11- Cristiano

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


 El piso de arriba contaba con un techo abovedado de madera. Las vigas estaban casi caídas y el techo de tejas se desmoronaba y vertía hacia un costado creando una pila de pizarra roja. El suelo era de parqué y para mí alivio, estaba cubierto de polvo y hojas secas. La luz se filtraba a través de las grietas y trazaba dibujos luminosos en el suelo. El lugar contaba con algunas mesas de oficina volcadas, papeles amarillentos y computadoras tan viejas y rotas que seguramente no tenían ningún valor.

 Una hilera de ventanas daba a la calle y la otra al callejón. Lo supe por la ubicación en la que había venido y porque la luz, que se filtraba entre los tablones de madera que la bloqueaban, era menos brillante.

 No había nadie en esa planta. Un pequeño reservado indicaba los baños, fui a escudriñarlos, algo crujió debajo de mi pie. Me sobresalte y retrocedí, pero solamente era vidrio. Á suspiró aliviado y María negó con la cabeza como si lo hubiera esperado de mí. Era increíble cómo podía hacerte sentir miserable con una mirada, debería ir a un concurso de talentos.

 Me dirigí a los sanitarios, pero el olor a agua estancada y las cucarachas correteando de un azulejo a otro, me hicieron saber que nadie por más loco que estuviera se encerraría en ese lugar.

 Á estaba revisando el papeleo en el suelo. María apagó la linterna y se la colgó al cinto.

 —¿Acá es dónde el abogado perdió los jugadores* y decidió montar una escena estilo Halloween? —pregunté refiriéndome al asesinato.

 —Supongo —dijo Á encogiéndose de hombros y abandonado los archivos que perdieron su interés—. Qué sé yo.

 —Si alguien perdió la cabeza seguramente fue en los baños. Son horribles —comenté respirando el olor a polvo que había en esa sección.

 —De seguro no viste a fondo el departamento de Ángel —dijo María.

 Era una broma, malísima, pero se apreciaba el esfuerzo porque todos estábamos tensos, nerviosos y hechos un manojo de nervios.

 Á agarró con la punta de los dedos una cinta plástica muy vieja, llena de polvo, pero noté que era amarilla y pertenecía a la policía. Sí, ahí había sido el asesinato, qué alentador.

 Unos sonidos acapararon nuestra atención. Á soltó la cinta. María rodó sus ojos hacia donde provenían las voces ahogadas. Suspendían desde el interior del callejón. Nos dirigimos a las ventanas tapeadas. Los hermanos me flanquearon los costados. Y entre las rendijas de las maderas pudimos observar lo que ocurría un piso debajo.

 El callejón era un estrecho pasillo con contenedores de basura y manchas de aceite. Había unos cuantos artículos que podían calificarse de basura, tan inútiles que estaban en plena calle y nadie se los había llevado, ni para vender su peso en metal.

 Algunos armazones de lavarropas quemados y viejos, televisores rotos o cajas y papel. No sabía qué le veía Dante Weinmann a ese callejón como para que sea su favorito en el mundo, porque si quería un basurero podría encontrar muchos más dignos para villanías.

 Pero entonces reparé en cómo estaba construido. Los contenedores servían de barreras, nadie que transcurriera en la calle podría ver el interior del estrecho pasillo y a su vez, esos mismos contenedores, servían como escalera para poder trepar y tener acceso al buffet de abogados. Tenía una pinta estratégica.

 Los sonidos que escuchábamos se convirtieron en voces y luego las voces se transformaron en palabras, a medida que se acercaban dos hombres.

 Los dos estaban vestidos de negro y tenían el cabello cortado por el hombro. Sus bufandas eran oscuras y sus tapados de paños también. De sus bocas se suspendían nubes, su aliento se evaporaba en el aire.

 Uno era rubio y el otro morocho. Los ojos del primero resultaban de un color rojo, como esos fanáticos del heavy metal que usan lentes de contacto. Ambos caminaban con pasos anchos y firmes, se veía que estaban furiosos. Llevaban cuchillos en sus manos, pero eran tan largos como espadas y resultaban de un color muy opaco, como si el metal hubiese sido pintado con tinte negro.

 Buscaban algo y se colocaron debajo de nosotros de manera que sólo podíamos ver sus cabezas, pero sus voces sonaban más claras. Ambos hablaban con un marcado acento español.

 —¡Se fueron! ¡Esto es tu culpa, Asmodeus! Si no nos hubiéramos divertido los hubiéramos atrapado —exclamó el rubio indignado.

 Asmodeus. Ese nombre lo había leído en la... ¿Biblia?

 —No es mi problema ni mi culpa, Baal —se defendió Asmodeus—. El problema es de los Weinmann. Yo no sé qué trama ese tonto diablillo, tratando de desmoronar lo que tanto tiempo tardamos en construir. Además, agradeced continuar vivo, no como le sucedió a Luciana.

 —¡Esa maldita gamberra!

 Á contuvo la risa al escuchar cómo hablaba. Susurró la palabra gamberra y volvió a reír. No sabía qué tenía de gracioso, pero al parecer tenía la misma risa imprudente que su hermana.

 —Es híbrida. De otro modo jamás pudo haber asesinado a Luciana y el resto de las criaturas.

 —Hace tiempo que no me hacían polvo, os lo aseguro —susurró el rubio sacudiendo una pierna, dejando el arma en el suelo y estirando sus extremidades.

—Estoy seguro que es una híbrida, de otro modo no pudo haber hecho lo que hizo.

—¡Callaos, no importa eso! —rugió Baal—. Lo que debemos hacer ahora es seguirle la pista y atraparlo. Ya sabes lo que dijo el jefe, nada de asesinarlo, no queremos que él Maestro se enfade. Y seguramente, cuando demos el informe también querrá con vida a la chica, deseará verla y estudiarla antes de darle fin. Recuerda. El jefe lo quiere con vida, porque el Maestro así lo desea, si le da muerte será una tan lenta que deseará jamás haber existido en absoluto.

—Yo quiero ver eso —siseó alborozado y le dedicó una sonrisa a su compañero Baal—. Una muerte muy lenta y dolorosa. Qué feliz que me pondría.

—¿Pediste refuerzos?

—Llamé al de los nuestros que más cerca estaban. Le dije que vengan. Tal vez con él podamos seguir el rastro.

Un sonido estridente como el rugido de varios perros resonó al final del callejón. Ambos hombres giraron sus cabezas en aquella dirección. Una sonrisa se formó en los labios de cada uno, era una sonrisa codiciosa, malvada, perversa y sádica. Una sonrisa que no tenía nada de divertida.

Como la sonrisa de... Dante. Era igual.

Soltaron sus cuchillos largos como espadas como si ya no lo necesitaran más. Baal tenía otro objeto en sus manos, era un par de guantes y una bufanda. Arrojó con furia los guantes y se llevó consigo la bufanda. Ambos enfilaron hacia el otro extremo del callejón donde no pude verlos.

Algo me dijo que ya se habían ido. Retrocedí lejos de la ventana y noté que A estaba viéndonos.

—Eso fue... interesante —comentó y se reservó el resto de sus opiniones.

—¿Quiénes eran esos? —inquirió María aún con los ojos entre las ranuras.

La escasa luz dibujaba su silueta, su cabello rubio y azul en los extremos la daba un aspecto divertido, aunque su expresión era adusta y severa, como si estuviera a punto de pelear cara a cara con esos hombres. Me pregunté si no tenía frío con los pantalones cortos y las medias oscuras que, aunque le sentaban de maravilla, no parecían protegerla mucho de la temperatura. Esa tipa estaba loca, incluso yo me congelaba.

Dentro del edificio todo era más gélido y opaco. Su cálido aliento se escurría de sus labios sonrosados y se suspendía por encima de su piel.

—No sé —respondí, volviendo a la realidad—. Espero que no los veamos otra vez.

—Dejaron sus armas raras de anime en el suelo del callejón.

Á chasqueó los dedos.

—Claro, a eso me recordaban, armas anime.

Decidimos esperar unos minutos y comprobar que los hombres misteriosos no regresarían. No sabía quiénes eran esos tipos y lo que hablaban no tenía sentido, tal vez eran unos locos del edificio que decidían montarse escenarios de locos religiosos. No podía saberlo, pero algo si sabía, no quería estar en un callejón apartado del mundo con ellos.

Quería buscar a Gemma, pero sentía que era más peligroso de lo que me imaginaba. Mi plan original era preguntarles a sus padres dónde podría estar Dante o revisar la habitación del pequeño psicópata, pero todo se estaba yendo de mi comprensión.

Por la expresión de María supe que ella también se veía inmersa en un mundo que ni siquiera había imaginado. Aunque actuaba un poco normal. Tal vez para ella era normal meterse en edificios abandonados o espiar personas peligrosas, pero para mí no. Recordar la sangre del piso inferior me hizo sentirme más confundido.

Todavía tenía el teléfono marcando el 911 ¿Llamaba para que ese evento quedara archivado al igual que todos los demás que involucraban a Dante Weinmann? No quería que Gemma se convirtiera en un expediente olvidado, sin resolver, en un dato burocrático, una hoja en un cajón, una desaparecida en un mundo que desaparece.

Estaba sentado sobre una silla giratoria de franela naranja, cubierta de polvo. Una araña se trepó al hombro de Á y este ahogó un alarido, dio un giro, se arrojó al polvoriento suelo y trató de quitarse a manotazos sin proferir ni un grito por si alguien andaba cerca. Traté de ayudarlo pero daba manotazos y uno me alcanzó. Su hermana lo observó mientras él se desesperaba, estaba cruzada de brazos y parecía molesta con que hiciera tanto alboroto silencioso.

Ella estaba pensando, jamás sabré en qué.

Después de otros minutos decidimos que todo era más seguro y comenzamos a descender la escalera. Á observaba cada rincón como si pudiera contener un nido de arañas asesinas.

—Gracias por ayudarme con esa bestia.

—Era una arañita —le recordó María.

—Pudo haber sido venenosa —insistió él.

—Nah, no tengo tanta suerte.

Yo iba en la delantera de la fila y me congelé cuando llegué al vestíbulo repleto de sangre ¿Algo peor que un vestíbulo con tripas y trozos sangrientos de carne? Pues sí había algo peor.

Un vestíbulo completamente limpio.

—Santa mierda —susurró Á.





Perder jugadores: perder un tornillo, la cabeza.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro