hace unos momentos creía que era una extranjera que, como los otros, no había entendido nada de lo que había dicho durante el desastroso tour.

—Todos hablábamos español, querida —Me aclaró como leyéndome los pensamientos, aunque esto solo consiguió confundirme más —. Por hoy has hecho suficiente.

¿Qué se suponía que significaba eso? Claro que había lo hecho suficiente para hacer el ridículo, parecer una idiota y para que todo acabara siendo un desastre. Mi primer día no podía haber ido peor, así que, haciendo caso a su consejo, enterré la túnica n mi taquilla para no verla nunca más, me puse mi ropa sucia y me dispuse a volver a casa, pero recordé todas las promesas que había hecho aquella mañana. Joder, ¿por qué me había ofrecido para hacer todo eso? "Porque eres una complaciente de mierca, Mérida", me recordó mi voz mental y no pude negarlo. Atravesé las puertas del museo y una vez en la avenida mayor, saqué mi móvil que, para mí fortuna, no había recibido ningún daño. Varias personas me habían etiquetado en el vídeo que ya era viral con comentarios como "¿Esa eres tú, Mer? Vaya, guantazo, Mer. Ese tío ya no necesitará ir al dentista para sacarse una muela, Mer." Aparte, tenía algunos mensajes de Sammy y una felicitación por mi primer día de trabajo de mi madre. "¿Qué tal tu primer día, Mer-Mer? Seguro que te ha ido genial. El éxito de la familia corre por tus venas. Escríbeme. Te queremos y echamos de menos. Mamá." Mi madre y su maldita costumbre de hablar en plural cuando los únicos que se acordaban de mi existencia en esa casa eran ella y quizá el loro de la familia cuyo saludo para mí era "La has vuelto a cagar, Mer-Mer." Era la frase favorita de mis hermanas durante mi adolescencia y lo seguía siendo ahora que tenía veintisiete años. En esos momentos agradecía que a mi pueblo llegaran más rápido las noticias locales que las que viajaban vía Internet porque si no ahora mismo sería la comidilla del barrio. "Siempre fue una niña problemática, por eso la echaron de casa", dirían todos mis vecinos. Cansada, borré todas las notificaciones y lo último que vi en la pantalla fue un mensaje de Sammy que decía: "¿Sabes lo del nuevo?" No sabía de qué hablaba, probablemente se había comprado un nuevo pintalabios y quería probarlo en mí como si fuera su muñeca Nancy preferida. "Tienes una cara preciosa, Mer, no sé porque no te maquillas", solía decirme siempre que me usaba como conejillo de indias y yo solo me justificaba diciendo que no era lo mío. "¿Y qué es lo tuyo, Mer?", contratacaba con la frase adecuada. Pues ahora mismo era llamar a Marta para cumplir todo lo que había prometido. Abrí el grupo de "Familiares de puerta" y no pude evitar sonreír al leer su nombre una vez más. En cierto modo era cierto que todos los vecinos nos habíamos convertido en una pequeña familia, una que me había acompañado desde hace ya varios años y en la que absolutamente todos nos conocíamos. Había más mensajes de lo normal, así que los leí por encima mientras buscaba el número de la mayor de los García. "¿Es cierto lo del nuevo?", preguntaba Rosa. "Es lo que dicen todos", le contestaba, como no, Antonio. "Yo lo vi hoy a la entrada", aseguraba Mateo. ¿Habrían comprado un nuevo ficus para la entrada? Ya estaba tan abarrotada que parecía que teníamos nuestra propia selva. Pulsé el número y escribí un mensaje para la rubia platinada "¿Nos vemos en el centro comercial en media hora?", pero antes de enviarlo una idea me cruzó la mente y acabé enviándoselo a dos personas. Sabiendo que estábamos en plena hora punta y no me podía arriesgar a robar otro taxi y que me acabaran deteniendo por alterar el orden público, atravesé la ciudad todo lo rápido que mis cortas piernas me lo permitieron.

—Hola. —Saludé, con la respiración agitada, a la adolescente que mantenía su vista pegada a su teléfono.

—Llegas tarde. —Fue el único saludo que recibí, seguido de la explosión de la pompa del chicle que masticaba —. —Por cierto, ¿sabes lo del nuevo...? —Su frase fue cortada cuando el otro destinatario del mensaje se nos unió.

—Hola, chamaquita —Saludó Miguel a la joven, como si yo no estuviera ahí también. Los ojos de Marta se abrieron de golpe al ver al muchacho y después me miraron queriendo asesinarme, aunque sabía que luego me lo agradecería.

—Yo me tengo que ir a comprar las cosas de tus hermanos, Marta, así que Miguel puede acompañarte a la peluquería, ¿verdad, Miguel? —El chico asintió con una sonrisa al instante —. Aquí tienes dinero para el corte de pelo.

Mi primer destino fue la tienda de videojuegos, la cual estaba repleta de pubertos que buscaban un nuevo juego al que viciarse durante horas en lugar de hacer los deberes.

—¿100 euros por arreglar la pantalla? —Grité tan alto que todas las personas de la tienda y sus alrededores fueron capaces de escucharme —. ¿No es eso lo que cuesta solo la consola?

—Señorita, se ha roto la pantalla interna, la cual es muy difícil y delicada de reparar. A no ser que la arregle usted misma, no creo que encuentre una reparación por un precio más barato. —Me contestó con toda la cortesía que pudo, aunque se notaba a leguas que me creía una estúpida.

Muchos en la tienda me miraban mientras reían y no sabía si era por el tono alto con el que hablaba o por las pintas que llevaba.

—Venga, hombre, hágame un descuento.

Algunos incluso estaban sacándome fotos sin ni siquiera intentar disimular.

—Señorita, si no puede pagarlo, le pido por favor que se aparte de la cola y no me haga perder más mi tiempo. —La vena de su cuello se empezaba a marcar por el enfado.

Al echar un vistazo de reojo, me percaté de que la tienda se había llenado de decenas de curiosos, que prestaban más atención a nuestra conversación antes que al videojuego que se acababa de lanzar al mercado,

—¿Y si se lo pido por favor? —Le pregunté haciendo un puchero, enseñando mis labios mientras apoyaba la barbilla en la palma de mi mano y mi pecho en el mostrador —. No creo que un tipo tan guapo como usted no le haga una rebaja a una pobre chica como yo.

Un murmuro general invadió el pequeño local cuando la mirada del dependiente descendió por mi cuerpo, y no se dirigió precisamente a mi escote, con el que pretendía conquistarlo, sino a mi camisa arrugada llena de manchas.

—Señora, las limosnas las va a pedir en la calle o me veré obligado a llamar a seguridad. —Dijo incorporándose para mostrar toda su envergadura con la que me sacaba más de una cabeza.

No supe que me ofendió más: la falta de eficacia de mis encantos femeninos o el hecho de que me hubiera llamado "señora." Todavía era joven, aunque las primeras canas que brillaban en mi cabello cada mañana me recordaran lo contrario. Ofuscada, cogí la consola de Matías y di media vuelta para irme, pero el corrillo de cotillas me cerraba la entrada. "¿No has robado un banco hoy?", me preguntó uno, mientras otra me decía "¿Te has quedado sin dinero por la denuncia? Sin embargo, la exclamación más compartida fue "¿Por qué no le has pegado un puñetazo a él también?"

—Permiso. —Murmuré sin entender a que se referían y daba codazos para hacerme paso entre la multitud.

De repente, un chico que no llegaría a los quince años me agarró del hombro sonriendo.

—¿Me puedo sacar una foto contigo, porfa? —Me preguntó con un tono demasiado agudo mientras me abrazaba para sacarse un selfie.

—Claro que no, suéltame. ¿No ves que te doblo la edad? —El mundo luchaba por dejarme claro que estaba a un paso de la tumba. Intenté liberarme de su agarre, a la vez que la gente se acercaba más aun a nosotros.

—Pero ¿no es usted la mujer del vídeo? —Me preguntó claramente confuso. —La que noqueó a Oliver Ruíz, el dueño de una de las inmobiliarias más grandes de todo el país. —Abrió otra pestaña en su teléfono y mis ojos vieron horrorizados, una vez más, como me convertía en una de las posibles delincuentes más buscadas de toda España, o al menos de Extremadura.

—¿Oliver Ruíz? —Pregunté tragando en seco, recordando una entrevista suya que vi en televisión.

Frases sueltas se me pasaban por la mente. "Uno de los emprendedores más jóvenes de todo el país. Creador de D&H, empresa encargada de construcción y venta. Con sucursales en todas las comunidades y expandiéndose en Francia y Alemania. Ha amasado una fortuna en menos de cinco años."

—Sí, el guaperas al que le pega en el vídeo. —Repitió, señalando mi puño estrellándose contra su nariz —. ¿Era su amante?

—Perdona. —Sentía que me iba a desmayar y el único punto de apoyo fue el mostrador que había quedado a mis espaldas y desde donde el dependiente me miraba con impaciencia —. ¿Acepta pagos con tarjeta?

El dependiente, al notar que era yo la que parecía haber recibido el puñetazo, me acercó el datáfono con compasión.

—Le avisaremos en un par de días cuando esté lista.

—Gracias –Al darme la vuelta, los que se habían convertido en mi primer club de fans (y esperaba que el único, formaron un pasillo para dejarme pasar..

—¡Oye, mi selfie! —Se quejó el chico, pero yo no me atreví a mirar atrás.

Corría sin mirar siquiera por donde iba, esquivando a las personas a mi paso y nublada por el miedo de las repercusiones que podría tener mi acto impulsivo de esa mañana. Ni siquiera me alcanzaba el dinero para fin de mes, ¿cómo me iba a llegar para pagarle la rinoplastia a un multimillonario de mí misma edad? Sin darme cuenta, ya me encontraba en la tienda de libros, agarrándome del mueble de madera para no caerme.

—Joven, por tercera vez, ¿qué desea? —Me preguntó el cajero, sacándome de mi ensimismamiento con cara de pocos amigos.

—Busco la edición limitada con anotaciones de la autora de Orgullo y prejuicio —Le contesté, sintiendo que me faltaba el aliento. ¿Estaba teniendo un ataque de ansiedad?

—Nos queda una en el almacén. —Le echó un vistazo a mi cara sudada, mi moño deshecho y mi ropa desarreglada, haciendo una mueca de disgusto —. Pero no creo que pueda permitírsela.

—¿Perdone? —Le pregunté subiendo mis cejas, mientras sentía como la vergüenza ascendía por mi cuello.

—Esa edición está guardada para nuestros clientes más leales. —Me contestó como si fuera una obviedad.

—¿Por leales se refiere a ricos? —En mi rostro se debatían la impotencia y el enfado, pero ganó la derrota al recordar cómo me había convertido en la estrella local. Los adolescentes que me habían seguido desde la otra tienda empezaban a acercarse, escondidos detrás de las estanterías, y yo solo quería que la tierra se abriese y me tragara ahí mismo.

—Pues si usted no tiene ni para pagarse la tintorería dudo mucho que pueda pagarla. —Su sonrisa engreída estaba empezando a irritarme, pero me mordí la lengua con el objetivo de evitar otra catástrofe. Se escuchaban cuchicheos a nuestro alrededor, pero no me atreví a girarme y a comprobar que hablaban de mí.

—Démela —Le ordené mientras sacaba un billete de veinte de mi cartera.

—¿Cree que con eso podrá pagarla? Esa edición es exclusiva. Cuesta 49,99€.

—¿50€ por esa antigualla? —Titubé, sintiendo como el color desaparecía de mi cara al darme cuenta de que, efectivamente, no podía permitírmela. ¿Podía quedar aún más en ridículo?

—Esa antigualla como usted la llama tiene más clase que usted, joven.

—Ya la pago yo. —Dijo una voz a mis espaldas y de repente todas las voces a nuestro alrededor se callaron.

Sentí un escalofrío recorrer mi columna dorsal e instintivamente me puse recta, al identificar aquella voz con una que había escuchado apenas esa mañana. No, no, no. No podía estarme pasando eso. No a mí. ¿Qué diablos hacía ahí?

—Espero que no le importe que pague, señorita. —Me dirigió la misma sonrisa amable que cuando abrió la puerta de aquel maldito taxi y yo solo pude asentir, sintiendo mis mejillas arder —. Y usted debería tratar mejor a sus clientes si no quiere que alguno le ponga una reclamación. —Su expresión cambió por completo al mirar al hombre que se encontraba detrás del mostrador.

—Por supuesto señor Ruíz, no era mi intención ofender a esta bella señorita. —Su rostro estaba tan blanco como el papel y sus dedos temblaron al meter la novela en la bolsa —. En compensación por el malentendido que ha ocurrido, el libro queda a cuenta de la casa, si a la señorita le parece bien. —Se apresuró a mirarme y un ruego silencioso adornaba sus ojos.

—No se preocupe, esta antigualla no es la bastante cara como para unos clientes con clase como nosotros no podamos permitírnoslo, ¿verdad? —Me interrumpió mi acompañante y me dirigió una mirada cálida, buscando una aprobación que le brindé al instante.

Inmediatamente mi mirada se dirigió a mis zapatos llenos de barro, queriendo evitar ver como su tarjeta color platino pasaba por el lector de la caja registradora.

—Gracias por su compra —Me agradeció el esnob, aunque ningún céntimo había salido de mi bolsillo —. Vuelva pronto. —No volvería a pisar ese centro comercial en mi vida.

—¿Te encuentras mejor? —Me preguntó con dulzura el hombre al que no me había arriesgado a mirar desde que salimos de la tienda y yo asentí, una vez más. —Puedes hablarme, aunque no lo creas los ricos no mordemos, al menos no siempre. —Bromeó y una risa seca salió de mi garganta.

—No tenías que haber pagado por el libro. —Escupí, analizando cada mancha que adornaba mis zapatillas.

—Sí que debía hacerlo. Por mi culpa eres tendencia nacional. —¿Nacional? Yo pensaba que nos habíamos quedado en el ámbito local —. Y por mi culpa todos esos adolescentes te llevan persiguiendo desde hace media hora y nos están espiando detrás de ese escaparate. —Dio un paso en mi dirección para taparme de las cámaras que probablemente estaban apuntado hacia nosotros. Levanté mi vista lentamente hasta que choqué con su mentón. Desde esa posición parecía un gigante comparado conmigo. ¿Era tan alto cuando me lo encontré esa mañana? ¿Y era también tan guapo?

—Lo siento. —Titubé como una estúpida, totalmente avergonzada —. Por lo de esta mañana y por lo de ahora. Te he metido en un lío tremendo y encima has pagado por mí. —¿Cómo había acabado siendo un desastre con patas delante de un millonario encantador?

—Yo te he metido en un lío más grande. Si no fuera por mí no serías tan famosa. —Soltó, enseñándome una sonrisa brillante que seguro le funcionaba con muchas chicas y que le estaba funcionando conmigo.

—Gracias por recordarme mi mediocridad. —Bromé, mostrando mi propia sonrisa por primera vez.

—Me gustas mucho más así. —Dio un paso más hacia mí y, aunque iba a retroceder, su agarre en mi cintura me lo impidió. —Cuando das las gracias, en vez de disculparte tanto.

—Es que te debo una disculpa y un libro también.

—Tú a mí no me debes nada.

—Claro que sí. Ese libro no se ha pagado solo.

—Considéralo un préstamo. —Su sonrisa no había desaparecido en ningún momento y, por ende, la mía tampoco. A pesar de que, poco a poco, se habían acercado un mayor número de personas, yo sentía que en ese momento solo existíamos él y yo, y el pequeño infinito que nos unía.

—¿Y cómo puedo devolverte ese préstamo? —Contesté inmediatamente, como si mis labios fueran más rápidos que mis pensamientos, como si sus labios tiraran a través de un hilo invisible de los míos.

—Con una cena. —Soltó con total tranquilidad, ocasionando un terremoto de nivel siete en mi interior.

—No puedo ir a cenar contigo.

—¿Es por que no aguanto el puñetazo de una chica? —Me inquirió con una ceja levantada.

—No. Es porque yo te di ese puñetazo. —Me mordí los labios y la vergüenza me hizo evitar su mirada.

—Lo de hoy solo ha sido una serie de catastróficas desdichas que nos han ayudado a conocernos.

—¿Conoces la Ley de Murphy? —El silencio en sus labios y su mirada penetrante me indicaron que continuara —. Si algo puede salir mal, saldrá mal. —Recité, recordando la teoría que parecía explicar mi vida.

—Yo prefiero decir que siembras lo que cosechas.

—¿Y qué has cosechado tú? ¿Un par de millones? —Mis ojos no se separaban de los suyos, hipnotizada por sus palabras y por la forma en la que me miraba.

—No. Yo me he ganado un puñetazo de la chica más hermosa que he conocido. —Sus ojos azules brillaron iluminados por una intensa luz que me obligó a cerrar los míos. Al principio pensé que me había cegado su belleza. Pero entonces, se escuchó el flash de cientos de cámaras. Los paparazzi habían llegado.

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