4. ¿Ya sabes lo del nuevo?

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—No me puedo creer que conozcas a Oliver Ruiz. —Exclamó una voz aguda a nuestras espaldas y me tuve que agarrar del brazo de él para no desmayarme cuando vi a aparecer a Marta con un precioso corte bob desfilado y con el pelo teñido de rosa. Su madre me iba a matar, si es que yo no cometía antes el harakiri para librarme de la situación en la que yo misma me había metido hace tan solo nueve horas.

—Técnicamente nos acabamos de conocer. —Respondí al instante, siendo incapaz de apartar mis ojos de su cabello. Estaba preciosa, pero tenía el pelo treinta centímetros más corto y con una saturación que dañaba la retina.

—En realidad nos conocimos esta mañana. —Me discutió mi acompañante, a la vez que colocaba una mano en mi cintura para evitar que me cayera de la impresión.

—¿Así que es cierto lo del vídeo? —Preguntó Miguel, que se había mantenido callado hasta ese momento, jugando con uno de los mechones rosados de su vecina.

—No, no lo es. —Solté a bocarrajo, poniéndome cada vez más nerviosa.

—Entonces, ¿no le pegaste un puñetazo en la nariz? —Me cuestionó Marta, elevando una de sus cejas, las cuales seguían siendo rubias.

—Sí que lo hizo. —Soltó Oliver y para confirmalo señaló la venda que le comprimía la nariz —. Nadie me había pegado tan fuerte en mi vida —Al ver que lo miraba queriendo partirle la nariz de nuevo, se apresuró a añadir algo —. Lo decía como un cumplido.

—No me puedo creer que le hayas roto la nariz al guapo y asquerosamente rico Oliver Ruiz, Mer.

—Gracias, supongo. —El joven de pelo azabache solo podía reír, mientras intercalaba su mirada con la mía y la de la adolescente.

—No le enseñes ese vídeo a nadie, por favor. —Le supliqué a la joven, a la vez que observaba como le mostraba en su teléfono a Oliver el desastre que yo había ocasionado esa mañana. Como si él no lo hubiera vivido y sufrido.

—Sabes que está subido a la red, ¿no? Lo conoce todo el mundo en Badajoz, y si me apuras en toda España. Tendrás suerte si no lo reproducen en el telediario de mañana.

—Tú solo no se lo enseñes a nadie más del edificio, ¿de acuerdo? Ya casi me quedo sin trabajo hoy como para ahora encima quedarme sin casa. —Me acaricié el puente de la nariz, cansada, pero me arrepentí inmediatamente al ver lo torcida que estaba la del hombre a mi lado —. Esto va también para ti, Miguel.

—¿Qué me das a cambio de mi silencio? —Me inquirió Marta, cruzándose de brazos.

—¿Quién te ha enseñado a chantajear a la gente? —Le pregunté, debatida entre la sorpresa y el orgullo.

—Recuerda que mis padres son los mejores abogados de la ciudad. Si no tienes nada que ofrecerme no me importaría enseñarles a esos mismos abogados lo que haces en tu tiempo libre. Seguro que les encantaría saber que tenemos a una delincuente como vecina.

—Qué sepas que después de esto no te volveré a prestar mi cuenta de Netflix para que veas los Bridgerton. Aquí tienes veinte euros para que vayas al cine con Miguel. —El mexicano sonrió agradecido al instante, pero su compañera no dejaba de analizarme.

—¿Eso es todo? —Me inquirió mientras su ceja rozaba su coronilla.

—Sabes que no tengo más dinero. Le acabo de comprar a tu hermano prácticamente una consola nueva.

—No quiero dinero. —Soltó como si fuera obvio.

—Entonces, ¿qué quieres? —Le pregunté confusa a más no poder.

—Quiero un autógrafo y una foto con tu nuevo novio o enemigo, la verdad es que todavía no tengo claro de qué lo conoces. —Los adolescentes eran los seres más temibles del planeta.

—¿Podrías darle un autógrafo? —Le supliqué al pelinegro con desesperación. Un gesto de Marta me hizo recordar que eso no era todo. —Y una foto también, por favor.

—Aunque me encantaría contentar a esta princesita de pelo rosa, yo tampoco hago favores gratis.

—¿Tú también me vas a chantajear? —Exclamé horrorizada, llevándome la mano al pecho.

—Creo que es lo menos que puedo hacer después de nuestro incidente de hoy. —Inmediatamente dejé de quejarme —. Le daré su autógrafo y su foto, si tú aceptas salir a cenar conmigo el viernes.

—No. —Solté sin ni siquiera pensármelo, sentando como mi temperatura se volvía fría.

