19- Cristiano

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 Le entregué el fajo de billetes al taxista que parecía una copia barata de papá Noel. Por barata me refiero a muy desagradable. Tenían un suéter sudado, la transpiración dibujaba manchas oscuras en la lana y era calvo en la parte superior de su cráneo, pero de la inferior le crecía una tupida cabellera plateada. Olía a ajo descompuesto. Su barba era como la de Dumbledore y su nariz parecía un pico.

 Me pareció que lo estaba observando críticamente, de forma despectiva. Suspiré agotado, ese día lo tenía merecido, podía hacer lo que yo quisiera y estaría perdonado.

 Le di plata de más para que nos esperara y trabajara para nosotros un par de horas. Luego de eso Á se inclinó en el asiento delantero y le comunicó las indicaciones al conductor. Los Weinmann vivían en una parte muy cerca de Palermo.

 Me desmoroné en el asiento y vi la ciudad del centro discurrir a mí lado, pensando y rememorando la charla que había escuchado de mi papá.

 Una parte de mí no quería creer todas las coincidencias que su conversación tenía con la charla de Baal y Amodeus. Esa parte decía que ambos hablaban de híbridos, persecuciones, cacerías y dos individuos que arruinan el sistema, pero ni siquiera sabía si hablaban de personas o animales.

 Es decir, era como escuchar hablar de fútbol a dos hombres que no se conocen, por más que ambos dialoguen del mismo tema, con diferentes personas, no podía sacar conclusiones y decir que andaban en lo mismo porque tal vez ni siquiera compartían la misma postura.

 O algo así, ya ni siquiera sabía qué decía.

 Aunque no importaba que creyera, todo acarreaba un conjunto de preguntas sin respuestas tanto si decidía creer que mis papás estaban vinculados a ritos satánicos como si no. Había muchas cuestiones sin resolver y me propuse darle respuesta a todas.

 Por el momento me obligué a despejarme. Recordé cómo María me había calmado. Sí estaba confundido por lo de mis padres y creía que el mundo había dado un giro de ciento ochenta grados, entonces cuando María fue indulgente y amable ya no sabía si me encontraba en el mismo universo que esa mañana.

 La miré.

 Jamás había compartido más de una hora con chicas desastrosas como ella, simplemente porque ellas me creían tonto y se iban o porque yo las consideraba inconscientes y terminaba marchándome.

 Pero había algo extraño en María, algo que era tan indescifrable como todo lo que había sucedido esa mañana. Algo que no sabía si me gustaba o desagradaba. Iba a agradecerle por ser tierna conmigo, pero luego pensé que eso la haría regodearse y que me lo recordara cada una cuadra, así que preferí omitir el comentario y limitarme a ver a través de la ventanilla.

 Aunque la oferta de María y Á de quedarme con ellos había sido generosa no tenía intenciones de huir de mi casa. Ni siquiera si era verdad que mis papás pertenecieran a una secta, si lo hicieran me decepcionarían, pero no los odiaría.

 Tendría que trabajar en eso, pero terminaría perdonándolos, todos los problemas tienen solución y todos los pecados perdón.

 La gente trata de convencerse que las cosas no pueden resolverse, pero es simplemente porque les da miedo averiguar que ellos son los que no pueden resolver el problema, un problema que es sencillo y lo que era tan grande como una montaña terminó siendo una piedra que estaba viendo desde abajo.

 Á estaba hablando de motores con el conductor, aunque él no parecía entender mucho lo que le decía el hombre, simplemente asentía y fingía interés.

 Después de unos minutos llegamos a la residencia. El conductor estacionó una manzana antes, pero desde ahí podíamos ver la cuadra donde se ubicaba la casa. Estaba despejada. No había ninguna patrulla como había indicado Á que debería haber.

