La Gema de los mil soles I

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Cuando decidí armarme aventurero lo consideré, antes que cualquier otra cosa, una expresión de mi sentido de la moralidad. Al fin y al cabo, ¿cómo podría un hombre tan aguerrido y viril como yo, con acceso a los recursos de los geniales antepasados que me precedieron, ganarse la vida mediante algún medio que no se fundamentara en la defensa de los inocentes? Por eso ocurrió que, previa celebración de mi decimoctavo cumpleaños, marché de casa sin más acompañamiento que una espada, la ropa de mis abuelos y un bolso con un montón de monedas. Estas últimas, asumía, bastarían para proporcionarme sustento hasta que fuera completando tareas que no solo garantizaran la felicidad del populacho, sino también la estabilidad de mis propias finanzas.

Buscando empezar con buen pie, me preocupé de caminar erguido; con porte mesiánico, como tratando de anunciar a los malvados que ahora tendrían que vérselas con una fuerza defensora de la justicia. Así continué, por el camino de grava en dirección al pueblo vecino, con la vista al frente y precisión de marcha militar. Estaba a punto de descubrir un nuevo y emocionante mundo, y no sería yo quien fuera a dejarse amilanar por los problemas que se me presentasen. Ciertamente, lo que nunca hubiera podido prever era que el primero se me fuera a aparecer de morros en cuestión de pocos minutos. Resulta que, tan concentrado iba yo, pensando en todos los dragones que iba a derrotar o los pueblos a los que libertaría, que me fui a chocar con un extraño ser tan cuadrúpedo como peludo. Me percaté de que el incidente lo había dejado visiblemente agitado, así que traté de ser diplomático.

—Disculpe, mi buen señor.— Entoné, con gesto afligido —. No pretendía causarle problema alguno, pero sucede que iba fantaseando tan intensamente con las campañas que aspiro a librar en el futuro, que no me percaté de su presencia. ¿Tendría a bien indicarme si pudiera yo hacer algo para compensarle por las molestias causadas?

Esperé una respuesta mirándolo de manera inquisitiva, pero nada salió de sus gruesos labios azabache. En su lugar, advertí unos quejidos de dolor femeninos de entre las cercanías. Que, asumí antes no había escuchado a causa del sonido de mi propia voz. En cuestión de segundos, el quejido se tornó en maldiciones; de ahí, a suspiros. Finalmente, aquella desgastada voz logró articular un mensaje con sentido.

—Guerrero, no se si achacar esto a un problema de visión o a una inteligencia cuanto menos cuestionable, pero sepa que se comunica con mi caballo. Es un buen animal; estoy segura de que aprecia mucho la consternación que demuestra por el accidente, pero temo que sus esfuerzos por compensar el error resultarían más productivos si los utilizara para asistirme a mí. El impacto me hizo caer sobre el seto de a su derecha, no me vendría nada mal una ayudita para levantarme. Además... —hizo aquí una pausa seguida de otro suspiro— Probablemente requiera de sus servicios, estoy dispuesta a pagarle veinte monedas de bronce si acepta no volver a acercarse a mí en un radio de veinte kilómetros a la redonda.

No se trataba del heroico primer trabajo con el que fantaseaba, pero me resigné. Mi descuido, según lo entendía, podría haber bastado para atarme a una deuda de honor desventajosa con el potencial de terminar muy mal. Aquella orden de alejamiento quizá destruyese mi credibilidad inicial, pero constituía un precio pequeño a pagar si lo comparaba con la alternativa. De todas formas, no podía sino lamentarse pensando en los cronistas que habrían de inmortalizar en papel el grueso de mis hazañas. Me atormentaba imaginándome las burlas que generaría la aventura de la señora mayor, la centenaria que estaba dispuesta a todo por perderme de vista. Y cómo tendría que batallar para despegarme de mi recién adquirida etiqueta de cretino.

Tampoco tardé en ser partícipe de mi primer error de juicio. Ayudarla a levantarse me reveló que, tanto su rostro como su cuerpo, emanaban una juventud que contrastaba ampliamente con esa voz ajada que hacía segundos se había dedicado a maldecirme. Me puse a pensar y concluí que me había chocado, literal y figurativamente, con una Semielfa. Lo había visto antes; el gentil trato que el paso del tiempo le otorga a su especie... no siempre muestra una concordancia perfecta con su equivalente en años humanos. Envejecer más lento garantiza un período libre de arrugas más largo, sí, pero no protege de la vida. Las manos se encallan, las espaldas se tuercen, los oídos se deterioran y... las voces se desgastan.

La observé, mientras rebuscaba entre sus ropajes con inquietud. Sentía curiosidad por su pasado; mi mente saltaba entre distintas hipótesis sobre lo que podría haber causado ese contraste, pero no me fue posible preguntárselo porque no paraba quieta. Se recorría y recorría el área, cual niña con exceso de azúcar, mapeando cada centímetro de terreno de forma tan sistemática que casi me pareció otra contradicción dada agitación que demostraba. Cuando se cansó, se me acercó sin haber recobrado ni un ápice de tranquilidad y clavó su vista en mí:

—Escuche... Sé que no tuvimos la mejor de las presentaciones, y que quizá esto que le voy a pedir tampoco sea la idea más brillante del mundo. Al menos, a la vista de lo que nuestra interacción me ha permitido descubrir sobre sus capacidades intelectuales. Pero... estoy desesperada y no tengo a quién recurrir. Mire, seré concisa; me robaron la Reliquia de los Ochenta Soles. Y solo ha podido tratarse del Goblin del que había logrado escapar poco antes de nuestro choque. ¡Ya estará regresándola a su ubicación original, el condenado! Es imperativo que yo vuelva a tomar posesión de ella lo antes posible, y procedo a explicar por qué.

»Verá, el asunto es están intentando conquistar nuestro reino. La reliquia era originalmente suya; la usaban para cargar de magia un artefacto con el que, supuestamente, serían capaces de atravesar nuestras defensas. Por eso nos infiltramos para robársela, pero todos mis compañeros murieron por el camino. A causa de ello y mal que me pese, ya no dispongo de los recursos necesarios para iniciar otra campaña contra el Reino Goblin yo sola. Tampoco puedo permitirme pagar lo que me costaría mandar un convoy de mercenarios para recuperarla, ni contactar a los míos a tiempo para que manden más. El ataque, me temo, es inminente. Su merced tiene una deuda de honor conmigo, ¿no? Escuché del código moral de los de su clase; si causaran cualquier tipo de daño colateral, deben forzosamente compensar a la víctima del mismo mediante los servicios que elija. Concederemos que eso suele reservarse para situaciones más extremas, pero no conocí yo curandero que probase la imposibilidad de morir a causa de un montón de moratones en el trasero. En cualquier caso, no le aconsejo que me tiente. Su merced sabe tan bien como yo que es posible influenciar la decisión de los tribunales que regulan estas cosas; unas monedas de oro depositadas discretamente en el bolsón correcto me bastarían para arruinarle la vida si me lo propusiera.

»En definitiva, lo que pretendo decirle es... por favor, ayúdeme. No me gustaría forzarle a hacerlo, y tampoco llevo ahora encima mucho más de lo que ya le había ofrecido como pago para que se alejara de mi vista, pero puedo prestarle también mi caballo. Además de un mapa, que le permitiría trazar una hoja de ruta con más facilidad. Está sincronizado mágicamente con mi propia ubicación, por lo que no tendría que preocuparse de adónde llevar la gema una vez la obtenga.

Necesité un rato para procesar aquél torrente de nueva información que, convenientemente, me acababan de presentar en forma de diálogo expositivo. Una misión suicida de tal calibre implicaba, pensaba yo, más y mejores oportunidades de ganarme el respeto de mis compañeros de profesión. Por otro lado, también comprendía la fina línea que separaba lo temerario de lo inapelablemente estúpido. No se necesitaba el cerebro de un estudioso para saber lo que resultaría de intentar yo solo el trabajo que le había costado la vida a toda una cuadrilla de personal entrenado en los asuntos de la guerra. La cuestión es que tampoco disponía de una elección real; o me prestaba a esto, o la Semielfa sobornaría a algún juez de mi gremio para arruinarme la vida. La susodicha, seguramente consciente de mis reservas y buscando levantar mi espíritu, posó su mano sobre mi hombro en señal de apoyo emocional:

—Puede considerar esto, si gusta, como una expansión de mi encargo inicial. Si logra acceder a los dominios Goblin sin que le corten la cabeza, robar la gema y devolvérsela a mi pueblo, nuestros monarcas le prepararán una copiosa recompensa que le permitiría vivir sin trabajar durante años. Si, por el contrario, errara en el intento... bueno, muerto no tendría que preocuparse de lo que yo decida hacer con su carrera. En cierto sentido, siempre sale ganando.

Me sentía como si ya me hubieran ejecutado, como si la forma terrenal de la que ahora disponía se me hubiera entregado de prestado y ahora estuviese siendo reclamada por los dioses del cielo. Todo lo que tenía en la cabeza era muerte; no me apetecía morir, no pensaba morir, no quería morir. Terminé concluyendo que la verdadera naturaleza de un mortal se mide por su actitud para con su fin último, y yo pensaba afrontarlo con dignidad. Así fue como, con los ojos apesadumbrados y la férrea determinación de no dejarme derrotar por el infortunio, accedí. Agarré su mapa al tiempo que montaba el caballo que había dado origen a todo esto, con la intención de ir a encontrarme con mi destino.

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