Ahnyei XI

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Madrugada del domingo 6 del mes doce.

Llegó al hospital, al más caro de Pilastra, pues suponía que Beka debía estar internada ahí. Hacía demasiado frío y la chaqueta que le había proporcionado Teho era insuficiente a medida que la madrugada avanzaba; tampoco ayudaba la ropa menuda y los pantaloncillos ridículamente cortos. Pensó en Marie. Lamentaba la manera en la que le había hablado la última vez. ¿Sería posible que la Guardia la dejara en paz? Después de todo, ella no tenía nada que ver en el problema en el que ella se había metido.

Era increíble como su vida había cambiado en apenas unos días, desde aquella madrugada en que sus pasos habían coincidido con el hijo del ministro. ¿Cuántos días habían pasado? No lo recordaba con exactitud.

Con su mochila bien asegurada se internó en el patio del edificio. Miró hacia arriba. Tal vez podría encontrar una ventana por la cual colarse. No parecía haber vigilancia en el hospital. Era posible que el total de la fuerza policíaca ya se concentrara en las fronteras y la estación del tren. Había perdido un tiempo valiosísimo al haber regresado.

Había cámaras en la entrada y sus luces rojas intermitentes estaban encendidas, todas ellas colocadas en diferentes ángulos. Se preguntó si realmente habría alguien detrás de esos aparatos. Sería mejor dar la vuelta y buscar una entrada por la parte trasera.

Cuando llegó, analizó la manera de saltar la reja del estacionamiento de ambulancias. No le costó trabajo pegar el salto y escalar la malla para luego internarse en el patio trasero de la sala de urgencias. No había personal en esa área y el puesto de vigilancia estaba vacío. Se internó por el pasillo y dio con la puerta por la que seguramente sacaban los cuerpos de los fallecidos a la morgue. Giró el picaporte y lo único que sus ojos alcanzaron a ver, mientras un brazo firme la empujaba violentamente del lugar, fue el balanceo y el brillo de un medallón de plata con la figura de una cobra de ojos rojos devorando el símbolo del Sunt.

Ahnyei cayó de rodillas y contuvo un grito.

—¡¿Qué haces aquí?! —era Jan, furioso. Sus ojos echaban chispas.

Aún incrédula por lo que sus ojos acababan de ver, no se le ocurrió qué responder. En todo caso... ¿Qué le podría decir? Jan estaba ahí, mirándola con ojos asesinos y era el emblema de los Acán lo que Ahnyei acababa de ver.

Así que comenzó a correr.

La rapidez y agilidad de las piernas de Ahnyei eran asombrosas, tanto que Jan tuvo que imprimir el doble de sus fuerzas para alcanzarla. Ella atravesó el estacionamiento mientras se maldecía y ese terreno se le hacía interminable. Hubiera deseado tener la habilidad de volar, de teletransportarse, de simplemente desaparecer. Jan se acercaba rápidamente.

Ahnyei por fin alcanzó la reja y pegó un salto encaramándose con desesperación, escalando hasta las altas puntas de metal. Mas todo fue en vano, pues Jan logró agarrar la mochila, jalando su cuerpo con violencia hacia atrás, haciéndola caer de espaldas sobre el duro suelo. Ella miró hacia arriba. La figura de Jan no podía ser más escalofriante desde esa perspectiva.

Jan la sujetó de su antebrazo forzándola a ponerse de pie.

—¡¿He dicho que qué demonios haces aquí?! —la cicatriz de luna bajo su lóbulo derecho brilló ante los ojos de Ahnyei, ardiendo como si fuera un dispositivo que se encendiera con su cólera. El brazo comenzó a escocerla, Jan sintió las chispas formarse a través de la piel y de inmediato la soltó; provocando que su cuerpo cayera nuevamente al suelo.

Por un momento sólo hubo silencio.

—¿Quién eres? —preguntó ella, encogida en el piso; despejando el lío que el corto flequillo extendía sobre sus ojos. Él no respondió.

—¡Vete de aquí! —Ahnyei jamás había visto esa frialdad en sus ojos.

Pero no se fue.

—¿Quién eres? —repitió ella, poniéndose de pie, ganando algo de valor—. ¿Y por qué portas ese emblema?

—Vete, Ahnyei —repitió recuperando la calma y retrocediendo unos pasos, escondiendo entre su gabardina la insignia plateada—. Y no se te ocurra aparecerte en mi camino nunca más.

Unas gotas de sudor perlaron su frente, pero no se marchó, al contrario, caminó con determinación para hacerle frente.

Jan casi pierde la razón cuando la dulce voz de Ahnyei lo encaró.

—¿Por qué llevas colgado ese emblema?

El ignoro su pregunta.

—¿Por qué diablos no te has marchado de la ciudad?

—Eres uno de ellos... —susurró—. ¿No es así?

Jan crispó sus puños.

—No me hagas jugar el estúpido juego del gato y al ratón. Sabes quién soy, y yo sé quién eres tú... Así que tenemos dos opciones: o te marchas o te mato.

—Eres un Acán... —susurró.

—Y tú eres una eterna. ¿Lo ves? Tal vez esa fue la razón por la que siempre nos odiamos.

—Yo nunca te odié.

—Pues eso no fue lo que pareció.

—Yo no te odiaba, yo quería que vivieras, por eso salvé tu vida.

La cólera de Jan desapareció, su cara se consternó en un gesto de aflicción.

—Vete, Ahnyei, por favor —rogó—, o me convertiré en tu asesino.

—No podrías hacerlo...

—¿Por qué piensas que no?

—Porque ya lo habrías hecho.

—No me retes, Ahnyei —Jan la miró fijamente—. Ni siquiera me conoces, ni tampoco los conoces a ellos. ¡Vete ahora que tienes la oportunidad!

—Me iré, lo prometo. Pero primero déjame curarla.

—¡No, Ahnyei! ¡Te prohíbo que vuelvas a acercarte a ella!

—¡Sabes que puedo hacerlo! ¡Déjame ayudarla! —gritó.

Jan se dio la vuelta.

—No puedo arriesgarme...

Ahnyei se acercó más, le tocó el brazo y notó cómo la descarga eléctrica también a él lo hacía temblar.

—Por favor —rogó—. Déjame hacerlo y te juro que nunca más volverás a verme.

—Eres inestable, Ahnyei. Sé que en el fondo no quieres lastimar a la gente, pero también sé que a veces no puedes controlarte. Podrías matarla.

—Me fue bien contigo.

—Tal vez porque yo soy diferente.

«Porque el pertenecía a la Orden, porque él era un cazador».

—¡Por favor, déjame intentarlo! ¡Jamás volverás a saber de mí! ¡No volveré a lastimar a nadie más!

Jan lo pensó por unos segundos. Luego la tomó del brazo con firmeza y emprendió el rumbo hacia la habitación de Beka. El paso del hijo del ministro era firme, conduciendo a Ahnyei por los blancos y estériles pasillos que consideraba seguros.

Ahnyei caminaba a la par que Jan, muy cerca de él. Cerca de su asesino. Todo en ese momento le parecía irreal. ¿En qué momento saltaba de un problema a otro? Subieron al ascensor en absoluto silencio.

—¿Y ese atuendo? —Jan le preguntó mientras esperaban escuchar el timbre, que anunciaba la llegada al pabellón C de quemados.

Ahnyei vio su reflejo a través del espejo del elevador. Eran una pareja peculiar. Él, todo vestido de negro, con los ojos hinchados y el rostro congestionado, con actitud tensa, pero elegante y varonil. Ella en cambio, asustada y aún desconcertada, lucía infantil. La maraña de su cabello corto y desordenado todavía conservaba algunas horquillas incrustadas de lo que había sido un bonito peinado. Sus ropas cortas y entalladas de colores pasteles le daban una apariencia inofensiva. Solo la chaqueta gris era de su talla. Ahnyei subió el cierre de la chaqueta y cruzó los brazos.

—Esto es mejor que el guiñapo en el que se convirtió mi vestido.

Jan sonrió y por un brevísimo momento ella olvidó la pesadilla que estaba viviendo.

—Te queda bien —mintió—. Y tal vez sea mejor. Así no te reconocerán.

El timbre sonó y la puerta del elevador se abrió. Jan asomó primero la cabeza, mirando en ambas direcciones, luego le hizo una seña para que saliera.

—Es el número doce  —señaló a la habitación que daba a la izquierda.

—¿Hay más heridos?

Jan negó con la cabeza.

—Ninguno de gravedad.

Ahnyei miró el brazo malherido de Jan.

—Lo siento —dijo nuevamente.

—Vamos.

Entraron sin hacer ruido, y burlando la seguridad de la estación de enfermeras. Después de todo, Jan era un visitante autorizado, algo se inventaría si los llegaban a cuestionar. Jan corrió el pasador de la puerta una vez dentro.

El «bip» constante de las máquinas encendidas era algo que le recordaba a su pasado en Heskel, y a esas larga noches monitoreada por los científicos. Ahora que Ahnyei lo recordaba todo, el sonido de los aparatos a los que estaba conectado el cuerpo de Beka le resultaban aterradoramente familiares.

No pudo evitar llorar al ver el deteriorado cuerpo de la chica. Beka estaba vendada de pies a cabeza y su cuerpo desprendía un olor a sangre, carne chamuscada y antiséptico. Del pelo no quedaba mucho, solo unos finos cabellos sobresalían por los vendajes. La cara había desaparecido casi por completo. Detrás del respirador se podía apreciar como de la nariz no quedaba nada,  tan solo un hueco profundo y rojo. Los labios se habían contraído en una línea delgada y grotesca.

Ahnyei se acercó más y tomó la mano de Beka.

—Lo siento tanto... —murmuró entre sollozos.

Jan la miraba atentamente, rozó instintivamente el puño de su daga como preparándose para cualquier sorpresa.

—Hazlo ahora —le ordenó—. Antes de que alguien venga.

Ahnyei asintió, secó sus lágrimas y se tranquilizó. Respiró profundamente y colocó sus manos en el pecho de Beka. Cerró los ojos y en cuestión de minutos el calor empezó a emanar de sus palmas. Un calor de sanidad que Jan reconoció a la perfección, y totalmente opuesto al fuego destructivo que había presenciado tan solo unas horas atrás. Con rapidez, la piel de Beka empezó a restaurarse y el olor a sangre y a carne quemada desapareció.

Ahora el cuerpo de Beka ardía entre llamas amarillas reconfortantes y sanadoras. La ola de calor ondeaba las cortinas y los despeinados cabellos de Ahnyei en un suave vaivén. Al cabo de unos segundos, la piel muerta sobresalía a través de los vendajes. Ahnyei retiró uno de ellos y Jan vio con asombro como la piel quemada se desprendía con facilidad, convirtiéndose en cenizas. Bajo la capa de pellejo carbonizado apareció una piel lozana y de apariencia fresca. El cabello de Beka también regresó, en mucho menor proporción, pero ya no eran solamente hilos que colgaban de su cuero cabelludo. El rostro comenzó a cicatrizar y lo que había desaparecido volvió a su lugar lentamente. Los ojos, los párpados y las pestañas. Luego los labios comenzaron a llenarse nuevamente, hasta tornarse carnosos y rojos. Beka emitió un gemido. Ahnyei recordó entonces que ya era tiempo de parar. Restaurar lo roto tenía sus consecuencias, y el no hacerlo con cautela llevaría al cuerpo de Beka al límite y moriría de una sobrecarga de energía, que desembocaría en un paro cardíaco.

Ahnyei terminó. Se giró a mirarlo como esperando algún gesto de aprobación. Jan la miraba estupefacto.

Beka empezó a quejarse más y a moverse, como queriendo recuperar la consciencia.

—Ahora estará bien —dijo Ahnyei.

Jan se acercó a ella.

—Te debo mi vida y el bienestar de Beka —le dijo sinceramente—. Jamás te haría daño, pero mi padre y la Orden no dejarán de buscarte nunca

—Lo sé.

—Márchate de una vez.

—Una cosa más.

Ahnyei colocó sus manos en el brazo herido de Jan. La esfera de calor comenzó otra vez a formarse.

—Déjame —alegó Jan—. Estaré bien.

Ella retuvo su brazo con fuerza. Jan abrió más los ojos mientras veía como el calor sanador actuaba en él

—No tardaré mucho.

En cuestión de segundos, el brazo que tanto le había molestado las últimas semanas fue completamente restaurado. Ahnyei se detuvo justo a tiempo. La recuperación en Jan esta vez era completa. Ahnyei se sintió bien y en paz consigo misma.

Beka empezó a incorporarse.

—¿Jan? ¿Eres tú? —Beka recobró la consciencia y con sus manos empezó a desprender las vendas de su rostro. Jan, saliendo de su sorpresa, corrió a su lado.

—Sí, querida —la tomó de las manos, depositando en ella unos tiernos besos—. Todo está bien. Déjame ayudarte.

Ahnyei se quedó en el marco de la puerta, mirando la escena y deseando en su interior que —de ser verdad que su alma gemela andaba por el mundo buscándola—, esta le mostraría algún día la misma clase de amor y preocupación que Jan sentía por Beka.

Unos ruidos de pasos y gente acercándose la hicieron volver a la realidad, estaban muy próximos a la puerta. Ahnyei miró a Jan y este se puso de pie.

—Por la ventana —le ordenó—. Yo me encargaré de ellos.

Era un tercer piso, pero esa noche, Ahnyei se estaba volviendo lo suficientemente hábil para escabullirse de cualquier sitio.

—Hasta nunca —se despidió antes de abrir la ventana. Jan la agarró por la muñeca.

—Ahnyei... gracias.

Los ojos verdes de Jan parecían intentar mirar más allá de su alma. Ella bajó la mirada y no respondió. Ahnyei saltó, liberándose del agarre; caminó por la estrecha cornisa muy pegada a la pared, luego se extendió hacia las ramas del árbol más próximo y se refugió en el interior de su copa. Esperó unos momentos antes de descender, y de nuevo, bajo la luz de la luna de esa interminable noche, corrió otra vez hacia su destino.

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