33- Gemma

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 Lo aparté de un empujón y él abrió enormemente los ojos, del asombro provocado por mi gesto violento. Su mirada pasmada me decía que no sabía qué había hecho mal y que su mente ingenua y confundida no atendía a la habitación donde se encontraba.

 Estaba repleta de armas, en las paredes colgaban pistolas, pinches, sierras y cosas medievales que estarían en museos como herramientas del pasado, incluso en un estante había cajas con granadas y otros explosivos. Una mesa con correas se hallaba en un extremo de la sala, había otra un poco más al centro. Se me revolvió el estómago.

 —¿Qué pasa? —preguntó Dante.

 —¿Cómo que qué pasa? ¿Qué mierda es esto Dante?

 Él miró alrededor, sin entender.

 —Es una habitación abandonada.

 —Está cargada de...

 Era una trampa. Él me amarraría a una de esas mesas de tortura y me haría gritar hasta perder la voz y sufrir hasta perder la vida. Aunque tal vez no iba a matarme, por ahí era un pervertido enfermo que iba a violarme hasta destaparme la tapa de los sesos.

 Había caído en una trampa.

 Había tantas combinaciones que me daba asco.

 Corrí en dirección a la primera pistola colgada de un gancho que encontré, verifiqué que estuviera cargada y lo apunté con ella. Él no alzó las manos ni nada, como si todavía no entendiera.

 —¿Qué pasa? —preguntó indeciso—. Gemma, me estás asustando un poquito.

 Vacilé, la mano firme que sostenía el arma comenzó a bajar, pero volví a alzarla para que apuntara a su cara. Sabía disparar una de esas y en varias ocasiones lo había hecho, me lo había enseñado un ex novio de María llamado Brian, alguien de quien no quería tener recuerdos.

 —¡Que la pieza está llena de armas, eso pasa!

 Él inspeccionó la habitación otra vez y pude ver en sus ojos de retardado que comenzaba a pescar la idea. Retrocedió.

 —Dante me mostró eso... sí, sí. Esas cosas se usan en las —Cerró los ojos para captar la idea de su cabeza y chasqueó los dedos—, en las guerras. Sirven para... —La idea ya estaba en su mente—, para matar —Me miró suplicante—. No vas a creer que te traje acá para eso.

 —Hace una hora casi me matás así que perdón si desconfío un poco de vos.

 Su rostro se contrajo del asco.

 —Yo jamás haría eso. No otra vez.

 Abrí la boca. No podía creer lo que escuchaba.

 —¿Otra vez? ¿Ya mataste a alguien?

 —Bueno... —Pasó la suela de su zapatilla por el suelo como si quisiera quitar una manchita y de repente le interesara eso—. Bueno, de alguna manera tuve que haber llegado al infierno ¿O no?

 Me quedé petrificada, sin saber qué hacer, eso me superaba en todos los sentidos.

 —Pero fue un accidente —Se apresuró a aclarar—. Mi papá es fabricante de botes y me estaba enseñando su oficio. Hice una balsa hermosa, pero sabía que le faltaban detalles, él se veía preocupado. Le prometí que no la usaría. Lo juré. Mi papá siempre se reía de que juraba por cualquier cosa, pero es que cumplía mis promesas.

 Se veía agobiado.

 —Entonces llegó la noche de los fuegos. No sé si aquí también la tienen o si la recuerdas de cuando no vivías en el infierno. La noche de los fuegos pasa una vez al año, es cuando unos pájaros hechos de luz de atardecer vuelan de regreso a su isla, para pasar allí el verano. Sobrevuelan los mares del norte, es el mar vaporoso, el que siempre tiene una nube de humedad sobre su superficie. Y cuando vuelan sus plumas de luz crean cientos de arcoíris, destellos de colores irisados colman la costa, el cielo, los árboles, todo. Tora, mi amigo, quería ver los fuegos, pero desde el mar vaporoso, dijo que allí sería más fantástico. Y me convenció para que usemos mi barca. Yo no le dije que no estaba acabada, le mentí, supongo que fui arrogante y no quería admitir que todavía no sabía el oficio familiar. De haberlo sabido Toba no me hubiera convencido de ir.

 Sus ojos se volvieron opacos, como si la luz chispeante se consumiera.

 —Nos subimos y cuando terminó el espectáculo de las luces... creí que era un juego... es que pasó rápido, me empujó al vapor y para... para bromear nadé unos minutos para que creyera que me había perdido. Pero... cuando quise regresar al bote no estaba. No estaba —repitió—. Entonces comprendí que no me empujó, que le dio pánico y quiso avisarme que estaba entrando agua por el bote. Se hundió Gemma, él se ahogó mientras yo, que sí sabía nadar, flotaba por ahí.

 »Maté a mi amigo, le había mentido a papá, le había mentido a él... todo por no admitir que no había aprendido algo. Y no sabía cómo regresar y decirle a los demás lo que había pasado. Los padres de Tora, ellos lo estarían esperando ¿qué les iba a decir? Ya había caído la noche y el mar vaporoso estaba muy congelado, porque de noche, siempre, no importa qué estación sea, se hace hielo y a la mañana se convierte otra vez en agua líquida. Sabía que tenía que irme o moriría, pero no me resistía.

 »Mi amigo seguía ahí, quise buscarlo y lo hice, me sumergí una y otra vez, nadé hasta el fondo, tratando de encontrar su cuerpo. No iba a regresar sin él. Entonces después me costó moverme y no pude sumergirme más. Me prometí que acompañaría un minuto más el cuerpo de Tora, y al minuto siguiente me dije a mi mismo: un minuto más y al siguiente me exigí otro y al siguiente otro y de repente aparecí en una oscuridad penetrante con Dante hablándome, diciéndome que había muerto.

 No sabía si reírme en su cara o dispararle.

 ¿De verdad? ¿Pájaros de luz? ¿Mares de vapor? ¿Climas sin sentido? ¿Había ido al infierno por jurar y no cumplir? Eso no era un asesinato, había sido un accidente, y él no había sido un mentiroso solo había querido ser arrogante un ratito ¿Quién no quería serlo? El mundo estaba lleno de arrogantes, gente que quería alardear de algo por un ratito.

 —No solo maté a mi amigo, le mentí, juré en vano y me maté no regresando a la costa.

 —Yo... yo... 

 Yo me voy.

 —El cuaderno. Ya. No me importa cómo crees que llegamos al infierno, buscá el cuaderno y si no lo encontrás nos vamos para tu casa. