La Carta

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                Alguien toca a la puerta. Esta vez en verdad se había quedado dormida. Ella abre sus ojos, y resultó ser Andrés quién se detiene en el marco de la puerta.

—Disculpa que te despierte, mi vida, pero ya es hora de que nos vayamos —dijo con voz suave y cariñosa—. Ya los Sres. Gómez han regresado a casa. Te doy unos minutos para que te cambies y entonces podamos partir.

—Está bien, gracias —responde entre dormida—. Saldré en unos minutos.

Él cierra la puerta tras sí. Karina se levanta de su cama, dobla la cobija y termina de empacar sus cosas. Su partida junto con este chico era inminente, no había forma de evitarlo. No se podía quedar allí para siempre; tampoco quería hacer- lo. Por más cómoda y bienvenida que se sintiera, éste no era su hogar.

Ella sale de la habitación cargando su maleta y su mo- rral. Enseguida, Andrés sale a ayudarle con la maleta, pero le deja su morral ya que a ella le gusta tener las cosas consigo, y eso él lo sabía muy bien.

Los Gómez se conmueven con su partida, cada uno de ellos les abraza individualmente y les dicen que pueden volver cuándo quieran. La familia les observa mientras ellos caminan hasta el carro. Andrés toma el equipaje y lo coloca dentro del maletero. Karina voltea su mirada a sus anfitriones, quienes se despiden ya a distancia.


Su corazón se acelera mientras se monta en el vehículo. Andrés se coloca el cinturón de seguridad, y enseguida ella hace lo mismo.

—¿Mi amor, puedes orar por nuestro viaje?

"¿Orar?," pensó dentro de sí. "No sé orar," debatió consigo.

—Mejor ora tú, por fa. —le dijo con una sonrisa nerviosa, temiendo que Andrés pudiese distinguir entre sus tipos de sonrisas.

—Claro, mi amor —respondió Andrés.

Karina quería mantener sus ojos abiertos mientras él oraba, pero dado a que él estaba manejando y podía verle, decidió cerrarlos.

La oración fue refrescante para Karina. Le oyó orar pidiéndole a Dios que les protegiera de todo mal, que les permi- tiese llegar a Valencia con bienestar.

"¡Valencia!," pensó Karina. "¡Qué alivio! Vamos a mi casa," supuso.

En eso, la oración de Andrés se tornó en agradecimiento a Dios. Él alababa a Dios por todas las cosas buenas que había hecho por ambos. Por haber unido sus caminos, por lo maravi- llosa que era Karina. Por todo lo bueno que había hecho en ambos y por haberles dado de Su salvación.

Al terminar de orar, Andrés nuevamente tomó la mano de ella, y acercándola a sí, la besó.

—No tienes la menor idea de la falta que me hiciste — le declaró.

Karina no sabía qué responder, así que optó por sonreír, esta vez, no tan fingidamente.

—¿Qué te parece si antes de llevarte a tu casa vamos a cenar a la mía? —hace una pausa— Mi mamá te quiere ver.

¿Qué podía responder? ¿Cómo decirle que no cuándo él había sido tan especial con ella al ir a buscarla? Además, ella misma se había advertido de que lo necesitaría.

—Me parece buena idea —respondió.


Karina se temía que él comenzara a hacerle preguntas respecto a su estadía, o peor aún, cosas que tuvieran que ver con su relación; así que fingió tener sueño y simuló quedarse dormida. Pero entre tanta tensión emocional no podía conciliar sueño, y yacer allí con los ojos cerrados durante un trayecto tan largo era una tortura. En eso, aún con los ojos cerrados, se le ocurre una brillante idea, así que decide simular haber "des- pertado."

—¿Qué tal dormiste? —Andrés le pregunta al observar a su novia estirar sus brazos y bostezar.

—Bien... —respondió aún con el fingido bostezo en boca— ¿Quieres hacer un juego para distraernos durante el viaje? —su idea lograría mucho más que llenar el silencio. Ella había ingeniado un plan para conocerlo mejor sin dejar al des- cubierto su secreto— ¿Qué tal si nos contamos cosas que nunca nos hemos dicho?

—Ja, ja, ja —rió Andrés—. Eso está difícil, porque creo que ya nos hemos contado todo.

—¡No todo! —replicó con actitud— de seguro que nun- ca te he contado que cuándo estaba en preescolar, siempre coloreaba todo de rosado, y la maestra Daniela me llamaba "mi niña rosada" por cariño.

—Ja ja ja —rió de nuevo— Es verdad, eso no lo sabía, aunque es obvio por qué lo hacías.

—¿Por qué lo dices? —lo miró extrañada.

—Porque el rosado siempre ha sido tu color favorito. Siempre has sido fresa —dijo en tono jocoso pero sin intención de ofender—. ¡Pero tranquila, eso me encanta de ti! Lo femeni- na que eres.

Karina se sonrojó, pero enseguida volcó la atención hacia él.

—A ver, a ver, ahora es tu turno. Cuéntame algo que no sepa de ti.

Karina esperaba sacar la mayor información posible, esperando que quizás hiciera referencia a cosas que en teoría sabía, pero que por su amnesia había olvidado.

—Hmmm... déjame pensar. Algo que no te haya dicho que valga la pena contar... —pensaba mientras giraba el vo- lante en una pronunciada curva— ¡Ya sé! —exclamó con sor- presa— ¿Sabías que cuándo tenía tres años me perdí por dos horas en la playa?

—No, no lo sabía —"¡Lógico!, En realidad no sé nada de nada," pensó dentro de sí— Cuéntame, ¿cómo fue eso? — preguntó intrigada.

—Bueno, todo sucedió porque mi hermano mayor me había dicho que del otro lado de la playa regalaban hela- dos gratis. Al parecer lo estaba molestando y pensó que así se podría deshacer de mí —contó entre risas—. Así que tomé mi cubeta y pala pensando que lo podría llenar de helados y empecé a caminar en dirección al otro extremo de la playa.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Karina con mucha curiosidad. Ya la historia le había capturado, y más que buscar información, estaba muy interesada en escucharlo hablar. Su voz, muy gruesa y masculina; y su manera de narrar historias, muy entretenida.

—Pues, mamá y papá se dieron cuenta de que ya no es- taba. Al preguntarle a mi hermano, él dijo que no sabía dónde podría estar. Así que empezaron a preguntar por mí a todas las personas. "¿Ha visto usted a un niño de tres años, de piel blanca y cabello negro con unos shorts color azul?" En eso — añadió—, una señora dijo que me había visto pasar por allí, pero ella supuso que estaba acompañado por algún adulto. Así que siguieron caminando preguntando por mí. Entre tanto, yo estaba decidido a encontrar esos helados. Pero una amable chica me vio deambulando, se acercó a mí y me preguntó si estaba solo y yo le respondí que sí, pero que estaba buscando al señor que daba helados gratis. Ella se rió y me dijo que ese señor no existía. Yo le insistí que sí existía —rió mientras con- taba—, que mi hermano me había dicho que estaba del otro lado de la playa. Así que la muchacha me dijo que me llevaría de vuelta a mis padres y que luego ellos me podrían comprar un helado. Empezamos a caminar en dirección de dónde venía y finalmente mis padres me hallaron. La muchacha les dijo que estaba buscando al señor de los helados gratis. Yo les dije que Marcos me había dicho que estaba del otro lado de la playa —empezó a reírse con más fuerza—. Te imaginarás cómo cas- tigaron a Marcos por el engaño que me metió en problemas. También a mí me regañaron, pero más leve porque era un niño pequeño. Eso sí, me advirtieron a qué no podía hacer eso de irme a caminar yo solo. Que siempre tenía que estar acompa- ñado de un familiar adulto.

Esta historia quizás no reveló mucho, pero suficiente. Al menos ya sabía que Andrés fue criado por sus padres, y que además tenía un hermano mayor llamado Marcos. Información menos relevante: por lo visto le gustan mucho los helados.

—Ahora es tu turno, mi amor.

—¿Alguna vez te conté que en casa de mi abuela Emi- liana vi un fantasma?

—Sí, mi amor —respondió con seguridad—. Acuérdate que me lo contaste cuándo descubrimos que tenías el don de discernimiento.

Don de discernimiento. Otra palabra que iría a su libre- ta de la memoria.

—Pero pudo haber sido mi imaginación, ¿no crees? — insistió— Recuerda que durante mi carrera estudié acerca de eso, y los niños son muy creativos al imaginarse cosas.

—Sí, eso es cierto, mi vida. Sin embargo, dado tu histo- rial de ese tipo de experiencias, dudo que haya sido tu ima- ginación. Más cuándo tu abuela te contó que ella también lo había visto. Para tu abuela sigue siendo un fantasma lo que vio, pero tú ya bien sabes que fue un demonio.

¡Oh, no! Esa palabra de nuevo le traía escalofríos.

—Está bien. Cuéntame algo más que no sepa —Karina cambió la conversación.

—¿Qué tal si te digo que tengo algo que es tuyo? ¿Sabes que puede ser?

Por un instante Karina pensó que quizás sería algo cursi que se dicen las parejas.

—¿Qué?, ¿Mi amor y corazón? —preguntó dudosa y apenada.

—Ja, ja, ja, yo sé que a ti no te gusta que te diga ese tipo de frases trilladas —se rió a carcajadas.

—Entonces —se sonrojó—, ¿Qué tienes que sea mío?

—Bueno, en realidad creo que ya es mío. Al llegar a casa te diré —le respondió Andrés un poco más serio.

"¿Qué será?," se preguntó Karina. De seguro era algo que le pudo haber dejado antes de perder la memoria. No podía correr el riesgo de ponerse a adivinar. Ya con lo de "mi amor y corazón" había pasado suficiente pena. Por ello, deci- dió más bien esperar a que llegasen a casa de Andrés para que él mismo le dijera.

Durante el trayecto siguieron con el mismo juego de re- latarse cosas que no sabían el uno del otro. Ella pudo conocer mucho más acerca de él con este sencillo juego. Juego que con- sideraría usar en el futuro para adentrarse más en la psiquis de sus pacientes. Camino a Valencia, Karina pudo descifrar que Andrés había estudiado arquitectura. Ésto lo pudo apre- ciar cuándo el contó una desastrosa experiencia que tuvo con una maqueta, y cómo su pequeño primo Manolo la había des- trozado por haber estado jugando con una pelota dentro de su casa. Además, le contó que su papá, a escondidas de su mamá, le enseñó a manejar cuándo apenas tenía 10 años de edad ya que era lo suficientemente alto y podía alcanzar los pedales sin dificultad.

Ella también le contó cosas que de seguro tampoco se lo había contado antes porque eran cosas triviales. Como por ejemplo, la vez que su mamá le hizo un disfraz de Pocahontas, y cómo todos le llamaban la india. La vez en que se comió toda una torta ella sola a escondidas en la madrugada, cuándo te- nía 8 años y cómo terminó enferma de la barriga. También le narró aquella oportunidad en que descubrió dónde sus papás escondían los regalos de navidad.

Verdaderamente Karina disfrutó cada momento que compartió en ese viaje junto con él, y sin darse cuenta, ya ha- bían llegado a Valencia, a casa de Andrés.

La mamá de Andrés les recibió con mucha alegría, y abrazó fuertemente a Karina.

—¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó la mamá de Andrés.

—¡Muy entretenido! —comentó con sinceridad— Andrés me contó de cuándo tenía tres años y se perdió en la pla- ya por culpa de Marcos —El uso del nombre Marcos, hermano de Andrés, le hizo sentir más segura en cuánto a su actuación de que todo estaba bajo normalidad.

—¡Ay! Ni me lo recuerdes —exclamó— ¡Qué susto pasamos con Andrés! —suspiró— ¿Y qué tal el viaje misionero?

—Todo bien, señora.

—Por favor, Karina, no me digas señora. Llámame An- drea —la tomó por el brazo—. Eso de señora me hace sentir vieja.

"¡Bingo! Ella misma dijo su nombre. ¡Qué alivio!," gritó Karina desde su interior.

—Está bien, seño... Andrea —sonrió nerviosa.

—Bueno, mis amores, la cena ya está lista. Se pueden servir todo lo que quieran —comentó—. Tú papá aún no ha regresado de Caracas —su comentario estaba dirigido a An- drés—. Yo tengo que salir a una reunión de damas de la igle- sia. Pero ya sabes, Kari, siéntete como en casa.

Karina suspiró. De nuevo a solas con Andrés.

—¿Y Marcos no está? —preguntó Karina con nerviosismo.

—No, mi amor. Tú sabes que él está en su casa con su esposa y el bebé.

—Bueno, me refiero si es que vendrá a cenar con no- sotros junto con su esposa —pensó rápidamente. Una lógica explicación del por qué de su pregunta.

—No, mi vida. Cenaremos tú y yo solos —le respondió con voz tierna— Saqué tu maleta por si te gustaría bañarte y cambiarte. Sé que te sentirás más cómoda bañándote después de este largo viaje.

Andrés tenía razón. Eso era lo que Karina deseaba ha- cer. Bañarse y cambiarse de ropa. De nuevo, él demostraba conocerle muy bien.

—Me imagino que empacaste el vestido que te regalé.

—Andrés dijo sonriente— ¿por qué no te lo pones? —sugirió. Afortunadamente ella sabía a qué vestido se había referido. Ya lo había visto dentro de su maleta, y era el único vestido que había empacado.

—¿Te refieres al vestido rosado? —preguntó.

—Sí. El vestido de tu color favorito —dijo con una cálida sonrisa.

—¿Qué baño puedo utilizar? —preguntó preocupada de perderse en tan inmensa casa.

—El de mi cuarto, cielo. Yo mientras me quedo y arreglo la mesa para que cuándo bajes podamos cenar.

Karina subió las escaleras, y se encontró a sí misma en un pasillo con muchas puertas cerradas. Afortunadamente nadie la observaba para así poder encontrar el cuarto de Andrés por ensayo y error. La primera habitación que abrió resultó ser la biblioteca, el segundo resultó ser el cuarto de Andrés. Lo supo inmediatamente que entró al ver una fotografía de ellos dos sobre su escritorio.

Sin querer, tropezó el ratón de la computadora, activan- do así el monitor. Por lo visto Andrés la había dejado encendi- da. Ella pudo notar cómo el fondo de pantalla era un collage de fotos de ellos dos. Fotos en distintos lugares: la playa, en una fiesta, en la iglesia, con amigos. Allí reconoció a Valeria, una de sus amigas de la universidad. Otras personas parecían ser amigos de él, quizás también de ella, pero no los reconocía. Además, se percató de que Andrés toca varios instrumentos musicales. En su cuarto habían dos guitarras que guin- daban de la pared, un bajo, y unos tambores. Por las fotos pudo apreciar que también toca la batería.

Después de dedicarse unos minutos a observar la habi- tación, dispuso meterse a bañar. Nada cómo el agua tibia para calmar sus inquietantes pensamientos. Seguidamente se vistió, fijando su mirada frente al espejo, apreciando así el hermoso vestido que le habían regalado. Éste era de color rosado neón, casi que brillaba en la oscuridad. Además, el corte le favorecía muy bien y se sentía hermosa luciéndolo. Consideró que, de una forma u otra, ésta sería su primera cita con Andrés; el chico con quién había disfrutado un largo viaje, hablando y riendo de viejas historias que hasta el momento no habían compartido.

