II. Un montón de gas quiere ser mi psicólogo.

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Me encontraba subiendo las escaleras a la cúpula con un nudo en el estómago y el corazón yendo tan rápido como un auto de carreras. Habíamos abandonado la izquierda del edificio, habíamos corrido por un pasillo tan oscuro que no diferenciaba mi mano quemada de mi otra mano más quemada; había extendido mis brazos para no chocarme con las paredes. Los pasillos eran tan retorcidos que nos habíamos visto perdidos en un laberinto oscuro. Nos había tomado minutos recorrerlo.

—Creo que estamos en un laberinto —había dicho Petra apoyándose contra una pared tomando un receso, las paredes de los corredores de ese lado sudaban, pero algo me decía que no era agua. Era un líquido espeso y tenía un olor a hierro—. Nadie puede construir una casa tan mal.

—Oye, yo apenas se colocar un cuadro en la pared —había dicho en la oscuridad— además, está bien hecha, creo que esta casa está hecha exactamente cómo fue pensada. Como un caos.

—Perdida, en la oscuridad, con la voz de Pino hablándome —había guardado silencio—, sin duda parece una pesadilla.

—Sí y la humedad espesa de estas paredes no ayuda a mejorar las cosas.

—Mejor sigamos.

Había creído que estábamos caminando en círculos en un interminable corredor cuando Petra de alguna manera pudo encontrar la salida. Luego habíamos irrumpido en el vestíbulo principal que aparecía al final del laberinto de corredores.

Era una habitación vacía, el suelo que también era de diamante frío y blanco como la nieve estaba tallado con rostros ceñudos o en pleno llanto. El suelo estaba cincelado para que pisaras las caras como si fueran inferiores, tan mediocres que se merecían ser tallados y aplastados el resto de los tiempos.

—¿Cómo crees que se llame este tipo de arte? —había preguntado Petra examinando el suelo y pisando cuidadosamente sobre los rincones libres.

—¿Esto es arte?

—Debe serlo.

—Yo lo llamaría mal gusto.

Habíamos abandonado ese suelo estremecidos, ni siquiera me había detenido a contemplar aquellas baldosas cinceladas. Nos encontramos con una escalera, era la escalera que llevaba a la cúpula. Los peldaños eran de jade y la barandilla tenía púas plateadas.

—¿No te parece extraño que aquí todo este hecho de minerales o metales caros? —le pregunté a Petra.

Incluso el marcador pitaba a cada palabra que decía. Era totalmente frustrante como cuando un amigo se burla de ti y repite las palabras que dices, después de unos minutos sólo quieres darle un puñetazo en la cara y hacerlo callar. Me pregunté nuevamente cómo Berenice aguantaba aquello, teniendo en cuanta que a ella esa cosa podía matarla y a mí no.

Ella comprimió sus labios en una fina línea.

—Sí es raro, pero todo en esta casa es raro —Miró hacia arriba y su vista trepó los peldaños de la escalera—. Creó que eso conduce a la cúpula.

—Sí —concordé.

—¿Qué hora tienes? —me preguntó sorprendiéndome, hace tiempo que no verificaba la hora en mi reloj. Había estado tan atareado que la hora de mi mundo había pasado a mucho más allá del segundo plano—. Es que hace tiempo no te veo observar tu reloj.

—Ya es lunes, un lunes a la madrugada —dije.

Petra jugueteó con la gota traslúcida en sus dedos.

—Literalmente nos conocemos hace una semana —comentó un tanto nostálgica.

—Siento que pasó más —si alguien me hubiera dicho que en una semana terminaría ahí y así me hubiera reído en su cara.

La mirada policroma de Petra parecía ser el único color en ese mundo de tinieblas. Me recordaba a Narel... bueno a la nueva y misteriosa Narel, tenía el mismo aire que ella cuando me hablaba. Entretenida pero no feliz, enigmática, dulce pero firme cuando la situación lo requería, muy sentimental y compasiva aunque quiera ocultarlo. Petra se tragó la canica traslúcida y tembló con leves espasmos.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, eso es normal —respondió esbozando una sonrisa y se sentó en el primer escalón temblando como gelatina.

De repente Petra comenzó a perder color. No estaba pálida, pero la observaba mucho menos nítida. Como si fuera tinta difuminándose en agua, sus rasgos comenzaron a tornarse traslúcidos.

