Capítulo 2

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Escapé de la preparatoria tropezando con mis pies una infinidad de veces en el camino hasta que entré a la papelería. Fue una suerte llegara viva cuando mi cabeza vagaba en otro planeta.

Resoplé cansada de mis líos, formándome detrás de un par de personas. «No, Amanda, nada de tonterías», me regañé cuando mi atención se posó en unos marcadores de colores expuestos en el escaparate. «No», dicté tajante cerrando los ojos para bloquear la tentación. Tenía el dinero justo.

—Una hoja y un sobre, por favor —le pedí a la chica detrás del mostrador. Lo analicé por un segundo—. Una hoja rosa, la más llamativa que tenga —especifiqué al repensarlo.

Taiyari me odiaría, pero me daba igual.

O quizás sí me importaba e intentaba hacerlo rabiar.

A la salida lo saludé con una sonrisa, pero él pasó de mí como si no pudiera verme. Tuve que darme un pellizco para confirmar que no me había convertido en un fantasma. Dolió, aunque nada comparada a su grosera indiferencia. Lo único que intentaba era ser amable, comenzar a romper el hielo. Sin embargo, me rendí, él no ponía de su parte. Ni siquiera por educación. Ambos la pasaríamos mal de alguna manera, probablemente el color fuera el menor de sus disgustos.

Pagué cuando me la entregó, la metí en mi bolso y salí corriendo sin darle un último vistazo a los marcadores. «Otro día sería, ese no».

Mi casa no estaba lejos. Caminando podía llegar allá en unos quince minutos. Corriendo, como lo hice ese día, en menos de diez. Quería estar temprano para ayudar a mamá con la comida. Mi corazón golpeó mi pecho durante mi carrera que finalizó en mi hogar. Una modesta construcción blanca, con flores llamativas en el jardín delantero.

Rechacé descansar en la mecedora que se impulsaba por el viento al costado de unas bonitas estatuas de yeso. Mamá era una excelente decoradora. El lado artístico lo había heredado de su parte, o eso me gustaba creer.

Me apoyé en mis rodillas para recuperar el aliento.

Giré la perilla para encontrarme con el contrastante silencio del interior.

—¡Ya estoy aquí! —grité cerrando la puerta tras de mí. Nadie respondió. «Deben estar muy interesados en su plática para que no me escuchen», pensé acercándome a la cocina.

Frené de golpe al hallar a mamá en el comedor. No pude ver su rostro porque estaba cubierto con ambas manos. Mis pasos fueron silenciosos para no alarmarla, aunque de igual manera ella notó mi presencia. Se estremeció cuando su mirada chocó con la mía que la observaba intrigada. Dejó escapar un pequeño suspiro antes de ponerse de pie, sacudiéndose el pantalón.

—Amanda —me saludó. Su mano limpió sus mejillas en un rápido movimiento que no pasé por alto. Quise preguntarle qué le pasaba, pero no me dio tiempo—. Ve a cambiarte, serviré la comida —me informó. Yo la seguía a la cocina.

—¿Sucedió algo malo? —pregunté despacio.

—Nada. Ahora lávate las manos que ya vamos a comer —repitió, evadiendo mi interés.

—¿No esperaremos a papá? Le dije que hoy...

—Él no vendrá, Amanda. Acaba de llamar —me interrumpió, había molestia en su voz—. Ahora, haz lo que te digo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Tiene trabajo, como siempre. Es un hombre ocupado —respondió, acompañada de una risa amarga. No entendí el tono que utilizó. Yo permanecí en el marco. Mamá me dio un vistazo, sosteniéndose en un mueble, soltando un suspiro cansado—. Voy a servir, Amanda.

Asentí distraída. Abandoné la habitación para subir las escaleras que daban a mi cuarto. Me senté en la cama procesando la tristeza que se instaló en mi pecho.

Sabía que era mi responsabilidad entender a papá, comprender que solo buscaba darnos lo mejor, pero en momentos así resultaba imposible aceptarlo. El rostro afligido de mamá me hizo más consciente de nuestra nueva realidad. Fue como si entre nosotros se abriera una brecha invisible que nos distanciaba. Estaba ahí , aunque todos fingíamos no darnos cuenta. Quién sabe, quizás si todo seguíamos con nuestra actuación un día llegaríamos a creerlo. 

Brinqué de dos en dos los escalones volviendo a mi habitación después de una silenciosa comida. Recogí la ropa que había dejado tirada en el suelo cuando mamá me dio un ultimátum para ir a comer. Abrí las cortinas rosadas permitiendo entrara un poco de luz, el sol iluminó mis sábanas y las paredes claras. Arrojé la mochila a mi cama. Hice un espacio en el escritorio repleto de pinturas mal apiladas, botecitos de pinturas baratas y colores roídos para colocando mi nueva creación.

Esta era la que menos me emocionaba.

—Es solo una carta —murmuré para ganar valor, enfrentándome a la temida hoja vacía.

Tomé una pluma de uno de los cajones, pero luego la cambié por un lápiz. Perdí una gran cantidad de minutos escogiendo. Sinceramente no me interesaba la tinta, sino la excusa para no empezar.

«¿Cuál sería el saludo más adecuado?», me pregunté mordiendo el borrador.

Estimado Taiyari.

«No. Demasiado formal», reflexioné. Borré el par de palabras sin tener otra idea mejor. Algo estaba mal, pero no sabía qué. Arrastré la silla para vagar en mi cuarto, caminé en círculo deseando que el esfuerzo físico despertara mi inspiración. Nada. Mi mente estaba en blanco.

—No pasa nada, Amanda. Solo es una tonta carta —me recordé porque no era el fin del mundo—. Taiyari es un chico más. No debes tenerle miedo. ¿Qué puede hacerte? Sí, ya sé que todo mundo dice que su padre es boxeador, pero no tiene razones para venir a golpearte, ¿o sí?

Todo lo que decían, las incógnitas que lo envolvían, las mentiras que otros se inventaban, desfilaron en mi cabeza bloqueándome. No sabía nada sobre Taiyari, ni una leve pista de lo que podía gustarle o incomodar. Simplemente me creía incapaz de escribir una carta que mereciera una respuesta. Además, como si no bastara ir a ciegas con él, lo que conocía de mí no ayudaba. Yo era un desastre con las letras. Hablar era mi fuerte, lo hacía sin pensar. Papá decía que se debía a que el hilo que conectaba mi boca, cerebro y mano había explotado en mil pedazos durante una de mis múltiples caídas de bebé. Me gustaba creerlo.

Suspiré regresando a mi lugar.

«No te moverás de aquí hasta que termines esto», me avisé con toda la decisión que reuní. Me arrepentí a los dos minutos al no pasar de la fecha. Pegué mi frente al escritorio, desesperada.

—Ya. Anotaré lo primero que se me venga a la mente —me rendí.

Tenía una hora para entregarla al cartero que pasaba a las cinco de la tarde. Si demoraba más tendría que esperar hasta el día siguiente. No resistiría. Mi impaciencia no me daría tregua. Mientras más rápido acabará con este problema, mejor.

Coahuila, México. 12 de septiembre de 1995.

Hola Taiyari.

¿Cómo estás? Estoy segura de que sorprendido no. Esta carta es parte del proyecto de redacción, así que debes esperarla.

Te seré sincera, no tenía ni idea sobre qué escribir así que se ocurrió podría comentarte cosas que me gustan para saber si tenemos algo en común. En caso de que la respuesta a todo sea no, lo cual sería muy desafortunado, tú me envías lo que a ti te agrade. Yo te respondo, luego tú, así hasta que enviemos las cuatro cartas y la maestra nos ponga una calificación o alguno de los dos muera, lo que ocurra primero.

Cuidé la ortografía para no tener que repasar mis líneas. Sabía que si obedecía la lógica borraría más de la mitad de la vergüenza. Aparté mi inseguridad tirando a un lado las formalidades. Dejé qué mi imaginación gobernara el rumbo de las frases. No intenté ser nadie más que yo misma, aceptando las consecuencias.

