13- Cristiano

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 María nos arrastró al rincón posterior de una pila de cajas de cartón húmedas y arrugadas. Nos escondimos. Tenía el cuerpo de ella muy cerca del mío. Á estaba ensamblado a la pared y parecía desconcertado como si todo hubiese sucedido demasiado rápido para él. María agudizaba el odio y se concentraba en los pasos que se aproximaban. Podía sentir el calor de su cuerpo. Tenía su rodilla clavada en mi espalda baja.

 Me concentré en los sonidos que se escurrían hasta mis oídos. Era sólo una persona y no sonaba segura, caminaba lentamente y con recelo. Sin duda no era uno de los hombres. María me descargó una mirada fiera y preguntó gesticulando con sus labios «¿Amigo?» Negué con la cabeza.

 Después de ver la habitación cubierta de sangre en el edificio abandonado, si alguien entraba a ese perímetro sin duda sería un enemigo. «A la cuenta de tres» vocalicé si proferir sonido y levanté tres dedos.

 Lo fui bajando uno por uno. Los pasos estaban a menos de un metro de nuestro escondite. «Uno» Otro paso. «Dos» ya podía ver su silueta.

 —¡Tres!

 Ambos nos abalanzamos contra el desconocido. El chico cayó de bruces al suelo, se desplomó contra el concreto gélido y emitió un gruñido. Tenía una capucha puesta, trató de zafarse de nuestro agarre, pero lo inmovilizamos. Era muy grande y contaba con una fuerza admirable y envidiable. Para mí más envidiable.

 María tenía un brazo contra la yugular del desconocido. Presionó con brutalidad y comenzó a cortarle el aire. Le arranqué la capucha del rostro y esta reveló dos carnosas mejillas y unos ojos verde intenso.

 —¿Alan? —pregunté escéptico— ¿Alan Olmos?

 La sorpresa en el rostro de Alan se intensificó, lo único que se desvaneció fue la furia con la que trataba de liberarse.

 Lo conocía.

 Era un compañero de clases, uno de los amigos de Dante Weinmann; él se había burlado a la mañana de María y la había llamado puta.

 Alan también era una de las almas descarriadas a las que tenía que inspirar y, por lo tanto, mi mayor cliente. Él era una de las personas a las que más le había pagado para que concurriera los domingos a la Iglesia, prácticamente gastaba todos mis ahorros en él. No era mala persona, digo, siempre escuchaba los sermones, se vestía pulcramente para entrar al edificio, se sentaba a mi lado y sabía mi nombre.

 Era lo más lejos que había llegado con cualquiera de mis compañeros de clase. Le daba dinero, algo vacío para mí, y Alan fingía interés en la religión, algo vacío para él.

 Era buena persona, merecía una explicación.

 María no pensó lo mismo de Alan, ya que al verlo continuó horacándolo.

 —No, María. No hay que hacer daño a las personas.

 La levanté del cuerpo de Alan, aunque no fue necesario porque si él hubiera querido la habría arrojado contra el contenedor más cercano como una muñeca de trapos.

 Ángel apareció prácticamente de la nada, blandiendo la daga extensa que habíamos encontrado tirada. Iba a decirle que soltara el arma, que nosotros estábamos buscando a Gemma, no haciendo el trabajo de jueces de la vida cuando él rostro de Á se desfiguró de dolor. Soltó él mismo la daga, profirió un grito de agonía, comprimió su mano contra el estómago como si le doliera y aulló:

 —¡ESTÁ HELADO! ¡MIERDA! ¡ESE METAL ESTÁ CONGELADO!

 Dio patadas a lo que encontró cerca mientras Alan se levantaba del suelo, contemplando incrédulo las personas que tenía alrededor. Pensé que la situación se veía rara, pero, aunque Alan me cayera bien y fuera simpático, no podía descartar el hecho de que se encontraba en un lugar que lo incriminaba. Traté de verme lo más duro y firme que pude. Comprimí la mandíbula.

 —¿Qué hacés acá Alan? —pregunté mientras María lo contemplaba hecha una fiera.

 Al parecer odiaba mucho a Alan, percibía una ligera tención entre ellos. A la mañana se habían insultado, pero no me parecía razón suficiente para mirarlo como si quisiera hacerle daño, aunque viniendo de María ya nada me sorprendía.

 —¿Qué? ¿Qué estoy haciendo yo acá? ¿Qué hacen ustedes acá? Es el panteón donde se reúne Dante y mis amigos ¿Cómo lo encontraron?

 —¿Vos venís acá? —pregunté.

 Si decía que sí le daba permiso a María para ahorcarlo, después de pedirle una explicación de la sala de armas.

 —No, es la primera vez...

 Inmediatamente Á me hizo a un lado peinando sus alborotados cabellos, sonriendo y estrechándole la mano a Alan.

 —Hola, me llamo Ang, mucho gusto, detective privado.

 Alan le estrechó una mano con el ceño completamente fruncido. María se interpuso entre ambos.

 —No es verdad, es un adicto a las computadoras que conoce a un tipo más adicto que él. Es mi hermano y no se toca —dijo soltando las manos de ambos—. Ahora, nos vas a decir qué haces acá y por qué apareciste en el lugar donde recién estuvo Gemma.

 El rostro de Alan se ensombreció, retrocedió como si esas palabras lo hubiesen golpeado y negó ligeramente con la cabeza. Sentí otra corazonada apoderándose de mí y supe que no importa lo que hayamos visto antes, Alan Olmos no era responsable de nada de ello. Lo supe en mi alma, sentí sus vibras de bondad.

 —Yo no sabía... estaba buscando a Dante. Sé que este es el lugar donde se reúne con mis amigos.

 —¿Y por qué no con vos? —pregunté cruzándome de brazos.

 Alan pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro. Era un chico con el cabello castaño, cubierto de pecas, con, como diría mi madre, huesos anchos, ojos verdes y brazos trabajados. Tenía un atisbo inocente e infantil en la mirada, casi, porque en realidad estaba hecho pomada, parecía de treinta y se notaba en los ojos que estaba drogado.

 —No me siento cómodo hablando en este lugar...

 —Ya somos dos —afirmó Á largando una risilla risueña, tocándole el hombro más de lo suficiente—. Síganme, en el camino vi un lugar con mucha gente donde podemos hablar.

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