20-Cristiano

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 Me desmoroné en el asiento trasero junto con Á que contemplaba la nada como si por su mente transcurrieran un montón de explicaciones que abrían más preguntas. Finalmente, sus ojos se iluminaron.

 —Alguien de la secta satánica debe tener un cargo político —susurró y levantó sus azules ojos hacia nosotros. María desvió su mirada de la radio—. Piénsenlo, tal vez es una secta extensa, con muchas sedes y nosotros encontramos esta. Tal vez algún político importante es miembro. Esa es la manera en que puedan inventar todo esto.

 El conductor preguntó a qué nos referíamos, pero nadie le respondió. Estaba pensando en lo que dijo Á. Que un político estaba inmerso en la secta satánica, de esa manera podrían manejar la Interpol y además inventar ese tipo de cosas.

 Pero después pensé si era posible inventar una masacre. No sonaba muy lógico.

 —¿A qué se refieren? —insistió el conductor—. ¿De qué colegio son?

 Tener un cargo político por ahí te daba el poder para ejecutar una masacre, pero inventar... no se podía inventar algo como eso. María estaba pensando en lo mismo, eran casi doscientos alumnos, si se suponía que la noticia estaba en la radio y en los noticieros ellos la verían. Si veían la noticia de su muerte cuando no estaban muertos bueno... era un poco paradójico, seguramente harían saber a las autoridades que eso no había sucedido. Si era todo mentira lo más lógico era que desmientan la mentira. Aunque esa posibilidad era casi imposible.

 Pensé en los policías que bloquearon la calle y evacuaron el colegio. Había muchas camionetas de oficiales. Pensé en los alumnos ¿y si de verdad estaban muertos o muriendo en hospitales? ¿Y si había ochenta desaparecidos que tal vez maten porque Dante estaba haciendo publica la secta secreta?

 —Discúlpeme que tengo que hablar con mis socios en privado —le dije al conductor y descendimos del auto.

 Cuando María cerró la puerta se volteó decidida hacia mí, con los ojos encendidos de cólera. Me hizo retroceder con la mirada, pero aquella bronca no era para mí, era para la radio que todavía le echaba miradas iracundas. Tal vez tanta confusión había empezado a desorientarla como si corriera en círculos. La sombra de los árboles le ensombrecía la cara.

  —Hay que ir a ver qué paso con todos los alumnos que dejamos atrás.

 Me sorprendieron las palabras de María.

 Una cosa era que quisiera buscar a Gemma, su casi mejor amiga, pero otra cosa era que quisiera salvar a los chicos desaparecidos o llegar al fondo de la masacre de los compañeros de colegio que siempre había odiado.

 No sé qué había cambiado en su cabeza, o tal vez siempre había sido así, había una María caritativa que se escondía dentro de ella.

 Nunca la había imaginado tan heroica. O tan humana.

 —¿Crees que hayan matado a más de cien alumnos en plena calle? Digo, los únicos con armas que había rodeando al colegio eran los policías, pero no pueden matar a tantos chicos. El alboroto sería mucho como para hacerlo en plena calle y no todos pueden ser corruptos.

 —No sé.

 —Salvo que llamaran a un escuadrón especial, si hicieron a todos continuar con las clases... pudieron meterlos en un salón y... —Ni siquiera podía terminar la idea que tenía en mente.

 Ella negó la cabeza con los ojos vidriosos.

 —¡Ya no sé qué creer!

 —Pues crean esto —exclamó Á sentado en el cordón.

 Sostenía en las manos una tableta electrónica fabricada por él, era tan gruesa que parecía una caja y estaba acoplada a muchos cables. Se hallaba navegando en ella, ensimismado en su trabajo. El conductor había cambiado de emisora donde sonaba una canción de los noventa.

 —La lista de muertos es real. Hay fotos —añadió con expresión lúgubre.

 ¿Fotos? No podía ser real...

 —¿Dónde te metiste? —dije acercándome un paso.

 —En los archivos de la policía federal —respondió como si hablara que lo había conseguido en una tienda—. Miren, yo no conozco a los estudiantes, no necesito ir al colegio, soy demasiado inteligente pero... —carraspeó—. Ya no confió en la información del departamento de policía. Necesitamos corroborarla.

 —¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó María refregándose los ojos con poca paciencia, como si quisiera protegerlos de lo que venía.

 Á nos tendió solemnemente la tableta electrónica, su expresión denotaba una profunda seriedad.

 —Identifiquen los cuerpos.