—Oye, pareces un fantasma de una película de terror.

Su cabello comenzó a ondular, elevándose en volutas de niebla como si estuviera bajo agua sucia, ella se movía lenta y rápida a la vez como una brisa caprichosa.

—¿Qué es una película? —preguntó.

A veces me olvidaba que ella venía de otro mundo. Sonrió pero me costó horrores notarlo, podía estar gritando o arrancándose la cara que se hubiera visto igual.

—Ah, bueno pues es... una cosa... se mira... es de mi mundo y... hay, hay cosas en eso.

Casi ni la notaba estaba tan invisible como al agua.

—No suena muy interesante —respondió subiendo los peldaños de la escalera o flotando sobre ellos. A medio camino desapareció completamente.

—Psst, Petra —la llamé.

—Guarda silencio, se supone que vas solo.

—Sí, sí lo siento, sólo estoy nervioso.

—Y yo.

Hubo un silencio.

—Si no lo sientes estoy agarrando tu mano y te doy un apretón de buena suerte.

—Ge-genial —fue lo único que logré formular.

Continúe subiendo las escaleras con la sangre zumbándome en los oídos, millones de maneras en que en plan podía fracasar rebotaban en ni mente ¿Y si Pino no podía entrar a la reunión? ¿Y si... si podía estar en la reunión, ya estaba en ella y no lo habíamos notado? ¿Y si alguno de ellos podría descubrir el disfraz mágico con más magia?

La escalera estaba terminando. Me tragué todas mis dudas, levanté la mirada con superioridad. Sonreí petulante y seguro de mí mismo cuando entré en la cámara. Todos los adultos enmudecieron y me observaron ceñudos.

La habitación era azul por dentro, las ventanas circulares dibujaban constelaciones y un foco considerablemente enorme irradiaba luz del techo como un minúsculo sol. Había siete adultos torno a la mesa y ninguno me recibió con gusto. Dos tenían barbas enmarañadas y mugrientas, con músculos que harían ver a Adán como un hombre enclenque y debilucho, parecían hermanos porque ambos compartían la misma nariz bulbosa, las cejas pobladas y el aspecto sucio de montaraz.

Otro hombre tenía la cabellera larga, oscura y trenzada con adornos dorados. Entonces me di cuenta que no era un hombre cuando vi que tenía una armadura con pechera de metal, oscuro como la brea, que le ataviaba el tronco robusto de su cuerpo. Los rasgos masculinos de la mujer me desconcertaron, incluso tenía una incipiente barba que me dieron ganas de que jamás me creciera una. Esa chica de verdad te sacaba el aliento pero no de una manera atractiva. Le desvié la mirada.

En la cabecera de la mesa estaba observando todo desde arriba un hombre que me petrificó por unos segundos. Tenía la piel sonrojada como si alguien lo hubiese halagado y él se hubiera sonrojado cual niña quinceañera. Media dos metros y estaba vestido con una túnica negra y escueta que no albergaba diferencias con un camisón de noche. Tenía el cabello corto al rape y unos inquietantes y fríos ojos negros que se clavaron en mí al entrar. Todo en el rezumaba impaciencia y frialdad, si hubiera un creador de las miradas asesinas entonces sería él. Me escudriñó como si fuera un gusano que no podía aplastar, sus ojos gélidos me congelaron por dentro y revolvieron todos mis miedos. Comprimió disgustado la mandíbula y me fulminó con la mirada:

—¡Pino! ¡Creí que te ordenamos irte! ¡No perteneces a esta reunión! Si pudiera te aniquilaría ahora mismo —vociferó la voz de Logum.

Si pudiera. Fueron dos palabras que me sacaron toneladas de peso de encima.

Regulé mi respiración, comprimí los puños para que no se notara cuanto temblaba y sonreí burlona y desinteresadamente. Me desperdigué en una silla vacía y le sonreí al hombre greñudo y musculoso de mi lado.

—Bueno pero no puedes —dije cruzando los brazos detrás de mi cabeza—. Además ,cómo puedo irme si tengo noticias de última hora.

—Pues tus noticias tendrán que esperar —dijo la mujer parándose repentinamente como si estuviera dispuesta a cortarme la garganta—. Estamos hablando del Creador y el trotamundos que tú dejaste escapar.

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