Capítulo 7

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—Cierra los ojos —le pedí angustiada. Mis manos sostenían la botella del alcohol—. Te va a arder —le adelanté, sufriendo por dentro.

Taiyari, sentando frente a mí con los pantalones levantados hasta la rodilla, retuvo una sonrisa. Mi expresión debía ser graciosa para que se burlara en lugar de llorar sus heridas.

—Amanda, ya...

No dejé que terminara la frase, le arrojé un poco del líquido directo a los arañazos que aún sangraban en sus rodillas. Taiyari hizo una mueca de dolor, yo apreté los labios para no gritar. Tomé un algodón y empecé a limpiarlas cuidando no hacerle más daño.

—No debiste acompañarme —me lamenté en voz bajita. Los dedos me temblaron sutilmente, no sabía si los nervios se debían a la sangre o a tener que tocarlo. Sería una pésima enfermera—, pero no sabes lo mucho que te agradezco —me sinceré concentrada.

Sentí la mirada de Taiyari, la ignoré atenta en desinfectar los daños que no eran superficiales. El tonto chófer tenía la culpa de todo. Si hubiera esperado un minuto él estaría bien.

Habíamos llegado al centro comercial donde compré algodón y una pequeña botella de alcohol, pese a las quejas de Taiyari que aseguraban no eran nada. No lo escuché por fortuna.

—Amanda, yo puedo hacerlo.

—Lo sé —contesté. Sabía que él no me necesitaba, que incluso podía hacerlo mejor sin mí, pero quería ayudarlo porque en parte era mi responsabilidad—. ¿Te duele mucho?

—Estoy bien. No te preocupes. Soy muy torpe. Siempre termino cayéndome en todas partes.

Le creí, en educación física le pasaba seguido. Fui tan cuidadosa que un orgullo me invadió cuando comprobé el resultado. Con un buena pomada para el dolor quedaría como nuevo en unos días.

—Tengo una suerte terrible. Odio contagiártela —suspiré, recargándome en el asiento.

Le poca gente que vagaba en las mesas del exterior no reparó en nosotros, seguían su camino para acceder al supermercado. Una buena noticia para Taiyari que no le gustaba llamar la atención.

—No me sorprendería que ahora mismo cayera un avión sobre nuestras cabezas —dramaticé adolorida por saber que sufría y que no podía hacer nada.

—No retes a la vida, Amanda —respondió él con una sonrisa.

Era extraño. A Taiyari le gustaba oír mis bobadas. Sí, mis bobadas. Y a mí escuchar mi nombre en sus labios. Sí, mi nombre. No sabía cuál de las dos era más rara, que él encontrará normal mis peculiaridades o yo fascinante lo rutinario.

—Será mejor que regreses a casa. Yo puedo hacer lo que resta —propuse. Quedaba un trecho corto que conocía de memoria, pero largo para alguien lastimado.

—Yo te acompaño —insistió, poniéndose de pie a la par mía.

—No.

—Amanda, solo me caí, no perdí las piernas —me recordó de buen humor, dándome una demostración que podía andar sin problemas.

«Sí, quizás solo exageraba», reconocí.

—Solo me preocupo por ti —me defendí para que no se burlara—. Igual que por todos. Es decir, no eres especial. No me refiere a que no me importes, lo haces... Porque te caíste de un camión en movimiento, sería inhumana si no fuera así...

Pasé un trayecto enredándome con mi propia lengua dando explicaciones que solo sirvieron para divertir a mi compañero. Un alivio inmenso brotó cuando divisé la casa que buscaba, no solo porque detendría la lista de tonterías que venía diciendo sino porque reconocí el vehículo aparcado en el exterior.

Papá estaba en casa.

Corrí para llegar, sin embargo, pronto recordé que Taiyari no podía seguirme el paso. Él analizó la sencilla vivienda, fachada de tejas marrones, paredes blancas y un sin fin de flores que daban la sensación de esconder un mundo entre sus hojas imposible de penetrar.

—Gracias por todo, Taiyari —le dije antes de entrar. Él solo me regaló una sonrisa de medio lado, modesto, sin colgarse ninguna medalla—. Algún día espero poder hacer algo por ti.

—Ya lo haces —respondió, sorprendiéndome.

No entendí a qué se refería, tampoco me dio tiempo de preguntar porque tenía prisa. Consideré que algún otro día lo cuestionaría, uno en el que no le hubiera quitado tanto tiempo.

No empujé la puerta hasta que su figura se perdió en la calle. Fue entonces que decidí entrar. Adentro todo seguía en su lugar, un pequeño sofá celeste, una planta ornamental y una mesita al centro. Lo único que rompía el equilibrio fueron un par de elementos vivos.

—¡Amanda! Oh, gracias a Dios estás bien.

Mamá me asfixió con un abrazo cuando ni siquiera había puesto un pie dentro. Me estrechó a su pecho con fuerza, tal como la vez que me extravié en el supermercado. Apenas estaba acostumbrándome a su calor cuando me alejó para verme directo a los ojos. Al percibir la preocupación que los inundaba me sentí terrible, un nudo en la boca del estómago que solo disminuyó al recordar que estaba ya con ella.

—¿Dónde te metiste, Amanda?

Busqué la voz de papá a su espalda. No sonaba nada amable. Estaba molesto, era fácil percibirlo por su mirada severa.

—Fui a buscarte y no te encontré en la escuela —comenzó su reclamo.

—No estabas afuera —me justifiqué. Papá resopló negando con la cabeza, como si no diera crédito a mis palabras. A mí me pasaba lo mismo con su nueva actitud.

—Se me hizo un poco tarde, pero no tenías que moverte de ahí —alegó, decidido a no aceptar un gramo de culpa. Me costó reconocerlo, papá siempre había sido comprensivo, nunca se cerraba a escuchar.

—¿Un poco? —repetí, olvidando que él era mayor que yo.

—Amanda, nos preocupaste a todos.

—Yo estaba preocupada por ti. No sabía qué te había pasado —argumenté.

—Llamé después al colegio para avisar, pero me dijeron que ya te habías marchado —se justificó dando círculos en la habitación. Eso significaba que papá había llegado unos minutos antes que yo a casa.

—Amanda, es la última vez que haces una cosa como esta... —me advirtió.

—Ya déjala, Sergio, lo importante es que está bien —la detuvo mamá, sin disimular su enfado por el espectáculo. Yo preferí guardar silencio.

—¿La vas a defender? —protestó desesperado papá. Me pareció que lo único que buscaba era convencerse a sí mismo que él no había fallado.

—Tú fuiste el primero en equivocarte —expresó mamá que no se quedaba callada—, ¿cómo quieres que sepamos cuando sí vas a llegar y cuando no? ¡No somos adivina!

—Hemos empezado a hablar de Amanda, y como siempre tienes que terminar quejándote de mí —soltó frustrado porque la atención se había desviado justo a donde no quería.

Estar en medio de los dos me hizo sentir como una niña pequeña.

—¡Pues sí! De un tiempo para acá lo único que haces es faltar en casa —elevó la voz que flaqueó, desahogándose. Yo bajé la mirada a mis pies.

No quería seguir ahí.

Papá tampoco, no esperó, se marchó huyendo de las palabras de mamá. Ella lo siguió sin rendirse. Un horrible silencio caló en mis oídos a medidas se alejaban.

—Amanda...

Me giré para encontrarme a mi abuela que me ofreció sus brazos. Su cabello blanco, su falda larga, sus sandalias, eran la definición de paz. Sonreí débilmente antes de apoyar mi cabeza en su hombro. Todo se había estropeado. La amargura inundó mi pecho.

—No sabes lo feliz que soy ahora que estás aquí —murmuró con dulzura la frase que me sirvió de consuelo—. ¿Todo bien?

Asentí porque era la única dispuesta a escucharme sin juzgar. Le conté sin detalles mi pequeña aventura. Frené en un punto de la conversación, recordando lo que había deseado solicitarle desde que Taiyari decidió acompañarme. Era una tontería, pero no quería olvidarlo.

—Abuela —dudé. Su atención me impulsó a hablar—. Necesito pedirte un favor.

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