La gema de los mil soles II

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Cabalgué durante horas, sin más distracción que el soniquete mental de una canción infantil que recordaba de mis días en el coro del colegio. Se dice que, cuando uno va a morir, toda su vida pasa ante sus ojos para que pueda procesarla en perspectiva. Yo me aprendí la melodía cuando tenía siete años, así que calculaba que todavía me quedaban unos once antes de que la diosa fortuna viniera a conducirme al reino de los difuntos. Quizá por eso el camino me estaba resultando alarmantemente tranquilo, sin un solo enemigo que saliera de su escondrijo para tratar de deternerme. Como mi compañero de fatigas se empezaba a cansar y no veía rastro del Reino Goblin, terminé haciendo un alto en una posada. De esta forma, el animal se repondría y yo tendría tiempo de revisar el mapa con calma.

—Buenas noches, mozo. Marchando una habitación y dos botellas de ron; una para mí, y otra para el caballo que tengo amarrado fuera. —le entoné a quien me pareció el dueño, tratando de adherirme al rudo código social de ese tipo de antros. El tipo me recorrió de arriba abajo con la mirada, luego frunció el ceño y se echó a reír, como si acabara de escuchar la mayor estupidez que le habían dicho en su vida.

—Aventurero, no nos gusta la gente como usted por estos lares. Los portadores de espadas no suelen traer otra cosa que problemas; eso decía mi padre, y su padre antes que él. Si quiere nuestros servicios, aquí pedimos un seguro de quinientas monedas por los potenciales daños que le pueda ocasionar al mobiliario. ¡Y no me venga con la cantinela esa de la deuda de honor! Para no morir de hambre lo que necesito son cosas, no a un pobre desgraciado que no tiene dónde caerse muerto. A menos que pueda convertirse en cama o en alcohol, si no me paga ya se puede marchar ahora mismo por donde ha venido.

—Lamento que mi profesión lo perturbe, y me hago cargo de sus reservas. Me temo que no dispongo de tanto efectivo ahora mismo. Sin embargo, de verdad necesito un lugar en el que resguardarme. Solo serán unos minutos, ¿no podríamos alcanzar algún tipo de acuerdo? Friego muy bien los platos, y no existe en esta comarca nadie capaz de alcanzar los agudos que alcanzo yo cuando canto La balada del jabalí púrpura. De seguro podrá darle uso a alguna de mis habilidades.

—Pues me acaba de dar una idea, amigo. Creo que está de suerte, quizá sea la persona indicada para el trabajo. Verá, hace tres días se nos coló una araña en la mejor de nuestras habitaciones y yo no fui capaz de echarla porque me dan asco. Si puede solucionarme eso; aceptaré hospedarlo, servirle alcohol, darle una mesa... todo lo que quiera. De hecho, acabo de decidirlo. Como bien sabe, nada hay en este mundo que un bicho tema más que el calzado. Por tanto, el primer combatiente con un zapato lo suficientemente poderoso como para derrotar a mi archinémesis, podrá hospedarse gratis en ese cuarto. Vaya su merced delante a intentar superar la prueba mientras aviso a más gente, si gusta.

Alimentado por esta nueva oportunidad, me adentré en el cuarto con bizarría. Me agarraba a mi zapato como las nubes se agarran al cielo, esperando que fuese el elemento que me entregara la victoria ante el ridículo tamaño del adversario que me encontraría. Sin embargo, el ser de ocho patas que me terminó recibiendo resultó ser de todo menos diminuto, llegando a alcanzar unas dimensiones que yo consideraba comparables a las de un señor corpulento. Ya se había puesto el pijama, por lo que entendí que se disponía a meterse en la cama. Como siempre, mi primer instinto fue recurrir a la diplomacia; traté de comunicarme con él como mejor supe, agitando el zapato con ademán amenazante, como para indicarle lo que le podría pasar si decidiera no colaborar.

—Oiga, mi buen bicho gigante repugnante. ¿Sería tan amable de volver a su guarida? O, si insiste en quedarse, al menos trate de pagarle la habitación al posadero, que de algo tiene que vivir. Verá, los humanoides usamos una cosa llamada dinero, sin la cual no podemos completar nuestras necesidades básicas. En realidad me enviaron aquí para matarlo, pero esto no tiene por qué zanjarse de manera violenta si ambas partes actuamos como personas civilizadas.

La araña se me quedó mirando, sin comprender mi idioma. Luego pasó un rato como pensando para sí misma, hasta que se fijó en el zapato y su rostro adquirió una expresión más alegre. Finalmente, me quitó el zapato de las manos, lo sazonó un poco con una salsa que no supe reconocer, y me lo sirvió en un plato. Asumí que había confundido mi musculoso físico con una alarmante desnutrición, tomándome por el típico vecino que va a pedir un poco de ayuda. Fui incapaz de quitarle la ilusión, así que me lo terminé comiendo.

No sé si fue cosa del malentendido, ni las imaginarias penurias que proyectaba sobre mi cuestionable alimentación, pero mi nuevo e improvisado amigo de pronto pareció haberse encariñado conmigo. Me sirvió otro zapato, me señaló a su armario para indicarme que podía usar lo que quisiera, y no paró hasta que logró arroparme en su cama. Intenté hacerle entender que solo necesitaba un rato para resguardarme, descansar y mirar mi mapita; que no requería de sus cuidados. Fue en vano, todo lo que saqué de aquel ser fue un beso en la frente. Me hubiera podido acostumbrar a esa paz, pero unos chillidos estruendosos me sacaron de aquel bonito trance.

¡Ajáaaaaa, ajaaaaaaa! ¡Que tiemblen los malvados, que aquí llegó Oscar el deshacedor de agravios! Le pido señor que se aparte, pues se está interponiendo en mi objetivo de dar muerte a esta criatura del averno. La habitación gratis será, y solo podrá ser, mía. —resultó que se había colado otro guerrero, uno aparentemente menos proclive a resolver los problemas sin recurrir a la violencia. Mientras pronunciaba todo aquello, me dolió ver cómo le daba patadas al mobiliario y destrozaba la habitación. La araña simplemente se retiró a una esquina del cuarto, temblando de miedo. Por mi parte, traté de que entrara en razón.

—Oiga, no considero necesario llegar a esos extremos. Si es dormir bajo un techo lo que necesita, yo puedo cederle gustosamente mi sitio para que lo haga junto a la araña. —repliqué, como mejor supe. Lejos de relajarlo, mis palabras solo parecieron alterarlo más.

—¿Cómo? ¿Dormir con ese apestoso ser? Ah... entiendo, entiendo. ¡Ya veo lo que pasa! El arácnido debió usar algún tipo de magia de control mental que desconozco para convertir a este pobre desgraciado en un esclavo de sus malvados designios. Que todos los dioses lo tengan en su gloria pues nada puede hacerse ya por él, deberá encontrar su descanso en el filo de mi espada. Espero que su amo le de pronto la orden para desenvainar, mi buen señor, pues la única forma en la que nadie podría hacerme abandonar mis convicciones de librar al posadero de esta plaga a la que ahora también pertenece su merced será derramar mi sangre.

Tras soltarme ese discurso, lo continuó con un gutural grito de guerra y se me acercó corriendo mientras agitaba su arma. Asumí que quería matarme, pero tampoco podía estar seguro de que toda esa retahíla de violencia verbal y especismo recalcitrante no fuese una inocente costumbre de su pueblo. En cualquier caso, la situación requería una defensa eficaz; me incorporé todo lo rápido que pude y le lancé la sábana para desviar su primer mandoble, logrando con ello crear el suficiente espacio entre nosotros como para irme a recoger mi espada sin correr excesivo peligro. Me la había olvidado encima de la mesa mientras la araña me enseñaba los retratos de su familia lejana.

A partir de ahí, nos tocó pelear en igualdad de condiciones, por lo que solo fue cuestión de tiempo que la superior destreza de quien esto escribe se impusiera. Antes de que exhalara su último suspiro, quise saber su historia; cómo alguien tan capaz, y perteneciente a un gremio tan justo, desarrolla ese repugnante desprecio por otras formas de vida distintas a la suya.

—Reconozco, señor, que no estoy exento de prejuicios, y ahora en mi lecho de muerte puedo reconocer mis errores para con su amigo. Sin embargo, debe su merced hacerse cargo de que siempre actué cegado por un altísimo sentido de la justicia. Verá, yo necesitaba, por todos los medios, poder hospedarme en esta posada y específicamente en esta. Venía, le advierto a su merced, persiguiendo a un malandrín responsable del genocidio de casi todo un país. —pronunció estas palabras con frustración, pero también con desprecio. Fuera quien fuese la persona a la que se refería, debía tratarse del ser humano más despreciable que jamás hubiera nacido. Terminó llorando, lo cual me conmovió.

—Tenga, seque sus ojos. Mire, todo va a estar bien. No sé de quien se trate esa persona a la que perseguía pero yo, como su merced, también soy un guerrero. Y le puedo asegurar que mientras usted va a reunirse con los dioses, daré yo mismo buena cuenta del malvado haciendo uso de las mismas habilidades que le acabo de demostrar. Necesitaría, sin embargo, que me lo describiera; ando inmerso en mi propia misión, pero no puedo rechazar inmiscuirme en semejante causa justa.

—Que Dios lo tenga en su gloria, amigo. Se dice que las auténticas amistades florecen bajo los contextos más extraños, pero con ese acto acaba de ganarse esa etiqueta por mi parte. Mire, no puedo proporcionarle una descripción física, pero sí contarle lo que hizo. Resulta que ese bribón utilizó su maestría en el engaño para robarle el caballo a una inocente semielfa. Le prometió que salvaría su reino del ataque de unos goblins, pero luego se puso a cabalgar en dirección contraria como si fuera tan irremediablemente cretino que no supiera ni leer un mapa. A causa de ello, su país ha sido arrasado, y los elfos y semielfos han perdido a más de la mitad de toda su especie. Ahora depende de usted, amigo, confío en su merced. Tiene que encontrarlo, tiene que encontrarlo y darle muerte. O como mínimo, entregarlo a las autoridades. ¡Su merced es la única esperanza!

Y así fue que, mi segundo mejor amigo del día, cerró para siempre sus ojos.

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