Capítulo 26

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

El sonido de una conocida melodía atrajo la mirada de los clientes que realizaban sus compras en la tienda. Un segundo después todo regresó a la normalidad. «Ventajas de no llamar la atención», pensé mientras saludaba a la chica que atendía detrás del mostrador y me dirigí a la puerta de personal.

Hace unos años hubiera sido imposible. Mis trenzas de niña, la ropa, los zapatos de charol, mi energía sin canalizar, eran una alarma en cualquier sitio en el que intentaba pasar desapercibida.

«Por suerte las cosas habían cambiado», celebré despojándome del ligero saco de botones y encendía el computador en mi oficina. Una mesa, un ordenador, un aburrido lapicero, papeles escapando por los bordes, paredes blancas y frías. Ochos horas al día, seis días a la semana. Esa era mi vida.

Desperdicié un año de mi juventud titubeando ante mi futuro antes de que la mala suerte tocara a mi puerta, entonces había dejado mis sueños absurdos para vivir la realidad. Siempre asocié esa etapa a mi crecimiento definitivo, el adiós tajante a esa chiquilla para ser una mujer. Tomé la decisión de estudiar una pequeña carrera que me sirviera para pagar las cuentas. Fue complicado al inicio, pero fue gracias a eso que logré sobrevivir con mamá. Sobrevivir, la diferencia entre una adolescente repleta de ilusiones y la existencia de una adulta.

Mi trabajo como auxiliar, desde hace más de un año, en una pequeña tienda de ropa cercana de casa no me daba nuevos sueños, pero tampoco me robaba. Un pago justo.

—Amanda, necesito que guardes estos recibos —me despabiló Martha, mi compañera, entregándome más papeles. A ese paso terminaríamos con todos los bosques del mundo—. Mi jefa me pidió te avisara que podías irte temprano, aunque eso me lo dijo antes de que se molestara con un cliente —me informó encogiéndose de hombros.

Sonreí, su temperamento no ayudaba a su determinación. La mayoría de sus buenas intenciones se esfumaban por arte de magia.

—¿Qué podemos hacer? —me resigné con un suspiro.

Cruzaría los dedos para que algún valiente mejorara su estado de humor antes de las cuatro de la tarde. Aunque, sin ser experta en probabilidades, estimaba que tendría que retrasar mis planes.

Martha se despidió de mí mientras yo me ocupé en mis tareas diarias. El silencio del trabajo me adormiló. No era pesado, tampoco interesante. «Aunque dudo alguno lo sea», concluí pensando en peores suertes. Yo no tenía todo lo que deseaba, pero sí lo que necesitaba.

Aburrida por la rutina pegué un respingo cuando el sonido de mi celular me alarmó. Era un nuevo mensaje. Aprovechando que estaba sola encendí la pantalla. Agradecí que nadie fuera testigo de mi expresión porque era penosa. Sonreí como una idiota al leer el nombre del remitente.

Amanda, te escribía para que no olvides que hoy te tengo una sorpresa.

«Una sorpresa». Llevaba varios días con ese tema. No entendía la razón del misterio, hace unas semanas había pasado mi cumpleaños, y pese a mi insistencia no había querido soltarme una pista. Intenté ser lo más convincente posible, pero siempre encontraba la manera de cambiar el rumbo de la conversación.

El resto de la jornada me la pasé fantaseando, preguntándome de qué podría tratarse. Y aunque imaginé millones de opciones, ni siquiera me acerqué a lo que se venía.

Llegué al centro comercial a las seis de la tarde. Un horario concurrido por los estudiantes de secundaria, algunos trabajadores buscando un momento de paz y uno que otro despistado que compartía el ritmo torpe de mis pasos. Recorrí los pasillos con suéter en brazo y el cabello hasta los hombros alborotado por la carrera. Martha tuvo razón, el ogro de mi jefa había perdido su generosidad al primer altercado, por lo que no pude volver a casa a arreglarme. Tendría que sentirme guapa con mi blusa jade y el pantalón del trabajo, porque era lo único disponible en aquel momento en el que estaba más interesada en dar con el local que con gustarle al espejo.

Al final de una rápida búsqueda di con el famoso restaurante de comida francesa. No era muy fanática de los sitios que usarán servilletas bordadas, pero le di el gusto de probar un nuevo estilo. Le di un fugaz vistazo para comprobar que era un sitio bonito. Mesas de madera barnizadas, manteles blancos, sillas rojas y una bonita iluminación en el techo.

Suspiré aliviada cuando encontré a la persona que buscaba. Le regalé una sonrisa de agradecimiento por esperarme, pero antes de que pudiera hablar, me tomó de las mejillas para besarme. El cansancio se fue diluyendo en el sabor de sus labios. Como jamás le había molesta dar espectáculos en público me acercó a su cuerpo abrazándome por la espalda mientras yo disfrutaba de tenerlo conmigo.

Había conocido a Ernesto aquella noche en la que vagué sin rumbo por la ciudad hasta que terminé en un bar. Estaba tan perdida que cuando nuestras miradas coincidieron, una corazonada apareció: había encontrado el puerto. Amor a primera vez, dijo él, aunque yo no opinaba lo mismo. De serlo no hubiera tardado más de un año en darle el sí. Supongo que no ayudó que estuviera atravesando un momento tan complicado en mi vida. Días que preferiría olvidar. En sus ojos encontré la calma en la tormenta.

Y era precisamente a esa sensación a la que me había aferrado por los últimos años.

Era asombroso como habíamos soportado tanto tiempo juntos. Primero nuestro noviazgo pintaba para ser un amor de verano, de eso que nacen de un chispazo y terminan antes de darse cuenta. Ese capricho de convertir una amistad en noviazgo solo por el placer de brincar los límites. Una chica tonta llorando con el corazón roto, aunque no precisamente por un amor, encontrando un chico dispuesto a consolarla.

Después de tres años habíamos roto cualquier predicción.

—¿Me dirás qué te traes? —le pregunté sin esconder la curiosidad. Él señaló con la cabeza una silla para que ocupara asiento. Eso no respondía mi intriga—. Has estado tan raro.

—La paciencia no es una de tus virtudes.

—Nunca dije que lo fuera —alegué a mi favor. Ernesto dibujó una sonrisa en su rostro. Él era, en toda la extensión de la palabra, un chico lindo. Su cabello rizado enmarcaba sus facciones, alto y carismático.

—Aguarda un momento y lo sabrás —me pidió.

Apreté los labios en una mueca. «No adelanta nada», me quejé, pero lo que apareció a su espalda sí.

Me levanté por inercia del asiento, confundida. Sin comprender la presencia de esas dos personas en nuestra cita, mucho menos de su labor en su plan.

—¿Qué hace mi madre aquí? —lo interrogué cuando la vi aproximarse hacia nosotros. Él no contestó, se limitó a abandonar su sitio.

Mis nervios crecieron cuando deslumbre que la acompañaba mi abuela. Nada bueno saldría de aquel encuentro.

Pasé mi mirada por los tres sin entender qué demonios se traían entre manos. Las dos mujeres llegaron a nuestro lado, pero guardaron silencio sin atreverse a contármelo de una buena vez. Abrí la boca para hablar, tardé en ordenar mis ideas. Y cuando creí que mi cabeza no podía estar más atascada lo observé hacer la peor locura de su vida.

El aire escapó de mis pulmones al verlo arrodillarse frente a mí. Mi corazón se detuvo al anticipar lo que pronunciaría. La frase que jamás deseaba escuchar. Una parte en mí quería colocar una palma sobre su boca para que no se atreviera a hacerme eso, pero no reaccioné a tiempo. Me congelé de pie, asustada, al verlo sacarse una pequeña caja del saco negro.

—Amanda —comenzó mirándome con sus ojos chocolate. Yo busqué ayuda a mi madre, esperando que interviniera, pero ella se limitó a regalarme una sonrisa, pese a que mi piel atestiguaba mis temores. Estaba pálida. Mis ojos se abrieron más a medida que lo escuchaba—, eres la mujer que más amo en el mundo. Después de tres años juntos estuve pensando que sería mejor dar el siguiente paso. Ya no quiero vivir sin ti —declaró ganándose un suspiro, seguro de alguno de los entrometidos que se acercaron para saciar su curiosidad—. Por eso quería pedirte... ¿Quieres convertirte en mi esposa?

Mi voz se escondió en una cueva de la que era imposible hacerla salir. Pasé saliva nerviosa, lastimándome. La propuesta me había caído sorpresa, de haberlo sabido no hubiera acudido. Ernesto y yo jamás hablamos del matrimonio, la única vez que lo hicimos fui clara en que no estaba convencida. Era un no, siempre fue un no. Él no era el problema, yo sí. Le pedí que jamás me hiciera esa pregunta. Tal vez era miedo, me atemorizaba cometer los mismo errores de mis padres.

Me pesaba, Ernesto era el hombre de mi vida. Busqué una razón para decirle que no, un motivo válido de rechazo. Dentro de mí me sentí terrible por ser diferente a todas esas novias que destilaban convicción, mientras yo seguía balbuceando ante mi novio de toda la vida que no entendía mi indecisión.

Le dediqué una mirada a mi madre a su espalda que entre labios me decía que dejara de hacer estupideces. La gente alrededor comenzó a desesperarse ante mi silencio, entonces comprendí que solo lo estaba avergonzando.

Ernesto quería casarse conmigo porque le importaba. Había estado conmigo por meses, muchos de ellos difíciles de sobrellevar. Aguantaba mis manías, mis titubeos. No dudaba en comprometerse a largo plazo, el único trámite que faltaba para cerrar nuestra historia era la boda. Yo lo amaba. Era mi única certeza. «¿Por qué no aceptar?» Ni siquiera existía una respuesta. Todo estaba en mi cabeza, en mis absurdos miedos. No podía dejar que sufriera por mi culpa después de hacerme tan feliz.

—Eh... Sí —susurré, recuperándome poco a poco. Nadie me escuchó. Me erguí, tomé un enorme suspiro antes de repetí con firmeza—: Sí. Quiero casarme contigo.

Mi madre sonrió orgullosa entre el vitoreó que nació a nuestro alrededor. El escándalo apenas llegó a mis oídos porque toda mi atención estaba puesta en sus manos que colocaban el anillo en mi dedo tembloroso por la adrenalina. Intenté sonreírle aunque no supe si mi esfuerzo resultó.

Todo sucedió tan rápido. Hace diez minutos venía rezando en el camión para que Ernesto no se fastidiara y se marchara del local, ahora estaba celebrando mi compromiso. La vida comenzó a tomar de nuevo ese ritmo desconcertarte que me impedía pensar con claridad.

Ni siquiera me di cuenta de lo que acontecía hasta que Ernesto me besó frente a los desconocidos que celebraban como si supieran más allá de nuestros nombres. Él estaba feliz, era evidente por su sonrisa y la alegría con la que recibía las felicitaciones. Yo me obligué a estarlo por ambos.

Seguí pasmada, aletargada a comparación del ritmo de mi corazón que destruía mi pecho. Me abracé a Ernesto, protegiéndome en su cercanía, mientras él recibía los cumplidos. No comprendía cómo podía estar asustada por algo que hacía feliz a los demás, por qué no podía disfrutarlo, dejar el pasado.

No era un sueño, aunque se sintiera como tal. Me casaría.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro