Capítulo 5

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Lo siguiente que voy a escribir es continuación de la última cosa que escribió mi hermano. No quiero mentirles, pero me dio pereza leer todo el recuento, así que a medias vi lo último que dijo. Incluso, pudo haberme insultado y yo ni pendiente, pero eso es lo de menos. Que igual, si lo hizo, quiero que sepan que K estaba muy molesto, ya que, al fin y al cabo, se murió su peor enemigo gracias a la máquina y solo pudo patearlo.

No sé si ya lo comenté, pero mi idea era que K tuviera su momento con Da Vinci y vencer ese odio hacia el pintor. Lo que yo no contaba era con todo este enredo, sobre todo porque, tarde o temprano, deberíamos interactuar con las demás personas. Lástima que nos hubiese tocado actuar, antes de que K aceptara que tendría que fingir ser su peor enemigo.

Vuelvo a lo importante, que me estoy yendo por la tangente. Yo, T, provoqué todo esto y asumo esa culpa. Con esto intento decir que mis ganas de ayudar a mi hermano eran demasiadas como para quedarme cruzado de brazos. Sí, su odio a Da Vinci quizás había llegado a un nivel demasiado alto y tenía la convicción de que perdería la cordura, hasta que construí la máquina del tiempo.

En fin, puede que me esté adelantando mucho a las circunstancias si sigo esa línea de pensamiento.

Bueno, recapitulemos. La voz que K afirmó que oyó era de la Gioconda en persona. No era fea, pero era como ver a mi hermano con peluca (K, si lees esto, ¡es una broma!).

Ahora, en serio, era delgada y usaba ropas tan lúgubres como el cuerpo del pintor. La Mona, como la apodé un tiempo después de ese incidente, se podía decir que era pettite, ¿o era petite? Da igual, el punto era que esa mujer parecía una inocente vecina, la cual Da Vinci pintaría en algún momento de su vida, pero no lo era. Ahí lo dejo que, si no, K me pateará, como lo hizo con el cuerpo de su enemigo. Y yo quiero mantener mi cara intacta.

El encuentro nos tomó por sorpresa. Después de discutir sobre qué hacer ante esa situación, K se vio obligado a tomar el puesto de Da Vinci, aunque fuera para salir del paso. Sí, la Gioconda entró a la casa, pero menos mal que mi hermano era un maestro de la improvisación cuando quería y logró mantenerla tan distraída que no se fijó ni en la máquina del tiempo ni en el cuerpo. Su acento, el de ella, era demasiado grueso, así que la conversación fue algo como:

—¡Buenas! —saludó K a la mujer. Yo estaba oculto, por si acaso.

—¡Leonardo! ¡Pog fing apagueses, bastagdo! —dijo ella (a lo mejor exagero, pero bueno).

En realidad, creo que eso sonó más francés que italiano; de idiomas no sé mucho. De ahora en adelante no lo vuelvo a intentar, tendrán que imaginarse el acento.

—Disculpe —K se acarició su barba de Santa—, ¿qué la trae por aquí?

La Gioconda se alisó su falda. Ella sí olía bien, así que confirmé que mi hermano tenía razón: el pintor era demasiado sucio.

—¿Ya te olvidaste? —preguntó casi con gritos. Señaló a mi hermano y añadió—: Llevo muchísimo tiempo intentando que me pintes. Dijiste que hoy podía venir para que lo hicieras.

—Hoy es un mal día, las brochas las tengo sucias y luego tu cara quedará más fea de lo normal. —Su comentario pareció no importarle a la mujer, a pesar de que resopló. Quizás el Da Vinci original le hacía lo mismo—. Además, estoy cansado.

—Se nota, jamás te había visto con tu ropa de dormir. —Puede que esto lo hubiese dicho con doble intención, no lo sé, eso lo podría confirmar K—. Volveré después, Leo.

—Nos vemos.

Aunque no fue el encontronazo más fuerte de todos, al contrario, fue muy inocente, la Gioconda miró de arriba abajo a K; parecía admirar su traje de Santa Claus. Luego intentó observar el resto de la habitación, pero mi hermano la tomó del brazo y la guio hasta la puerta.

—Quizás cambie de estilo —comentó aún sin salir de la habitación—. No sé, el rojo se lleva ahora en el 1500.

—¿Qué? —La mujer se cruzó de brazos.

Podía jurar que K sudaba.

—No sé, esta barba es difícil de combinar. —Acarició la barba falsa, como para que entendiera el punto—. El negro es muy triste y feo, pero el rojo le da vida.

—No sabía que eras poeta —bromeó, o eso creía. Con esta mujer nada era lo que parecía.

—La poesía es arte. Todo es arte y, por eso, como artista creo que el rojo es mejor que el negro. —K sonrió—. Nos vemos.

—Me llamo Lisa, siempre se te olvida.

K asintió como si así fuera y abrió la puerta. Aun así la mujer estaba quieta, como esperando a que mi hermano dijera algo más.

Me moví un poco para ver mejor, pero me tropecé. Lisa volteó en dirección al ruido. No creía que me hubiera visto, aunque, como ya mencioné, esa mujer no era de fiar.

—Nos vemos, Leo —se despidió y dio un paso hacia afuera. Antes de salir, agregó—: Saludos a tu amigo.

Ese fue el primer encuentro con esa mujer y el último que se podría catalogar como agradable. Sueno como si quisiera decir más cosas sobre Lisa, o como si mis intenciones fueran pintarla como una villana. Esto ya se me escapa de las manos, yo solo intento contar las cosas como ocurrieron y punto. Pero, lo que más me sorprende era que sí me había visto y no hizo más que mandarme saludos.

Aunque nadie lo crea, esto no fue lo que detonó mi desconfianza ni tampoco la de K. En ese momento poco sabíamos de Lisa, por no decir casi nada. Acabábamos de llegar a este siglo, éramos como turistas que no habían hecho su investigación como debían y solo iban con lo que recordaban.

Mi hermano y yo estábamos en el pasado, con un muerto y una máquina del tiempo rota, eso era lo que importaba. Lo de Lisa vendrá después porque, según la historia, Da Vinci pintaría a la Gioconda en unos años. Mantener a este personaje en la mente será importante, ahí lo dejo. Por ahora, que me hubiese visto no significaba mucho, puesto que Da Vinci seguro que socializaba de vez en cuando. A lo mejor ella creía que yo era un asistente, un familiar, un vecino, lo que sea.

En cuanto a la máquina, en ese momento no había mucho que se pudiera hacer. Estaba un poco sorprendido por lo que acababa de pasar, que me costó asimilar todo. Podría arreglarla, al fin y al cabo yo mismo la armé y era un ingeniero. Eso no me preocupaba tanto como K creía, ya que, de todos modos, Da Vinci moriría muchos años más adelante y, en mi opinión, sería preocuparme en vano. Lo que sí sabía era que faltaba un elemento especial, y que encontré de la misma forma que los planos.

A mi hermano le di una respuesta a medias, ya que lo primordial era que él superara su ensalada mental y se volviera Da Vinci.

Si yo estaba a mil por hora, con la cabeza trabajando en una línea de tiempo del resto de la vida del pintor, mientras intentaba buscarle el lado bueno a todo, no podía imaginarme cómo estaba K. Él tenía un temperamento demasiado extraño y a veces podía ser un poco impredecible.

—Mira, K, pasamos la prueba —dije cuando regresó a mi lado y se quitó la barba—. Algo haremos con el pitido y arreglaré la máquina, lo juro.

Mi hermano asintió y se acercó al cuerpo del muerto. Lo observó por un rato. Algo en él parecía diferente y me dolía un poco pensar que era mi culpa.

Como si enunciara una orden presidencial, habló:

—T, soy Da Vinci.

De inmediato, me volteé para mirarlo. K estaba impávido, de rodillas junto al cadáver.



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