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Vega estudió el perfil de Andria, de pie ante la ventana. La tormenta comenzaba a ceder y el refugio se llenaba con las sombras de la última noche que pasarían en El Gali. La muchacha se mostraba serena, sin evidenciar disgusto ni contrariedad por aquellos días de convivencia forzada en un espacio cerrado y tan reducido. Aceptaba la situación como consecuencia inevitable del clima y se adaptaba al ritmo que Vega imponía: largos entrenamientos físicos, largas prácticas de meditación, largos interrogatorios sobre distintos aspectos de su adiestramiento. La muchacha aprovechaba cuanta oportunidad se le presentaba de aprender cosas nuevas, absorbiendo lo que se le ofrecía y dando lo que se le pedía.

Hasta cierto punto, pensó Vega. Había detectado desde el primer momento que Andria sólo se abría a él en la medida en que sus exigencias no involucraran ningún elemento que ella considerara íntimo. Había trazado sus límites de manera clara y sutil: "Eres mi Maestro, no mi dueño. Mantén la distancia." Y había resultado un descubrimiento agradable para él. Esa muchacha era indomable, una cualidad inestimable en una Alta Sacerdotisa. Porque Andria no era una rebelde irresoluta y sin dirección: ¡era una rebelde reflexiva! En su infancia le habían inculcado una elevada escala de valores. Los mismos que luego su formación en la Escuela enriquecería y fortalecería, dándoles forma definitiva.

Ése no es el punto, pensó Vega, dándose cuenta de que se estaba dejando llevar deliberadamente por el flujo de sus ideas. No, ese bastión inexpugnable que era el espíritu de su Discípula poco tenía que ver con lo que intentaba decidir. En realidad se relaciona íntimamente, caviló, sin apartar sus ojos de ella.

Andria tenía la vista perdida en la penumbra cambiante que se agitaba al otro lado de la ventana, ajena a cuanto la rodeaba. Aquella capacidad de abstracción y aislamiento fascinaba a Vega. Podía darse cuenta de que era algo adquirido de forma inconsciente. No le costaba imaginarla en esa actitud durante alguna clase tediosa de la Segunda Etapa, o cuando una superiora les endilgaba uno de los interminables sermones que solían recibir las Elegidas en sus primeros años de adiestramiento. Lo más interesante era que la muchacha era capaz de repetir al pie de la letra cada palabra que se le hubiera dicho mientras su mente vagaba por sus propios derroteros.

Sabe que la estoy observando. No le cabía la menor duda al respecto, y pensarlo lo devolvió al motivo de su observación.

La relación entre ellos no estaba desarrollándose según previera. De la fase "rechazo", Andria había pasado a una cortés aceptación que levantaba una muralla infranqueable tras la cual se refugiaba. Era indispensable derribar esa muralla. La cuestión insoslayable no era si era posible dar por tierra con las defensas de Andria, sino cómo hacerlo. La forma marcará la dirección inmediata.

Sus pensamientos dieron un giro perezoso de regreso al mensaje implícito en la actitud de Andria. "Eres mi Maestro, no mi dueño." Pero por sobre todo, "mantén la distancia." Eso era lo primero que debía revertir. Era lo única manera de que la Etapa Final fuera realmente fructífera, relacionando y fundiendo todo el adiestramiento para que se condensara en una sola frase: "Yo soy una Hija de Syndrah", lo cual en cualquier Alta Sacerdotisa equivalía a una declaración de principios trascendental e inamovible. Lealtad a la Estrella. Ante todo y por encima de todo.

Así era que la Orden perduraba en la historia, sobreviviendo a todas las grandes religiones que habían intentado imponer su hegemonía en los últimos milenios.

Syndrah había dado un único mandato a sus fieles: preservar la vida. La Orden cuidaba que tal mandato fuera obedecido. Sus adeptos se integraban a todos los ámbitos de la actividad humana, sin excepción. Algunos sin revelar su origen, otros actuando abiertamente. Pero ninguna facción podía ser comparada con las Altas Sacerdotisas. Ellas eran quienes representaban a la Orden en los más altos círculos de poder de Kor, y quienes invariablemente desempeñaban los papeles cruciales.

Vega sonrió para sus adentros, consciente de que otra vez estaba esquivando la decisión. Lo cual es una decisión en sí misma.

Viendo a Andria y sus hermanas, era fácil imaginar cuáles habrían sido los designios de la Orden para ellas si aún no se hubiera firmado la Paz de Adwa. Hace más de un milenio de eso. Sin embargo, esta promoción de Elegidas recordaba tanto a aquéllas que vivieran durante las Guerras de Tradiciones.

Los mundos de Tradición Lunar nunca habían iniciado ninguna de esas cruentas contiendas, pero las Santas Hermanas siempre se aseguraban de tener una buena estrategia defensiva para proteger a sus fieles. El renombre de los Departamentos de Inteligencia y Logística de la Orden provenía de esa época. Vega sabía que varias antiguas compañeras de Andria habían sido asignadas a esos Departamentos. ¡Guerras de Tradiciones, por la Estrella que nos guía! A pesar de todo, los tiempos estaban cambiando. Mil años de calma entre Solares y Lunares era un logro elogiable de la Liga, pero como decía el viejo adagio: "Con los Solares nunca se sabe." ¿A eso se refería la Hermana Superiora con lo de nueva generación?

Vega dejó que la idea chasqueara a lo largo de sus nervios. ¿Qué información corría por los pasillos de Inteligencia? El Tratado de Vallace entraría en vigencia en tres años, y con la veda de estriato se terminaría la amenaza de armas capaces de arrasar planetas enteros. Los grupos de poder habían perdido esa batalla, y la humanidad entera se levantaría en contra de cualquiera de ellos si tan siquiera intentaban algo que amenazara la paz que tanto había costado establecer. Pero la Hermana Superiora quería dar inicio a un cambio profundo en la Orden. ¿Por qué? ¿Cómo saberlo desde el Valle? Unas pocas visitas anuales a Aishta o alguna otra ciudad de Godabis no bastaban para enterarse a fondo de lo que ocurría en la Galaxia. Guerreras. Ése había sido el verdadero significado del título de Alta Sacerdotisa por varios siglos. Todos los grandes comandantes Lunares durante las Guerras de Tradiciones habían pertenecido a la Orden. Y todos y cada uno de ellos habían tenido Hijas de Syndrah entre sus principales consejeros. El folklore popular estaba lleno de relatos sobre esas legendarias heroínas que morían antes de arriar el estandarte de la Estrella de Ocho Puntas. ¡Estandartes al viento en combates espaciales! Vega ignoró su propia ironía. ¿Guerreras? ¿De eso se trataba? ¿Qué estaba ocurriendo realmente allá afuera?

¡Guerreras! Pensó en el exhaustivo adiestramiento físico que recibieran las dos últimas promociones de Elegidas, dirigido especialmente a agudizar al máximo su velocidad de respuesta y resistencia. Por supuesto, era algo que luego se podía proyectar a cualquier ámbito de actividad. Pero Pollux, la antigua Jefa de Seguridad del Valle, se había transformado en Maestra de la Primera Etapa. Una luchadora feroz y peligrosa para iniciar la educación corporal de las Pupilas. ¡Hasta habían modificado las Pruebas del Primer Umbral para incluir un torneo de lucha!

Guerreras, no cabía duda. Pero, ¿por qué la Orden volvía a necesitarlas? Su propio condicionamiento barrió ese interrogante. Fuera cual fuese el motivo, él tenía una única misión: dar a la Orden lo que precisaba.

—Deberíamos preparar el equipo —dijo, rompiendo el pesado silencio del refugio.

Andria se apartó de la ventana al instante y giró hacia él. —Necesitaremos provisiones.

—Sólo para los próximos tres días.

—Sí, Maestro.

Su docilidad rayaba con la indiferencia. Pronto revertiremos eso.

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