15- Cristiano

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 El sol caía a plomo sobre la ciudad. Al ser el mediodía las personas de la calle caminaban con sus hijos dirigiéndose a los colegios, cargaban bolsas con comida o deambulaban por las calles en su receso de la oficina.

 Á había dicho que la casa de Dante Weinmann estaba a una hora de ahí, al parecer vivía muy lejos, lo que era extraño porque había otros colegios más cercanos y con mejor nivel académico cerca de su casa. A mí ese dato me pareció irrelevante, pero a Á le dio en qué pensar. Calculó la distancia, meneó insatisfecho la cabeza y levantó sus ojos hacia nosotros.

 —Es mejor ir en remis —anunció y explicó su idea—. La casa seguramente tiene un respaldo, tal vez un patrullero en caso de que Dante trate de contactarse con sus padres. No conozco muy bien sus procedimientos pero tener vigilancia en la casa del niño loco sería lo más pertinente y profesional.

 —No van a hacerlo —tajeó con obstinación María.

 —Pero si lo hacen no podremos acercarnos nosotros. Tendremos que esperar que uno de sus padres salga. Incluso tal vez pueda hacerlos salir con una llamada falsa, eso no me será problema. Necesitamos un lugar donde estacionar y vigilarlos. O esperar a que alguno de sus padres salga o esperar a que los policías se vayan. En cualquiera de los casos no podemos plantarnos en la vereda de enfrente y mirarlos con prismáticos. Si vamos a espiar es mejor hacerlo bien ¿o no?

 Asentimos.

 —Por eso necesitamos pagar un remis por no sé... digamos las siguientes cinco horas. Tal vez tres en el caso de que todo salga bien. Todo sería más cómodo con un auto. Además, ya va a llegar la hora de más sol del día y no quiero broncearme, me sientan bien todos los colores pero el dorado no es mi favorito.

  —El rojo diría yo, cuando te da el sol te ponés como tomate.

  Á me observó avergonzado.

  —No es verdad, ella miente —me aseguró como si para mí fuera importante cómo se bronceaba.

  —Está bien, Á.

 Observé el fondo vacío de mi billetera, hice una mueca. Me encogí de hombros ante la mirada inquisitiva de los hermanos. No tenía efectivo. Recordé que estaba cerca de mi casa. Debajo de mi cama tenía una caja con plata guardada en caso de emergencias y esa parecía una emergencia.

 Tal vez podría tomar un poco de plata y aprovechar la ocasión para darles a mis papás una coartada más sólida que simplemente «voy a llegar más tarde» Aun mejor, por ahí ni se encontraban en casa y entonces podría dejar una nota e irme con la excusa de que, como estaban trabajando, no di muchas explicaciones al irme.

 Estábamos en Moncerrat, yo vivía en Avenida Córdoba, a unos minutos de ahí, cerca del Teatro Colón, justo en la intersección con la Avenida 9 de Julio.

 Les dije mi idea. Á sonrió encantado y María se negó rotundamente. Comencé a caminar y al ver que su hermano me seguía no tuvo más opción que seguirme hasta mi casa, mascullando insultos.

 El edificio donde vivía no era de lo más moderno. Estaba en la esquina, sobre las dos avenidas y tenía forma a flecha. La estructura conservaba un aspecto colonial o de las épocas pasadas, la verdad era que nunca me había detenido a verlo, para mí era igual de aburrido que todos los demás edificios antiguos del Centro. La base de la estructura era ocupada por un restaurante llamado Exendra.

 Ese lugar yo no lo consideraba mi casa, vivíamos ahí porque estaba cerca de los trabajos de mis padres. Teníamos una casa de campo en las afueras de la ciudad, adentrándose en el conurbano, donde yo era feliz. Ahí íbamos a vacacionar, para mí ese era mi verdadero hogar, no el pequeño apartamento del centro. Una arboleda separaba ambos carriles de la avenida, sus sombras bailaban en la calle dibujando luces danzarinas sobre el metal de los autos que la atravesaban.

 Deseé para mis adentros que no hubiera nadie y crucé la avenida con Á y María flanqueándome los costados.

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