09

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09. Problemas

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Los primeros kilómetros de la carretera fueron tranquilos.

Se sentó entre Annabeth y Percy, quien parecía decido a entablar una conversación con la rubia, a pesar de los monosílabos que recibía en respuesta.

—De momento bien —le dijo a Annabeth en otro intentó de conversación —Quince kilómetros y ni un solo monstruo.

Le lanzó una mirada de irritación, que hizo reír a la niña.

—Da mala suerte hablar de esa manera, sesos de alga.

—Recuérdamelo de nuevo, ¿Por qué me odias tanto?

—No te odio.

—Pues casi me engañas.

Dobló su gorra de invisibilidad. —Mira... es sólo que se supone que no tenemos que llevarnos bien. Nuestros padres son rivales

Percy contestó, pero no le prestó atención, si no que acomodó su cabeza en el hombro del muchacho. El hijo de Poseidón ni siquiera se inmuto, si no que acomodó bien su brazo para que no le molestara, mientras seguía hablando con la otra niña.

Leylah cerró los ojos durante el resto del viaje, pero no pudo quedarse dormida. Aun así, cuando Argos estaciono la furgoneta, se sintió un poco menos cansada

Cuando llegaron a Manhattan, el sol se estaba poniendo y había empezado a llover. Argos los dejó en la estación de autobuses Greyhound del Upper East Side, no muy lejos del orfanato. De hecho, era el mismo donde había comprado su boleto a Long Island en primera instancia

Argos descargó el equipaje, se aseguró de que tenían los billetes de autobús y luego se marchó, abriendo el ojo del dorso de la mano para echar un último vistazo mientras salía del aparcamiento.

Pensó en lo cerca que estaba de Marcel, incluso de las probabilidades de que la encontrara en aquel momento. A pesar de haber pasado ya dos semanas desde su huida, no dudaba que la siguiera buscando, conocía al hombre y sabía que no le gustaba perder sus cosas... Y en su mente perversa, ella le pertenecía.

La lluvia no cesaba. Y la espera para subir al autobús era eterna, para entretenerse jugaron con una manzana de Grover. Leylah, que ya sabía que no podría se sentó a observar. Se lamentó no traer su libro para entretenerse.

En su defensa, creía que ir a una misión para evitar una guerra olímpica llevaría tanta acción que no tendría tiempo de ni siquiera leer un párrafo. Claramente estaba equivocada.

Por fin llegó el autobús. Cuando se pusieron en fila para embarcar, Grover empezó a mirar alrededor, olisqueando el aire

—¿Qué pasa? —preguntó atrás de él

—No lo sé. A lo mejor no es nada.

Pero Leylah no le creyó y también empezó a mirar hacia varias direcciones, sabiendo que lo más probable era que no reconociera el peligro.

Una vez que ya subieron se sintió más tranquila. A su lado, Percy también suspiró. Se ubicaron en los asientos al final, guardaron sus mochilas en el portaequipajes. Grover se sentó junto a la rubia y ella se quedó junto al hijo de Poseidón

Annabeth no paraba de sacudir con nerviosismo su gorra de los Yankees contra el muslo. Cuando subieron los últimos pasajeros, Annabeth le apretó los labios y llamó a su amigo —Percy.

Leylah asomó su cabeza por el pasillo; Una anciana acababa de subir. Llevaba un vestido de terciopelo arrugado, guantes de encaje y un gorro naranja de punto; también llevaba un gran bolso estampado.

Cuando levantó la cabeza, sus ojos negros emitieron un destello, y su pulso estuvo a punto de pararse. Era la señora Dodds.

Más vieja y arrugada, pero sin duda la misma cara perversa. Detrás de ella venían otras dos viejas: una con gorro verde y la otra con gorro morado. Tenían exactamente el mismo aspecto que la señora Dodds: las mismas manos nudosas, el mismo bolso estampado, el mismo vestido arrugado.

Se sentaron en la primera fila, justo detrás del conductor. Las dos del asiento del pasillo miraron hacia atrás con un gesto disimulado, pero de mensaje muy claro: de aquí no sale nadie.

El autobús arrancó y se encaminaron por las calles de Manhattan, relucientes a causa de la lluvia

—No ha pasado muerta mucho tiempo —dijo Perseo, dirigiéndose a la hija de Atenea — Creía que habías dicho que podían ser expulsadas durante una vida entera.

—Dije que si tenías suerte —repuso Annabeth — Evidentemente, no la tienes.

