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10. Los jardines de la tía Eme 

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Annabeth, Grover, Percy y Leylah, caminaban entre los bosques de la orilla de Nueva Jersey. El resplandor de Nueva York teñía de amarillo el cielo a sus espaldas, y el hedor del Hudson los sofocaba, los truenos resonaban enfurecidos sobre ellos y, como si fuera poco, la lluvia los empapaba

Grover temblaba con miedo en sus enormes ojos de cabra.

—Tres Benévolas —dijo con inquietud— Y las tres de golpe.

Annabeth tironeaba de ambos chicos, Leylah los seguía de cerca

—¡Vamos! Cuanto más lejos lleguemos, mejor.

—Nuestro dinero estaba allí dentro —Recordó Percy, apretando la mano de Leylah con la suya — Y la comida y la ropa. Todo.

Leylah pateó una piedra del camino, pensando en su conejo de peluche incinerado. La rubia resopló

—Bueno, a lo mejor si no hubieras decidido participar en la pelea...

—¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que los mataran?

—No tienes que protegerme, Percy. Me las habría apañado

—En rebanadas como el pan de sándwich —intervino Grover—Pero se las habría apañado.

—Cierra la boca, niño cabra — espetó Annabeth.

Grover se quejó lastimeramente. —Latitas... —se lamentó— He perdido mi bolsa llena de estupendas latitas para mascar.

Atravesaron chapoteando terreno fangoso, a través de horribles árboles enroscados que olían moho. Al cabo de unos minutos, Annabeth se puso al lado de Percy. Leylah los miró un poco cuando comenzaron a hablar

—Mira, yo... —Le falló la voz— Aprecio que nos ayudaras. Has sido muy valiente.

—Somos un equipo, ¿no?

Se quedó en silencio durante unos cuantos pasos.

—Es sólo que si tú murieras... aparte de que a ti no te gustaría nada, supondría el fin de la misión. Y puede que ésta sea mi única oportunidad de ver el mundo real. ¿Me entiendes ahora?

La tormenta había cesado por fin. El fulgor de la ciudad se desvanecía y estaban sumidos en una oscuridad casi total. Aunque Leylah veía perfectamente bien

—¿No has salido del Campamento Mestizo desde que tenías siete años? — preguntó el chico

—No. Sólo algunas excursiones cortas. Mi padre...

—¿El profesor de historia?

—Sí. No funcionó vivir con él en casa. Me refiero a que mi casa es el Campamento Mestizo. En el campamento entrenas y entrenas, pero los monstruos están en el mundo real. Ahí es donde aprendes si sirves para algo o no.

—Eres muy valiente —halagó Leylah haciendo que Annabeth la mirara

—¿Eso crees?

—Cualquiera capaz de hacerle frente a una Furia lo es —Agregó Percy

El silenció que se había formado se vio interrumpido por un sonido agudo, como el de una lechuza al ser torturada.

—¡Mi flauta sigue funcionando! —exclamó Grover— ¡Si me acordara de alguna canción busca sendas, podríamos salir del bosque! —Tocó unas notas, pero nada pasó. Excepto los oídos torturados de los semidioses

En ese momento, Percy se estampó contra un árbol y soltó un quejido. Tras tropezar y maldecir, Leylah comentó

—¿Tal vez debería ir al frente? mi visión es mejor que la de ustedes

—Si, estoy de acuerdo—Murmuró el hijo de Poseidón, sobándose la cabeza

Durante aproximadamente un kilómetro, Leylah los guio hasta a ver luz más adelante. Eran los colores de un cartel de neón. Se olía comida frita, grasienta y exquisita.

Siguieron andando hasta que vieron una carretera de dos carriles entre los árboles. Al otro lado había una gasolinera cerrada, una vieja valla publicitaria que anunciaba una pelicula de los noventa, y un local abierto, que era la fuente de la luz de neón y el buen aroma.

No era el restaurante de comida rápida que habían esperado, sino una de esas raras tiendas de carretera donde venden flamencos decorativos para el jardín, ositos de cemento y cosas así. El edificio principal, largo y bajo, estaba rodeado de hileras e hileras de pequeñas estatuas.

El letrero de neón encima de la puerta resultó ilegible

—¿Qué demonios pone ahí? —preguntó Percy

—No lo sé —contestó Annabeth. Leylah, que tenía menos dislexia, podía entender solamente una parte

Leía algo como: «moperio de gnomos de rajdín de la tía MEE».

Grover les tradujo —Emporio de gnomos de jardín de la tía Eme.

A cada lado de la entrada, como se anunciaba, había dos gnomos de jardín, unos feos y barbudos de cemento que sonreían y saludaban, como si estuvieran posando para una foto.

Leylah avanzó por la carretera y con ella, Percy.

—Con cuidado —advirtió Grover.

—Dentro las luces están encendidas —dijo Annabeth— A lo mejor está abierto.

—Un bar —comentó Leylah con nostálgica. Su estómago estuvo de acuerdo

—Sí, un bar —coincidió ella

—¿Se volvieron locos? —dijo Grover— Este sitio es rarísimo.

Nadie le hizo caso. El aparcamiento de delante era un bosque de estatuas: animales de cemento, niños de cemento, hasta un sátiro de cemento tocando la flauta.

Grover se lamentó

— ¡Se parece a mi tío Ferdinand! — Nos detuvimos ante la puerta. —No toquen —dijo Grover—. Huelo monstruos

—Tienes la nariz entumecida por las Furias — Annabeth lo calló— Yo sólo huelo hamburguesas. ¿No tienes hambre?

—¡Carne! —exclamó con desdén—. ¡Yo soy vegetariano!

—Comes enchiladas de queso y latas de aluminio —Percy lo miró raro

—Eso son verduras. Venga, vámonos. Estas estatuas me están mirando.

—Muero de hambre— Leylah sobó su pancita

Entonces la puerta se abrió con un chirrido y ante ellos apareció una mujer, llevaba una túnica larga y negra que le tapaba todo menos las manos. Los ojos le brillaban tras un velo de gasa negra, pero eso era cuanto podía discernirse. Sus manos color café parecían ancianas, pero eran elegantes y estaban cuidadas. Su acento sonaba ligeramente a Oriente Medio.

—Niños, es muy tarde para estar solos fuera —dijo—. ¿Dónde están sus padres?

—Están... esto... —empezó Annabeth.

—Somos huérfanos —La Riddle aportó

—¿Huérfanos? —repitió la mujer— ¡Pero eso no puede ser!

—Nos separamos de la caravana —Percy siguió— Nuestra caravana del circo. El director de pista nos dijo que nos encontraríamos en la gasolinera si nos perdíamos, pero puede que se haya olvidado, o a lo mejor se refería a otra gasolinera. En cualquier caso, nos hemos perdido. ¿Eso que huelo es comida?

Leylah lo miró con el ceño fruncido

—Oh, queridos niños —respondió la mujer— Tienen que entrar, pobrecillos. Soy la tía Eme. Pasen directamente al fondo del almacén, por favor. Hay una zona de comida.

Le dieron las gracias y entraron

—¿La caravana del circo? — susurró Annabeth.

Él se encogió de hombros —¿No hay que tener siempre una estrategia pensada?

—En tu cabeza no hay más que algas.

Leylah rio.

El almacén estaba lleno de más estatuas: personas en todas las posturas posibles, luciendo todo tipo de indumentaria y distintas expresiones.

El aroma era como el gas de la risa en la silla del dentista: provocaba que todo lo demás desapareciera.

Apenas notaron los sollozos nerviosos de Grover, o en el modo en que los ojos de las estatuas parecían seguirlos, o en el hecho de que la tía Eme hubiese cerrado la puerta con llave detrás de ellos

Lo único que importaba era la zona de comida. Y, efectivamente, estaba al fondo del almacén, un mostrador de comida rápida con un grill, una máquina de bebidas, un horno para bollos y un dispensador de nachos con queso. Y unas cuantas mesas de picnic.

—Siéntense, por favor —pidió la tía Eme.

—Hum... —musitó Grover— No tenemos dinero, señora.

—No, niños. No hace falta dinero. Es un caso especial, ¿verdad? Es mi regalo para unos huérfanos tan agradables.

—Gracias, señora —contestó Annabeth.

—De nada, Annabeth —respondió—. Tienes unos preciosos ojos grises, niña.

Leylah levantó la vista hacia la mujer, confundida. ¿Le habían dicho sus nombres? Volteó hacia Percy, pero se distrajo con la comida que se les ponía frente a ellos. Había bandejas de plástico con hamburguesas, batidos de vainilla y patatas fritas.

Su estómago gruño cuando Percy le tendió una bandeja improvisada con una hamburguesa y una ración de papas fritas que el mismo había acomodado. También le alcanzó un batido.

Le agradeció antes de tomar su primer bocado, casi gimiendo por el increíble sabor que tenía.

Grover pellizcaba patatas y miraba el papel encerado de la bandeja como si le apeteciera comérselo, pero seguía demasiado nervioso.

—¿Qué es ese ruido sibilante? —preguntó.

—¿Sibilante? —repitió la tía Eme—. Puede que sea el aceite de la freidora. Tienes buen oído, Grover

—Tomo vitaminas... para el oído.

—Eso está muy bien —respondió ella— Pero, por favor, relájate.

La tía Eme no comió nada. No se había descubierto la cabeza ni para cocinar, y ahora estaba sentada con los dedos entrelazados, observándolos comer.

Terminó su comida en silencio, intentando no concentrarse en la mujer y su mirada. Ya saciada, empezaba a sentir cierta somnolencia. Se apoyó contra el costado de Perseo, reprimiendo un bostezo.

Percy la rodeó con su brazo e intentó que estuviera cómoda mientras entablaba una conversación con la anfitriona.

—Así que vende gnomos

—Pues sí —contestó la tía Eme— Y animales. Y personas. Cualquier cosa para el jardín. Los hago por encargo. Las estatuas son muy populares

—¿Tiene mucho trabajo?

—No mucho, no. Desde que construyeron la autopista, casi ningún coche pasa por aquí. Valoro cada cliente que consigo.

—¿Hace usted las estatuas? —preguntó

—Oh, desde luego. Antes tenía dos hermanas que me ayudaban en el negocio, pero me abandonaron, y ahora la tía Eme está sola. Sólo tengo mis estatuas. Por eso las hago. Me hacen compañía. —La tristeza de su voz parecía tan profunda y real que la compadeció.

Annabeth había dejado de comer. Se inclinó hacia delante e inquirió:

—¿Dos hermanas?

—Es una historia terrible. Desde luego, no es para niños. Verás, Annabeth, hace mucho tiempo, cuando yo era joven, una mala mujer tuvo celos de mí. Yo tenía un novio y esa mujer estaba decidida a separarnos. Provocó un terrible accidente. Mis hermanas se quedaron conmigo. Compartieron mi mala suerte tanto tiempo como pudieron, pero al final nos dejaron. Sólo yo he sobrevivido, pero a qué precio, niños. A qué precio.

Leylah parpadeó rápidamente intentando quitarse el sueño y prestar más atención a lo que la rodeaba. La mujer ya la estaba poniendo nerviosa. Miró a Grover que estaba nervioso y Annabeth tensa. Por último, Percy era el único que parecía compadecido

Se enderezó en el asiento

—¿Percy? —Annabeth llamó — Tal vez deberíamos marcharnos. Ya sabes... el jefe de pista estará esperándonos.

—Qué ojos grises más bonitos —volvió a decirle a Annabeth—. Vaya que sí, hace mucho que no veo unos ojos grises como los tuyos.

Se acercó como para acariciarle la mejilla, pero Annabeth se puso en pie bruscamente. Leylah le siguió

—Tenemos que marcharnos, de verdad.

—¡Sí! —Grover se tragó un papel encerado y también se puso en pie— ¡El jefe de pista nos espera! ¡Vamos!

Percy se quedó sentado, dudando. Realmente quería quedarse con la Tía Eme. Leylah tironeo de su mano incitándolo a levantarse

—Por favor, queridos niños —suplicó—. Tengo muy pocas ocasiones de estar en tan buena compañía. Antes de marcharos, ¿no posarían para mí?

—¿Posar? —preguntó Annabeth, cautelosa.

—Para una fotografía. Después la utilizaré para un grupo escultórico. Los niños son muy populares. A todo el mundo le gustan los niños.

Annabeth cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro. —Mire, señora, no creo que podamos. Vamos, Percy.

—¡Claro que podemos! —saltó el semidios. Estaba irritado con Annabeth por mostrarse tan maleducada con una anciana que acababa de alimentarlos gratis—. Es sólo una foto, Annabeth. ¿Qué daño va a hacernos?

—Claro, Annabeth —ronroneó la mujer— ningún daño.

A Annabeth no le gustaba, pero al final cedió. Tal vez Leylah debería haber protestado, pero solo se dejó guiar igual que el resto

La tía Eme los condujo de nuevo al jardín de las estatuas, por la puerta de delante. Una vez allí, los llevó hasta un banco junto al sátiro de piedra.

—Ahora voy a colocarlos correctamente —dijo—. Las chicas en el medio, y los dos caballeros uno a cada lado.

—No hay demasiada luz para una foto —comentó Perseo

—Descuida, hay de sobra —repuso la tía Eme—. De sobra para que nos veamos unos a otros, ¿verdad?

—¿Dónde tiene la cámara? —preguntó Grover.

La mujer dio un paso atrás, como para admirar la composición. —La cara es lo más difícil. ¿Podéis sonreír todos, por favor? ¿Una ancha sonrisa?

—Percy – murmuró la pequeña – Realmente quiero irme

Grover miró al sátiro de cemento junto a él y murmuró: —Se parece mucho al tío Ferdinand

—Grover —le riñó tía Eme—, mira a este lado, cariño. Y Leylah, suelta la mano de Perseo arruinaras la foto

Ella no quería hacerlo, así que no lo hizo. Y el chico tampoco hizo algún movimiento

—Percy... —dijo Annabeth.

—Sólo será un momento —añadió tía Eme—. Es que no os veo muy bien con este maldito velo...

—Percy, algo no va bien —insistió Annabeth.

—¿Que no va bien? —repitió la tía Eme mientras levantaba los brazos para quitarse el velo—. Te equivocas, querida. Esta noche tengo una compañía exquisita. ¿Qué podría ir mal?

—¡Es el tío Ferdinand! —balbució Grover en reconocimiento

—¡No la miren! —gritó Annabeth, y al segundo se colocó la gorra de los Yankees y desapareció.

Sus manos invisibles empujaron a Leylah, Grover y Percy fuera del banco.

Quedaron en el suelo, mirando las sandalias de Eme

Grover se escabulló en una dirección y Annabeth en la otra, pero Percy y ella estaban entrelazados por las manos aun medio dormidos por la comida

Se oyó un extraño y áspero sonido encima de ellos. Alzó la mirada hasta las manos de la tía Eme, que ahora eran nudosas y estaban llenas de verrugas, con afiladas garras de bronce en lugar de uñas.

Percy, que también miraba, se dispuso a levantar la vista. Leylah tironeo de hombro hacia abajo

— ¡No lo hagas! ¡No mires!

El sonido áspero de nuevo: pequeñas serpientes justo encima de ellos, allí donde debía estar la cabeza de la tía Eme.

—¡Huyan! —Gritó Grover, y mientras gritaba «¡Maya!», a fin de que sus zapatillas echaran a volar.

Percy no podía moverse. Se quedó mirando las garras nudosas de la anciana e intentó luchar contra el trance en que se había sumido. Y Leylah no iba a dejarlo solo.

—Qué pena destrozar una cara tan atractiva y joven —susurró—. Quédate conmigo, Percy. Sólo tienes que mirar arriba.

Leylah pensó en lo que había hecho en el campamento, en esa pelea. No sabía cómo funcionaba, pero intentó concentrarse.

—Esto me lo hizo la de los ojos grises, Percy —dijo Medusa, y no sonaba en absoluto como un monstruo. Su voz incentivaba a mirar, a simpatizar con una pobre abuelita — La madre de Annabeth, la maldita Atenea, transformó a una mujer hermosa en esto.

—¡No la escuches! —exclamó Annabeth desde algún sitio entre las estatuas—. ¡Corran!

Se concentró en las sombras. La noche se abría paso rápidamente y cuanta más oscuridad mejor. Sentía como una especie de cosquillas en su interior. Cerró fuertemente sus ojos

—¡Silencio! —gruñó Medusa, y volvió a modular la voz hasta alcanzar un cálido ronroneo—. Ya ves por qué tengo que destruir a la chica, Percy. Es la hija de mi enemiga. Desmenuzaré su estatua. Pero tú, querido Percy, no tienes por qué sufrir.

—No —murmuró el chico. Intentó mover las piernas.

—¿De verdad quieres ayudar a los dioses? — preguntó Medusa—. ¿Entiendes qué te espera en esta búsqueda insensata, Percy? ¿Qué te sucederá si llegas al inframundo? No seas un peón de los Olímpicos, querido. Estarás mejor como estatua. Sufrirás menos daño. Mucho menos.

Las cosquillas se transformaron en una creciente electricidad que recorrió su cuerpo hasta sus manos, donde las alzó hacia el monstro. Soltó un gritó y si ya no estaría de rodillas, se habría caído.

Las sombras empujaron a Medusa lejos, chocándola contra algunas de sus propias estatuas. Medusa rugió de dolor.

Esa acción puso en acción a Percy quien los llevó detrás de una estatua

—¡Semidiosa miserable! —masculló— ¡Te añadiré a mi colección!

—¡Ésa por el tío Ferdinand! —le respondió Grover volando en el cielo nocturno con una rama de árbol del tamaño de un bate de béisbol. Tenía los ojos apretados y movía la cabeza de lado a lado. La golpeó con la rama

—¡Aaargh! —aulló Medusa, aun en el suelo, y su melena de serpientes silbaba y escupía.

—¡Percy, Leylah! —dijo la voz de Annabeth junto a ellos. Ambos dieron un respigo. El corazón de Leylah latía más rápido de lo recomendado. Su cuerpo estaba cansado

—¡No puedes fallar! —Annabeth se quitó la gorra de los Yankees y se volvió visible—. Tienes que cortarle la cabeza.

—¿Qué? ¿Te has vuelto loca? Larguémonos de aquí.

—Medusa es una amenaza. Es mala. La mataría yo misma, pero... —tragó saliva— pero tú vas mejor armado. Además, nunca conseguiría acercarme. Me rebanaría por culpa de mi madre. Tú... tú tienes una oportunidad.

—¿Qué? Yo no puedo...

—Mira, ¿quieres que siga convirtiendo a más gente inocente en estatuas? —Señaló una pareja de amantes abrazados, convertidos en piedra por el monstruo. Annabeth agarró una bola verde de un pedestal cercano.

—Un escudo pulido iría mejor. —Estudió la esfera con aire crítico—. La convexidad causará cierta distorsión. El tamaño del reflejo disminuirá en una proporción...

—¿Quieres hablar claro?

—¡Eso hago! —le entregó la bola

—Lo que quiere decir es que mires al monstruo a través del cristal, nunca directamente. —Leyalh le aclaró

—¡Eh! —gritó Grover desde algún lugar por encima de ellos— ¡Creo que está inconsciente!

—¡Groaaaaaaar!

—Puede que no —se corrigió Grover. Se abalanzó para hacer otro barrido con su improvisado bate.

—Date prisa —dijo Annabeth—. Grover tiene buen olfato, pero al final acabará cayéndose.

Percy miró a Leylah, apretando su mano y luego soltándola. Sacó el boli y lo destapó. La hoja de bronce de Anaklusmos salió disparada.

—lo harás bien –Susurró la Riddle. Annabeth tomó el lugar de Percy cuando se fue para asegurarse de que la menor se encontraba bien

—Lo hiciste bien —Le dijo una vez él se fue

—Gracias — Se apoyó mejor contra la estatua —Deberías ir con ellos

Annabeth dudó, pero una vez chequeó que se encontraba bien, volvió a ponerse la gorra y desapareció. Leylah miró entre las estatuas a Percy.

Cuando Grover iba para atizarla otra vez con el bate, Medusa agarró la rama y lo apartó de su trayectoria. Grover tropezó en el aire y se estrelló contra un oso de piedra con un doloroso quejido. Medusa iba a abalanzarse sobre él cuando Perseo gritó:

—¡Eh! ¡Aquí!

Avanzó hacia ella, cosa que no era tan fácil, teniendo en cuenta que sostenía una espada en una mano y una bola de cristal en la otra. Si la bruja atacaba, no sería fácil defenderse. Sin embargo, dejó que se acercara: seis metros, cinco, tres... Entonces vio el reflejo de su cara. No podía ser tan fea. Aquel cristal verde debía de distorsionar la imagen, afeándola incluso más.

—No le harías daño a una viejecita, Percy —susurró— Sé que no lo harías.

Vaciló, fascinado por el rostro que veía reflejado en el cristal: los ojos, que parecían arder a través del vidrio verde, le debilitaban los brazos.

Desde detrás de la estatua, Leylah gritó —¡No la escuches, Percy!

Medusa estalló en carcajadas. —Demasiado tarde

Se abalanzó con las garras por delante. Y él le rebanó el cuello de un único mandoble.

Oyeron un siseo asqueroso y un silbido como de viento en una caverna: el sonido del monstruo desintegrándose. Algo cayó al suelo junto a sus pies. Notó un líquido viscoso y caliente empapando su calcetín, pequeñas cabecitas de serpiente mordisqueando los cordones de las zapatillas.

— Qué asco —dijo Grover. Aún seguía con los ojos bien cerrados, pero oía al bicho borbotear y despedir vapor

Annabeth se materializó a su lado con la mirada vuelta hacia el cielo. Sostenía el velo negro de Medusa

—No te muevas —dijo. Con mucho cuidado, sin mirar abajo ni un instante, se arrodilló, envolvió la cabeza del monstruo en el paño negro y la recogió. Aún chorreaba un líquido verdoso.

Leylah salió de su lugar y se acercó

—¿Estás bien? — preguntó con voz temblorosa.

—Sí —mintió, a punto de vomitar su hamburguesa doble con queso—. ¿Por qué... por qué no se ha desintegrado la cabeza?

—En cuanto la cercenas se convierte en trofeo de guerra — explicó la rubia — como tu cuerno de minotauro. Pero no la desenvuelvas. Aún puede petrificar.

Grover se quejó mientras bajaba de la estatua del oso. Tenía un buen moratón en la frente. La gorra rasta verde le colgaba de uno de sus cuernecitos de cabra y los pies falsos se le habían salido de las pezuñas. Las zapatillas mágicas volaban sin rumbo alrededor de su cabeza.

—Pareces el Barón Rojo —dijo Percy, sonriendo

— Buen trabajo. —dijo Leylah

—No me ha gustado nada. Bueno, darle con la rama en la cabeza sí, pero estrellarme contra ese oso no.

Luego regresaron al almacén. Encontraron unas bolsas de plástico detrás del mostrador y envolvieron varias veces la cabeza de Medusa. La colocaron encima de la mesa en que habíamos cenado y se sentaron alrededor, demasiado cansados para hablar. Al final Percy dijo:

—¿Así que tenemos que darle las gracias a Atenea por este monstruo?

Annabeth lanzó una mirada de irritación en su dirección

—A tu padre, de hecho. ¿No te acuerdas? Medusa era la novia de Poseidón. Decidieron verse en el templo de mi madre. Por eso Atenea la convirtió en monstruo. Ella y sus dos hermanas, que la habían ayudado a meterse en el templo, se convirtieron en las tres gorgonas. Por eso Medusa quería hacerme picadillo, pero también pretendía conservarte a ti como bonita estatua. Aún le gusta tu padre. Probablemente le recordabas a él.

Le ardía la cara —Así que ha sido culpa mía que nos encontráramos con Medusa.

Annabeth se irguió e imitó su voz en falsete: —«Tan sólo es una foto, Annabeth. ¿Qué daño puede hacernos?»

—De acuerdo —respondí—. Eres imposible.

—Y tú insufrible.

—Y tú...

—¡Eh! —interrumpió Grover—. Me están dando migraña, y los sátiros no tienen migraña. ¿Qué vamos a hacer con la cabeza?

Se encogieron de hombros. Percy miró a Leylah, que estaba sentada a su lado en el banco, bajó la voz

—¿Estas bien? —Parecía triste y un poco hastiada

—Me escapé del orfanato por una razón. No quiero ser un peón de nadie, menos de los Dioses —Contestó — No llevamos lejos del campamento ni un día y ya casi nos matan dos veces. ¡Y ese estúpido rayo quemo al señor conejo! A este ritmo no llegaremos a los ángeles vivos ni a tiempo

Perseo estuvo de acuerdo. Leylah miro la cabeza de medusa envuelta y susurró un poco enojada por casi ser convertida en estatua, Perseo siguió su mirada

Se miraron a los ojos por un tiempo luego Leylah asintió y se encogió de hombros. Percy se levantó de un salto.

—Ahora vuelvo.

—Percy — llamó Annabeth—. ¿Qué estás...?

En el fondo del almacén encontró el despacho, donde rebusco en la caja registradora. Encontró veinte dólares y unas dracmas. Además de la dirección de la entrada al inframundo.

Buscó por el resto del despacho hasta encontrar una caja adecuada. Regresó a la mesa de picnic, metió dentro la cabeza de Medusa y rellenó el formulario de envío.

Leylah se acercó para ver que hacía, sonrió al verlo. Era justo lo que pensaba

Los Dioses Monte Olimpo, Planta 600

Edificio Empire State

Nueva York, NY

Con nuestros mejores deseos, Leylah Riddle y Percy Jackson

—Eso no va a gustarles — avisó Grover— Los consideraran impertinentes

Terminó de meter unos dracmas de oro en la bolsita y en cuanto la cerró se oyó un sonido de caja registradora. El paquete flotó por encima de la mesa y desapareció con un suave «pop»

—Es que somos impertinentes—respondió Leylah, alzó la mano para que chocará con la del hijo de Poseidón.

Annabeth los miró cansada. Se estaba haciendo una idea de que ambos tenían un talento innato para fastidiar a los dioses

—Vamos —murmuró— Necesitamos un nuevo plan. 

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