2-Gemma

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 Él se largó a llorar y se echó al suelo repitiendo una y otra vez «No, no, no, no, por favor, no, no» Las lágrimas salían en tropel de sus ojos y resbalaban apresuradas por sus mejillas, como si quisieran llegar a algún lado. Sus rodillas temblaban sacudiendo sus pantalones como si tuviera ratas correteando, buscó apoyo colocando una mano sobre el banco.

Miró sus dedos, azorado.

—No, no, no, no.

María se bajó atónita, de un salto, se acercó unos pasos hacia él y me dedicó una sonrisa radiante como diciendo «Gracias por obligarme a venir hoy, te debo una» Qué puedo decir, le gustaba la desgracia ajena.A quién no, todo el mundo disfruta de películas en donde los protagonistassufren por problemas.

Hubo un momento de silencio en el aula. Todos tenían la vista fija en él y murmuraban inquietos, pero Dante estaba demasiado afligido como para prestar atención a ellos. El profesor se adelantó hasta él y colocó una mano en su hombro mientras Dante continuaba sollozando en el suelo.

—Está bien, hijo —trató de consolarlo, se veía incómodo, como si no tuviera entrenamiento suficiente.

Cuando Dante sintió el contacto retrocedió arrastrándose hasta chocar con la pared. Tenía el pecho agitado como una bestia acorralada. Vigiló al profesor sin sacarle los ojos de encima, parecía que miraba a un monstruo aterrador en lugar de a una persona.

—¡No me toque! ¡Nadie me toque! ¡Nadie, nadie, nadie me toqué!

—Eh, Dany, qué te fumaste —inquirió uno de sus amigos.

Él se incorporó con el cuerpo temblando como hojas al viento, se veía agotado, nervioso y pusilánime como si la siesta le hubiese arrancado todas las fuerzas. Escudriñó cada expresión del salón totalmente atónito:

—¿Qué no lo saben? ¿No son conscientes de lo que está pasando?

—Sí —respondió María combando sus manos alrededor de la boca para hacer bocina—, soy muy consciente de que estás haciendo el ridículo ¡Pelotudo!*

—Todos... todos ustedes no saben que están encerrados.

—Bueno así se siente a veces el colegio —dijo uno de sus amigos, pero ya nadie reía mucho.

Dante comprimió furioso los puños.

—¡No, no es eso! Todos estamos muertos. Estamos en el infierno.

Hubo un silencio de asombro, incluso el profesor permaneció mudo. Hasta que muchas risas se esparcieron por el aula y luego todo el mundo estalló en desaforadas carcajadas, excepto el profesor que comenzó a inquietarse, intentó calmar el quilombo*, pero ya era demasiado tarde. Dante habló por encima del estruendo buscando entre los espectadores unos ojos que le afirmaran que no estaba loco, que le creyeran:

—Es verdad. Todos cometimos errores, morimos y estamos pagando por eso. Piénsenlo, no puede haber un lugar peor que este. Estamos muertos. Yo no soy Dante. No conozco a ninguno de ustedes. Yo no soy Dante.

—Weinmann, le sugiero que cierre la boca o voy a llamar a los directivos.

—¡No, no la llamarán a ella! La directora es una de los malos.

Estaba gritando demasiado alto, las venas de su garganta se hinchaban y ramificaban y sus músculos se tornaron rígidos debajo de la piel. Fue entonces cuando a todos dejó de parecerle divertido. Incluso sus amigos se veían preocupados.

—¡Ella es un maldito engendro, nos controla a todos, es un guardián del infierno! Lo siento dentro mío —Se golpeó tan fuerte el pecho que casi se tumbó a sí mismo—. Tienen que creerme...

—¿Si todos estamos muertos cómo es que no recordamos nada de nuestra anterior vida, eh? —preguntó una muchacha entre el tumulto de respuestas.

Muchos le gritaban que se sentara, otros le preguntaban si se encontraba bien y sus amigos le aconsejaron que terminara con todo el numerito, que no tenía gracia. Alan Olmos trató de acercársele, pero Dante lo eludió observándolo como si fueran desconocidos. María fue la única que afirmó estar en la mejor clase de historia que había habido.

Yo había quedado petrificada y muda al verlo. Me recordó a ella, cómo solía perder la cabeza tan rápido e imaginar cosas que solo ella podía ver.

Siempre me habían intrigado las personas dementes. El cerebro es algo extraño y no podía dejar de pensar en cómo ellos observaban vívidamente cosas que no existían y estas cosas le provocaban un sentimiento verdadero que vos podías ver y ellos sentir. Algo que no existe provoca un sentimiento que existe. Complicado.

La única persona a la que había amado de verdad ni siquiera me reconocía porque su mente viajaba en otras realidades. Encontrarme allí con Dante perdiendo la cabeza tan repentinamente me produjo un sentimiento que no pude identificar porque jamás lo había experimentado. Pero otra vez no pude llorar.

Solamente había llorado una vez en mi vida porque pocas veces podían conmoverme mis propios sentimientos.

De repente, y para mi sorpresa, una lágrima fugaz se esparció por mi mejilla y él la vio.

Debilidad.

Lo único que no tenía que mostrarle fue lo que le mostré.