 No pude moverme. Á estaba hablando de personas muertas. Fotografías de cadáveres, de personas que antes conocía. Un nudo se me formó en mi garganta. María retrocedió un paso y negó con la cabeza.

 Pude escuchar la suela de sus botas sobre la calle.

 Recordé lo que mi papá me había dicho una vez cuando uno de mis amigos de la Iglesia, Homero, había muerto. Él tenía setenta años y habían realizado el funeral en la Iglesia, era el primer funeral al que asistía. Tenía cinco años y me había puesto a llorar.

 Le había dicho a mi papá que por qué hacían funerales donde también se celebraran las bodas y los bautismos. Creía que si en ese lugar se iba a velar a Homero entonces jamás tendría que celebrarse nada en el mismo edificio, sería como olvidar que Homero había estado ahí, en un mar de lágrimas y flores dulces. Con su cadáver reposando en el centro como el hilo en una aguja. El lugar tendría que convertirse en un sitio silencioso que conmemorara su vida ya que había sido el último sitio donde se vio su cuerpo.

 Porque Homero no había hecho nada en vida, no fue un reconocido actor, ni escribió un libro que se publicó mundialmente o inventó un aparato majestuoso. No, su única hazaña fue nacer y su logro fue morir. Tendría una lápida que nadie vería y sería velado en un Iglesia donde después la gente celebraría cosas allí como si nada hubiera pasado. Como si él no hubiera existido jamás.

 Recuerdo que no podía dejar de extrañar a Homero, entonces mi papá se acercó a mí cuando terminaron de enterrarlo y me preguntó por qué lloraba. Le dije muy molesto que era porque Homero había muerto, entonces él me dijo que la gente no moría, la gente se liberaba y ahora Homero estaba libre.

 Le pregunté si estaba libre en el cielo y él me respondió que, aunque predicaba eso, no lo creía en verdad. Me pidió que guardara la confidencia de nuestra mamá y todos los demás, un secreto entre nosotros. Luego añadió que Homero no estaba en un lugar mejor ni en uno peor, simplemente estaba libre, sin nada bueno o malo que pueda atarlo. Me dijo que la libertad jamás había sido mala ¿por qué lo sería esta? ¿por qué tenerle miedo? Su alma había vivido hasta donde pudo y ahora le llegó el tiempo de descansar.

 No lo entendí, pero sus palabras me habían quedado grabadas a fuego en la mente.

 Pensé en los chicos de las fotografías como adolescentes libres, sin problemas, sin preocuparse por su aspecto o calificaciones, sin inquietarse si no tenían amigos o si sus padres lo presionaban mucho.

 Los chicos de las fotografías simplemente estaban libres.

 Vería gente libre no muerta.

 Hice de tripas corazón y agarré la tableta electrónica. Vi la primera foto. La libertad casi me hizo vomitar. Busqué fuerzas, si mi mamá era cirujana algo de carnicero tendría que haber heredado.

 La primera fotografía era una niña de unos doce años. Su piel ya estaba pálida, se había desangrado. Su sangre se drenaba del cuerpo como si estuviera flotando en un mar escarlata. Tenía un hondo hoyo en el pecho donde se podía apreciar que la tela de su jardinero había sido destrozada, por la bala, al igual que los músculos debajo. Los bordes del holló estaban quemados, el amasijo de carne se revolvía como una flor que florecía en el centro de su estómago. La última voluntad de esa niña fue detener el crecimiento de esa flor, sus manos estaban rodeándola como si quesera arrancársela. De sus blancos y finos labios escaba un hilillo de bilis que me hizo saber que se le había rajado el estómago y...

 Pasé la fotografía.

 Un chico tenía el cráneo literalmente aplastado. Lo habían dejado como una coladera. Había recibido más de un disparo en la cabeza. Su cabello anteriormente azabache resurgía húmedo como el pasto después de la lluvia, pero en vez de tierra eran huesos y carne revuelta y en lugar de lluvia era sangre casi negra. Se podía ver una cosa espumosa que seguramente habría sido su inteligente cerebro.

 Lo conocía, se llamaba Arturo Valdés, era muy inteligente, siempre pasaba como abanderado de las ceremonias patrias y podía memorizar cualquier cosa que le dijeras. Había tenido una clase de gimnasia con él, donde me enseñó el rap que le había hecho a la tabla periódica. Pero ahora toda su inteligencia, todo él, se desparramaba sobre el suelo como el arroz en la puerta de la Iglesia después de un casamiento.

