Mason II

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 22 del mes once.

Lo tenía todo preparado. Todo sería perfecto... Sí, debía convencerlos de abandonar Pilastra. La ruta ya estaba trazada hacia la Bahía de Colmenar. Dios y el profeta Acán los protegerían.

El problema era él, siempre él, su hijo. Rebelde hasta los huesos, reacio a cumplir con su misión.

La profecía estaba por cumplirse y Jan era parte importante de ella. Lo supo desde siempre.

Hace más de dos milenios, la profecía fue otorgada al primer Acán:

«La batalla final se realizará casi al final del quinto nuevo siglo. Despertará la bestia que exterminará al resto de la raza humana. Nuestra tribu ha sido elegida por el Altísimo para librar la guerra celestial. Nos ha provisto de armas, nos ha provisto de entrenamiento, pero sobre todo, nos ha provisto de fe».

Otros cazadores existían, seguían dando muerte a los abominables eternos. Pero Jan... Jan era su hijo. Jan debía beberse la copa del triunfo, la sangre de los inmortales.

«Ya entrará en razón», se consolaba Mason.

Por lo menos, ya había conseguido que se quedara en Pilastra, no se mudaría, aunque fuera rebelde a su misión. Sabía que muy en el fondo, todos esos años de entrenamiento habían sembrado la semilla en su corazón, muy adentro. Él no era alguien común, él era un Acán, un elegido por Dios y llegaría el día en el que cumpliría su misión, por más que la aborreciera.

«Solo es cuestión de tiempo hijo mío y sabrás que toda prueba ha tenido un propósito».

Convencer al pueblo sería una tarea difícil, pero para él no existían los imposibles. Mason soñaba con la creación de una nueva nación profundamente teocrática.

Ya había tenido éxito en Pilastra y en toda la Sede de los Cinco, pero su corazón y su mente le decían que eso no era suficiente. Necesitaba más, más para el Señor, más para sí mismo.

Mason estaba sentado en su despacho fumando un cigarrillo luego del servicio dominical. Como el patio trasero de templo conectaba con su casa, a escasos metros de distancia, podía ver a través de la ventana la estrafalaria cúpula con sus cristales cambiando caprichosamente de color con los rayos crepusculares.

Extrajo de uno de los cajones el censo de su iglesia. La conversión no llegaba aún al total de la población de la Sede de los Cinco. En Pilastra, por ejemplo, aún existían herejes, herejes como aquella mocosa que se había atrevido a retarlo con la mirada esa mañana, disidentes como Theodore Wisdel que habían desertado de la ciudad, no practicantes como Mathus Carysel, el jefe de la policía y sus hijos. Era su deber ir a por ellos, por las buenas o por las malas. Ya estaba en pláticas con el alcalde Statz para aumentar las deducciones necesarias en los pagos de cada trabajador en Pilastra como penalización. Eso lo llenaba de tranquilidad, él no era avaro, claro que no, tampoco codicioso. Se jactaba pensando que la consecuencia de una elevación al impuesto eclesiástico obedecía a la necesidad de hacer volver a aquellas ovejas perdidas a su redil, donde en definitiva estarían mejor.

Todos debían bautizarse en el nombre de Rahvé, por las buenas o por las malas y era su deber sagrado ir a por ellos. Si tenía que sangrar las finanzas de esos herejes para convencerlos, así sería. Él era el único que podía salvarlos de las garras del Maligno.

Mason se acomodó sus gafas y cerró el libro del censo. Ya se ocuparía del resto. Estimó que, en pocas semanas, el total de conversiones sería del cien por ciento. Luego abrió el Testamento de Acán. Una última y celosa edición que se había hecho meticulosamente en una imprenta modesta dentro de la Orden.

Mason repasaba una y otra vez —casi con obsesión— los testamentos de Acán, el profeta de la nueva era; aquel que aún no era conocido por el mundo, pero pronto lo sería.

«Confiarán totalmente en mí, me seguirán, porque soy el único buen pastor».

La fecha se aproximaba, tenía los días contados, pero sabía que podía hacerlo.

«Ningún mortal debe morir en esta batalla. Ninguno de ellos. Los eternos deben por fin desaparecer. El pueblo de Rahvé morará en una nueva tierra prometida, igual que en la antigüedad, donde podrán multiplicarse sin temor a ser heridos nuevamente por el Maligno».

Su mirada se detuvo en uno de sus pasajes más amados:
Mason leyó en voz alta y con fuerza las palabras del profeta:

Mientras nos asentamos a orillas del monte Sinaí y aguardábamos el regreso de Moisés, descendía yo de las montañas, cuando vi a una mujer agazapada, escondida entre las malezas; estaba desnuda, tenía hambre y frío. La cubrí con pieles y la llevé a mi tienda con mis esposas, y mis hijos. La alimentaron, le dieron de beber y descansó. Al día siguiente, mis hijos le preguntaron si hablaba la lengua común. Ella parecía no entenderlos.

Parecía una deidad, con cabellos de plata y ojos cenizos, pero brillantes. Una mañana dijo su nombre:

«Ebaki» —dijo lentamente, poniendo sus manos sobre su pecho—.«Ebaki».

Mis hijos y mis esposas la amaban, era inocente, alegre, pero yo sabía que no debía confiar demasiado en ese extraño ser.

Una noche, fue a mis aposentos.

Rakieb... —me advirtió—. Busca a Ebaki —y volvió a señalarse a sí misma. Rakieb vendrá.
Días después, un hombre, parecido a ella llegó. Era igual de alto, con cabellos de luna, llamó a gritos a Ebaki. Ella salió a recibirle, y después de fundirse en un abrazo, ella señaló nuestra humilde aldea.

—«Yeh hen» —le dijo y sus ojos se transformaron en serpientes de fuego. Aquel hombre extendió su brazo. Un círculo de luz se desprendió de su palma derecha y fue haciéndose cada vez más grande, hasta que su mano no pudo contenerlo. Esa bola de fuego arrasó de una sola vez con mi hogar, con mis esposas y mis hijos que murieron entre gritos, devorados por el fuego.

Intentamos destruirlos, yo corrí a lo que quedaba de mi tienda y tomé mis lanzas, jabalinas, mi maza... cualquier cosa con la que pudiera asesinarlos.

Detoné cada flecha y lanza en sus pechos, pero ninguna de ellas les hizo daño, caían como ramas secas ante sus pies desnudos. Con mazas y jabalinas intentamos separarlos y destruirlos. Con cadenas intentamos cercenar sus cuellos. Todo fue inútil. Ella, la mujer, sonreía con malicia, alegre de haber reducido mi familia a cenizas. Él la abrazaba, permanecían en silencio, observando solamente. Brillando, cuales seres angelicales, pero llenos de maldad. Ninguna de mis armas les hizo daño alguno. Ellos no morían... Ellos eran inmortales.

Después Rahvé vería en mí sabiduría y me enseñaría el camino para iniciar su erradicación.

Cerró el libro, convencido de su misión. Las palabras de Acán, siempre lo inspirarían a hacer lo correcto.

Ya era hora de ejercer medidas más severas en los pueblos para acatar los mandatos de Dios.

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