II. Justicia divina: nos roban cuando intentamos robar una esfera

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Muchas, muchas cosas podían pasar mal si estaba con personas como aquellas. Para empezar teníamos que ir al lado este de la ciudad en el menor tiempo posible y qué mejor manera que en un transporte rápido y eficaz, ninguno quería volver a subirse a una motocicleta en su vida así que la definición de trasporte rápido y eficaz se redujo a robar un auto.

—Pedir prestado —corrigió Walton—, vamos a pedir prestado.

Sobe agitó una mano.

—Sí, sí, como digas —se inclinó, recogió una piedra del suelo, la aferró con fuerza entre sus dedos e iba a estrellarla contra el vidrio del conductor cuando Petra lo detuvo.

—Oye, ¿qué se supone que haces? —preguntó cruzándose de brazos.

—Pedir prestado.

—Eso implica devolverlo en las mismas condiciones —aclaró Walton—. No vamos a romperle el vidrio para tomarlo. Lo haremos a la antigua —palmeó sus pantalones y buscó un clip de metal, desmenuzó su forma y se concentró en la cerradura de la puerta.

—¡Por los pasajes! Eso llevará horas, no tenemos tanto tiempo —protestó Sobe escudriñando la roca como si se preguntara cuánto daño provocaría arrojarla al cristal a distancia.

Habíamos elegido ese auto porque fue el único todo terreno que encontramos estacionado en las cuadras que recorrimos, se parecía a la Hummer donde Tony vino la primera vez que me secuestró a principios de esa semana. A excepción de que esta era más alta y no tenía tantos faros. Claro y era completamente rosa, un rosa suave y ligero como con el que visten a los bebés. Incluso sus ruedas y guardabarros eran de un color rosado. Su cajuela era tan grande que podrían entrar personas.

Las calles se veían más despejadas y anchas sin personas y mercaderes transeúntes. Las sirenas de advertencia continuaban ululando y cada una manzana había faroles rojos encendidos que indicaban alarma, los semáforos titilaban sin ninguna indicación como árboles de navidad descompuestos. Berenice se sentó a mi lado en el bordillo mientras observaba cómo Walton forzaba la cerradura, Sobe me flanqueó la izquierda y apoyó su barbilla o la parte inferior del casco, en las rodillas.

—Mientras ganemos tiempo —dijo con positivismo Walton enfrascando su mente en la cerradura—. ¿Dónde creen que puede estar la esfera?

—En una tienda de esferas que puedan apagar marcadores —respondió Sobe sin ánimos—. No lo sé, lo siento no puedo sacarme de la cabeza que salvaremos a Dadirucso en el auto de Barbie.

—En una caja fuerte, o algo por el estilo —apuntó Petra ignorando su comentario—. No creo que esté en cualquier lado de la ciudad... tiene que estar bien escondida.

—Podríamos buscar en los bancos —repuse.

La cerradura cedió emitiendo un «CLACK» y entonces las alarmas agudas del auto salieron disparadas y sus luces delanteras centellaron delatando nuestras intenciones. Un hombre emergió de una ventana situada sobre nuestras cabezas, era el tercer piso de un pequeño edificio rosado. Sus ojos se abrieron como platos y le tembló el labio:

—¡Granujas! —gritó con la voz débil y su marcador contó la grosería emitiendo un pitido—. ¡Dejen mi auto!

Walton se subió rápidamente, encendió la pantalla, que despidió una luz perlada la cual cubrió todo su uniforme, a la vez que el tablero le vislumbró la ciudad. Él procuró descifrar cómo funcionaba el vehículo mientras Petra le decía al hombre:

—¡Se lo devolveremos en una pieza!

—¡Devuélvanmelo ahora!

—¡Lo necesitamos por esta noche, vamos a liberar la ciudad —gritó Sobe— y a apagarle ese marcador, no sea mal agradecido!

Berenice se levantó del bordillo como un rayo, corrió al automóvil y se sentó en el asiento del copiloto mientras la voz de Walton resonaba en nuestros cascos diciéndonos que subiéramos de una maldita vez. Nos agrupábamos en la parte trasera. Walton fundió el pie en el acelerador, es decir las manos en la pantalla y dejamos atrás al anciano gritón y rosado que reclamaba su auto. Me sentí fatal por él y un silencio sepulcral y recriminatorio se esparció en el interior del vehículo.

Sobe parecía el único inmune a la culpa, flexionó sus piernas, se sacó el casco, barrió los cabellos sudados de su frente y se acomodó en el mullido asiento. Comenzó a escudriñar el interior del casco como si fuera una bolsa de regalos. Sonrió, arqueó las cejas y movió algo dentro como si se tratase de tuercas. Por dentro el automóvil también era rosado.

—¡Jonás, pásame tu casco! —pidió Sobe con una sonrisa demencial en el rostro.

Tenía los cabellos sudados y ralos rosándole la barbilla, la barbilla de Sobe era bien definida y bifurcada casi como la de su hermano en la fotografía, además de que sus ojos eran igual de azules, un azul oscuro casi negro. La escasa luz sólo me permitía atisbar débilmente sus rasgos desgarbados, solo veía su mano extendida hacia mí, reflectada por un débil halo de luz. Me saqué el casco y se lo di sin chistar viendo cómo se inclinaba y accionaba unos botones dentro. Luego Sobe pidió el de Berenice, Petra y Walton. Cuando le preguntamos qué se pretendía chistó y rezongó que no lo dejábamos concentrarse.

—Sólo hablen a turnos cuando les diga ¿Sí?

—Sí —respondí.

—¡Cuando les diga! —estalló como si hubiera cometido un error de muerte.

Hablamos por turnos diciendo sólo un puñado de palabras, Berenice masculló la suya molesta de tener que decir solo una. Sobe asintió satisfecho con una sonrisa suficiente como si hubiera hecho algo sumamente bien y se sintiera orgulloso de ello.

Sacudí mi cabello y noté que estaba cubierto de polvo, cenizas y sudor. Si mi madre me hubiera visto, le habría dado un ataque mortal, habría resucitado de ultra tumba y me habría dado un baño en lejía. Conducimos al lado este de la ciudad y rápidamente se metió por una avenida desolada. No nos cruzamos a ninguna otra patrulla, todas estarían agolpadas en los lados de la caja, esperando una explosión inminente o escudriñando los lados fuera del muro.

Giré hacia Sobe que seguía enfrascado en su labor, me pregunté cuantos botones internos tendría esa cosa y por qué yo no lo había notado. Tamborileé los dedos sobre las rodilleras y palpé a anguis, su gema pulida y roja resaltaba en la oscuridad como un ojo reprobatorio que inspeccionaba. Después de una semana tan ajetreada me costaba quedarme quieto.

Me pregunté dónde se había metido Escarlata, lo había visto por última vez esa mañana, antes de entrar al sector deforestación y luego él había desaparecido. Tal vez había caído en la cuenta de que me estaba persiguiendo sin ninguna razón sólida y echó a correr lejos, el pensamiento me desanimó. Había tenido como idea llevármelo al Triángulo y asustar a Ed con él.

Me sorprendí a mi mismo pensando en el Triángulo y no en casa. No tenía intención de volver, todavía tenía a mi mamá pero no podía idear cómo le explicaría todo. Para Camarón estaba todo más claro, él la llamaría cuando las cosas acabaran, Dante les narraría lo que había hecho a sus padres adoptivos y esperaría una reprimenda por ello pero yo no albergaba ni idea de qué hacer. No soportaba la idea de estar en casa mientras mis hermanos estaban solos en otro mundo. Si ellos no lo tenían entonces yo tampoco me lo merecía.

Aunque Narel lo veía diferente, ella había dicho que yo estaba solo y perdido, no ellos. Aferré con fuerzas el colgante con agua estancada que tenía pendiendo del cuello, si bebía aquello podía hablar con ella, estar con ellos por una última vez, claro y era probable que tal vez me matara.

Sobe tenía la nariz metida en los interiores de los cascos hasta que levantó complacido la cabeza. Con sus ojos moreteados y los cabellos disparatados que se habían chamuscado debido a las altas temperaturas que atravesamos, parecía un científico loco al que le habían dado una paliza. Se frotó las manos como si estuviera a punto de disfrutar de un sabroso festín y nos devolvió los cascos con aire ceremonioso. Walton dejó una mano en el tablero mientras Berenice le ayudaba a ponerse el suyo.

Pasar por cientos de patrullas había logrado que ella dedicara sus miradas recelosas a los soldados pero aun así analizaba cualquier movimiento o cosa, estudiándola como si de repente pudiera sacar un ojo de más.

—Yo lo veo igual —dijo Petra encogiéndose de hombros—. Te diría que desperdiciaste minutos de tu vida pero creo que no tenías nada que perder.

—Aguarden que ya casi se notará lo que hice, yo nunca decepciono, en otras de las palabras que no van conmigo. Esperen. Ya casi...

Walton enterró sus pies por mero instinto en los frenos inexistentes y luego desplegó rápidamente su mano hacia el control de velocidad para detenerse de inmediato, las ruedas rosadas del automóvil chirriaron a voluntad, el auto giró en espirales sobre la avenida y choqué con el asiento de Berenice. Sobe había acabado sobre mí de alguna manera, refunfuñó desconcertado y pude oír los bufidos de todos dentro del casco, incluso los parlantes emitían leves brisas como si fueran sus alientos chocando contra mi nuca.

—¿Sobe tú hiciste eso? —pregunté arqueando la espalda e intentando sacármelo de encima.

—¡Por supuesto que no! Yo sólo quería crear un Skype de cascos para que podamos ver lo que el otro ve además de escucharlo.

—¿Qué sucedió? —preguntó Petra despejando su mente— ¡Walton! ¡Dios, Walton!

Walton había chocado contra el tablero de mando y su cabeza había partido la pantalla de control, parecía que se había tirado a dormir una siesta sobre el sistema. No tenía idea de por qué había frenado, no habíamos chocado con nada. Petra le sacudió el hombro a la vez que Berenice lo incorporaba. Por suerte tenía el casco puesto y no le había causado mayor daño que un aturdimiento. La pantalla de control se había fragmentado como telarañas pero seguía emitiendo el dibujo de una ciudad y marcando nuestra ubicación.

—Había alguien... en la calle —balbuceó Walton.

Instantáneamente una persona se subió de un salto al capot y nos apuntó con el arma de los soldados pero sin duda no era uno. El láser se filtro a través del cristal amenazándonos con volar todo, estaba vestido completamente de gris, tenía el mentón cubierto por un pañuelo al estilo bandolero, un poncho que le forraba todo el torso y un gorro de copa ancha que lo hacía parecer como un vaquero pálido.

—¡Abajo señoritas, esto es un asalto! —gritó el hombre... no parecía un hombre, tenía una estatura un poco pequeña para serlo y una complexión casi delgada. Se movía con agilidad lo que denotaba que estaba entrenado. Su voz era grave y forzada, dejaba al descubierto que la estaba fingiendo.

Tenía las piernas muy separadas y las arqueaba levemente en una postura ridícula de asalto, claro que por muy ridículo que pareciese habíamos caído en su emboscada, él tenía el arma y estaba amenazándonos a muerte.

Rápidamente las puertas se abrieron y tres personas, vestidas igual que él, nos sacaron a rastras del auto. Excepto a Berenice, ella empujó con un codazo seco al asaltante inseguro que intentó sujetarla del hombro, lo escudriñó con firmeza como si estuviera lanzándole una mirada asesina detrás del casco y caminó muy digna, con la cabeza en alto, a donde él le indicaba. Levantamos las manos y bajamos dando traspiés. Los demás tenían capas con capuchas y no un ridículo sombrero de vaquero, aunque sus barbillas si eran tapadas por pañuelos grises. Uno de los asaltantes era más rechoncho que los demás, y pisaba con paso firme.

Nos pusieron en fila frente a ellos para examinarnos.

—Tiren sus armas al suelo —ordenó.

—¿Y si te la tiro a la cabeza? —preguntó Berenice hecha una furia.

Me sorprendió que gastara unas palabras solo para amenazar al asaltante, no tenía una cuenta certera pero sabía que ella tenía mucho más que diez palabras negativas en su marcador.

—¡Ja, ja! —El asaltante corcovó su espalda como si se partiera de la risa, cosa que hubiera resultado de perlas que de verdad sucediera, se bajó del automóvil y continuó apuntándonos con el arma.

Las sirenas de ese lado de la ciudad se oían como ecos lejanos y no había luces rojas tiñendo las calles de color sangre. Parecía que los ricos no merecían ser molestados con avisos tan estruendosos. El asaltante se paró frente a nosotros y amartilló el arma hacia Berenice, colocando el cañón sobre su pecho, si jalaba del gatillo ella volaría en miles de pedacitos pero no pareció inquietarla. A mí sí me inquietó estaba a punto de gritarle que se metiera con alguien de su tamaño cuando ella me detuvo con la mano, fue un movimiento rápido que nadie notó.

—Las armas, guardia de pacotilla —exigió con su rotunda voz fingida y se acercó al casco de Berenice, su aliento dejo una marca de vapor pálido.

Berenice desenfundó el arma y la arrojó despectiva al suelo. Uno de los colegas del asaltante la recogió con la velocidad de un rayo mientras el más petizo de todos marchaba aferrando una bolsa frente a nosotros, donde nos obligaba a dejar las armas como si estuviera en halloween pidiendo dulce o truco. No sabía que podía haber pandillas de asaltantes en Dadirucso, al parecer nadie había contado con eso porque estaban igual de desconcertados que yo. Si asesinaban a alguien por pintar animalitos a esos tipos les esperaba un castigo gordo. O bien no les importaba un comino o eran más tontos de lo que me pensaba.

Caminó hacia el todoterreno rosado y escudriñó el tablero de mandos cuarteado y hecho añicos. Chasqueó su lengua y negó con la cabeza en gesto reprobatorio.

—Ni siquiera pueden frenar bien ¿o sí? Vaya chico —dijo dirigiéndose a Walton—, si que tienes una cabeza dura. Mira como arruinaste el tablero.

—Estoy bien, gracias.

El bandolero que estaba disfrazado como un vaquero de pacotilla enarbolaba su arma, o la mecía acompañando sus aspaventosos ademanes.

—Pero bueno no importa. Lo que está hecho está hecho. Me llevaré ese auto en estado deplorable. La pantalla sigue proyectando así que continúa funcionando, no se preocupen.

—Trataremos —mascullé con el mayor desdén que mi voz me permitió expresar.

—Eso espero —continuó el bandolero con su voz fingida—. Bueno es momento de irnos. ¿O no padre? —preguntó dirigiéndose al más rechoncho del grupo.

—Emm, sí como digas —respondió una voz femenina, con un definido y seco acento alemán que reconocí en el acto.

Walton se levantó incrédulo, a pesar de que el jefe de los asaltantes lo apuntaba con el cañón del arma, fue el primero en sacarse el casco con una sonrisa radiante e incrédula.

—¿Dagna? ¡Soy yo, Walton!

El bandolero rechoncho, es decir Dagna, se sacó la capucha bruscamente y nos recibió con una sonrisa y ceño fruncido lo que se veía muy extraño en un mismo rostro. El resto de la unidad fue descubriéndose uno a uno, hasta que llegó el turno de Miles y se bajó su pañuelo de asaltante con una sonrisa burlona. Berenice, Sobe y Petra estaban tan atónitos como yo.

Walton corrió hacia ellos y los abrazó a todos grupalmente estrujándolos en sus morrudos brazos, incluso a Miles que intentaba librarse y acomodarse su sombrero con aire incómodo.

—¿Están bien? ¿Cómo lograron conseguir esa arma? ¿Están bien? ¿Pudieron esconderse? —pregunté bombardeándolos con preguntas.

—Bien, bien, les contaremos en el camino —urgió Dante arrebatándole la bolsa de armas a Cam que continuaba petrificado, como si su mente quisiera rememorar el momento, y repartiéndolas nuevamente—. Ahora debemos robar la esfera, sabemos dónde está.

—Perfecto —exclamó Petra sacándose el casco y parpadeando como si la luz la encandilara— ¿Qué banco debemos buscar?

—¿Banco? —preguntó extrañada Dagna—. No está en ningún banco, está en el palacio de Logum y es rodeado por una horda de soldados y su mansión mide manzanas enteras ¡Tenemos que buscarla o los rebeldes la destruirán en menos de tres horas!

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