El paciente

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En su habitación, acostada sobre su cama y cubierta con las sábanas hasta la cabeza, se encontraba Karina. Su almohada estaba empapada en lágrimas. Ella estaba sola en su casa ya que su padre había estado de guardia esa noche y no regresaría sino hasta la tarde. El vacío y el silencio le causaban mucho pesar.

Anteriormente, a esta hora se solía escuchar el sonido de ollas y de gabinetes siendo abiertos y cerrados. Su mamá nunca fue sigilosa al momento de preparar el desayuno, y aunque esto siempre resultaba molestoso; despertando así a su esposo e hija, Karina empezaba a extrañar ese matutino bullicio.

Ya habían transcurrido dos semanas desde la última vez que había visto a Andrés. Él no dejaba de llamarle y escribirle mensajes de texto. Karina no le respondía las llamadas; más sin embargo, viendo que él lo hacía con la mejor intención, eventualmente le respondía uno que otro mensaje haciéndole saber que estaba bien, y que tan sólo necesitaba estar sola por un tiempo.

El olvido de todos sus recuerdos de hace un año parecía algo insignificante comparado con la pérdida de su madre. Ya no le interesaba recordar, tan sólo deseaba poder volver en el tiempo y buscar la manera de evitar éste lamentable suceso.

Varios meses atrás, antes de la repentina amnesia, Karina había empezado a asistir a la iglesia poco después de la muerte de su mamá. Situación similar a lo que su misma madre había experimentado al fallecer su abuela Carmen. Ella podía reconocer el mismo patrón de comportamiento: Una gran pérdida, la cuál era seguida por un desesperado intento de conseguir consuelo. Pero Karina ya había determinado que no caería en ese mismo molde. En esta oportunidad, ella afrontaría su pérdida con un diferente enfoque. Se concentraría en su carrera; encontraría trabajo y eso le traería un sentido de realización que llenaría cualquier faltante en su vida.

Del mismo modo, el Sr. Enrique resolvió dejarse absor- ber por su trabajo. Recientemente había aperturado dos nuevos consultorios clínicos, lo que lo mantenía bastante ocupado y lejos de su propia realidad. Karina poco hablaba con él, y en ningún momento le hizo mención acerca de su amnesia; y puesto a que él poco estaba en casa, tampoco podía discernir la frágil condición de su hija.

La aparente templanza de su padre le motivaba a ella a hacer lo mismo. Nada mejor que el trabajo para ocupar su mente de tanto desorden. Esta vez, Dios no iba a ser necesario en su ecuación. Aceptar la pérdida de su mamá no iba a re- querir de biblia, ni de Jesús ni de cristianos.

Por otra parte, lamentaba la situación con Andrés. Él en verdad demostraba amarle; y aun con las escasas horas que había compartido con él empezaba a sentir que sinceramente le gustaba. Pero iniciar una relación tras un gran choque emo- cional iba a resultar contraproducente. Considerando además que Andrés no dejaba de hablarle de Dios y citarle pasajes de la biblia en sus mensajes de texto.

Era tiempo para ocuparse de lo que sería de provecho para su área profesional. El hecho de que su papá fuese un cirujano distinguido, le servía a ella cómo puente para conse- guir un cargo cómo psicóloga en una de las clínicas dónde él laboraba.

Al parecer, seguidamente de la repentina muerte de su mamá (antes de su pérdida de la memoria), Karina había decidido postergar su búsqueda de empleo. Poco tiempo después, ella había comenzado a congregarse en la iglesia, lo que la llevó a involucrarse en labores sociales. Ella visitaba casas para ancianos, hospitales y orfanatos con la compañía de miembros de la iglesia; tiempo durante el cuál conoció a Andrés y junto con él empezó a participar en el ministerio de misiones. Por ende, su viaje misionero hasta el Estado Apure. Todo esto fue lo que Andrés le llegó a explicar cuándo ella le preguntó por qué aún no tenía trabajo.

Así que decidió usar las influencias de su papá para conseguir un consultorio clínico. El Sr. Enrique estaba muy sa- tisfecho al saber que su hija finalmente deseaba comenzar a trabajar, y rápidamente contactó a colegas y a la directiva de una de las clínicas para así asignarle un consultorio.

Transcurridos pocos días, fue ubicada al área de psi- quiatría y psicología. Empezó a atender casos de pacientes depresivos, y otros con intentos suicidas. Esto resultaba ago- biante para ella; el tener que afrontar personas que se querían quitar la vida. Gente que despreciaba el valor de estar vivo, cuándo otros involuntariamente habían perdido esa oportunidad.

