Capítulo 31 (Maratón 3/3)

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Medellín es una ciudad preciosa.

Era una verdadera pena que lo único que conociera de ella fuera su aeropuerto y el campo verde que observé por la ventanilla del taxi. Un vistazo tan fugaz que ni siquiera pude disfrutar antes de introducirnos a las calles plagada de negocios atractivos para los turistas. «Ojalá estuviera de vacaciones», me dije imaginando lo bonito que sería pasear en su interior.

El último sobre descansaba en mi regazo, uno de los cientos garabateados con su caligrafía. «Nunca la mejoró», pensé con una sonrisa. Le preguntaría si lo había intentado algún día. Aunque no sabía cuánto faltaría para tenerlo a mi lado.

El conductor aseguró que no tardaríamos, estaba a quince minutos. El tiempo se no ayudaba a procesar lo que acontecía, necesitaba al menos una o dos vidas más para sentirme lista.

Ernesto mantuvo la misma expresión durante todo el camino desde que salimos de México. Se había encargado de hacerme saber que no estaba de acuerdo conmigo. Fallé con él, en lugar de hacerme más fácil el recorrido, lo único que había provocado era aumentar mi ansiedad. Intentaba castigarme. Amaría decir que no me afectaba su enfado, pero había algo en él que siempre tenía influencia en mí. No sabía cómo explicarlo, me dediqué el resto del trayecto a reflexionarlo.

Mi estado de ánimo siempre dependía involuntariamente del suyo. No se trataba de una conexión especial, sino de algo más, me costaba darle un nombre. En ese instante quería estar pensando en Taiyari, en nuestro reencuentro o problemas, pero me estaba costando no morderme las uñas por su irritación. Quizás eran imaginaciones mías creadas, en el último año cada vez era más sencillo ponerme intranquila.

—Aquí es, señorita —me despertó el conductor.

Agité la cabeza para apartar los malos pensamientos. Contemplé la sencilla edificación de paredes celestes y un jardín al natural. Quise atribuir aquello a su madre, pero siendo honesta no había ninguna pista que me confirmara mi teoría.

—¿Está seguro? —dudé, releyendo el número.

Él asintió con convicción. Abrí la puerta después de pagarle. El aire frío me erizó la piel y revoloteó mi cabello. «Lo dejaría crecer un poco más», pensé haciendo planes a futuro. No sabía si Taiyari me reconocería con ese corte.

Repasé despacio cada metro en mi intento de identificar un detalle que a primera vista hubiera pasado por alto. Mi análisis se terminó cuando sentí un leve empujón a mi espalda.

—Aún estamos a tiempo de irnos —insistió Ernesto parándose a mi lado.

Titubeé. Eso me ahorraría más líos, pero no me dejaría vivir.

—He venido por la verdad —pronuncié haciendo acopio de toda mi seguridad.

Me encaminé hacia la puerta. Había llegado a ese lugar para conocer el secreto de Taiyari, no me marcharía sin antes conseguirlo. Ya había soportado mucho años de dudas. No permitiría me hiciera titubear, ni si quiera me lo toleré a mí misma.

Di un pequeño toque a la puerta, luego le siguieron otro par con más fuerza. Esperé en silencio, un largo minuto que me pareció una eternidad, hasta que alguien apareció del otro lado del umbral.

Un alivio me invadió al reconocer aquellos ojos negros, la figura delgada y rasgos dulces, que esa tarde se pintaron aterrorizados. La única diferencia con la mujer que me recibió hace años fue la tristeza en su mirada.

«Taiyari, tenía razón».

—Oh, gracias al cielo es usted —suspiré, dejando escapar una auténtica sonrisa—. Pensé por un momento que me había equivocado.

—Mi hijo no nos avisó que vendrías —comentó sin esconder el asombro. La madre de Taiyari pasó la mirada de mí a mi novio, desconfiada.

—Es una sorpresa. Una que improvisé de última hora —me sinceré, esperando me entendiera—. ¿Puedo verlo? —le pedí ilusionada.

—Él está ocupado —me explicó tajante.

La desilusión se apoderó de mí, sobre todo por su frío tono.

—¿No puede recibirme?

—Es que no te esperábamos —repitió incómoda, dando un paso atrás y cerrando de a poco la puerta.

—En verdad lamento ser tan impertinente, pero juro que no le quitaré mucho tiempo —insistí desesperada, impidiendo me dejara fuera. Metí el pie y empujé la madera. Uní mis manos en una súplica. Jamás consideré la idea que me negaran el acceso.

Su madre me contempló compasiva. Nos miramos fijamente, una lucha que solo tendría un ganador. Torció levemente la boca y cerró los ojos pensando qué hacer. No me rendí, seguí atenta a cada uno de sus tensos movimientos hasta que sus manos fueron soltando la perilla.

Debió notar la sinceridad de mi alma para que cambiara de opinión.

—Sí, entiendo. Espera un minuto —me pidió con una triste sonrisa—. Tienes derecho.

—¿Pasa algo malo? —anticipé preocupada, ignorando la opresión en el pecho.

—No. Él está bien —me aseguró tranquilizadora. Su mano tomó mi brazo para mostrarme al interior. Ernesto nos siguió de cerca. Yo supe que mentía porque el tacto rígido de su mano delataba su estrés.

Arrastré los pies por el pasillo, con un miedo creciente escalando por mis piernas. Ni siquiera pude concentrarme en el lugar. Un escenario negro por el cual vagaba un fantasma. Mi corazón latía tan deprisa que pensé me desmayaría antes de llegar a donde fuera que me condujera. Tuve la impresión de que al aire se había quedado afuera, por lo que era imposible aspirar oxígeno en esas angostas paredes.

Deslumbré una puerta al final, al igual que otras que habíamos pasado. Antes de cuestionarme si se trataba de la buscaba desde otro país, obtuve la respuesta. Sus dedos abandonaron mi piel para que yo me encargara de volar hacia lo que me esperaba detrás.

Supe lo que significaba.

El tiempo se detuvo. Ignoré sus palabras, que me advirtieron tener fortaleza, para precipitarme hasta la entrada. Tomé un respiro al tocar. Fue un golpe leve, que a duras penas logré escuchar. No esperé una respuesta, yo misma empujé la pesada madera dando con el misterio del interior.

Olvidé cómo respirar cuando mi mirada dio con el hombre al que le había dedicado un millón de palabras en los últimos años. Mis piernas temblaron al compás de mi acelerado corazón que amenazaba con escapar de aquello que lo dañara. No había vuelta atrás, un golpe brutal que abrió las viejas heridas.

—¿Sucede algo?

Reconocí al dueño de aquella voz. Me cubrí la boca para retener un sollozo dentro de mí. Taiyari siguió concentrado en lo suyo, ajeno al terremoto, hasta que el prolongado silencio lo alarmó. Desvío su atención de la pantalla para chocar con la intrusa que se había metido en su vida sin permiso, al igual que la primera vez.

Cuando nuestras miradas coincidieron el trozo entero de mi corazón, ese que le había dedicado a él, se rompió en mil pedazos. 

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