Supuse que me aborrecería, no lo culpaba, pero no le di tiempo a mis dudas de arrebatarme el sobre. Si meditaba una a una mis palabras nunca avanzaría.

Sonreí emocionada cuando firmé en la parte posterior. Agité mi mano para aliviar el calambre. Ignoré el dolor colocando el contenido en el sobre. Escribí la dirección con cuidado, copiando letra por letra. «Tiene fea caligrafía», admití verificando no fallar en ningún dato, sería una milagrosa tragedia se extraviara.

No perdí tiempo. Salí de casa para colocarla en el buzón, ese que mamá se había demorado semanas en escoger y seguía sin estrenar después de varios años en ese vecindario.

Golpeteé el suelo ansiosa. Di un vistazo a ambos lado conociendo que el encargado de correo debía estar cerca. Quise traerlo con la mente, me sentí poderosa cuando por coincidencia apareció. «Dios, ojalá funcionara cerca de un banco».

Deslumbré a un hombre en su bicicleta, de traje café y gorra. Me dio la impresión de que cansado de la rutina ni siquiera se daba el tiempo de bajar para comprobar si existía correspondencia en las demás casas. No olvidaré su rostro cuando levanté mis brazos logrando que se detuviera.

—¿Te ocurre algo, niña?

Señalé el buzón con la cabeza. No quería saltarme ningún paso del proceso.

Me miró sin comprender el misterio, abrí la boca para explicarle, pero él me robó las palabras bajando del transporte y liberando a mi prisionero.

—Vaya, esto es nuevo —murmuró como si jamás hubiera visto un ejemplar igual siendo el giro de su trabajo. Echó la carta a su bolsa después de entregarle su moneda.

«Sí que lo era», acepté cuando retomó su rumbo.

Lo observé desde la acera con los nervios comiéndome el interior. Me recargué en la pared y suspiré. Junto a él iba las letras más tontas que había escrito en mi vida, tonterías improvisadas de una adolescente que esperaban al menos le sacaran una sonrisa a otro o disminuyeran sus ganas de mandarme golpear con su padre.

Sonreí por esa boba broma, pero pronto la alegría se esfumó de mi rostro para darle paso al genuino terror. Abrí los ojos alarmada, al grado que me sorprendió no escaparan de mis cuencas.

«¡¿Escribí eso en la carta?!», acordándome de algunas de las incoherencias que había redactado en un arrebato.

—Oh, no, no, no —murmuré.

Entré en pánico. Tenía que hacer algo. Lo único que se me ocurrió fue perseguir al cartero en mi deseo de alcanzarlo. Nada brillante. Sí, no me culpen, en ese momento todo mi ingenio desapareció. Corrí como una cebra huyendo de un león detrás de la bicicleta que ya me llevaba una buena ventaja. No me detuve a pensar, con largas zancadas atravesé la calle intentando al menos rozarlo. Maldije mi mala condición física.

—¡Espere, espere! —grité. No funcionó.

El hombre estaba tan sumido en su mundo que ni siquiera se giró. Era un peligro darle un volante a un distraído. Hablar me robó el poco oxígeno que aún conservaba. Visualicé mi carta de muerte escaparse de mis dedos. Alterada llevé mis manos a mi cabeza.

—¿Qué hice?

Una locura.

Había sido tan idiota que la firmé con mi nombre, eliminando la manera de deslindarme de ella. Mis pies hormiguearon, la angustia trepó de ellos hasta mi pecho. Imaginé todos los futuros posibles, cada uno más desastroso que el anterior. No importaba que tan descabellados fueran, todos coincidían en algo: Taiyari me odiaría.

Pese a que lo repetía sin descanso, pensarlo hecho una realidad me puso mal. No por él, sino por mí. No tener amigos estaba bien, era un buen plan, podía vivir a gusto con ello, pero eso no implicaba ganarme enemigos. Solía callar conociendo mi tendencia natural a meterme en aprietos.

«Ya no puedo hacer nada», me resigné ahogando un lamento. Todo lo que se vendría no lo sabría hasta leer la contestación. Mis manos sudaron.

Esperaba fuera pronto.



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