11 | Desaparecido

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❝La verdad prevalecerá.❞

—De miel, Zecharias, compra las de miel. ¿No las ves?

—¿Ves tú el precio?

Mikhael entrecerró los ojos para calcular mentalmente lo que costarían las tortas de miel reposadas en el estante.

—No vamos a comprar un kilo.

—Sale medio kilo por dos puntos —espetó el otro, indignado—. No voy a gastar un tercio de mi sueldo semanal en un paquete de tortas.

—Yo las pagaré.

Zecharias lo miró, enarcando las cejas con escasa esperanza, pero los ojos azules de Mikhael no admitían réplica, de modo que se rindió y agarró el paquete de tortas de miel. No se negaría si era el otro quien gastaba sus puntos.

Llevaban una hora en el supermercado discutiendo por cada cosa que decidían meter a la canasta. Tras el escaneo al ingresar y recibir una lista de los productos básicos a los que tenían derecho en su canasta regulada, descubrieron que la mitad del supermercado estaba desabastecido.

No era nada nuevo.

Mientras abandonaban el pasillo de tostadas, Zecharias se aferró al brazo de Mikhael, que estaba tachando el siguiente producto de la lista y por el sobresalto intentó zafarse.

—No me toques.

—Nos están siguiendo.

Pese al caluroso bochorno en la ciudad, las manos de Zecharias permanecían frías como témpanos de hielo.

Mikhael no contrajo ni un músculo, pero movió los ojos por los pasillos abiertos ante él.

No alcanzó a ver a nadie sospechoso.

Sin embargo, se percató de que las pocas personas que habían accedido al supermercado sí los observaban con aire disimulado. No era una atención fija, sino desinteresada.

—Creo que tengo una teoría del porqué —le dijo al fin a Zecharias, tan bajo como pudo, y este se apartó en cuanto entendió a lo que se refería.

—¿Por qué tienes que sacar el tema?

Mikhael se encogió de hombros.

—No veo a ninguno de los tuyos con alguien como yo.

—Se nota que hace siglos no sales de tu casita de soldado —bufó Zecharias, y le arrebató la lista de las manos—. Yo lo haré. Tú encárgate de que no nos miren demasiado.

—Entendido.

Los pasillos lucían como siempre, iluminados por tubos fluorescentes, pero carentes de color. Todas las cajas y paquetes que Mikhael encontraba eran de cartón, sin dibujos, sino con pegatinas impresas donde se aclaraba qué producto era y cuándo caducaba.

Rodó los ojos con incredulidad. En el comedor social de la comandancia, no tenían ese problema de la escasez.

—¿Cómo ganas dinero, si nadie te paga? —quiso saber, y Zecharias le quitó la cesta de las manos, de camino a la zona de comida enlatada.

—¿Quién dice que no me pagan?

Dado que no planeaban quedarse mucho tiempo en el albergue, no comprarían nada perecedero.

—Dijiste que no trabajabas para nadie.

—Es un mundo cruel. Tenemos que trabajar.

—¿Y a qué te dedicas?

—Confección —dijo—: hago lonas, cortinas, mantas. Ese tipo de cosas. Todos los pañales de algodón para el bebé de Elisabet los hice yo. Por eso me dejan cruzar la frontera: solo tengo que pagar impuestos.

—Vaya.

Por primera vez, Mikhael no escondió la sorpresa, sino que alzó las cejas. Y Zecharias sonrió para sí.

—¿A qué nivel de deficiencia puede hacer una persona eso?

Mikhael comprimió los labios en una tensa línea.

—De verdad creía que existía una relación entre esas cosas. ¿No me vas a perdonar?

—No perdono que en el ejército no te enseñaran biología básica.

—Cállate.

Zecharias se rio un poco.

—Mi hermano me manda dinero —murmuró— porque regalo parte de lo que fabrico.

Entonces el ex comandante arrugó las cejas.

—Pensaba que tu hermano había muerto.

Lo oyó chistar.

—Claro que no. Cruzó el desierto hace siete años, está en Turmenia. Por eso sé que no existe la radiación.

Y como si no hubiese dicho nada importante, metió un paquete de harina en la cesta y continuó su camino hacia las cajas pre-empacadas.

—¿Qué?

—No te lo esperabas, ¿verdad?

Zecharias no necesitaba cubrirse con la capucha de la sudadera mientras que Mikhael sí, porque la quemadura a un lado de su cabeza parecía un parche rosado y supurado. Además, había visto a tantas personas con quemaduras desde que entraron al supermercado que ahora las suyas le resultaban vergonzosas.

Cuando Zecharias le preguntó si prefería naranjas o queso, Mikhael se encogió de hombros.

—Lo que sea más barato.

Vigilaba por encima del hombro de Zecharias, pero nada en el lugar llamaba su atención: las luces blancuzcas iluminaban la gran superficie de estantes metálicos y las neveras; por los pasillos, deambulaba la gente deambulaba, ocultos sus vales en los bolsillos para que nadie los robara. La última cifra del número del vale, impar o par, determinaba cuándo el propietario podía asistir a la compra.

—Darzi.

Zecharias dirigió la vista hacia Mikhael, pero en cuanto reconoció los enormes ventanales tras él, el tiempo se detuvo. Ningún reloj marcaba el compás al ritmo de los pasos de los humanos que paseaban por los pasillos, aunque él oyó con plena claridad el tic-tac. Seguía de pie junto al frigorífico, contemplando la escena como si no perteneciera a ella.

Unos niños bajaron el pasillo corriendo, con las caras encendidas, y Zecharias salió de su ensimismamiento tan pronto como lo rozaron.

—Vámonos.

Había un empleado con la vista fija sobre ellos, y cualquier movimiento sospechoso sería razón suficiente para detenerlos, así que aprovechó a los clientes distraídos que se dirigían hacia las cajas para sujetar a Zecharias por la manga de la sudadera y arrastrarlo con él.

—¿Qué pasa?

—Creo que sí nos están mirando demasiado.

Justo entonces tres tonos distintos resonaron por los altavoces de llamada del supermercado, y se reprodujo un anuncio de que el establecimiento debía ser vaciado en media hora.

"El supremo Sadarael acaba de aterrizar en Haejj."

Y Mikhael, con el corazón destrozándole el pecho, apretó el paso. Zecharias le había quitado la cesta de las manos, aunque solo tenían tres ingredientes de los cinco que habían anotado en la lista.

—Espérame fuera.

Se dirigió solo a la caja para canjear los puntos.

El Sadarael, Yakov Sekulets, era el único hombre con autorización a abandonar el país. Tenía una aerolínea a su nombre, la Noe, y aunque avisaba de sus viajes, no informaba del propósito de los mismos hasta que regresaba a la capital.

Aquella tarde saldría al Balcón y le diría al pueblo cuánto los había echado de menos, repartiría presentes (comida o casas) y un reporte sobre las condiciones atmosféricas en el desierto. Y aunque a Mikhael todavía se le aceleraba el pulso como si el Sadarael lo espiase a través de cámaras ocultas, se repitió mentalmente que había más cosas que no podía hacer de las que sí.

Ni estaba en todas partes a la vez ni lo sabía todo.

Podría haber unificado el sistema monetario con puntos digitales, cerrado las aduanas y prohibido las armas civiles, pero no pudo evitar los terremotos, ni curar la plaga del océano ni resucitar a los niños que inhalaron cenizas en los incendios.

Pasaron tres días en Lafis. Recorrieron la ciudad juntos y por separado, llamaron al número de Taylor Olson y visitaron los albergues que Demetria les sugirió, por si habría ido a parar a alguno de ellos. No hallaron nada. Denunciar una desaparición era inútil porque la mitad de desapariciones eran responsabilidad del ejército y Mikhael lo sabía.

—Ya son muchos días sin saber de él —le dijo Mikhael una noche.

Zecharias, aunque mantenía el rostro impasible, estaba tan inquieto como él.

—Mañana le preguntaré a Freyja.

—¿A quién?

—Es mi prometida.

Estaban esperando que el confinamiento se alzara para casarse, pero el país nunca dejó de ser un búnker, sino que se convirtió en un patio cercado, pero con ventanas, como si eso compensara la falta de libertad.

Mikhael, que se había rodeado una pierna para pegarse la rodilla al pecho, parpadeó lentamente.

—¿Tienes novia?

Zecharias casi se rio.

—¿Por qué te sorprende?

—Si no la veo, no te creeré.

El otro, desde su colchón en el suelo, sonrió mientras doblaba su camisa de lana con sumo cuidado para colocarla sobre el pantalón cargo y el anorak.

—¿Debería decirte que está en el ejército?

Más desconcertado que antes, Mikhael se frotó la frente.

—¿Con una soldado? Pero si les odias, ¿cómo te has enamorado de...?

—No era soldado cuando nos conocimos —defendió él—. Le pedí matrimonio antes de que se metiera al ejército, cuando llevábamos dos años de novios. Ahora es funcionaria de prisiones.

—¿En Haejj?

—En Damos.

Si no hubiese estado tan cansado, Mikhael se habría reído por la ironía.

—¿Tu prometida trabaja en el centro de entrenamiento?

—Sí, pero si solo tenemos diez minutos para hablar, prefiero que hablemos de nosotros. Hay muchas cosas que no puede decirme.

Hacía nueve años que Zecharias conoció a Freyja Welles, cuando él ni siquiera había oído del libro de tinta invisible ni de las primeras transcripciones. Se despidieron en el muelle, al atardecer, antes de que ella subiera al barco que los separaría tantos años, y él le entregó ese anillo que mandó hacer a un herrero.

Fue ella quien, dos años más tarde de trabajar bajo órdenes directas de Sekulets y el Roi, lo llamó para hablarle del libro. Zecharias pensó que eran inventos hasta que ella lo puso en contacto con Elijah Holzwood, que le mandó las primeras copias del libro.

—Supongo que no podéis veros —murmuró Mikhael.

—No. —A través del dolor, Zecharias esbozó una pequeña sonrisa, apenas imperceptible, porque se acordaba de ella—. Pero está bien. No importa. Desde allí ayuda más que desde fuera. Aunque no lo parezca —agregó—, hay infiltrados en el ejército que están leyendo el libro. Pero se están muriendo.

Nunca sabía cuándo sería la siguiente vez que hablaría con Freyja, por su horario y sus tareas, pero cada vez que dejaba de sentirse humano, cuando disociaba porque le asaltaban los recuerdos de los incendios y de las manos blancas de cal y uñas rotas entre escombros, se apartaba al campo, donde el ruido menguaba, y la llamaba.

Cuando Freyja escuchó que habían estado buscando a Taylor Olson en los albergues y en la calle, solo pudo imaginarse lo imposible que resultaba la tarea.

—A menos que se quede quieto —musitó Zecharias—, no hay forma de que nos crucemos por casualidad.

—Si entra alguien nuevo, revisaré su perfil.

Persistía en la voz de Freyja la misma dulzura que hubo la última vez que se vieron: en el muelle de Raqz, a la puesta del atardecer, cuando le entregó aquel anillo que encargó a un herrero hacer, media hora antes de que el buque partiera a la isla de Damos.

Zecharias todavía recordaba sus ojos de un pálido violeta, enmarcados por delineador negro y largas pestañas, y el cabello caoba desparramado por su espalda en una inmensidad de rizos. Él le había sonreído y dicho que no la extrañaría, pero en el fondo le aterraba soltar sus manos.

—¿Sigues ahí?

—Sí, cielo. —Zecharias regresó a la conversación telefónica al oírla preguntar con semejante seriedad, y supuso que, como de costumbre, sus llamadas estarían siendo grabadas—. ¿Cómo te tratan?

—Como siempre. Cualquier aviso, te notificaré.

Sus llamadas duraban doce minutos exactamente, y solían alternar entre cada dos semanas y dos meses.

Tratando de asimilar que no volvería a escuchar su voz en muchos días, Zecharias asintió. Solo, sentado en las afueras de un terreno descampado antes de adentrarse en el túnel que lo conduciría al albergue de Demetria y Darius, se despidió con todo el valor que logró reflejar a través de la línea.

—Cuídate.

La única razón por la que Freyja se había sumado al ejército y soportado el mismo entrenamiento en la academia que Mikhael fue porque quería hacer algo. Por eso, aunque Zecharias primero pensó que no necesitaba convertirse en soldado para eso, ahora la admiraba.

Al colgar, él regresó sobre sus pasos por el túnel de pavimento y arena que se abría ante él, a la cruda realidad de que Mikhael lo esperaba porque no perdía la esperanza de hallar a Taylor Olson entre las multitudes ciegas.

Pero los dos sabían que, si un día se confirmaba que Taylor había ingresado al centro de entrenamiento en Damos, nunca saldría.

Nadie que entraba a Damos salía, a menos que fuese apilado con otros cuerpos en el remolque de un camión militar.

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