12- Cristiano

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 Sí, la habitación por la que habíamos entrado y estaba repleta de armas y sangre, bueno, ahora nada más estaba repleta de armas. No había ni una gota o trozo del color rojo ni olía a podrido. La única sangre de la habitación era la que zumbaba en mis oídos.

Seguramente te preguntarás «¿A dónde fue todo ese lío?» Bueno, yo también me lo preguntaba y por más que le daba vueltas no encontraba una respuesta.

La puerta continuaba abierta, pero sin tanto líquido granate y coagulado se podía ver que el lugar donde nos encontrábamos era un vestíbulo abandonado. Estaba tan seco el lugar que parecía jamás haber albergado ninguna gota de nada.

—Bueno. Hay una explicación lógica para todo esto —añadió Á desde su lugar en la escalera.

Todos nos habíamos congelado en nuestros sitios, lejanos a todo observador, como una sonrisa en una fotografía.

—Seguramente la sangre era falsa y ellos se encargaron de limpiarla —propuso Á, exponiendo su perspectiva lógica.

—¿Y quiénes se supone que son Mr Musculo? No dejaron ni una gota —pregunté sin poder creerlo, parpadeé, pero todo continuaba igual, me incliné al suelo y pasé la mano.

Nada, ni siquiera estaba húmedo o fresco.

—Creo que ellos deberían ir a tu departamento, Ángel —trató María, en vano de aligerar el ambiente.

—¡Dejá en paz mi departamento!

María negó con la cabeza, se abrió paso en la escalera empujándonos a un lado, corriendo por el limpio suelo y saliendo a la calle. Parecía que ella no era de darle vueltas a problemas que no entendía, sus notas en matemática ya me lo habían dejado claro, pero esto era demasiado.

Después de unos segundos de estupor, la seguimos.

La luz del día me cegó. Lo extraño era que me asustaba más la habitación vacía que con las paredes repletas de sangre. No se me ocurría otra explicación que los hombres limpiando el vestíbulo mientras nosotros permanecimos en el piso de arriba. Pero lo habían hecho en silencio, eso sí que era raro. Y solamente habíamos estado veinte minutos, a lo sumo cuarenta, si habían sido ellos mi consejo era que emprendieran un servicio de limpieza exprés.

María enfilaba en dirección al callejón, torció el camino, se deslizó a un lado del maloliente contenedor de basura y se escabulló a la oscuridad del callejón. Á la siguió y yo cerré la marcha.

Del otro lado el callejón estaba más oscuro, o al menos me pareció así, en comparación a la anterior vez que lo había visto desde arriba. María se había detenido en frente de las armas que habían soltado los hombres y el objeto que habían abandonado. Se inclinó y recogió los guantes.

Su mirada se tornó melancólica.

—Son los guantes de Gemma —susurró.

Eran unos guantes grises sin dedos que María sostenía entre sus manos con aire compungido. Sentí una desesperación creciendo por mi cuerpo al pensar que eso era de ella, me pregunté dónde se encontraba y por qué no los tenía puestos.

¿Dónde estaba? Buenos Aires podía ser un lugar tan enorme para un alma olvidada.

—No entiendo ¿Qué hacen esos tipos con las cosas de Gemma? —cuestioné.

—Ella estuvo aquí —susurró Á y su aliento se suspendió en un vaho—. Es la única explicación posible.

Los hermanos tenían la punta de la nariz rubicunda por la baja temperatura. Á se frotó las manos y exhaló una prolongada bocanada de aire entre sus dedos.

—Registremos —dictaminó y deambuló por el callejón en donde no había mucho que mirar.

El estrecho pasillo finalizaba en un grueso muro y se bifurcaba en dos direcciones, pero, esas a su vez, direcciones también terminaban con una pared. La basura se dispersaba por el suelo que se sentía pegajoso. Una bolsa de mercado planeó a mi lado, hasta que descendió al suelo con un movimiento elegante. No había muchas cosas que ver en ese callejón.

Sin duda ese era el lugar donde Dante se reunía con sus amigos, pero no donde pasaban el rato. Tal vez el edificio abandonado fuera el lugar donde se «divertían» porque esos pasillos no eran muy prometedores.

Me pregunté cómo los hombres habían logrado salir de ese callejón sin salida. Tal vez escalaron la pared, pero era muy alta y tuvieron que haber hecho algún ruido o dejado huellas de botas. Además, había escuchado el ruido de perros y no había ninguna entrada por la que pudieron haber pasado los animales, el único acceso era el contenedor de basura que yo había visto en todo momento.

—¡Ángel no las toques, son armas de desconocidos y no sabemos que hicieron con eso! ¡Pudieron haber matado a alguien con esa cosa! —lo regañó María.

Á se estaba inclinando sobre las dos armas extrañas y completamente oscuras. Cuando me aproximé más, pude divisar que el metal estaba cincelado y contaba con grabados angulosos y exóticos. Arabescos se retorcían a lo largo de la doble hoja. Como era de esperar Á sostenía una en su mano. Sus nudillos estaban blancos y cerraba los dedos con fuerza alrededor de la empañadura. Se veía ligeramente fastidiado.

—De verdad no los entiendo, si ven unos tipos armados, misteriosos, que siguen a su amiga, que tiene sus pertenencias y sueltan las armas, el sentido común les dice que las agarren ¡El sentido común! —repitió—. Estoy con los peores compañeros para un equipo de búsqueda.

—¿Vas a llevarte cada cosa que encuentres tirada? —pregunté aproximándome hacia ellos.

—Si esa cosa puede salvar mi valiosa vida en alguna ocasión entonces sí, sí me las llevo —Sus ojos se abrieron como platos—. ¡Oh! ¡Brutal! ¡Tremendo! ¡Este metal está más frío que el hielo! ¡Auch!

Soltó el cuchillo que se estrelló contra el suelo emitiendo un estridente ruido metálico.

—¡Te dije que no los tocaras! —chilló María.

—Bueno, es de esperarse que esté frío, es invierno —expliqué pero Á recogió los cuchillos con la mano forrada por la manga de su cazadora.

Guardó ambas dagas en su mochila, pero tuvo que mantener abierto el cierre porque no cabían. Las empañaduras negras como la obsidiana resurgían del interior de la mochila.

María se había puesto los guantes de Gemma. Los llevaba en su mano y los acariciaba distraídamente, pero con el labio comprimido de la furia. No sé con quién estaba furiosa, pero por las dudas me alejé de ella.

Les dije que no había nadie en el callejón, ni ninguna pista de que Gemma hubiera estado allí, sólo cosas raras como habitaciones que se limpiaban solas o hombres con armas de animes. Si había estado confundido para cuando vi a Dante amenazar la vida de Gemma entonces ahora estaba completamente mareado. No entendía ni el principio ni el final de todo este asunto.

Cuando esa mañana había presionado el botón para llamar a la policía estaba al tanto de las consecuencias y quería afrontarlas, pero ahora lo que me volvía loco era que desconocía las consecuencias de lo que se avecinaba a grandes pasos.

Estaba tratando de aterrizar un avión en un vaso de agua.

—Nada de esto hubiera pasado si la tarada me hubiera prestado atención desde un principio —se quejó María—. Teníamos que ratearnos, faltar al cole. Es mi culpa por no hinchar*, siempre le daba la razón y mirá cómo termino.

Ya la había matado, pero Gemma no estaba muerta, estaba por ahí, en alguna calle.

—Todavía no terminó nada —dije sacando el teléfono celular que me había dado Á y leyendo la dirección de donde se suponía que vivían los señores Weinmann—. Todavía podemos preguntarle a sus viejos o hurgar en su habitación.

María asintió con aire formal. Á suspiró resignado, soltando un bufido de protesta como si quisiera regresar a su casa y cancelar el equipo de búsqueda, pero a pesar de lo que había dicho, no se había ido.

De repente unos pasos nos hicieron dar un brinco silencioso. Alguien se acercaba por una de las bifurcaciones del callejón.






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