32- Gemma

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 Había pasado una hora desde que Dante me había raptado.

 Extrañamente había dejado de importarme, menos que antes.

 Cuando llegamos, él me soltó las ataduras y pensé seriamente en escapar, pero a esa altura del partido sabía que no me haría daño. No me iba a lastimar, estaba súper loco, pero era bueno... o al menos inofensivo.

 Me bajé del auto, cerré la puerta y metí mis manos en los bolsillos de mi abrigo.

  Mi mamá hubiera querido que lo ayudara un poco, cuando ella le patinó la cabeza no había podido socorrerla ni apoyarla porque era chica y rápidamente los agentes de seguridad social se habían encargado de alejarme de ella; lo hicieron prometiéndome que cuando se recompusiera volvería con mi mamá, pero nunca más la vi. Hace unos años me enteré que se había matado en el psiquiátrico. Así que sí, sabía tratar con dementes.

 No les temía.

 Desde pequeña estaba a merced del hostil y egoísta mundo que Dante había descripto, yo era un muelle azotado por las olas, inmovible, indiferente a la tempestad, limitándome a ocupar mi lugar y permanecer ahí.

 Por los lugares que frecuentaba mi esperanza de vida amenazaba con ser corta. Y si nadie la acortaba yo misma me aseguraría de darle un tijerazo, así que perder la vida no era novedad, un instinto suicida me seguía los pasos como una sombra.

 Jamás había podido disfrutar algo, ni sentir amor. La nada, el vacío que la muerte prometía era el mismo vacío que me daba todos los días vivir. Para mí no había diferencias, no había blanco o negro, todo era de un gris cegador.

 —Gracias, Gemma.

 —No pasa nada —aseguré.

 —No, no de verdad, gracias, no sabría qué haría acá sin vos.

 —Te muestro dónde está y me voy.

 Caminé hacia el callejón, había una fila de contenedores de basura enormes que interrumpían el acceso. Los trepamos, yo bajé y aterricé en el frío suelo del callejón, pero Dante permaneció sobre el maloliente tacho, encaramado a la cima.

 —No se ve nada interesante, solamente basura.

 No sé qué planeaba encontrar ahí.

 —Qué mal. Sé que crees que el mundo es horrible Dante, pero puede que haya sido solamente un mal sueño lo que viste. Te vi muchas veces drogándote, por ahí... tenés que parar.

 Él meneó la cabeza y observó hacia arriba. Había una ventana rota con tablones encima, tapándola, pero nuestros estrechos cuerpos cabían a la perfección en la distancia entre tabla y tabla.

—Podemos entrar al edificio —Señaló con el dedo.

 —Está abandonado.

 —Sería un buen lugar para esconder el cuaderno.

 —Pero...

 Él iba a entrar, estaba pasando la mitad de su cuerpo cuando dije:

 —Yo me voy.

 Rápidamente regresó al callejón y me miró boquiabierto.

  —No, por favor ¿Por qué?

 Metí las manos en los bolsillos, noté que tenía un pequeño paquetito de papel. Era la droga de María. Su polvo blanco favorito. Ella siempre se daba con todo lo que encontraba, pero espontáneamente, no llegaba a pisar el terreno de la adición; se repetía que ella no era sus papás. Muchas veces había tratado de persuadirla de que no lo hiciera, de que no era ella misma bajo el efecto de las drogas, pero no me hacía mucho caso. Por eso le había robado el día anterior el paquetito que guardaba en su bota.

 Me lamenté de que eso fuera el único recuerdo que tuviera de ella: su peor defecto.

 —¿Por qué? —preguntó desmoralizado, otra vez.

 —¿Por qué? —Reí sin risa y separé mis manos aun guardadas en los bolsillos—. ¿Hablás en serio? Porque no voy a entrar ahí con vos.

 Sus ojos se iluminaron como si saboreara una brillante idea. El Dante que antes conocía no era del tipo de personas que le brillaran los ojos por lágrimas o emoción. Desenfundó la navaja, creí que me amenazaría a entrar con él, pero en lugar de eso me la dio. La abandonó en mi mano como una ofrenda.