Día tras día transcurría, y su trabajo en vez de llenarla de tranquilidad, le traía mayor angustia. Ella temía convertirse en alguno de sus pacientes, y eventualmente tener que ser tra- tada por demencia. Ya de por sí, con su antecedente de inex- plicable pérdida de memoria, era candidata para un estudio psiquiátrico.

—Dra. Karina —interrumpió sus perturbados pensa- mientos—, disculpe que la moleste, es que acaba de llegar un paciente que insiste en verla enseguida —anunció su asistente Rosita.

—Dame unos minutos para terminar de tomarme mi café y te aviso para que le hagas pasar —le respondió.

Karina ya estaba hastiada de tantas historias depri- mentes, pero éste era su trabajo, y a pesar de ser abrumador, prefería llenarse de los problemas de los demás que tener que afrontar los suyos. En ese instante, recibe un mensaje de Andrés:

Hola, Kari. Disculpa si te molesto... Sabes que siempre pien- so en ti y te tengo presente en mis oraciones, pero siento mucho pesar en orar fuertemente por ti. Espero que estés bien. Escríbeme cuando puedas - Andrés.

Parecía que él sabía bien cuándo ella estaba pasando por grandes luchas mentales, y siempre le escribía haciéndole saber que oraba y pensaba en ella.

Él es muy tierno y considerado, pero en realidad ella le estaba haciendo un favor al mantenerlo a distancia. Él ne- cesitaba olvidarle y encontrar a una muchacha que tuviese sus mismas creencias, ya que ella se había determinado a no saber más de Dios.

En eso, su asistente toca de nuevo la puerta y le dice que el paciente insiste en ser atendido con urgencia.

—Hazlo pasar, Rosita.

Un hombre alto, de aproximadamente 40 años de edad entra a su consultorio. Su mirada era fuerte, y tenía ojeras que posiblemente eran ocasionadas por horas de insomnio.

—Por favor, tome asiento —le indicó Karina mientras encendía su grabadora de audio.

El hombre toma asiento sin dejar de observarle. Su tenebrosa mirada la incomodaba, por lo cuál ella optó por man- tener sus ojos puestos sobre su libreta de notas. Las manos de su paciente se movían frenéticamente, aún apoyadas sobre su regazo.

—¿Cuál es su nombre? —inquirió.

—Ja, Ja, Ja —rió con estruendo—. Tengo muchos nombres.

"Diagnóstico: desorden de personalidades múltiples," concluyó Karina en su mente, a la vez que anotaba en su libreta.

—¿Qué nombre aparece en su documento de identidad?

—Allí aparece Raúl Iscariote —el hombre la mira fijamente—. Pero ese no es mi verdadero nombre.

Ella evade su comentario porque siente que es una completa burla hacia ella.

—¿A qué ha venido usted hoy a consulta, Sr. Raúl?

—Pues, necesitaba hablar contigo.

—Eso lo entiendo —responde condescendiente—, pero, ¿Por qué motivo quiso venir a hablar conmigo? Cuénteme de usted.

—Es que yo no vine hasta aquí para hablar de mí, ni de Raúl —se inclina hacia adelante, con sus manos aferradas del asiento— yo he venido para hablar de ti, Karina —su voz cambió repentinamente.

—Ese no es mi trabajo... hablar de mí misma —respondió intimidada.

—Pero éste sí es mi trabajo, y para esto fui enviado. Dime —añadió—, ¿Qué has decidido hacer con tu vida desde que perdiste la memoria?

—Yo no he perdido...

—Ja, ja, ja —interrumpió con risa macabra—. Ahórrate tu actuación para los demás. Yo sé muy bien que has perdido tus recuerdos de todo un año. Lo sé —continuó—, porque fui yo quién te los robó.

Karina dejó caer su libreta al suelo y salió corriendo despavorida de su consultorio. Se encerró en uno de los baños del pasillo y empezó a respirar profusamente. Repentinamente, alguien toca fuertemente la puerta dónde permanece escondida. Su corazón palpita de prisa.

—Dra. Karina —es la voz de su asistente— ¿Se encuentra usted bien? ¿Necesita ayuda?

—¿Quién era ese paciente? —preguntó aún con su corazón agitado.

—No lo sé, doctora. No me dio tiempo siquiera de llenar su expediente —agregó—. Él insistió en que tenía que hablar con usted, y con su actitud ya comenzaba a alterar a los demás pacientes en la sala de espera. ¿Le hizo daño? —preguntó preocupada— ¿Quiere que llame a la policía?

—¿Todavía sigue en mi consultorio?

—No... se marchó después que usted saliera corriendo.

—Por favor, no lo dejes pasar más —respondió entre lágrimas.

—Está bien, doctora. Pero, por favor, salga de allí, necesito ver que se encuentra bien —le solicitó con voz apacible, tratando de tranquilizarla.

Karina abre la puerta y abraza fuertemente a su asis- tente. La Sra. Rosita era contemporánea con su mamá, si estuviera ella con vida, y necesitaba la calidez del confort mater- no. Seca sus lágrimas y le informa a la Sra. Rosita que tendrá que cancelar el resto de sus citas por el día. Necesitaba ir a casa para descansar.

Regresa vacilante hasta su consultorio, abriendo la puerta con lentitud y verifica que aquél hombre verdaderamente se haya ido. Toma su cartera y fija su mirada sobre la pequeña mesa que mantiene al lado de su sillón. Allí estaba el grabador de audio que siempre utilizaba durante sus consultas. Aún estaba grabando; tomándolo, salió de allí.

Mientras caminaba hacia su vehículo –un reciente regalo de su padre para compensar su constante ausencia–, sentía que alguien le observaba de cerca. Apresuradamente, se montó dentro su carro. Karina baja su mirada por un instante para abrochar su cinturón de seguridad, pero al volver su mirada hacia al frente, notó que su tétrico paciente estaba de frente a su vehículo mirándola con ojos completamente negros. Sus manos agarraban fuertemente el volante, su respiración era profusa, y su corazón latía con rapidez.

Al instante, sin siquiera premeditarlo, exclamó:

—Señor Jesús, ¡ayúdame!

Repentinamente, una resplandeciente luz blanca destelló por encima de su vehículo, haciendo que aquel temible hom- bre huyera con desespero.

Karina deja caer su barbilla y queda inmovilizada. Un sonido la saca de su estado de shock. Era su celular. Andrés le estaba llamando.

—¿Andrés?... —atiende la llamada sollozando.

—Kari, ¿estás bien? —le pregunta preocupado— He tenido mucho pesar y no he dejado de orar por ti. ¿Qué te pasa, estás bien?

—Estoy muy asustada, Andrés —le responde entre lágrimas.

—¿Qué te pasó mi amor? —dijo sin poder evitar usar esa palabra de cariño.

—No sé... no sé cómo explicarlo —dijo temblorosa— tengo mucho miedo. Necesito verte —confesó involuntariamente.

—Claro, mi cielo. Dime dónde estás y te paso buscando.

—No, no, mejor yo voy para tu casa —dijo agitada—, ¿estás allí?

—Sí, estoy en mi casa —afirmó—. ¿Estás segura que no quieres que te pase buscando?

Karina inmediatamente encendió su carro y arrancó, manejando fuera de control. Sus brazos aún temblaban y sus movimientos eran muy bruscos. El temor le había invadido.

—Ya estoy en camino a tu casa —le respondió. Minutos después, ella finalmente llega a casa de Andrés.

Su corazón aún palpitaba con fuerza, pero ya no se debía a su terrorífica experiencia, sino a sus inexplicables sentimientos hacia Andrés. En su mente había determinado alejarse de él, lo cuál sería para el bien de ambos, puesto a que la postura de ellos en cuanto a Dios era completamente diferente. Ella había comenzado a evitar hablar con él, pero algo dentro de sí no le permitía soltarlo por completo. Era un lazo incomprensible que les unía. Ella misma no podía explicarse cómo él podía presentir que algo le pasaba, y que casi siempre, cuándo más necesitaba palabras de ánimo u apoyo, él estaba allí para socorrerle.

Enseguida se bajó de su vehículo y notó que Andrés le esperaba desde la puerta. Sin darse cuenta, se halló a sí misma guindada de sus brazos. Esta vez había sido ella quién había corrido a su encuentro. Percibió su colonia, y notó que ya empezaba a extrañar su fragancia. No pudo evitar absorber su aroma con un profundo respiro.

—Kari, ¿por qué estás temblando?

Ella misma tuvo que justificarse en su mente de que la razón era por el susto que acababa de pasar, pero ella no podía engañarse a sí misma y reconocía que más allá del susto, estaba nerviosa de verle, y su propia reacción al recibirle, le causaba dudas en cuánto a su decisión de mantenerlo fuera de su vida. Enseguida, volcó su concentración a la experiencia paranormal que acababa de presenciar.

—Algo escalofriante me ocurrió en el consultorio —le dijo mientras finalmente le soltaba.

Andrés sostenía firmemente su mano, mientras le sobaba para tranquilizarla y hacerle saber que estaba segura a su lado.

—Vamos a entrar a la casa para que me cuentes —le responde.

Andrés le hizo sentarse en la cocina y le ofreció un té para calmar sus evidentes nervios. Mientras él montaba el té, ella comenzó a llorar de nuevo.

—Mi amor, soy todo oídos. ¿Qué te pasó? —le dijo con empatía— Me duele verte así.

—Estando en el consultorio, un paciente solicitó verme con urgencia, así que decidí atenderlo —contó mientras secaba sus lágrimas. Andrés se acercó a ella y le entregó su pañue- lo—. Aquél hombre no era nada normal. Algo en su mirada era perturbador. No sé cómo explicarlo, pero eso no es todo —continuó—, el hombre de alguna forma supo que yo no re- cuerdo cosas. Él sabía que tengo amnesia. Yo lo negué, pero él supo con mucha seguridad y con sus ojos fijos sobre mí me dijo que él me había robado la memoria —terminó en llanto nuevamente.

Andrés se acercó aún más y la abrazó. Secó sus lágrimas con su pañuelo, y besó su frente.

—Lo más extraño —siguió contando— fue que él me siguió hasta mi carro. Al verle quedé paralizada, pero de mo- mento una luz muy pura y brillante le ahuyentó.

Ella dejó por fuera deliberadamente la parte de la historia dónde clamó a Dios. Sencillamente no le parecía relevan- te hacer mención de eso.

—¡Gloria a Dios! —exclamó.

¿Gloria a Dios?, se cuestionó. ¿Cómo que gloria a Dios cuándo acabo de pasar un susto tan terrible entre tantas co- sas trágicas que me han ocurrido en este corto mes? analizó dentro de sí sin decir nada respecto a su extraño comentario. Únicamente miró a Andrés fijamente en completo rechazo a su inoportuna exclamación.

—Dios te fue a rescatar —añadió—, cómo siempre lo ha hecho.

¿Siempre?. ¿Siempre?, se dijo dentro de sí con un tono de ironía. Ella no podía comprender el comentario de Andrés. Lo menos que se sentía era rescatada. Se sentía ahogada en un mar de problemas, dónde nadie podía socorrerle.

Andrés pudo notar su desagrado en su mirada.

—Sé que no recuerdas —añadió— pero en otras opor- tunidades Dios te salvó en circunstancias similares.

¡Espléndido!, pensó Karina con sarcasmo. Esta no era su primera experiencia paranormal. Ahora se sentía como el niño de la película del sexto sentido que hablaba con muertos.

—No, Andrés —se quejó—, afortunadamente lo único bueno de mi estado es que no recuerdo esas desagradables experiencias. Al menos algo bueno de toda esta desgracia.

—Kari, entiendo que te sientas molesta, pero debes sa- ber que Dios te ha utilizado grandemente para bien a través de tu don —le dijo ya con voz firme—, y sé que aún no lo com- prenderás, pero esta no será tu última experiencia.

—¿Qué? —la pregunta irrumpió de su boca— ¿no va a ser mi última experiencia? —empezó a respirar agitada— yo no quiero que esto me vuelva a pasar.

—Tus experiencias no han sido todas negativas —explicó Andrés— También has visto cosas maravillosas que muchos ojos desearían poder ver.

Esas palabras prácticamente rebotaron de sus oídos. Lo único en lo cual Karina se podía concentrar era en la posibi- lidad de que empezaría a ver "muertos,... caminando cómo gente normal"; le vino a la mente aquella frase de esa famosa película. Karina no podía imaginarse su vida invadida de seres escalofriantes que le acecharían hasta en su trabajo, su refugio; a dónde había decidido huir de sus atribulados pensamientos.

—Andrés, agradezco tus buenas intenciones de ayudarme, pero creo que necesito irme a mi casa. Quiero dormir, quie- ro desconectarme de esta realidad que me atormenta. Aún lo que no recuerdo me persigue. Necesito paz.

—Sé que no te gusta que te hable de esto, pero la única forma que hallarás paz para lo que te ocurre será en El Señor y a través de su palabra —dijo con un tono muy serio.

—Tienes razón —respondió—, no quiero oírte hablar de eso —añadió—, pero en verdad agradezco porque sé que tienes la buena intención de ayudarme. Pero nadie puede ha- cerlo.

Andrés la miraba un poco entristecido. No era lástima, sino una actitud de que él compartía su dolor.

—Cuándo quieras, sin importar la hora —aseveró—, puedes llamarme o escribirme. Aunque no te guste que te lo diga, sigo orando por ti —respondió Andrés.

Karina no podía admitirlo a sí misma, pero ella en ver- dad agradecía sus oraciones, porque significaba que él pensa- ba constantemente en ella, y eso le traía confort.

—Está bien. No me molesta que ores por mí. Tan sólo no creo que eso me ayude y sé que tienes toda la intención de hacerlo —respondió resignada.

—Pues, yo aún seguiré orando por ti.

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