 Le devolví la tableta electrónica a Á que me observaba como un verdadero ángel, desde una nube distante mientras se preguntaba qué pasaba por la cabeza de los humanos. María me contemplaba de manera diferente, un poco admirada, un tanto asombrada y casi arrepentida como si lamentara haberme dejado solo viendo las fotografías.

 Lo único que podía reconfortarme en ese momento era que Sabueso había faltado ese día.

 —Son de verdad. La mitad están muertos.

 —Y los otros desaparecidos o heridos —conjeturó.

 Á negó con la cabeza.

 —No encontré registros de los heridos —terció—. Esa parte sí es mentira. Se supone que los enviaron a una planta del hospital que está en el Centro. Cerca de tu casa, Cris.

 —¡Es donde trabaja mi mamá! —no sabía si la noticia era buena o mala.

 —Reservaron el piso de urgencias para ellos, registraron a todos, pero sus fichas están vacías ¿Me explico? Hay fichas de que están en ese hospital, que ingresaron, pero no cómo se encuentran, ni si fueron tratados. Son como...

 —Fantasmas —susurré.

 —Más bien desaparecidos —corrigió María—. Los chicos del hospital deben ser los desaparecidos que supuestamente Gemma y Dante secuestraron en camiones... —dijo leyendo la noticia en la tableta electrónica.

 —¡Qué disparate! —protesté.

 —Los últimos que estuvieron con los alumnos fueron las patrullas —agregó alzando los ojos—. Tuvieron que ser los policías. Tenían armas.

 —No puedo creerlo.

 Los policías también eran padres o madres de familias, no eran sanguinarios en masa, no todos podían ser corruptos.

 —¿Entonces qué? ¿Los volvieron a meter al colegio y los mataron, pero se guardaron una parte para ellos que marcaron como desaparecidos?

 —Tal vez escaparon —propuso Á—. No es tanto un disparate, los militares hicieron lo mismo en la dictadura cuando saquearon la facultad de filosofía y letras. Había alumnos y profesores ahí dentro, mataron a una parte, se llevaron a otra y unos pocos escaparon.

 —Tal vez la mitad de los alumnos continúen vivos. Debemos ir al hospital, después de entrar a esa casa —informó con la voluntad propia de una vengadora, actuaba como si todos esos chicos fueran Gemmas—. Tu mamá trabaja en el hospital, por ahí podés hacernos entrar más fácilmente. Tenemos que averiguar qué pasó en realidad. A la mitad de esos chicos no los odiaba tanto.

 Era su manera de decir que le caían bien o tal vez que les tenía lástima porque si yo no la hubiera convencido de buscar a Gemma en ese instante ella sería uno de los muertos o desaparecidos.

 Había algo en mi mente que no terminaba de cerrar.

 —Si la secta quiere atrapar a Dante por perder la cabeza y hacer público su grupo de sádicos —pensé en voz alta— ¿Por qué hacer todo público, pero con una diferente historia? Si tanto poder tenían ¿por qué no ocultar la verdadera historia del secuestro con navaja en lugar de montar una nueva con armas y muchos muertos?

 —Estás sacando suposiciones de las suposiciones —me recordó María—. Ni siquiera estamos seguros de que sea una secta. Por el momento guárdate todas tus dudas. Esperemos que los señores Weinmann contesten la mayor parte.

 María desvió sus ojos una cuadra arriba, donde se encontraba la casa de Dante y donde los niños jugueteaban en mitad de la calle. Le ordené al conductor que nos esperara estacionado en ese lugar con el motor encendido y le di otro fajo de billetes.

 Además, le dije que si en una hora nos salíamos de la casa entonces debería buscarnos o llamar a la policía, si era verdad lo de la secta no sabía si los señores Weinmann estaban involucrados y no quería terminar como parte de un rito. El conductor era la única persona en el mundo que tenía mera idea de lo que haríamos.

 Á se levantó del cordón, limpió sus pantalones, peinó su cabello alborotado y dorado y emprendió la marcha mascullando que sería buena idea que abandonáramos todo y fuéramos a hacer algo más divertido que meternos con posibles sectas, mafias o lo que fuera que estaba controlando los medios de comunicación y la policía.

 La casa de los señores Weinmann era muy elegante. Tenía un pequeño patio delantero con el césped bien cortado, arbustos podados como círculos geométricos, y rincones de flores silvestres. La estructura estaba construida con lajas planas, el techo era de pizarra roja, era amplia, contaba con dos platas y numerosas ventanas.

 —Llegó la hora de pedir respuestas.

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