Capítulo 27

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

No era el fin del mundo, todo lo contrario, se trataba del inicio de una bella etapa. Estaba convencida que apenas digiriera la noticia comenzaría a gozarla. Tenía seis meses para prepararme.

—Lo supe desde el primer momento en lo que lo vi —comentó, despertándome. Asentí sin saber de qué hablaba—, quería que ese hombre fuera tu esposo.

—Yo aún estoy en shock —le confesé a mamá aprovechando que estábamos solas. Yo abría el paquete que había enviado mi tía para felicitarnos. Una licuadora. «Qué oportuna», pensé mientras doblaba el papel de regalo.

—Es la sorpresa del momento, Amanda. Estarás feliz —me explicó. Le creí, ella tenía más experiencia en el tema.

—Lo estoy —me sinceré. La idea de pasar mi vida con Ernesto me emocionaba, el problema era la palabra esposa, me ponía los pelos de punta—. Ahora tengo tantas cosas que pensar. Por ejemplo... —guardé silencio un segundo sabiendo que el tema que le seguía era peligroso, pero necesitaba exponerlo para conocer su opinión—. No sé si invitaré a papá.

Mamá calló. Supe lo que significaba. Llevaba cuatros años sin ver a mi padre, el mismo tiempo sin hablar de él. Después de que le contara a mamá lo que vi esa noche se empezaron los trámites del divorcio. La última vez que nos topamos fue en el juzgado. Ese día le pidió que jamás se acercara a mí, lo odiaba con todo su corazón. Yo apoyé la idea. Ahora, pese a que estaba lejos de perdonarlo, no sabía si quería formara parte de uno de los hechos más importantes de mi vida. «La respuesta sería no», decidí en aquel momento mirando a mamá que prefirió no intervenir. No lo merecía.

Además, lo más seguro era que ni siquiera se acordaba de mí, nunca lo hizo cuando estuvo junto a nosotras. Nos destrozó porque no éramos nada para él. ¿Por qué deberían interesarme sus sentimientos?

—Al que sí invitaré será a Taiyari —cambié de tema, buscando desviar la atención.

—Amanda... —resopló frustrada porque esa conversación tampoco era de sus favoritas.

—¿Qué? Es mi amigo. Claro que voy a invitarlo —insistí, determinada a no dejarme convencer por sus argumentos—. Ya no tiene caso que busques impedirlo, se lo comuniqué en la carta de ayer.

—No me gusta esa amistad —opinó molesta. No era una novedad. Me hice la desentendida para no seguir discutiendo—. Hay algo más ahí, Amanda—murmuró lo suficientemente alto para que pudiera escucharla.

—No hay nada más —le aseguré sin dudas, buscando su mirada para que no repitiera semejante tontería.

No mentía. Hace años que había muerto aquel flechazo inocente por mi mejor amigo. Era solo una niña que confundía la amistad con el amor. Después las cosas habían cambiado. Maduré, entendí la diferencia de los sentimientos. Adoraba a Taiyari, pero no tenía ningún interés romántico hacia él. Se había convertido en un hermano para mí. Estaba orgullosa de que lo nuestro perdurara con el tiempo.

—No hablo por ti —se justificó al verme de mal humor. Aquello lo empeoró.

—Él no está enamorado de mí —concluí harta de su absurda suposición.

—Ay, Amanda.

Ahora ella fue la que se mostró fastidiada ante mi ingenuidad.

—Y si lo estuviera, pues lo siento por él porque no puedo corresponderle —escupí cansada de sus locas fantasías—. Amo a Ernesto, mi novio. Él es mi mejor amigo. Ninguno sustituye el lugar del otro.

—Amanda, ese muchacho te traerá muchos problemas. No me sorprendería que al saber que vas a casarte viniera a arruinarlo todo de última hora —chistó decidida a estropearme la tarde.

Esa historia era tan descabellada que aguanté las ganas de reír. Él jamás haría semejante disparate. Podía firmarlo. No solo carecía de motivos, sino porque Taiyari no hería a las personas.

—Y yo no...

—Terminarás haciendo lo que él te pida. Sabe manejarte tan bien —alegó. Ese comentario fue el último que soporté.

—Sabes algo, es muy probable que ni siquiera venga —me despedí de ella dejando las cosas sobre la mesa y subiendo las escaleras a mi habitación.

Mamá siguió hablando, pero no la escuché.

Pelear ni siquiera serviría de nada. No volvería a ver a Taiyari, él lo había decidido hace años, y nadie lo haría cambiar de opinión. Aunque me dolía, era lo mejor. La vida siguió su curso a pesar de sus excusas. Cada uno construyendo su futuro en distintos lugares con el papel como el punto de encuentro. Habíamos nacido para estar separados.

«Quizás tenerlo en la lista de invitado es simple protocolo», me dije cerrando de un portazo. No, nada ganaba engañándome a mí misma. Taiyari era importante, el único amigo verdadero que conservaba de mi juventud. Yo jamás sería como Ernesto, sus conocidos se adueñarían de casi todas las mesas, lleno de amigos ganados por su encanto e inteligencia. Desde niño tuvo lo necesario para obtener el cariño de las personas, su personalidad en lugar de alejarlos siempre los hacía aferrarse más a su presencia. Estaba orgullosa. No entendía cómo un hombre como él podía enamorarse de alguien como yo.

Di con la cajita que descansaba en mi escritorio, la rescaté de un centenar de hojas antes de sentarme en el suelo. De haber tenido más amigos quizás no me hubiera aferrado tanto a la presencia de uno, al menos eso pensaba en ocasiones. Entonces releía las viejas cartas que conservaba por nostalgia y descubría por qué estaba equivocada. Viejas hojas que me ayudaron durante la época más complicada de mi vida. Nunca falló.