—Si es porque tienes que trabajar, no te preocupes. Te iré a recoger cuando termines.

—No es por eso. De verdad que me encantaría ir, pero no puedo. —Odiaba las citas. No podía tener una cita. No debía tener una cita desde lo que ocurrió la última vez.

—En ese caso, ¿supongo que no te importará que le enseñe a Sammy como te has convertido en una experta del boxeo? —La sonrisa triunfante de Marta me indicó que esta batalla ya la había perdido.

—Yo... —Los miré a todos dudosa, mientras jugaba con mis manos temblorosas. —De acuerdo, cenaré contigo, pero con mis condiciones. —Exclamé sin perder tiempo, al ver como Oliver sonreía ampliamente. —Yo escogeré el restaurante y nos encontraremos allí. Pagaremos la cuenta a la mitad y como mucho te dejaré invitarme a una copa. Luego cada uno se irá directo a su casa y ya será cosa del destino decidir si nos encontramos de nuevo. ¿De acuerdo? —Solté sin detenerme a respirar, enumerando con los dedos.

—Es un poco mandona, ¿no creen? —Le preguntó el hombre a los adolescentes y estos asintieron al instante —. De acuerdo. —Cedió este y su sonrisa no decayó en ningún momento.

—Y lo más importante de todo es que esto no es una cita.

—Aunque me halagas, esto no iba a ser una cita. —Aclaró él y no pude evitar sonrojarme. —Esto iba a ser el segundo asalto de nuestra pelea. No pensarías que me iría sin una revancha, ¿no?

Antes de que pudiera reprocharle, Marta ya había colocado su brazo alrededor de su hombro y la cámara delante de la cámara. Ambos tenían una enorme sonrisa cuando sacaron la foto, mientras que yo estaba completamente seria, preguntándome qué coño acababa de hacer.

—¡Espera, Mer! —Me detuvo Marta cuando estaba a punto de abandonar ese centro comercial que me había conducido a un nuevo problema —. Gracias —Dijo con una sonrisa de oreja a oreja y de repente, sin que lo esperara, me rodeó con sus brazos.

Tardé en corresponder al abrazo por la impresión, pues la chica siempre se había mantenido arisca a mi alrededor. Al verla tan contenta, supe que algo había cambiado y eso me bastó para sacar las fuerzas necesarias para volver a casa. Al llegar al recibidor, me sorprendí al verlo totalmente desierto y al no encontrar al señor Domínguez tras la puerta, esperándome. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Se habían ido de viaje todos juntos sin avisarme? Porque solo llevaba un día trabajando y ya necesitaba urgentemente unas vacaciones. Esperaba disfrutar de la soledad del ascensor normalmente abarrotado más de lo permitido, pero cuando este se abrió me encontré con María, quien me vio con las cejas levantadas, confusa por no encontrar a su hija a mi lado.

—¡Hola, María! Marta no ha terminado en la peluquería y yo tenía cosas que hacer en casa, así que Miguel que casualmente estaba por allí se ofreció a acompañarla. Espero que no te importe. —Le mentí de forma atropellada con descaro a la que era la viva imagen de su hija, a pesar de que sabía perfectamente que no me había creído nada.

—Ay, el amor, lo que nos hace hacer y permitir. ¿No crees, Mer? —Me preguntó con complicidad, claramente sin creerse mi excusa y yo, que nunca me había enamorado, no supe que contestarle.

Suspiré aliviada al contemplar la puerta de mi piso. Sin embargo, la paz me duró apenas unos segundos cuando al buscar en mi bolso no encontré el llavero con forma de oso panda que llevaba acompañándome desde el instituto.

—No, no, no. —Murmuré vaciando mi bolso en el suelo y viendo como caían desde un paquete de pañuelos arrugado hasta un tampón que no recordaba hace cuanto tenía. Pero entre ninguno de esos objetos se encontraban mis llaves —. ¡No puede ser!

Definitivamente ese era el peor día de mi vida. ¿Qué había hecho en mi vida pasada para merecer tantas desgracias? ¿Había sido Hitler acaso? Porque necesitaba ir a depilarme el bigote, pero no me parecía en nada a él. Resoplé resignada y seguí mis pasos de todo el día a la inversa, pero cuando llegué al museo, solo me encontré con un guardia que estaba a punto de quedarse dormido.

—Señorita, el museo ya ha cerrado. —Me recordó el agente, apuntándome con su linterna, al verme intentar abrir la puerta del que era mi nuevo empleo y creyendo probablemente que era una ladrona principiante. ¿Quién querría robar unas estatuas tan viejas y sosas?