Observó la debilidad que siempre le entretenía, pero esta vez no quería pasar el rato fomentando mi fragilidad, esta vez la tomó como una amiga porque se acercó a grandes zancadas hacia mí. Tenía los ojos desorbitados, dudaba mucho al actuar y su voz estaba quebrada:

—¿Vos me crees o no?

Balbuceé un poco sin saber qué responder.

—N-no, creo que estás confundido y tenés que tranquilizarte —No me dejó terminar que comenzó a gritar por encima de mi voz—. La directora —concluí— va a llamar a alguien que te pueda ayudar.

Él negó enérgicamente con la cabeza.

—No, ella va a llamar a purificadores y los protectores. Tengo que cuidarme de ellos. Porque me encerrarán. Me dejarán atado. Ellos van a llevarme al pandemónium. No pienso sufrir. No quiero. Yo no merezco esto —vociferó agitado.

Traté de asimilar los disparates que decía, pero se me hacía imposible.

El profesor le ordenó a un chico que llamara a la directora. El alumno se elevó de la silla dispuesto a hacerlo, pero entonces Dante actuó perdiendo la indecisión y tomando las riendas del asunto.

Me tomó de la muñeca con agarre de hierro, flexionó mi brazo en un ángulo que casi estuvo a punto de desprenderse, me tacleó las rodillas y caí al suelo sin posibilidades de moverme.

Dolor. Tanto dolor que me cegó.

Para alguien insensible sentir dolor es algo nuevo, pero no por eso agradable.

A una velocidad alarmante me levantó del cabello con la mano que tenía libre. Estrujó aún más mi brazo y extrajo la navaja de su bolsillo. Desplegó la hoja frente a mi garganta y bramó fuera de sí:

—¡Nadie se mueva o la mato! ¡Juro que la mato!

Sentía un dolor lacerante escurriéndose por mi brazo y amartillando mi hueso como si le dieran golpes con una maza al rojo vivo. Largué un grito y el profesor elevó las manos para calmarlo.

—Dante, no hagas nada de lo que te arrepientas, hijo.

María me observaba con las mejillas blancas como el papel. Se había acercado sigilosamente a Dante, no sabía muy bien para qué. Le desprendí una mirada fugaz de advertencia, sugiriéndole que no cometiera ninguna estupidez. Éramos amigas de desventuras no de misiones heroicas.

Sentía el pecho de Dante jadeando contra mi espalda. La mano que sostenía la navaja temblaba convulsamente, aunque se esforzaba por tener el pulso firme. Su aliento ajetreado acariciaba mi nuca, sus músculos estaban tiesos debajo de la piel húmeda y fría. No sé por qué me encontré contemplando sus nudillos, los tenía lastimados, rasgados en el hueso, con una flor de costras marchitándose alrededor.

Alguien había sacado un teléfono celular y estaba tecleando a la policía cuando él lo advirtió.

—¡No llames a la policía! ¡Ellos... ellos son demonios de los peores, te hacen creer que las cosas pueden mejorar cuando no es así! —No se entendía mucho lo que decía porque hablaba con la voz ronca y muy apresurado—. ¡Soltá el teléfono o la mato!

Me costó recordar su nombre. Era ¿Teodoro? ¿Aquiles? Sabía que tenía un nombre raro, pero no me acordaba nada más.

Él soltó el teléfono a regañadientes. Era un chico que siempre se sentaba cerca mío. Quedé pasmada observando cómo arrojaba el teléfono al suelo. Estaba en línea. Había llamado de todos modos. Había arriesgado su vida por mí.

Tragué saliva confundida, todo iba tan rápido que no podía comprenderlo. Dante observó la pantalla del teléfono y sollozó con más fuerzas. Sus enemigos, los policías-demonios, a los que tanto temía, estaban a punto de llegar. Una ligera satisfacción me embargó. Dante comenzó a retroceder arrastrándome consigo.

María corrió unos pasos y se detuvo en mitad del pasillo comprimiendo los puños.

—Dante, sóltala, por favor, estás confundido —Ella estaba suplicando. Nunca la había visto suplicar. Se amaba mucho para eso—. ¡No, no te la lleves!

Las aulas contiguas habían abierto sus puertas y algunos profesores observaban anonadados como el punzante filo estaba a punto de atravesar mi garganta. Un hombre calvo y de barriga abultada se abalanzó en mi ayuda, pero Dante lo detuvo perforando un poco la piel tensada de mi cuello. Él retrocedió, alzando las manos.

—Tranquila, pequeña, todo estará bien —dijo mientras encerraba a sus alumnos y corría hacia la oficina de la directora, supuse.

Quise correr con él.

Aullé de dolor e intenté zafarme, pero fue inútil. Una desesperación animal comenzó a apoderarse de todo mi cuerpo, hice esfuerzos enormes por controlarla, encerrarla, pero también fue inútil. Un grito agónico escapo de mi garganta y me arrastró a la calle muy lejos de ellos.

No tan lejos, en realidad. Pero para mí sí, estaban tan distantes como la Luna.

Para mí sí porque sentí que acababa de abandonar el mundo que conocía, para siempre.





Pelotudo: persona tonta.

Quilombo: Lío, alboroto.

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