 Me pregunté si la policía estaba buscando a Gemma cómo yo lo estaba haciendo porque había creído que tendríamos que burlar sus defensas y entrar en la habitación de Dante, pero ahí no había ni una mosca. Simplemente unos chicos con patines jugando en la vereda de enfrente.

 Á estaba avecinado contra la cabina de adelante, María observaba detrás de una de las ventanillas traseras. Yo estaba casi recostado sobre el freno de mano.

 —No hay nadie. Ni siquiera un guardia de seguridad.

 —¿Qué están buscando? —preguntó el conductor entornando la mirada y aferrando el volante.

 —No es problema tuyo, Gandalf diabético —le cortó María.

 —Lo siento —me disculpé por ella—. Es que esa es la casa de un chico que hoy en el colegio hizo un alboroto y secuestró a una de nuestras compañeras.

 —¿La secuestró, cómo? —Los ojos del hombre se abrieron con enormidad a causa de la sorpresa.

 —La amenazó con una navaja —explicó Á—. Suena tonto, pero más tontos fueron los que se quedaron viendo y no hicieron nada —dijo desviándonos una mirada divertida—. Sus compañeros de curso dejaron que una agujita los dejara paralizados.

 A mí no me hacía gracia a María tampoco, Á tenía un sentido del humor bastante raro.

 —Estaba amenazando su garganta. Pudo degollarla —justifiqué.

 —Esta juventud —exclamó el hombre en modo de reproche y les desvió una mirada acusadora a María.

 Suspiré, sabía que, si un adulto empezaba una oración con las palabras «la juventud de hoy», «esta juventud», «en mis tiempos», «cuando yo tenía tu edad» entonces venía un largo discurso, en el cual, planteaba su opinión de como las cosas antes eran mejores.

 —Las cosas estaban mejor antes, en mis tiempos ni siquiera le contestábamos si el profesor no nos daba la palabra...

 María puso los ojos en blanco y enterró su cara en las manos, Á sonrió divertido como si se burlara en su mente, yo fingí interés por respeto.

 —Ahora hay dos chicos que asesinan con un arma a todo un colegio y después su amigo de la escuela que secuestra a una compañera en el mismo día...

 —¿Alguien mató hoy a todo un colegio? —pregunté sin poder creer tal cosa. Sentí que se congelaba mi sangre como si de repente mi corazón bombeara hielo gélido. Sabía que algo malo venía.

 —¡Sí! —respondió el chofer, abriendo enormemente los ojos como si esa fuera su reacción inicial—. ¿No lo escucharon? Es el único tema del que hablan las emisoras hace poco más de una hora.

 El hombre se inclinó sobre la radio del auto, apoyó su barbilla en el estómago, la encendió y saltó de una emisora a otra hasta que escuchó lo que buscaba. Una mujer con una voz encantadora relataba lo sucedido. Su voz fue lo único que se escuchó en el momento, como si el mundo entero contuviera el aliento:

—La policía federal continúa buscando a los asesinos de todo el Instituto San Pedro. Hubo más de cien muertos, entre alumnos, profesores y trabajadores de mantenimiento, además de que hay unos cincuenta desaparecidos que fueron raptados. Los números de los muertos continúan subiendo cuando los heridos no pueden recuperarse del terrible tiroteo que sacudió a la ciudad de Buenos Aires. Uno de los peores crímenes terroristas del país, después del atentado en AMIA.

—Lo peor de todo —acotó la voz de un hombre—. Es que los asesinos continúan sueltos. Una chica de dieciséis y un chico de diecisiete fueron los crueles psicópatas que libraron el genocidio, Dante Weinmann y Gemma Mayer. Por favor, enciendan los televisores y memoricen sus rostros para que puedan caer en manos de la ley. En breve las descripciones de estos perversos asesinos...

—¡Eso es mentira! —espetó María fulminando con la mirada a la radio como si la amenazara con destruirla en ese mismo momento.

La radio suministraba a sus oyentes los rasgos de Gemma y Dante.

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