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Imagina esto: un hermoso, hermoso bosque, con árboles de toda clase, compitiendo tal vez, por la luz del sol.

Parvadas de pájaros, de no más de cuatro o cinco miembros (también de especies mixtas), surcan el cielo azul; unos buscan comida, otros buscan nuevos nidos (ellos tendrán sus motivos), y otros señalan su territorio danzando en el aire.

Desde una rama particularmente alta, en un árbol no específico, se encontraba contemplando el mundo un ave, con plumas azules; ni muy claras ni muy oscuras, el punto más claro de su plumaje se extendía por su vientre. Sus patas desataban un color negro, mostrando sus garras que lo mantenían firme al árbol.
Lo que más se distinguía de él era que llevaba lo que él llamaba un "parche" improvisado en su ojo izquierdo.

Era más que obvio que no lo puso ahí por su cuenta, alguien, algo más debió hacerlo.

Ese extraño "artefacto", estaba unido a su cuerpo a través de cuerdas y sustancias que aún no terminaban de ser bienvenidas en su cuerpo; tratadas como un enemigo, un defecto, una enfermedad.
Como resultado, el pobre ser siempre andaba con mareos, dolores de cabeza; era muy extraño verlo volar.

Pero no todo era malo.

Él siempre se afirmó (a sí mismo) que ese era la única razón, la única prueba de lo que había vivido.

Por más que le insistían en que esa cosa era "antinatural"; él la conservaba con cierta nostalgia. Bueno, no es que tuviera otra opción, el aparato hacía más bien que mal.

Él había vivido una larga vida, que no daba señales de perecer pronto. Él sentía que poseía conocimiento, que lastimosamente, no podía compartir. Porque el conocimiento, puede ser espantosamente malo. Como los virus; una vez que se esparcen, ya no hay marcha atrás. Y es más que probable que causen estragos irreparables en la población que ataca.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un par de voces, una fémina y una masculina.
Las voces se hicieron más fuertes, revelando una conversación.

—Te tengo una pregunta —afirmó la vos femenina.

—Dime —respondió la otra voz.

—¿Sabes lo que es una jerarquía?

—¡¿Una jergagi- u- una qué?!

—Jerarquía —remarcó la voz fémina. Su compañero respondió con un simple "Nop", así que siguió—. Una jerarquía. Es cómo... Qué tan importante eres.

—¡Wow! —exclamó— Y... ¿Somos importantes? —preguntó con un tono inocente.

—Aparte de a tu mamá; no creo que a nadie le importemos.

El ave. Asomó la cabeza para ver a los conversadores. Resultaron ser conocidos. Muy conocidos.

La voz femenina era de una cría de conejo, pequeña y de pelaje blanco. El pelaje de sus patitas, así como un estampado en forma de diamante en su espalda, eran de color café oscuro. En su cabeza tenía un característico mechón que colgaba sobre su frente, también de color café.

Y la voz "masculina" (que fue difícil de identificar) era un pequeño pato; de plumaje amarillo y mejillas rosadas.
Ambos iban caminando a plena vista. Y bajo el punto de vista del ave; estaban tomando un imprudente riesgo.

La conversación siguió, pocos segundos después.

—Oye, ¿Te puedo contar algo? —preguntó el pequeño pato, visiblemente inseguro.
—Dime —respondió tranquilamente la conejita.

El pato respiró profundamente, como si lo que estaba a punto de confesar afectaría a ambos negativamente, sus mejillas se inflaron hasta pasar de un rosa suave a un rojo vivo, por tanta presión.
Finalmente, suspiró.

—¡Hice una nueva amiga! —exclamó, para inmediatamente tapar su pico, teniendo que lo escucharan.

La conejita paró en seco, volteó la mirada hacia su amigo, y cómo si no fuese gran cosa le respondió:
—No te creo.

El patito empezó a patalear y a alarmarse, pues le había tomado gran valor para pronunciar la frase. Aveces balbuceando cosas como: "¿¡Cómo que no me crees!?", "¡Yo nunca te mentiría!", "¡No me lo puedo creer!"

Fue entonces cuando el ave decidió interrumpir.

—¡OIGAN! —su voz se escuchó hasta el suelo, a pesar de estar casi en la punta del gran árbol. Los dos pequeños dejaron la discusión de lado y prestaron atención al mayor—, ¿¡NO DEBERÍAN ESTAR BUSCANDO COMIDA ANTES DE QUE ANOCHEZCA!?

Si algo sabía el mayor, era que no querías estar en el bosque de noche. Simplemente no.

Los pequeños, sonrieron ligeramente al conocido; aliviados tal vez, de que no hubiese pasado nada malo.

El pequeño pato alzó su ala y saludó:
—¡Hola señor pájaro tuerto! —Dijo lo primero que se le vino a la mente.
Inmediatamente su compañera le reclamó:
—¡Richard, eso no se dice!

El mayor dió un suspiro.

—Con "Señor" basta, niño... —dijo rendido— Como sea, ¿¡Se van a quedar ahí a morir de hambre!?

Ambos niños se miraron sonrientes, y emprendieron a correr.

—¡No se preocupe! —anunció Richard.

—¡Aún tenemos tiempo! —siguió la coneja.

Mientras se alejaban entre los arbustos, el pájaro tuerto quedó pensativo. Esos dos eran los únicos que veía casi a diario. Los demás eran como el viento: los veías una (o dos) veces y después vuelven y no los vuelves a ver.
En su inocencia, ignoraban lo peligroso que era su hogar.

[...]

Esos dos pequeños eran distinguibles en su bosque; como luciérnagas en un pastizal. Eran grandes fuentes de energía que sobresalían en un entorno en el que no se escuchaba ni una mosca.

El dúo cruzó sobre el pasto, rocas y entre los troncos de los árboles. La verdad, sin saber por dónde iban. A veces, no perderse era cuestión de suerte. Y ellos tenían de sobra.

De repente, se cruzaron con un gran río; la corriente rugía imponente y en los peores días, las aguas se sacudían cual licuadora. Afortunadamente hoy no era uno de esos días. La conejita dió un instintivo paso atrás, ese sitio siempre le dió miedo.

El pato la miró y sonrió. Ella devolvió la sonrisa. Y entonces los dos empezaron a saltar sobre las rocas que sobresalían de la corriente, y en poco tiempo llegarían al otro lado.

—¡¿No me la vas a presentar? —exclamó la conejita en medio del camino para llegar a la orilla.

—¡¿A quién?! —respondió Richard, intentando no perder la vista en el camino. Un paso en falso y caerían en la feroz corriente.

Antes de que se dieran cuenta, ya estaban en el otro lado, y una vez allí, volvieron a correr.

—¿¡Pues a quién más!? —siguió la conejita—, ¡A tu amiga!

—¿No que no me creías? —río el pequeño, mientras batía sus alas intentando volar.

—¡Siempre hay una primera vez!

Luego de correr por un buen rato, ambos llegaron a un viejo árbol, cuyas hojas estaban empezando a caer. El invierno estaba a la vuelta de la esquina, y cada año, ese árbol se adelantaba unos meses.

Dejaron de correr y tomaron un suspiro, estaban cansados. El pato miró a su amiga.

—Em... ¡Tal vez en otra ocasión!— Dicho esto, empezó a correr sobre el tronco, batiendo sus alas lo mar rápido que podía para dar ilusión de estar volando; y así, llegó a su nido, donde lo estaban esperando.

—¡Hey! ¿¡Por qué no!?— reclamó la conejita. Mientras tanto, su compañero pronunció un: "¡Hola mamá!".

En ese instante, la madre de Richard, que llevaba un buen rato esperando, le hablo dulcemente a la amiga de su hijo.

—¡Hola Lauren! ¡Vamos a pescar! ¿No vienes? —invitó.

Lauren se quedó en silencio unos segundos.
—Perdone es que... No sé nadar...

—No necesitas nadar para pescar —remarcó Richard apoyando su mentón en el borde del nido, para que su amiga viese como le torcía los ojos.
Inmediatamente su madre le recriminó por tal cosa, y se disculpó apenada con la pequeña.

—¡Tranquila querida! —se excusó la madre— ¡Si no puedes lo entendemos!

—Umm... ¡Si! Claaaaro... —Lauren se avergonzó, pero antes de poder excusarse se dió cuenta de que se le estaba yendo el día— ¡Santo cielo, se me va a ir el día! ¡Los veo más tarde!

—¡Adiós, Lauren!

La conejita abrió su pasó entre los arbustos hasta que la voz de sus amigos ya no era tan resonante. Siguió a paso apresurado hasta un claro del bosque; que a simple vista, no tenía nada especial. A excepción de una torre de rocas, que Lauren presumía de haber apilado. Tomó impulso de la pila para sujetarse con fuerza de una rama de árbol, y así tener una mejor vista del panorama.

Muchos le llamarían una gran acrobacia, pero a Lauren no se consideraba muy ágil.

Una vez en el punto exacto, alzó su vista hacia el sol, ubicándose bajo una rama para que la luz no la segara.
No muy lejos de ahí, el pájaro tuerto le cuidaba desde el aire.

—¡Aún tengo tiempo! —exclamó aliviada. Rápido como una bala, fue corriendo hasta otra parte del bosque; afortunadamente, muy cerca de ahí.

El ave la siguió, de rama en rama, lento pero seguro, no había necesidad de volar.
Cuando llegó a verla, Lauren ya estaba recogiendo un montón de bayas, crecientes entre arbustos de hiedra.

—¡Oye niña! —gritó—, ¡Esas bayas están podridas!

Lauren se volteó, casi asustada de verlo ahí. Miró a las bayas que tenía a la mano y las olfateó. Hizo una mueca de asco y las tiró.
—¡Lo siento! —afirmó apenada—, creo que por la prisa no me fijé bien...

—Uy niña... ¿Qué hubieras hecho si yo no estuviese para avisarte?

Lauren hizo una pausa.
—Bueno, en primer lugar, me hubiera dado cuenta tarde o temprano —afirmó alzando uno de sus deditos en forma de autoridad—. Y... En segundo lugar... Emm... ¿Podría por favor no decirme "niña"? Es... Simplemente incómodo.

El pájaro quedó sorprendido.
—Bien, y ¿Cómo te digo entonces?

—¡Con "niño" estoy bien!

—Pero... ¿Tú eres hembra no es así-

—¡Ay, mire la hora! ¡Me tengo que ir! ! Adiós! —El mayor pensó que era por la prisa, pero la verdad es que Lauren no quería seguir la conversación. Intentó concentrarse en buscar comida antes del anochecer.

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