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Xien Turmok — verano 1357

Zamir corrió a ayudar a Andria, y entre las dos acomodaron el pesado saco proveniente del molino. Andria le agradeció en un murmullo agitado y se apresuró al encuentro de Loha, que arrastraba con dificultad una bolsa que le llegaba a la cintura. Lena venía tras ella, con su paso controlado y las manos en las mangas de su toga parda. En la cocina resonaban los martillazos de Narha, que remachaba una pata de la mesa con Lune. Por fortuna pronto terminaremos la mesa nueva y podremos deshacernos de ese viejo trasto astillado, pensé, viendo a Zamir buscar un fuentón. Elde e Ilón sacaban agua del pozo, a pocos pasos de la huerta que yo recorría con la Maestra de Hierbas. Detrás de nosotras, la Gran Pared Oeste recortaba sus cumbres contra un cielo muy azul y brillante; el sol doraba las nieves eternas mientras las estribaciones inferiores y el bosque dormitaban en la húmeda sombra de la mañana. El estío se respiraba en el aire, muy puro y cargado de aromas de vida.

Zamir afirmó el fuentón lleno sobre su hombro y cruzó el patio de la casa en línea recta hacia el corral. Al otro lado las aves se alborotaron, cloqueando y corriendo con torpeza a su encuentro. Me detuve en medio de la huerta y giré para observar a Zamir. Hundía sus dedos en el cereal del fuentón. Me había contado que le gustaba sentir la delicada firmeza de cada grano y el aroma que despedían al ser removidos. Los arrojó a puñados en un rincón y se abrió paso para recolectar los huevos y salir del corral.

Es curioso, pensé viéndola volver a entrar a la casa. Lo que acaba de hacer con tanta naturalidad no le ha producido ninguna satisfacción. A todas nos ocurre lo mismo, aun si somos tan afortunadas de que nos guste alguna de nuestras actividades. Hacemos las cosas por obligación y por temor a ser castigadas, y eso elimina toda posibilidad de que algo nos resulte placentero. Aunque jamás precisaríamos hacer nada de esto de no hallarnos aquí. Y aquí nada se hace por placer sino obedeciendo órdenes dictadas de la manera exacta para anular toda satisfacción. Es curioso. Una curiosa cadena carente de sentido.

Por la ventana vi a Zamir descargar el fuentón en la cocina y observar con detenimiento los huevos. Era algo que no podía evitar. Siempre lo hacía.

Una mañana había sostenido un huevo frente a mi cara y me había hecho tocarlo.

—Fíjate, Xien —había dicho—. La superficie es irregular. Regularmente irregular. Y el blanco es inmaculado. La cáscara es lo bastante fuerte para proteger al embrión durante su desarrollo y lo bastante frágil para que el polluelo la rompa desde adentro cuando llega el momento. Es agradable a la vista, al tacto, al olfato, al gusto. Es perfecto, de una manera sorprendente y maravillosa por su simpleza. ¿Cómo es posible que no nos asombremos cada vez que tenemos en nuestras manos semejante muestra de la sabiduría de la Madre?

Esa mañana me había contado que antes de llegar a la Escuela todo la asombraba, todo le parecía un portento, todo impresionaba sus sentidos a un nivel que se relacionaba con sus sentimientos.

—Mi madre siempre me decía que necesitaba encontrar un equilibrio para que mis emociones maduraban. Y últimamente me he dado cuenta que las cosas ya no me impresionan como antes. Me pregunto si por "madurez emocional" Madre se refería a esta indiferencia hacia lo que me rodea...

La Maestra de Hierbas terminó de inspeccionar la huerta mientras Elde e Ilón pasaban resoplando junto a nosotras, llevando cada una dos cubos repletos de agua. Me obligué a apartar mi atención de Zamir en la cocina y concentrarla en la Maestra.

—¿Por qué estás regando esos tubérculos menos de lo que te indiqué?

—Me pareció que estaban recibiendo demasiada agua y eso entorpecía su germinación, Maestra.

Fui lo más respetuosa que pude. Contradecir a una Maestra siempre tenía sus riesgos. Bajé los ojos mientras la mujer me estudiaba. Mis ojos verdes y mi cabellera como una caperuza de hojas me hacen un perfecto exponente genético de Atribis, el mundo que más planetólogos aporta a la Galaxia. Al parecer, la Maestra decidió perdonarme por saber más que ella.

—Bien, no olvides corregir esos tutores —dijo.

Asentí en silencio. La mujer sabía que yo no seguiría sus indicaciones sino mi instinto. Se despidió de mí y se alejó hacia su Taller sin entrar en la casa. Giré hacia la puerta abierta de la despensa y vi que Zamir seguía inmóvil en la cocina, de espaldas a las muchachas que empezaban a mirarla desconcertadas. Salí apresurada de la huerta. Debía impedir que Lena o alguna de las Maestras interrogara a Zamir sobre su extraña actitud. Ella no podría responderles, simplemente porque ignoraba las respuestas. Había algo en movimiento en su interior. Un proceso que había empezado a insinuarse pocas semanas atrás, cuyos signos estaban a la vista para cualquiera que se molestara en advertirlos. Yo ignoraba a ciencia cierta de qué se trataba. Sólo sabía que Zamir estaba cambiando, y no para bien.

Disimulé mi ansiedad al entrar a la cocina. Con su mano aún en la cesta de huevos, Zamir miraba alrededor con ojos ausentes. Seguí la dirección de su mirada y entendí lo que veía. La Maestra de Carpintería revisaba la pata remachada con Lune y Narha. Tirra y Munda medían las ventanas con la Maestra de Tejidos. Lena se dirigía al dormitorio, Andria y Loha salían con sus hachas a buscar leña. Ilón y Elde llegaban con la Maestra de Cerámica, trayendo los platos que habíamos horneado esa semana.

Había más de una docena de mujeres en la casa en ese momento, de las cuales diez éramos poco más que niñas, y sin embargo no hacíamos más ruido que un pájaro dormido. Maestras y Pupilas nos movíamos con sigilo, hablando sólo cuando era estrictamente indispensable, siempre a media voz y con frases cortas.

Reprimí una sonrisa irónica. Año y medio atrás, a poco de llegar a la Escuela, habíamos formulado nuestra plegaria secreta y varias reglas, que en nuestra opinión condensaban las bases para nuestra supervivencia. La que llamábamos "Regla del Silencio" rezaba: "Escucha más que hablar. No utilices dos palabras cuando una es suficiente. Alzar la voz no te garantiza ser escuchada." En ese momento pensé que habíamos aprendido a aplicarla a la perfección, y no resultó una conclusión agradable.

Le toqué el hombro a Zamir y la sentí estremecerse. Me enfrentó un tanto sorprendida, pero aún ausente.

—Te necesito en la huerta —le dije.

Zamir me siguió en silencio hasta el extremo más alejado de la huerta, sombreado por la pared que lindaba con la casa vecina. Allí nos sentamos entre los canteros. Las guías, tutores y divisiones entre los sectores formaban una trama que nos ocultaba a cualquier mirada indiscreta. La tierra exhalaba una frescura deliciosa.

—¿Qué te sucedió ahí dentro? —le pregunté, irritada y preocupada—. Las demás hacían lo que podían para distraer a las Maestras y que no te vieran.

Zamir se encogió de hombros y bajó la vista.

—No lo sé —murmuró, con una voz queda y opaca, muy distinta a la suya—. ¿Tal vez crecí?

Resoplé por lo bajo, recordando lo que su madre solía decirle. —Tonterías. Tú no crees en esas cosas. ¡Por Syndrah! Aún no cumples los catorce convencionales. ¿Cuándo se supone que seas joven si no es ahora?

Zamir no respondió ni me enfrentó.

—Me siento vacía, Xien —suspiró tras una larga pausa—. Creo que de eso se trata. Al principio creí que era a causa del invierno, siempre fue una estación triste para mí. Mas el invierno acabó, y también el verano, y otro invierno... Y este nuevo verano tampoco trajo nada que pudiera llenar este hueco frío que siento en mi interior.

Advertí su palidez, el temblor de su mano al tocarse el pecho, el brillo húmedo de sus ojos multicolores. Intenté hablar, pero ella se anticipó a mi pregunta.

—Esta vida me vacía, hermanita. Siento que me resulta imposible continuar con esta odiosa rutina en la que no hallo más motivación que el miedo. Me resisto a aceptar que algo como esto pueda ser llamado vida. ¿Comprendes a qué me refiero? Es como si cada día tuviera que poner un poco de mí para cubrir esa carencia. Me vacío poco a poco. O al menos eso es lo que siento... ¿Cómo voy a saber si estoy en lo cierto?

Zamir calló y no me atreví a seguir interrogándola. Volvía a verse ausente, como si su espíritu estuviera muy lejos de la Escuela, del Valle, incluso de Godabis. Tal vez volando de regreso a su hogar, a su familia, y a Camed, el muchacho poeta, su compañero de infancia. Siempre ha tenido este toque etéreo, soñador, pensé. Pero ahora sus enormes ojos de color cambiante miraban sin ver frente a ella. No irradiaban más que tristeza. Una tristeza honda e inalcanzable, como el tono de su voz antes melodiosa.

Un andar rápido se acercó al entretejido de mimbre que delimitaba la huerta. Me alcé lo suficiente para espiar quién era sin ser vista. Andria se había detenido en la primera hilera de guías, mirando en derredor, y a juzgar por su expresión le corría prisa. No era fácil distinguirme entre tanto verde, pero sus agudos ojos me descubrieron.

—La Maestra de Tejidos pregunta por Zamir —dijo en un soplo—. Yo te ayudaré en su lugar.

Zamir se incorporó y la detuve, señalando la tierra. Ella asintió con gesto distraído y hundió las manos en un cantero para ensuciarlas. Intercambió un gesto de inteligencia con Andria, que avanzó hasta mi escondite y se sentó a mi lado contra la pared.

—Zamir no está bien —dije.

Andria asintió mirando hacia la casa.

—No está nada bien —insistí—. Y no me gusta lo que veo en ella de un tiempo a esta parte.

—A mí tampoco. Deberíamos buscar la forma de ayudarla.

Meneé la cabeza suspirando. —Es como una flor que se marchita lentamente, un pájaro por completo resignado a su cautiverio. Es demasiado sensible.

— Su vida es la música, la lleva en la sangre.

Hablábamos sin mirarnos, cada una encerrada en sus propios pensamientos.

—Si tan sólo pudiéramos ayudarla... No tolero verla languidecer así. Pálida, delgada, silenciosa. Hasta su voz es distinta. ¿Has notado que su belleza también disminuye? Es como si fuera más... indiferente a cada momento, ajena a cuanto la rodea. Y esos ojos suyos. Ya no ve lo que tiene delante. Y esa sonrisa triste...

—Xien, ella podría adaptarse si quisiera —me interrumpió Andria—. No es como Tirra o Ilón, que son débiles de cuerpo y precisan que las socorramos constantemente. Ella es sana y fuerte, podría adaptarse. Pero no quiere hacerlo. ¿Cómo podemos luchar contra eso?

Andria tenía razón. —Pero debemos intentarlo —repetí—. Ha cambiado demasiado...

—Todas cambiamos desde que llegamos aquí —replicó Andria, como si estuviera pensando en voz alta—. La situación es la misma para todas: fuimos traídas aquí contra nuestra voluntad, nos alojaron en una tapera que debíamos llamar casa, con nueve desconocidas que debíamos llamar hermanas. Gracias a la Madre tuvieron la delicadeza de que fuéramos todas nativas del mismo Sistema. Pero no hubo tratos especiales ni distinciones para nadie. Todas soportamos este ritmo de vida que cualquiera calificaría de infrahumano, reaccionando sólo por miedo e instinto de supervivencia, sometidas a los caprichos de Iara y Pollux. —Quise decir algo pero no me dio oportunidad—. ¿Crees que las demás no se sienten como Zamir? Obsérvalas y verás que cada una lo exterioriza a su manera: Loha y Lune viven discutiendo, Narha y Munda rezan, Tirra se enferma, Ilón tiene pesadillas. Incluso tú lo haces: tú buscas consuelo en tus plantas, pero hacerlo te provoca culpa, porque tienes la tonta idea de que eso significa algún tipo de privilegio.

La escuché impresionada. Andria es silenciosa por naturaleza, y sólo en raras ocasiones deja traslucir lo que realmente piensa o siente. Ahora sus ojos brillaban, fijos en una roca del cantero, y advertí la pequeña cicatriz sobre su ceja izquierda, producto de su enfrentamiento con Pollux un año atrás. La amargura que encerraban sus palabras eran una sorpresa dolorosa para mí. La vi inclinar la cabeza y cerrar los ojos con fuerza, respirando hondo para serenarse.

No ha dicho más que la pura verdad, pensé. Es la realidad. Esto es nuestra vida, pretender ignorarlo no hará que cambie. Ella lo comprendió desde un principio. Ahí radica la fuente de su fuerza de voluntad: no permite que nada le impida ver las cosas tal como son. Es capaz de aceptar sus sentimientos y necesidades sin que se transformen en un obstáculo más.

No atiné a decirle una palabra de consuelo antes de que se incorporara.

—Pero tienes razón —suspiró—. Zamir está mal y debemos ayudarla.

Permanecí sentada, viéndola ir en busca del regador y dirigirse a un sector de la huerta donde la tierra estaba seca.

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