De repente, la culpa le embargó. ¿Cómo reaccionaría Andrés cuándo se enterara que ella le había ocultado su pér- dida de memoria, o peor aún, que ni siquiera le recordaba? Mientras más tiempo transcurriera sin contarle, el daño sería mayor. Si ésta sería su primera cita, al menos la primera para sus recuerdos; tendría que empezar con la verdad. Ocultarlo no le beneficiaba en nada, ni a ella ni a él. Así que determinó que era momento de contarle todo. Sería difícil, pero era nece- sario.

Inmediatamente recordó la carta que tenía reservada para él; aquella carta que ella mismo había escrito antes de perder sus recuerdos. Revisó dentro de su maleta, pero no le halló por ningún lado. Karina vació todo el contenido de su ma- leta sobre la cama de Andrés, pero allí no estaba.

"¡Está en mi morral!," pensó. "Pero lo dejé en la sala de estar. Al bajar lo busco y se lo entrego cuándo nos sentemos a cenar. Quizás en la carta las palabras escritas por mi antiguo yo le traerán mayor consuelo y confort," concluyó.

Mientras bajaba por las escaleras, pudo notar a dis- tancia que Andrés había adornado la mesa del comedor con mucho detalle. Había colocado un delicado mantel dorado. En el centro acomodó distintos tamaños de velas; todas iluminaban cálidamente la mesa. Ella también pudo distinguir el rico aro- ma de lasagna; o pasticho, cómo le dicen en su tierra. Andrés indudablemente la conocía bien, ya que esa era su comida favorita. Todo estaba perfectamente armonioso. Aún el fon- do musical que se escuchaba era una linda canción de amor. Ella no consideraba tener ninguna canción favorita, pero quizás esta canción le gustaba a él.

Karina se acercó tímidamente al comedor, y Andrés le recibió con una sonrisa. Él también se había arreglado y perfu- mado. En seguida, él sacó una silla y le hizo sentar a la mesa. La lasagna olía delicioso, y en verdad tenía mucha hambre. Al instante, recordó que no había tomado la carta del morral, pero le dio pena levantarse de la mesa para buscarla. Decidió más bien esperar, y al menos disfrutar un rato de su compañía sin necesidad de saltar inmediatamente al drama que repre- sentaría su noticia. Andrés se sentó cerca, a su lado; tomó la mano de ella acercándola a sus labios, y le besó.

—Mi amor, eres demasiado especial para mí. Eres mi bendición. Estos ocho meses que hemos podido conocernos han sido un completo deleite. El tiempo ha transcurrido lento y rá- pido a la vez. Siento que he podido conocer cada detalle de ti en tan corto tiempo. Tú crecimiento en el Señor ha sido de tes- timonio para mí y para muchos. Eres una mujer ejemplar, y en verdad te amo —En ese instante, Andrés se levanta de la silla, se pone de rodilla a su lado, toma de su saco una pequeña caja la cuál abre revelando así un hermoso anillo—. ¿Me harías el tremendo honor de aceptar ser mi esposa?

El cuerpo de Karina se inmoviliza; sus manos y pies en- tumecidos. Las palabras no salen de su boca, no logra emitir sonido alguno. Andrés nota la cara de sorpresa de Karina y que además prácticamente había dejado de respirar.

—Cielo, ¿te asustó mi pregunta? —le pregunta con un tono de voz apacible.

Ella le observa atemorizada en silencio, aún sin poder recobrar el habla. Cuenta internamente hasta 5 en su cabeza; técnica para no entrar en pánico.

—Es que... —responde con voz temblorosa— Es que... Tengo algo que decirte.

—Claro, mi vida. Dime —le respondió Andrés mientras se incorporaba de vuelta a su asiento, y sobaba la mano de Karina para ayudarla a relajarse—. No tengas miedo. Si tú me dices que prefieres esperar un tiempo más, no hay ningún problema. No tienes que decirme que sí en este momento.

Karina tenía su mente en blanco. No sabía que respon- der. Buscaba palabras, sin suerte de hallar la indicada. Final- mente recuerda la carta.

Se levanta bruscamente y corre a la sala dónde halla su morral apoyado sobre el sofá. Al abrirlo, no consigue por ningún lado la carta para Andrés. El pánico la invade nueva- mente. ¿Dónde la pudo haber dejado?. Ella empieza a llorar mientras agita el bolso en el aire, esperando que ésta milagro- samente aparezca.

En eso, Andrés, quién le había seguido hasta la sala, la abraza fuerte y se disculpa con ella.

—Cielo, no fue mi intención asustarte. Tú sabes que te amo, y yo estoy dispuesto a esperar el tiempo que requieras. Recuerda, el amor todo lo cree, todo lo espera, todo lo sopor- ta.

"¿Todo lo soporta?," pensó. La noticia que estaba apunto de anunciarle no iba a ser fácil de soportar, en especial cuándo le acababa de pedir matrimonio.

—Tenía una carta para darte —dijo entre lágrimas— pero no la consigo por ningún lado. Creo que la dejé en casa de los Gómez.

—¿Una carta? ¿Para mí? —preguntó Andrés— ¿No será esta la carta que buscas? —revelando así que él la tenía dentro de su bolsillo. Los ojos de Karina se abrieron con sorpre- sa— La recogí del piso mientras dormías —explicó—. Aún no la he leído... —pausó cabizbajo— ¿Quieres que la lea en este instante?

Ella asintió con la cabeza.

Él comenzó a leer la carta. A pesar de ser una sola hoja, el contenido era extenso. Karina sabía que su letra era peque- ña y que una hoja escrita por ella representaba alrededor de tres hojas escritas por una persona promedio. La mirada fija de Andrés sobre el papel era de tristeza. Aunque no lloró, se podía notar que estaba a punto de hacerlo. Sus ojos aguados leían con atención cada palabra escrita. En eso, apoya la carta sobre la mesa, y abraza fuertemente a Karina.

—Todo va a estar bien —le susurró—. No estás sola. El Señor está con nosotros, y Él nos va a ayudar a superar esta prueba.

A ella le sorprendió lo comprensivo y considerablemente calmado que estaba Andrés, dada la situación. Ella se pregun- taba qué tanto le habrá dicho a través de la carta. ¿Sabría él que ella no le recordaba para nada, que ni siquiera recorda- ba haberle conocido?

—¿No tienes miedo? —Karina no pudo evitar preguntarle.

—Sí, siento temor. Pero tus palabras me han dado la seguridad de que El Señor está al control de esto y que Él tiene un maravilloso propósito para con nosotros.

Ella se quedó pensativa por unos segundos.

—¿Entiendes que no te recuerdo... cierto? —preguntó.

—Sí, eso lo entendí en la carta.

—Bueno, Andrés, yo también estoy asustada. Hay mu- chas cosas que no entiendo. Por ejemplo, no sé cómo es que ahora soy cristiana.

Andrés le sonrió indulgente, aunque con una triste mirada.

—Sé que tú también lo eres —prosiguió Karina—, y sé que me querrás ayudar con respecto a Dios, la biblia, y todo eso; y está bien. Tan sólo que en este momento quiero concen- trarme en tratar de recuperar mi memoria. Has sido muy cari- ñoso conmigo —añadió con voz mas dulce—, y en verdad te agradezco aún por esta linda cena; aunque lamento habértela arruinado con esta noticia.

—Está bien, cie... Kari —se retractó al considerar que quizás ella se sentiría más cómoda diciéndole por su nombre—. También entiendo que ahora necesitarás tiempo para conocer- me... de nuevo.

—Sí, por favor. Dame un poco de tiempo —Karina comenzó a recoger sus cosas— Nos seguiremos viendo. Has sido un buen amigo... —se detuvo para mirarle a los ojos— y he disfrutado mucho de tu compañía —suspiró—. Pero en estos momentos tan solo quiero llegar a mi casa y poder hablar con mis padres, en especial con mi mamá.

De repente, Andrés baja la mirada.

—Kari... No sé cómo decirte esto... —dijo con voz que- brada mientras dejaba correr una lágrima.

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