—Las tres —sollozó Grover— ¡Di immortales!

—No pasa nada —dijo Annabeth, esforzándose por mantener la calma— Las Furias. Los tres peores monstruos del inframundo. Ningún problema. Escaparemos por las ventanillas.

—No se abren —musitó Grover.

—¿Hay puerta de emergencia? .-Pregunto la más chica

No la había. Y aunque la hubiera, no habría sido de ayuda. Para entonces, estaban en la Novena Avenida, de camino al puente Lincoln

—No nos atacarán con testigos, ¿Verdad? — Percy tomó la palabra nuevamente

—Los mortales no tienen buena vista —les recordó Annabeth— Sus cerebros sólo pueden procesar lo que ven a través de la niebla.

Leylah negó con la cabeza incrédula—Verán a tres viejas matándonos, ¿no? Eso no puede olcultarse

—Es difícil saberlo. Pero no podemos contar con los mortales para que nos ayuden. ¿Y una salida de emergencia en el techo...?

Llegaron al túnel Lincoln, y el autobús se quedó a oscuras salvo por las bombillitas del pasillo. Sin el repiqueteo de la lluvia contra el techo, el silencio era espeluznante. La señora Dodds se levantó y anunció en voz alta:

— Tengo que ir al aseo.

—Y yo —añadió la segunda furia.

—Y yo —repitió la tercera.

Y las tres echaron a andar por el pasillo.

—Vamos a morir... — les dijo Leylah con pesimismo

—Percy, ponte mi gorra —le urgió Annabeth.

—¿Para qué?

—Te buscan a ti. Vuélvete invisible y déjalas pasar. Luego intenta llegar a la parte de delante y escapar.

—Pero ustedes...

—Hay bastantes probabilidades de que no reparen en nosotros. Eres hijo de uno de los Tres Grandes, ¿recuerdas? Puede que tu olor sea abrumador.

—No puedo dejaros — Percy tomó su mano, pero Leylah se quitó de su agarre

—No te preocupes por nosotros —insistió ella — ¡Ve!

Notó como le temblaban las manos, pero agarró la gorra de los Yankees y se la puso. Cuando Leylah volvió a mirar, ya no estaba.

Se quedó quieta en su lugar, con su mano en la pulsera que Quirón le dio, lista para atacar si era necesario, asomó su cabeza hacia el pasillo para tener una vista clara.

La señora Dodds se detuvo, olisqueó y se quedó mirando un punto fijo en los asientos del medio, El corazón de Leylah latía desbocado, con miedo de que atraparan a Percy, pero al parecer no vio nada, pues las tres siguieron avanzando.

Ya casi se terminaba el túnel. Las ancianas se acercaron con rapidez y empezaron a soltar unos aullidos espeluznantes. Sus rostros seguían siendo los mismos, pero a partir del cuello habían encogido hasta transformarse en cuerpos de arpía marrones y coriáceos, con alas de murciélago y manos y pies como garras de gárgola. Los bolsos se habían convertido en fieros látigos.

Se acercaron a ellos y los rodearon esgrimiendo sus látigos.

—¿Dónde está? ¿Dónde? —rugían entre dientes.

Los demás pasajeros gritaban y se escondían bajo sus asientos.

— ¡No está aquí! — gritó Annabeth— ¡Se ha ido!

Las Furias levantaron los látigos. Annabeth sacó el cuchillo de bronce y ella su espada, Grover, por su lado, agarró una lata de su mochila y se dispuso a lanzarla.

Entonces, el autobus dio un giro abrupto hacia la izquierda

Todo el mundo aulló al ser lanzado hacia la derecha, y las tres Furias aplastastaron contra las ventanas.

—¡Eh, eh! ¿Qué dem...? —gritó el conductor desconcertado

El autobús rozó la pared del túnel, chirriando, rechinando y lanzando chispas alrededor.

Salieron del túnel Lincoln a toda velocidad y volvieron a la tormenta, hombres y monstruos dando tumbos dentro del autobús, mientras los coches eran apartados o derribados. Era un desastre

De algún modo, el conductor encontró una salida. Dejaron la autopista con rapidez, cruzandos media docena de semáforos y acabaron, aún a velocidad de vértigo, en una de esas carreteras rurales de Nueva Jersey en las que es imposible creer que haya tanta nada justo al otro lado de Nueva York.

Había un bosque a la izquierda y el río Hudson a la derecha, hacia donde el conductor parecía dirigirse.

Percy, quien ya había tomado demasiadas malas decisiones en esa travesía, se le ocurrió una nueva: tirar del freno de mano.

El autobús aulló, derrapó ciento ochenta grados sobre el asfalto mojado y se estrelló contra los árboles. Se encendieron las luces de emergencia. La puerta se abrió de par en par. El conductor fue el primero en salir, y los pasajeros lo siguieron gritando como enloquecidos.

Leylah se acarició el lado derecho de su cabeza que había chocado contra el vidrio.

Las Furias recuperaron el equilibrio. Revolvieron sus látigos contra Annabeth, mientras ésta amenazaba con su cuchillo y les ordenaba que retrocedieran en griego clásico.

Grover les lanzaba trozos de lata. Observé la puerta abierta. Percy se quitó la gorra de los Yankees y espetó

—¡Eh!

Las Furias se volvieron y mostraron sus colmillos amarillos. De repente la salida le pareció una idea fenomenal. La señora Dodds se abalanzó hacia él por el pasillo

Cada vez que su látigo restallaba, llamas rojas recorrían la tralla. Sus dos horrendas hermanas se precipitaron saltando por encima de los asientos como enormes y asquerosos lagartos.

—Perseus Jackson —dijo la señora Dodds con tono de ultratumba— Has ofendido a los dioses. Vas a morir.

—Me gustaba más como profesora de matemáticas — dijo el chico

—A mi también...

Leylah, Annabeth y Grover se movían tras las Furias con cautela, buscando una salida. Saqué el bolígrafo de mi bolsillo y lo destapé. Anaklusmos se alargó hasta convertirse en una brillante espada de doble filo. Las Furias vacilaron. La señora Dodds ya tenía el dudoso placer de conocer la hoja de Anaklusmos. Evidentemente, no le gustó nada volver a verla.

—Sométete ahora —silbó entre dientes— y no sufrirás tormento eterno. —Buen intento —contesté.

—¡Percy, cuidado! —me advirtió Annabeth.

La señora Dodds enroscó su látigo en mi espada mientras las otras dos Furias se le echaban encima. Leylah blandió su espada acercándose rápidamente

Percy golpeó a la Furia de la izquierda con la empuñadura y la envió de espaldas contra un asiento. Se volvió y le asestó un tajo a la de la derecha.

En cuanto la hoja tocó su cuello, gritó y explotó en una nube de polvo.

Annabeth aplicó a la señora Dodds una llave de lucha libre y tiró de ella hacia atrás, mientras Grover le arrebataba el látigo.

—¡Ay! —gritó él—. ¡Ay! ¡Quema! ¡Quema!

La Furia a la que le habían dado con la empuñadura en el hocico volvió a atacarlos, con las garras preparadas, pero Leylah le asestó un mandoble y se desvaneció en otra nube dorada.

La señora Dodds intentaba quitarse a Annabeth de encima. Daba patadas, arañaba, silbaba y mordía, pero Annabeth aguantó mientras Grover le ataba las piernas con su propio látigo.

Al final ambos consiguieron tumbarla en el pasillo. Intentó levantarse, pero no tenía espacio para batir sus alas de murciélago, así que volvió a caerse.

—¡Zeus te destruirá! —prometió—. ¡Tu alma será de Hades!

—Braceas meas vescimini! —Percy respondió en latín. Creo que significaba «Y un cuerno». Un trueno sacudió el autobús. Se les erizó el vello de la nuca.

—¡Salid! —ordenó Annabeth—. ¡Ahora!

Nadie necesitó que lo repitiera.

Salieron corriendo fuera y encontramos a los demás pasajeros vagando sin rumbo, aturdidos, discutiendo con el conductor o dando vueltas en círculos y gritando impotentes.

Un turista con una camisa hawaiana les hizo una foto antes

—¡Nuestras bolsas! —dijo Grover—. Hemos dejado núes...

¡BUUUUUUM!

Las ventanas del autobús explotaron y los pasajeros corrieron despavoridos. El rayo dejó un gran agujero en el techo, pero un aullido enfurecido desde el interior les indicó que la señora Dodds aún no estaba muerta.

—Señor conejo... —Leylah murmuró triste

—¡Corred! —exclamó Annabeth— ¡Está pidiendo refuerzos! ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Se internaron en el bosque bajo un diluvio, con el autobús en llamas a sus espaldas y nada más que oscuridad ante ellos

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Por favor, ignoren los errores ortográficos y gramaticales

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