 —¿Eso te haría sentir más segura? —preguntó—. No voy a usar esa cosa contra vos ni nadie, nunca más.

 —No —respondí con sinceridad mirando el arma y dudando—. No me hace sentir segura.

 —¿Entonces te vas a ir?

 —Sí, mi amiga debe estar preocupada.

 Eso era mentira. María jamás se preocuparía por mí. Seguramente estaría buscando en ese momento algún pibe para tener sexo porque me había dicho el día de ayer que no aguantaba las ganas de coger. Tal vez estaba fumando al lado de las vías del tren, contándole a un desconocido lo que me había pasado.

 —Entiendo. Bueno, está bien —Sus ojos se pusieron vidriosos—. Espero que no sufras mucho en la vida. De verdad. Fue un placer conocerte, Gemma.

 —Gracias.

 Me di la media vuelta y me marché.

¿Gracias? ¿Eso le decías a un secuestrador? Tal vez yo también estaba loca, como mi mamá, porque ninguna persona normal hubiera tenido esa conversación, no importaba cuán demente o desdichado se encontrara ¿Tan rápido me había agarrado el síndrome de Estocolmo?

 Sentí sus suplicantes ojos clavados en mi espalda, rogándome que no me fuera. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Ayudarlo a encontrar un cuaderno? Si no existía esa Edén Larbaleister, ni el cuaderno que hablaba de ella, ni el infierno, los demonios, ni los Purificadores.

 Lo único que existía en el mundo era la soledad con la que cargábamos todos, la luz del día y las historias de la noche. Nada más era real.

 Al final no había podido ayudarlo en nada. Huía por segunda vez de una persona deschavetada que necesitaba mi ayuda.

 Eso se me daba bien: escaparme a los pedos.

 Siempre lo hacía.

 Trepé el tacho de basura pensando en lo que me había dicho: que quería ir a los lugares donde iba Dante para encontrar el cuaderno. Su casa, el callejón. Por ahí sus viejos lo podían ayudar, tal vez tomaba medicamentos y se había olvidado de ingerir las dosis. Si lo llevaba a su casa podía ayudarlo. O al menos hacer algo más humano que abandonarlo a su suerte y dejarlo buscando un cuaderno que no existía.

 Sabía dónde vivía, era una chica observadora, conocía más de lo que debía de todos en el colegio, bueno, de casi todos; del único que no sabía nada era del chico que había llamado a la policía por mí. Carlos, creo que se llamaba.

 Podía llevar a Dante a su casa y sus padres llamarían a la policía o al loquero o le darían las pastillas o lo amarrarían a la cama o lo que fuera necesario para tenerlo quieto, tranquilo y sin cerebro, como un ciudadano promedio.

 Dudé. Me detuve en plena calle.

 ¿Qué hacía? ¿Me preocupaba en los demás o me preocupaba en mí? ¿Qué hacía?

 Caí en la cuenta de que nunca me había importado morir pero que le tenía un profundo miedo a vivir, a hacer lo correcto y en ese momento lo correcto hubiera sido que regresara por él y lo llevara a su casa, lo manipulara para que fuera con sus papás. Si podía manejarlo tenía que hacerlo ¿O no?

 Reaccioné que estaba regresando cuando atravesé la ventana rota, arrastrándome entre los tablones de madera y tratando de no cortarme con el vidrio.

 Caí de bruces en el viejo edificio. El suelo era de madera e hice un ruido atronador al caer contra el piso. Una mano me agarró del codo y del hombro y me levantó.

—Gemma ¿Estás bien? Perdón no te vi —comentó arrepentido, pero sin ocultar su entusiasmo—. Creí que te ibas.

 —Sé dónde vivís —dije—, si no encontrás el cuaderno acá... puedo llevarte a tu casa.

 Sus ojos se iluminaron e hizo algo que no esperaba.

 Me abrazó.

 —Gracias, gracias, gracias, gracias, gracias...

 Entonces lo vi.

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