—Trabajo aquí. —Le dije, levantando mis manos como si hubiera hecho realmente algo malo —. Por favor, déjeme entrar, creo que me he dejado mis llaves dentro. —Le rogué mientras le enseñaba mi identificación.

—Lo lamento, señorita, pero no puedo hacer eso. Tendrá que volver mañana.

Quería seguir suplicándole, pero el vigilante ya me estaba empujando lejos de la entrada para que no pudiera incordiarle más durante su jornada. Probablemente al verme lejos dejaría de vigilar y se pondría a jugar al Subway Surfers en su móvil, como hacían todos. Debatiendo si dormir en un banco del parque o dejar a un lado mi orgullo y pedirle a alguno de mis vecinos dormir en su casa, volví al edificio. A Sammy no podía pedírselo, pues le tenía alquiladas todas sus habitaciones a extranjeros de procedencias tan exóticas como el alcohol que se bebían a diario. La familia Martínez tenía todas las camas llenas y los Gonzáles tenían un departamento pequeño. Como mucho podía pedirle al señor Domínguez que vivía solo que me acogiera en el pequeño recibidor. Mi maldita torpeza me había metido una vez más en problemas, así que, no queriendo ser una carga volví, a mi piso, dispuesta a dormir sobre la alfombra, pero ya había alguien parado sobre esta. Un joven moreno con ojos rasgados esperaba apoyado frente a mi puerta, bostezando mientras inspeccionaba las pelusas del felpudo que hace años que no limpiaba. Conocía a todas las personas de ese lugar y él claramente no pertenecía ahí y no solo por sus rasgos asiáticos.

—Sammy vive arriba —Le aclaré, pues era mi amiga la que acogía en su casa a guiris de todas partes del mundo, gracias a que hablaba un inglés fluido, aunque al final todos sus inquilinos acababan hablando idiomas muy distintos —. Upstairs. — Repetí en un tono muy alto y vocalizando de manera exagerada para que me entendiera, mientras señalaba hacia arriba. Él solo me miraba confuso, porque obviamente no era sordo, sino que no entendía mi idioma —. Up, up —Insistí, subiendo al primer escalón para que me imitara —. ¿Capisci? —Le pregunté para ver si me comprendía, aunque él no era italiano. Los idiomas obviamente no eran lo mío y eso le hizo reír fuertemente.

Capisci, guapa. —Me dijo entre risas, levantando su rostro por fin y recalcando la última palabra.

Y ahí fue cuando entendí las palabras de la mujer del museo. Pelo claro con flequillo que le cubría la mitad de la frente, ojos color y forma avellana brillante, tez ámbar, labios gordos y sonrisa encantadora. La misma ropa de esa mañana, los mismos ojos que parecían leerme el alma y la misma sonrisa que me la atravesaba. Era el chico del museo, el chico que había presenciado el incidente, y ese mismo chico estaba ahora delante de mi puerta sonriéndome como si nos conociéramos de hace más de lo que dura un tour mal hecho.

—Tú. —Lo señalé, pestañeando como si creyera que era una ilusión —. ¿Qué haces aquí? — Le inquirí con precaución, cruzando las manos sobre mi pecho —. ¿Quién te ha dejado entrar? —No podía imaginarme al señor Domínguez haciendo de portero para un desconocido —. ¿Me has seguido hasta aquí? —Entrecerré mis ojos, sospechando, aunque él seguía pareciendo muy confiando y no se había separado de mi puerta —. ¿Eres un acosador u otro fan loco del vídeo? —Lo inspeccioné de arriba abajo, deteniéndome más tiempo del necesario en algunas zonas de su cuerpo, pareciendo así la acosadora yo, hasta que vislumbré un adorno con forma de oso panda entre sus manos —. ¡Mis llaves!

—Solo quería devolvértelas, Sherlock. —Dijo con una sonrisa imperturbable y se separó por fin de la entrada de mi apartamento para depositar las llaves sobre mis manos, agarrando mi muñeca, dejando que nuestras pieles se rozaran más segundos de los necesario y enviando una descarga eléctrica por todo mi brazo.

—Oye, ¿dónde las has encontrado? ¿En el museo? —Le pregunté demasiado aturdida como para agradecérselo, sintiendo un cosquilleo en esa zona donde había estado su mano.

Sin contestarme se dirigió a la puerta contigua la mía, esa que llevaba evitando más tiempo de lo que mi orgullo me permitía admitir, y la cual no me había percatado que estaba abierta de par en par. Sujetándose del marco me dirigió una última mirada.

—Hasta mañana, vecina.


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