Aguardaba la esperanza secreta que formara parte de lo que se venía. Tal vez se decidía a verme. Ese sería el broche perfecto para aquel día, el regalo ideal. Sin embargo, estaba consiente que era imposible, la resignación era lo único que me quedaba.

El sonido de la puerta abrirse llamó mi atención. Deslumbré una figura familiar en el marco. Alto, de piel canela y cabello marrón. Una media sonrisa apareció cuando entró. Yo seguí su camino hasta que se sentó a mi lado.

—Tu madre me dijo que discutieron —me saludó.

Fruncí el ceño. Odiaba que corriera a contarle mis problemas.

—¿Ahora eres su confidente? —cuestioné enfadada de que tomara partido. Elevé la voz para que mamá pudiera oírme, pero era imposible, por la hora di por hecho que había salido.

—Amanda...

—También vienes a sermonearme —adelanté. Me recargué en la cama mientras él de daba un vistazo a los sobres. Podía leerlas, a veces lo hacía, no escondía nada malo.

—Jamás, sé lo importante que es para ti —respondió.

Esa era su manera inteligente de resumir: Taiyari se toca con pinzas.

—Tú también crees que hago mal —suspiré, porque quizás sí estaba en un error, me costaba reconocerlo.

—No, pero sí creo que hay algo mal en él —aceptó. Cerré los ojos, triste por la posibilidad—. Algo esconde. Es decir, llevas siete años sin verlo, ni una sola fotografía, ni llamada. ¿No te parece que juega a las escondidas?

—No —dudé, pero mi actuación fue terrible—. Vamos, nada realmente malo. Me parece que ustedes son demasiado duros con él.

Fuera lo que fuera que ocultara no había nada que hacer, jamás lo forzaría a confesarme su secreto, ni lo obligaría a contarme lo que no deseaba. Esperaría hasta que él estuviera listo, si es que algún día se daba ese milagro.

—Y tú demasiado compasiva. Esto —levantó entre sus dedos una carta—, tiene que terminar, Amanda.

—Solo recuerdo viejos tiempos —me justifiqué, recuperándola, para aprisionarla junto a las otras.

—Dependes tanto de un tipo al que ni siquiera conoces —argumentó con justa razón—. Sabes mi postura del matrimonio, eres libre de lo que quieras, pero esto no puede seguir así. No podemos estar sentados sobre un montón de cartas del pasado.

Guardé silencio. Una parte de mí sabía que tenía razón, pero me resistía a dársela. Ernesto no comprendía que no le hacía daño manteniendo contacto con Taiyari. Mi madre le había llenado la cabeza de pájaros. Si lo conocieran entenderían mi postura, postura que no cambiaría, ni por él, ni por nadie.

Lo entendió.

—Amanda, no quiero que pienses que desapruebo tu amistad con él, solo que necesitas irte despidiendo poco a poco de esa etapa para centrarte en el presente —me dijo sosteniendo mi mejilla para que le mirara a los ojos. «Sí, no debo enfadarme con él», admití sosteniéndole la mirada—. Nuestros matrimonio, nuestra casa, nuestros hijos...

—¿Hijos? —balbuceé, palidecí al escucharlo de mi propia voz. Me separé, un poco de espacio no venía mal—. ¿No te parece que vamos muy rápido? Acabamos de comprometernos y ya pensando en hijos. Uf, no sé...

—Bueno, no ahora, pero sí en un futuro a corto plazo —comentó. «Justo lo que no quería escuchar». Intenté disimular la tensión que me causó que hablara con tanta seguridad de aquel asunto—. ¿No te gustarían?

—No... Sí, es decir, no sé, siento que soy joven aún —reconocí con honestidad—. Pero quizás en unos años —respondí solo para no llevarle la contra al verlo entristecerse. Me sentí demasiado presionada.

—Solo estás asustada, Amanda. Es normal. Verás que llegado el momento te gustara la idea —me aseguró. «Quizás tenga razón». Ser su esposa, tener hijos. Necesitaba un poco de tiempo para aceptarlo. Yo esquivé su mirada pese a que él la buscaba porque sabía lo fácil que era fácil hacerme ceder—. Yo sí quiero que seas la madre de mis hijos, Amanda —comentó con dulzura. Sus dedos me tomaron del mentón para que dejara de huir—. Quiero que tengan tus ojos. Tu cabello. Tus labios —dijo en un susurro antes de buscarlos.

—Menos mi nariz —asumí, fingiendo mal que no me afectaba.

—Todos tenemos algún defecto.

«Algún defecto». La palabra me dolió aunque no sabía el porqué. Yo era la primera en criticar aquel feo rasgo, pero escucharlo de boca de otros seguía lastimándome en mi interior. Traté de olvidar su despiste porque no lo había hecho con mala intención. Bajé la mirada, pero Ernesto pareció no notarlo, más concentrado en sus deseos de besarme.

Me resistí un poco al inicio, mis manos buscaron frenarlo, sabía a donde se dirigía y después de discutir no quería estar con él. Ernesto también me conocía bien, quizás mejor que yo, por eso insistió ante mi negativa, siguió adelante sin escucharme, hasta que fui yo la que se rindió.

Bloqueé la tristeza en mi interior por las sensaciones superficiales del exterior. Al igual que otras veces solo tenía que cerrar los ojos, no pensar y repetirme que después me sentiría mejor. Sin embargo, me equivoqué, cuando él se marchó la tristeza seguía ahí, más viva que antes.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro