Capítulo 4

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Lo siento, pero tengo que intervenir. El plan era que toda esta parte de la historia la narrase T, para que yo pudiera descansar de mi reciente pelea con la Gioconda asesina; pero si el maldito bribón se va a dedicar a difundir flagrantes inexactitudes, entenderán que esto no me deja más alternativa que regresar para corregirlas.

Primero, yo no tenía la menor intención de matar a nadie. El hecho inequívoco es que el inventor exhaló su último suspiro porque le aterrizamos con la máquina en la cabeza. ¿Y quién la manejaba? ¡Exacto! Sus intentos por presentarme como un loco, que se dedica a patear cadáveres durante minutos, no son más que una cortina de humo, diseñada para apartar la atención de su culpabilidad. Si el cadáver tiene marcas de pies es porque estaba probando una técnica de reanimación especial; yo quería salvarle la vida, no soy cómplice de nada. Si salimos de esta, declararé lo que haga falta para encerrar a este horrible, horrible hombre.

Segundo, y más importante, de verdad que no me parezco en nada al señor ese. No sé por qué, pero de pronto mi hermano se obsesionó también con que éramos la viva imagen, y fue precisamente por eso que empezó nuestra discusión. Tampoco me interpreten mal; apreciaba que, en un acto de amor familiar, se hubiese tomado la molestia de conseguir una máquina del tiempo, solo para que yo pudiese pegarle una patada a mi archienemigo, sin embargo... nunca me gustó esa manía suya de hacerlo todo a su modo y sin consultarme.

En suma, todo empezó porque, tras el disgusto que supuso enterarnos de que nos habíamos quedado sin máquina, cada uno pasó cierto tiempo de consuelo a su manera. Él, siendo él, se dedicó a pensar en un plan de manera unilateral, mientras que yo intenté reanimar el cuerpo muerto otro ratito. Cuando terminé, me lo encontré sentado en una mesa junto a una pila de papeles, a los que se había dedicado a transcribir la información que su tenía en su teléfono sobre todo lo que iba a hacer Da Vinci durante los próximos diecinueve años. Le brillaban los ojos, como a un niño al que le acababan de comprar un juguete nuevo. Por mi parte, solo ignoré su ademán de hablarme y fingí que exploraba la habitación con la cabeza. Tampoco pude mantener la farsa demasiado tiempo, porque se me acercó a tocarme el hombro para insistir.

—K, sé que la situación es fea y que es culpa mía, y lo siento... Tú no tienes nada que ver en este asesinato; eres un hombre noble, bueno, justo y altamente inteligente; y pienso cargar con toda la responsabilidad ante un jurado. Es posible que no recuerde haber dicho esto cuando regresemos a nuestro tiempo, a causa de algún efecto secundario de la máquina, pero es la realidad. Te libero de todos los cargos que se te puedan presentar —dijo mi hermano, en un arranque de sinceridad que me llegó al corazón.

La realidad era que, aunque no tenía ganas de hablar con él de nada importante, porque me frustraba y el maldito zumbido de mi oído me estaba matando, tenía que hacerlo, más aún si venía a mí con semejante buena voluntad.

—Está bien, T, yo sé que solo querías ayudarme. La situación es un asco, pero poco podemos hacer al respecto —repliqué, más para mí que para él.

Quería autoconvencerme de que guardarle rencor sería una reacción absurda.

—De hecho, sí que podemos. Sígueme. ¡Mira! —continuó mientras me señalaba la mesa de antes. Sobre ella, además de la pila de papeles concernientes al inventor italiano, descansaban dos copias exactas de los mismos planos para la construcción de una máquina del tiempo. Como pretendiendo contestar a una pregunta que nunca llegué a hacerle, mi hermano me informó—: No son una copia, son el mismo objeto. El de la derecha, el que ves más desgastado, lo compré en una subasta de objetos raros de Da Vinci; es el que usé para construir la máquina. El otro me lo acabo de encontrar pegado a la pared...

Sus palabras debieron de haber generado una profunda impresión en mi rostro porque, tras ellas, interrumpió su monólogo de sopetón, cosa que me tomé como una invitación para hacerle preguntas:

—Conseguiste unos planos de una máquina del tiempo...

—Ajá.

—Diseñados por Da Vinci...

—Sí.

—Con tecnología de hace 500 años. —Tras pronunciar esto, lo miré con cara de querer matarlo.

—Esa parte es más larga de explicar. Este viaje no ha sido producto de un solo día, K, vengo años investigando a tu enemigo. ¿Por qué crees que tenía media biografía de él en mi teléfono? Pasarla a papel nos será útil. Total, cuando se quede sin batería será como tener un peso muerto.

—¿Útil? ¿Útil para qué? ¿Qué tienes ahora en la cabeza?

— A ver, piensa. ¿Por qué hay dos planos?

—Por la misma razón que habrá dos cadáveres en el suelo, si cierta persona no deja de jugar a las adivinanzas por una vez en su vida.

Me estaba hartando y así se lo hice saber. Él solo se quedó callado un rato y dejó que sus ojos deambularan por la habitación, como si temiese contemplar mi expresión de odio mientras pensaba en la mejor manera de explicarse.

—Mira, Da Vinci está muerto. Eso ya no se lo quita nadie, pero ponte a pensar en las ramificaciones del problema. Si se hubiese muerto antes de saltar a la fama, nadie de nuestro presente lo conocería, ni mucho menos le organizarían subastas temáticas. Si no le organizan subastas, yo no podría comprar ningún plano. Sin planos, no habría máquina del tiempo con la que viajar y nosotros no podríamos estar aquí. ¿Me sigues bien hasta esta parte?

—Sí —mentí. —O sea, por eso se rompió la máquina. Cambiamos el pasado.

—Al contrario; la prueba de que no lo cambiamos es que sigo teniendo mis planos. Si necesitas más pruebas... mi biografía del caballero estaba intacta en mi teléfono también. Hasta la fecha, todo parece indicar que nuestro viajecito no afectó al presente en absoluto ¿Cómo explicas esto?

—Yo qué sé, T, me duele la cabeza y soy de letras. Tú solo habla y ya está. —La primera parte de la oración era sincera. No me apetecía pensar en paradojas mientras un zumbido taladraba mi oído. De hecho, tras decir eso, me senté a reposar y terminé con medio cuerpo recostado sobre la mesa. Solo quería que dejase de molestarme para poder descansar.

—Simple, el Da Vinci que se hizo famoso no es el Da Vinci que yace ahí en el suelo, no... sino su doble.

Me caí al suelo. Él intentó levantarme, pero me alejé rápido.

Noté que me faltaba el aire. Sabía quién era ese doble del que hablaba... Sabía lo que me quería pedir... Pero no. No lo haría. ¡No podía!

—No... —dije con el poco resquicio de aire que me quedaba.

Me abracé a la silla, como si buscase en ella a un salvador para que me rescatase. Había estado conteniendo mi rabia, convenciéndome de que enfadarme con él estaba mal, pero esto... esto era un asunto completamente diferente.

—K, respira, tranquilo. ¿No qué? —Trató de acercarse a mí mientras lo decía.

Se lo impedí; corté cada intento con un movimiento extensivo de mi brazo, como forzando esa distancia que yo consideraba segura.

—No... No... No lo voy a hacer. —Tenía la silla tan fuerte agarrada que hasta se me pasó por la cabeza lanzársela.

¿Por qué demonios no se callaba? ¿Qué le había hecho yo? ¿Por qué insistía en hacerme sentir cada vez peor y peor? ¡Era mi hermano, no uno de mis acosadores de la infancia!

—¿Qué no vas a hacer?

—¡Lo sabes de sobra! ¡Yo no me parezco a Da Vinci!

—K...

—¡Te estoy diciendo que no soy Da Vinci! ¿Todavía quieres seguir explicándome tu mierda de plan? ¡Déjalo de una vez!

No sé por qué lo encaré en ese preciso momento. Quizá, la suavidad con la que se dirigía a mí, como si me tanteara, me hacía sentir que me trataba como tonto. Lo que no esperaba era que mi reacción violenta encendiese otra similar en él.

—¡Oh, vamos! ¡Sabes que encaja! ¿Cómo sobreviviremos entonces? ¡Te recuerdo que hay un muerto, que no tenemos identidad y que no podemos volver a casa! ¡Acepta de una vez que te pareces! Ya te desquitaste con él, deja de comportarte como un niño pequeño —me replicó.

Estaba tan histérico que llegué a plantearme muy en serio el asestarle un puñetazo. Pero, al darme cuenta de que había llegado a estos pensamientos hacia mi hermano, salí de mi estado de enajenación.

Sabía que no se lo merecía. Visto eso, concluí que lo mejor sería desescalar la situación, antes de que él o yo hiciéramos algo de lo que nos pudiéramos arrepentir.

—Solo lo diré una vez: ¡no voy a reemplazar a Da Vinci! Porque no soy él, porque no sé pintar, porque no sé nada sobre cómo sobrevivir en el Renacimiento italiano y porque, por encima de todo, ¡no me parezco! No sé qué te ha llevado a pensar toda esa sarta de idioteces, pero te agradecería que no tocases más el tema. Ya se nos ocurrirá cómo sobrevivir. Además, T, sabes que te quiero mucho, pero no tolero ese tipo de comparaciones. La próxima vez que alguien me llame Da Vinci, recibirá un puñetazo, sea esta persona un familiar, amigo, conocido o el Papa de Roma. Ahora, si me disculpas, me asomaré a la ventana; me siento terrible en más de un sentido y necesito tomar el aire.

Justo cuando levanté el pie para encaminarme hacia donde quería, una voz me congeló:

—Buenos días, señor Da Vinci.

Volví a mirar a T... No había sido él.

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