10 | Indomable

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

La libertad de expresión siempre ha tenido un precio.

Dos chicles, un par de tiritas, envoltorios de caramelo arrugados, un bolígrafo sin tinta, catorce bálsamos labiales de tres tipos diferentes y una goma de pelo. Lo que Septiembre Lindsay cargaba en su gran bolsa de deporte y lo que sacó el oficial que buscaba su documentación.

—Ya le he dicho que no tengo nada más —repitió molesta.

Al atravesar el arco de seguridad de la aduana hacia Sardes, dentro de lo que parecía ser una pequeña caseta que en realidad contaba con un estricto sistema de seguridad, un estridente pitido la delató; aún así, no lograron hallar nada sospechoso en la muchacha excepto su cinturón de hebilla de metal.

—¿Cuáles son sus planes en Sardes? —le preguntó el oficial otra vez.

Septiembre resopló, despeinándose la cabellera rubia y rosa con energía. El aire caliente se filtraba bajo el techo de hojalata y la brisa solo empeoraba su sudoración. Respiraba humedad.

—¿Otra vez? Ver a unos amigos.

—¿La esperan allí?

—No, es una sorpresa. ¿Me puede devolver mis cosas?

Si no hubiese perdido la paciencia, quizá la habrían dejado cruzar, pero el oficial la analizó de la cabeza a los pies durante unos segundos y al final, la apartó de la fila humana hacia la esquina. Contra la gruesa pared de cemento, cubiertos por un techo de hojalata que podría partirse en cualquier momento, le pidió que alzara las manos y ella se negó.

—¿Por qué? —Septiembre parpadeó, perpleja; ya estaba alzando la voz como mecanismo de defensa—. ¡No es justo! ¡He cruzado mil veces y nunca me había pasado esto!

—¿Dónde está su vale?

—En mi teléfono porque le hice una foto.

—Si no quieres quedarte aquí una semana, colabora.

No estaba enojado. Al revés, cargaba cada palabra de tanta condescendencia que Septiembre, a regañadientes, se vio obligada a separar las piernas y aceptar que el soldado revisara sus cargos y los bolsillos de su sudadera.

Cansada y hambrienta, llevaba en la frontera desde temprano por la mañana y ya daban las tres de la tarde. Había visto a Taylor a unos metros de ella cruzando la puerta y no entendía por qué a él no lo habían sometido al mismo interrogatorio. Se habían intercambiado los números antes de separarse para corroborar que ambos hubiesen cruzado al otro lado sanos y salvos, pero ahora tenía miedo de que revisaran sus últimos mensajes.

Lo que le subió el corazón a la garganta fue sentir que cómo la mano que había registrado sus bolsillos estrujaba los papeles que Taylor le había dado. En la mano, el oficial sujetaba la bandolera más pequeña de la muchacha.

—¿Qué es esto?

Septiembre se giró y, sin siquiera pensarlo, abofeteó al soldado, que la sujetó por la muñeca con todas sus fuerzas.

—¿Qué demonios te pasa?

—Suéltame o gritaré —lo amenazó ella, pero él apretó con más fuerza a la chica.

—Grita si quieres. Nadie te oirá.

En cualquier otra circunstancia, Septiembre lo habría empujado y salido corriendo a través del detector de metales, hacia el otro lado de la cabina. Pero era un oficial tan grande, desde el ancho de la espalda a lo largo de los brazos, que supo que no podría contra él.

—Esto es abuso, estás abusando de...

—¿Por qué estabas leyendo esto? Esta prohibido.

Furiosa, pero asustada, Septiembre se retorció hasta librar la muñeca de la mano del oficial. Este le hizo una seña a otro, que vigilaba el detector de metales, y la chica empezó a temerse que entre los dos la matarían a golpes si continuaba mintiendo.

—No es mío —masculló—. Alguien debió ponerlo entre mis cosas o...

—Si tú lo cargabas, tú eres la responsable.

—Le juro que no es mío. Ni lo he leído ni he visto esos papeles nunca. No sé qué es.

Pero el oficial negó, como indicándole que aquella excusa no funcionaría, y la muchacha resopló cuando la tomó del hombro para guiarla.

—Camina.

Le amarró las manos al frente y se la entregó a otro soldado, junto a las hojas. No solo las confiscarían, sino que averiguarían de dónde las había sacado, y la muchacha se estremeció cuando entendió que la conducían a un interrogatorio.

—No me toques, no me...

El soldado que la sujetaba del brazo, con su cara cubierta y el fusil automático en la otra mano, la presionó por la espalda para subirse al vehículo militar.

Y la chica, que cayó contra el respaldo, pateó la puerta en un arranque de ira.

—¡He dicho que no es mío, no he hecho nada!

Pero el cristal estaba blindado y solo consiguió que una punzada atravesase su rodilla.

Cerraron la puerta, asilándola del exterior. El auto estaba caliente; sus manos rozaban el cuero abrasador de los asientos Dio igual cuánto gritara porque nadie la escuchaba. La dejaron esperando sola unos quince minutos, sofocándose, hasta que dos soldados se acomodaron al frente y uno prendió el vehículo. Entonces Septiembre se calló, porque tenía miedo.

Debió de pasar una hora, o media, pero no era el tráfico lo que alargó el tiempo, sino que se la estaban llevando de la frontera de Ciatira hacia Haejj, la capital. En cuanto vio los grandes edificios de hierro, las calles de concreto y el cielo nublado, sin rastro de las cenizas que conformaban el de su ciudad, la confusión le desbocó el corazón en el pecho.

Detuvieron el vehículo frente a la estación militar y la bajaron, tirando de sus brazos. Sin más instrucciones ni explicaciones, la encerraron en uno de los estrechos cuartos de interrogación en los que Septiembre no había estado antes.

Pasó otra hora en silencio, aunque en su mente se dedicó a maldecir a los oficiales, al ejército, a Sekulets, a Taylor y al día que nació. Sentada en el frío suelo, mordiéndose la piel alrededor de las uñas, trató de estirar el brazo por la pared, buscando alguna salida. Pero estaba tan oscuro que no veía su propia mano al alzarla frente a sus ojos, así que cerró los ojos y suspiró.

Necesitaba una mejor historia, una más convincente, para ganarse el paso a Sardes. Aunque, si ya estaba detenida en Haejj, probablemente no saldría rápido.

Oyó el seguro saltar y un probable comandante, con la cara cubierta y el pesado uniforme berajís puesto, entró. Encendió la luz sin miramientos y Septiembre parpadeó, deshaciendo el intenso brillo con las pestañas para no quedarse ciega.

—¿Cómo te llamas?

Ya lo sabía, y Septiembre sabía que lo sabía. Así que se armó de valor y tomó una profunda bocanada de aire.

—Septiembre Lindsay.

Aquel hombre no la ayudaría. Nadie la ayudaría porque a nadie le importaba. Sekulets los había comprado hacía mucho tiempo con sus promesas y beneficios a corto plazo, y los enviaba a solucionar los problemas que él mismo causaba.

—En tu historial no figura ningún viaje a Sardes.

Septiembre se encogió de hombros. Seguía sentada, con el cinturón desabrochado y colgando a cada lado de su cadera; había alzado la barbilla, pero le dolía la espalda por la incómoda posición.

—¿Y qué?

—Le dijiste al oficial Curtois que habías ido mil veces.

Septiembre resopló con fastidio.

—Es una forma de quejarme de que el control de aduanas es una mafia.

Pero el soldado ignoró el último comentario.

—¿A qué vas a Sardes?

—Intentaron abusarme durante el control —soltó ella entonces—. ¿No van a hacer nada al respecto? No solo multan a la gente que no tiene sus vales sellados, sino que los horarios son un desastre y te abusan si...

—¿Tienes tu vale sellado?

—Sí, le hice una foto.

—Quiero verlo.

En voz baja, Septiembre admitió que no le habían devuelto su bolso aún, de modo que el comandante salió de la celda aislante. Y el pecho de la chica comenzó a aligerarse de su peso, porque ella pensó que tardaría dos o tres minutos en volver.

Pero transcurrieron veinte minutos hasta que él volviera sin su bolso.

—De pie.

Sin idea de qué ocurría, Septiembre consiguió ponerse de rodillas para luego erguirse y seguirlo fuera de la celda. Confundida, bajó el pasillo con la cabeza gacha, porque él se lo ordenó, hasta que le indicó que se parara junto a un mostrador. Ahora un teniente acompañaba al comandante y los dos estaban revisando su bolso.

Inconscientemente un escalofrío la recorrió. Que alguien más tocara sus cosas de pronto la despojaba del poco poder que le quedaba.

Pero mientras movía los ojos de un lado a otro de la fría sala, buscando entre el personal de la estación una salida de escape, cruzó miradas con unos ojos más claros que los suyos. Una pantalla de plexiglás la separaba de la sala de detenciones, pero al otro lado, un muchacho delgado, con un jersey blanco y el lacio cabello rubio flotando sobre los hombros, la observaba. Taylor Olson tenía las manos esposadas y no pudo despegar los labios porque inmediatamente lo empujaron en dirección al oscuro pasillo de los interrogatorios.

La mandíbula de Septiembre se aflojó. Comenzó a buscar una explicación lógica por la que Taylor se encontrase también detenido en Haejj y no la halló. Por lo poco que habían hablado, no tuvo la mínima impresión de que hubiese hecho algo digno de estar allí, a excepción de lo que le había contado del libro.

Entonces una súbita nube de sospechas se asentó sobre su mente, mareándola. ¿Lo habían escuchado blasfemando contra el presidente? ¿Lo llevarían a un psiquiátrico? ¿O lo acusarían de proselitismo político?

Algo iba mal.

—Ahora mismo te encuentras detenida —le explicó el comandante, sacándola de su hilo de pensamiento.

Septiembre volteó de nuevo hacia él, pero, en vez de reparar en sus ojos, se fijó en el papel que sostenía en las manos. De reojo, vio que el teniente estaba revisando los fotogramas de las cámaras de seguridad en la pantalla del monitor, sobre el mostrador.

—Sí.

—Tenemos una orden de arresto.

La muchacha se lamió los labios.

—¿Pero por qué?

—¿Quién te convenció de traer esos papeles, los que no tienen el sello?

Si hubiese tenido las manos libres, Septiembre habría comenzado a jugar con su pelo. Tenía tanto calor que necesitaba recogérselo. Estaba debatiéndose entre decir la verdad o mentir, porque en ninguna de las dos opciones se libraría de las consecuencias.

—No lo sé, no le conozco. Un tipo en la frontera me las dio en agradecimiento y las tomé para no rechazarle.

—El bolso es tuyo.

—Sí.

—¿Te pidió él que metieras las copias en Sardes?

—No. —Frustrada, Septiembre bufó, y se apartó uno de sus mechones rosados de la cara—. No sé quién es, nunca en mi vida le había visto. Simplemente me dio esas copias porque le expliqué cómo se cruzaba la frontera.

—Lo estás ayudando, entonces.

—No, no es ningún favor —insistió— porque no sé quién es. No somos amigos ni nada.

—Es mejor que digas la verdad cuanto antes, porque todavía estás a tiempo.

—Le juro que esa es la verdad.

Pero los soldados ya habían encontrado las grabaciones de la conversación de diecinueve minutos, así que, tras mostrarle las imágenes, ahí de pie, le preguntó de nuevo el soldado de qué habían hablado tanto tiempo.

—De nada importante —repitió ella—. Él nunca había cruzado la frontera y no sabía por dónde se entraba, y yo se lo expliqué.

—Pero tú tampoco has viajado nunca a Sardes.

—He cruzado otras fronteras, ¿vale? Todas son igual de desordenadas.

—¿Por qué, si no son amigos, tiene él uno de sus labiales?

Septiembre dejó escapar un jadeo. Otra vez negó con la cabeza, sin saber cómo excusarse, y encogió un hombro.

—Fue un regalo, una estupidez, porque quería que se fuera.

—¿No le estás ayudando con las copias y él no te está ayudando con tu mercancía ilegal?

—¡No pensé que fuera a ser un problema ser amable con alguien! Ni siquiera me acuerdo de su nombre, no le volveré a ver.

El teniente empezó a teclear en la base de datos que tenía ante él, porque Taylor Olson llevaba dos años desaparecido del censo. Y Septiembre se temió lo peor cuando el teniente le exigió presentar su teléfono.

—¿De qué hablaste con Olson en la frontera?

Septiembre hizo una mueca tan rara que ni ella misma supo describir si estaba más indignada que enojada, o frustrada. No le creían, aunque no hubiese más pruebas que las fotos de una cámara de seguridad.

—Me preguntó si iba a Sardes y le expliqué cómo entrar. Le di un labial como recuerdo y él quiso pagarme con esas hojas. Es la verdad, no pasó nada más. Ni somos amigos ni nos habíamos visto antes.

—¿Cómo me explicas que tú lleves más de los labiales que él cargaba y Olson tenga las hojas que a ti te faltan?

—Si él llevaba un libro o no, no lo sé ni me importa.

Sin embargo, el comandante que hasta entonces la había encaminado por ese proceso, apoyado un codo encima del mostrador, sacudió la cabeza.

—Si no hay evidencia...

—¿Evidencia de que no lo conozco? —preguntó Septiembre, atónita, y el comandante giró hacia ella los ojos verdosos.

—Evidencia de que no tienes un negocio ilegal, de que no has leído esos papeles, de que te obligaron o te engañaron para introducirlos en la ciudad —le dijo—. Lo único que veo era que conscientemente los tomaste, y la responsabilidad ahora es tuya. Y quedas bajo arresto por tráfico ilegal de...

La muchacha jadeó, desesperada.

—¡No soy traficante! ¡Tiraré todos los papeles, y mis bálsamos, si me lo piden! ¡No le conozco de nada y no es justo que me procesen por un crimen que no he cometido!

—A Olson se le imputan cargos por falsificación de documentos, traición, distribución y tráfico de material prohibido. Si sigues mintiendo, no creo que te imputen nada distinto.

La muchacha frunció el ceño, pero el comandante se había enseriado. Sus ojos celestes, hundidos, la contemplaban sin parpadear, mientras que los de ella se abrían cada vez más.

—¿Qué?

—Es un espía. Sois espías.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro