15

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

15. Inframundo 

━━━━━━🌙 ━━━━━━

Escondidos en las sombras del bulevar Valencia, los cuatro miraban el rótulo «ESTUDIOS DE grabación EL otro barrio.» Debajo, en las puertas de cristal, se leía: «abogados no, vagabundos no, vivos no.»

Era casi medianoche, pero el recibidor estaba bien iluminado y lleno de gente. Tras el mostrador de seguridad había un guardia con gafas de sol y aspecto de tipo duro.

Percy los miró

—Muy bien. ¿Recuerdan el plan?

—¿El plan? —Grover tragó saliva—. Sí. Me encanta el plan.

—¿Qué pasa si el plan no funciona? —preguntó Annabeth.

—No pienses en negativo — Leylah comentó por lo bajo, paso sus manos por su camiseta tratando de quitar el sudor

—De acuerdo —dijo— Vamos a meternos en la tierra de los muertos y no tengo que pensar en negativo.

Percy sacó las perlas de su bolsillo. Si algo iba mal, no parecían de mucha ayuda. Annabeth se encogió de hombros

—Lo siento, chicos. Los nervios me traicionan. Pero tienen razón, lo conseguiremos. Todo saldrá bien. —Y le dio un codazo a Grover.

—¡Oh, claro que sí! —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Hemos llegado hasta aquí. Encontraremos el rayo maestro y salvaremos a tu madre. Ningún problema.

Percy la miró esperando que dijera algo

—Estaremos bien... Siempre podemos volver al Hotel — Leylah le sonrió

—Bien, aquí vamos

Entraron en la recepción. Una música suave de ascensor salía de altavoces ocultos. La moqueta y las paredes eran gris acero, mobiliario era de cuero negro, y todos los asientos estaban ocupados.

Había gente sentada en los sofás, de pie, mirando por las ventanas o esperando el ascensor. Nadie se movía, ni hablaba ni hacía nada. Parecían transparentes, se veía a través de sus cuerpos.

El mostrador del guarda de seguridad era bastante alto, así que tenían que mirarlo desde abajo, sobre todo Leylah.

Era un moreno alto y elegante, de pelo teñido de rubio y cortado estilo militar. Llevaba gafas de sol de carey y un traje de seda italiana a juego con su pelo. También lucía una rosa negra en la solapa bajo una tarjeta de identificación.

Percy intentó leer su nombre

—¿Se llama Quirón? —Preguntó, confundido

Él se inclinó hacia delante desde el otro lado del mostrador, su sonrisa era dulce y fría.

—Mira qué preciosidad de muchacho tenemos aquí. —Tenía un acento extraño, británico quizá, pero también como si el inglés no fuera su lengua materna— Dime, ¿te parezco un centauro?

—N-no.

—Señor —añadió con suavidad.

—Señor —repitió. Agarró su tarjeta de identificación con dos dedos y pasó otro bajo las letras.

—¿Sabes leer esto, niño? Pone C‐a-r-o-n-t-e. Repite conmigo: Caronte.

—Caronte.

—¡Impresionante! Ahora di: señor Caronte.

—Señor Caronte.

—Muy bien. —Volvió a sentarse— Detesto que me confundan con ese viejo de Quirón. Y bien, ¿en qué puedo ayudarlos, pequeños muertecitos?

La pregunta los dejó mudos. Annabeth se adelantó vacilante

—Queremos ir al inframundo —intervino ella. Caronte emitió un silbido de asombro.

—Vaya, niña, eres toda una novedad. Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de «tiene que haber un error, señor Caronte». —Se nos quedó mirando— ¿Y cómo habéis muerto?

Leylah le dio un codazo a Grover

—Bueno... —respondió él—. Esto... ahogados... en una bañera.

—¿Los cuatro?

Asintieron con fuerza.

— Una gran bañera. —Caronte parecía impresionado— Supongo que no tienen monedas para el viaje. Cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños... Es que nunca mueren preparados. Supongo que tendréis que esperar aquí sentados unos cuantos siglos.

—No, si tenemos monedas. —Perseo puso cuatro dracmas de oro en el mostrador, parte de lo encontrado en el despacho de Crusty.

—Bueno, bueno... —Caronte se humedeció los labios— Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas... —Sus dedos acariciaron codiciosos las monedas. Entonces Caronte los miró fijamente y con frialdad — No has podido leer mi nombre correctamente. ¿Eres disléxico, niño?

—No —mintió—. Soy un muerto.

Caronte se inclinó hacia delante y olisqueó. —No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. Eres un diosecillo. Todos ustedes

—Tenemos que llegar al inframundo

Caronte soltó un profundo rugido. Todo el mundo en la sala de espera se levantó y empezó a pasearse con nerviosismo, a encender cigarrillos, mesarse el pelo o consultar los relojes.

—Márchense mientras puedan —dijo Caronte—. Me quedaré las monedas y olvidaré que los he visto. —Hizo ademán de guardárselas, pero Leylah se las quito

—Sin servicio no hay propina.

Caronte volvió a gruñir. Los espíritus de los muertos empezaron a aporrear las puertas del ascensor. Leylah saltó y se sentó sobre el mostrador y quedó a la altura de, quien técnicamente, era su medio hermano

—Tenemos que ir al inframundo —Estiró su mano hacia Percy, quien le alcanzó una bolsa llena de dracmas. Sacó un puñado y se las mostró — Todo puede ser tuyo, si nos llevas

—¿Crees que puedes comprarme, criatura de los dioses? Oye... sólo por curiosidad, ¿cuánto tienes ahí?

—Mucho —contestó—. Apuesto a que Hades no te paga lo suficiente por un trabajo tan duro.

—Uf, si te contara... Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable, te lo aseguro. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y te parece que los trajes como éste salen baratos?

—No —coincidió ella. Puso un par de moneadas en su palma — Llévanos abajo y te daré el triple de eso.

Caronte le echó un vistazo a su chaqueta de seda italiana, como si se imaginara vestido con algo mejor. Miró a Leylah a los ojos. Y le sonrió.

—Nix tenía razón contigo. —Se puso en pie, recogió las monedas y antes de que Leylah pudiera decir algo— De acuerdo, el barco está casi lleno, síganme

Se abrió paso entre la multitud de espíritus a la espera, que intentaron colgarse mientras susurraban con voces lastimeras y Caronte los apartaba de su camino. Los escoltó hasta el ascensor, que ya estaba lleno de almas de muertos, cada una con una tarjeta de embarque verde.

—Que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —anunció a la sala de espera—. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que pasen aquí mil años más, ¿Entendido?

Cerró las puertas. Metió una tarjeta magnética en una ranura del ascensor y empezaron a descender.

—¿Qué les pasa a los espíritus que esperan? —preguntó Annabeth.

—Nada —repuso Caronte.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Para siempre, o hasta que me siento generoso.

— Eso no parece... justo.

Caronte arqueó una ceja. —¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a dónde vas, morirás pronto.

—Saldremos vivos —respondió Percy

—Ja.

De repente sintió un mareo. El aire se tornó neblinoso. Los espíritus que los rodeaban empezaron a cambiar de forma. Sus prendas modernas se desvanecieron y se convirtieron en hábitos grises con capucha.

El suelo del ascensor empezó a temblar. Cerró los ojos con fuerza y se aferró a Percy. Cuando los abrió el traje de Caronte se había convertido en un largo hábito negro. Donde tendría que haber habido ojos sólo había cuencas vacías; como las de Ares, pero totalmente oscuras, llenas de noche, muerte y desesperación.

La carne de su rostro se estaba volviendo transparente

—Me parece que me estoy mareando —dijo Grover.

el ascensor ya no era un ascensor. Estaban encima de una barcaza de madera. Caronte remaba a través de un río oscuro y aceitoso en el que flotaban huesos, peces muertos y otras cosas más extrañas: muñecas de plástico, claveles aplastados, diplomas de bordes dorados empapados.

—El río Estige —murmuró Annabeth—. Está tan...

—Contaminado —la ayudó Caronte—. Durante miles de años, ustedes los humanos han ido tirando de todo mientras lo cruzaban: esperanzas, sueños, deseos que jamás se hicieron realidad.

La orilla del inframundo apareció ante su vista. Unos cien metros de rocas escarpadas y arena volcánica negra llegaban hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extendía a cada lado hasta donde se perdía la vista.

Llegó un sonido de alguna parte cercana, en la penumbra verde, y reverberó en las rocas: el gruñido de un animal de gran tamaño.

—El viejo Tres Caras está hambriento —comentó Caronte. Su sonrisa se volvió esquelética a la luz verde—. Mala suerte, diosecillos.

La quilla de la barcaza se posó sobre la arena negra. Los muertos empezaron a desembarcar. Ellos bajaron últimos

—Les desearía suerte —dijo Caronte— pero es que ahí abajo no hay ninguna.

—No será cuestión de suerte —Le dijo la niña. Le paso la bolsa de dracmas que restaban.

Contó nuestras monedas de oro en su bolsa y volvió a agarrar el remo.

—Lo que digas, hermanita. Saluda a mamá si la ves

Los cuatro siguieron a los espíritus. Leylah se quedó en silencio, miraba todo con asombro. ¿Era raro que se sintiera tan a gusto en un lugar tan horrible? Era como si se sintiera en casa

La entrada a aquel mundo subterráneo parecía un cruce entre la seguridad del aeropuerto y la autopista de Nueva Jersey. Había tres entradas distintas bajo un enorme arco negro en el que se leía: «está entrando en erebo.» Cada entrada tenía un detector de metales con cámaras de seguridad encima.

Detrás había cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro como Caronte. El rugido del animal hambriento se oía muy alto, pero no se vio de dónde procedía.

El perro de tres cabezas, Cerbero, que supuestamente guardaba la puerta del Hades, no estaba por ninguna parte. Los muertos hacían tres filas, dos señaladas como «EN SERVICIO», y otra en la que ponía: «MUERTE RÁPIDA.» La fila de muerte rápida se movía velozmente. Las otras dos iban como tortugas.

—¿Qué te parece? —escuchó a Percy junto a Annabeth.

—La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos — dijo—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal parados.

—¿Hay un tribunal para los muertos?

—Sí. Tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente de esa clase. A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría... en fin, sencillamente vivieron, son historia. Ya sabes, nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos de Asfódelos.

—¿A hacer qué?

—Imagínate estar en un campo de trigo de Kansas para siempre — contestó Grover.

—Que feo —La niña se metió

—Tampoco es para tanto —murmuró Grover— Hay destinos peores. Como el castigo especial de Hades. La gente mala, mala de verdad, recibe una atención personal en cuanto llegan. Las Fur... Las Benévolas prepararán una tortura eterna para él.

Leylah y Percy se miraron al recordar a la señora Dodds, estaban en su territorio ahora.

Ya cerca de las puertas los alaridos se oían tan alto que hacían vibrar el suelo, aunque seguía sin localizar el lugar del que procedían. Entonces, a unos quince metros delante, la niebla verde resplandeció. Justo donde el camino se separaba en tres había un enorme monstruo envuelto en sombras.

Era semitransparente, como los muertos. Si estaba quieto se confundía con cualquier cosa que tuviera detrás. Sólo los ojos y los dientes parecían sólidos. Y estaba mirándolos. Se quedaron quietos. Era cancerbero

Los muertos caminaban directamente hacia él: no tenían miedo. Las filas en servicio se apartaban de él cada una a un lado. Los espíritus de camino de muerte rápida pasaban justo entre sus patas delanteras y bajo su estómago, cosa que hacían sin necesidad de agacharse.

—Ya lo veo mejor —murmuró Percy— ¿Por qué pasa eso?

—Creo... —Annabeth se humedeció los labios— Me temo que es porque nos encontramos más cerca de estar muertos.

La cabeza central del perro se alargó hacia nosotros. Olisqueó el aire y gruñó.

—Huele a los vivos —dedujo la niña —Vamos a morir

—Pero no pasa nada —contestó Grover, temblando a mi lado— Porque tenemos un plan.

—Ya —musitó Annabeth— Eso, un plan.

Nos acercamos al monstruo. La cabeza del medio les gruñó y luego ladró con fuerza

—¿Lo entiendes? —le preguntó a Grover.

—Sí lo entiendo, sí.

—¿Qué dice?

—No creo que los humanos tengan una palabra que lo exprese exactamente.

Percy sacó un palo de la mochila: el poste que habían arrancado de la cama de Crusty. Lo sostuvo en alto y trato de sonreír, como si no estuviera a punto de morir.

—Ey, grandullón. Seguro que no juegan mucho contigo. — El perro gruñó aun más fuerte —Buen perro

Movió el palo. Su cabeza central siguió el movimiento y las otras dos concentraron sus ojos en él olvidando a los espíritus.

—¡Agárralo! —Lanzó el palo a la oscuridad, un buen lanzamiento. Se oyó el chapoteo en el río Estige. Cerbero dedicó una mirada furibunda, no demasiado impresionado. Tenía unos ojos temibles y fríos.

Cerbero emitió un nuevo tipo de gruñido, aún más profundo

—Esto... —musitó Grover—. ¿Percy?

—¿Sí?

—Creo que te interesará saberlo.

—¿El qué?

—Cerbero dice que tenemos diez segundos para rezar al dios de nuestra elección. Después de eso... bueno... el pobre tiene hambre.

—vamos a morir — Repitió la niña

—Cinco segundos —informó Grover—. ¿Corremos ya?

Annabeth sacó una pelota roja de su propia mochila. La había agarrado en el parque de atracciones.

—¿Ves la pelotita? —le gritó— ¿Quieres la pelotita, Cerbero? ¡Siéntate!

Cerbero parecía aburrido un poco y, ciertamente, más hambriento. Inclinó de lado las tres cabezas.

—¡Siéntate! — ordenó esta vez la Riddle.

Cerbero se relamió los tres pares de labios, desplazó el peso a los cuartos traseros y se sentó, aplastando al instante una docena de espíritus que pasaban debajo de él en la fila de muerte rápida

—¡Perrito bueno! —dijo Annabeth, y le tiró la pelota. Él la cazó al vuelo con las fauces del medio. Apenas era lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos cabezas empezaron a lanzar mordiscos hacia el centro

—¡Suéltala! —le ordenó Annabeth. No le hizo caso. La rubia codeo a la pequeña

—¡Suéltala! — Hizo caso. Las cabezas de Cerbero dejaron de enredar y se quedaron mirándola. Leylah se alegró de aquello, recogió la bola que quedó sus pies

—Te hace caso a ti, es por tu madre creo — Susurró la hija de atenea

—Perfecto —Luego se volvió hacia sus amigos y dijo— La fila de muerte rápida es la más veloz, vayan ahora, lo distraeré

El primero en comenzar a negarse fue Percy

—No te dejaré...

—¡Ahora! —ordenó, con el mismo tono que usaba para el perro. Cerbero empezó a gruñir. —¡Quieto!

Cerbero gañó, pero permaneció inmóvil.

—¿Qué pasará contigo? —le preguntó cuando cruzó por su lado. Grover y Annabeth siguieron adelante

—Sé lo que estoy haciendo, Perseo —murmuró—. Por lo menos, estoy bastante segura...

Cuando los tres pasaron por las patas de Cerbero, le lanzó la pelota y la boca izquierda del monstruo la atrapó al vuelo, pero fue atacada al instante por la del medio mientras la derecha gruñía en señal de protesta. Así distraído el monstruo, Leylah pasó con cuidado bajo su vientre y se unió a ellos en el detector de metales.

—¿Estas bien? — Percy tomó sus hombros y la miró

—Estoy bien, Percy. ¿Recuerdas la vez que un perro se metió en la...?

—Eso ahora no importa —interrumpió Grover — ¡Vamos!

Intentaron pasar con rapidez la fila. Cuando cruzaron el detector de metales de inmediato accionó una alarma y un dispositivo de luces rojas. «¡Posesiones no autorizadas! ¡Detectada magia!» Cerbero empezó a ladrar.

Se lanzaron a través de la puerta de muerte rápida, que disparó aún más alarmas, y corrieron hacia el inframundo. Unos minutos después estaban ocultos y jadeantes, en el tronco podrido de un enorme árbol negro, mientras los fantasmas de seguridad pasaban frente a ellos y pedían refuerzos a las Furias.

—Bueno, Percy —murmuró Grover—, ¿qué hemos aprendido hoy?

—¿Que los perros de tres cabezas prefieren las pelotas rojas de goma a los palos?

—No —contestó Grover—. Hemos aprendido que tus planes son los peores

—Por lo menos logramos pasar — Leylah se levantó un poco y vio a su alrededor — Vamos a buscar el maldito rayo antes de que vengan los refuerzos. Realmente no quiero otro encuentro con las furias

Percy asintió de acuerdo

Voten y comenten que les pareció!! ♡♡

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro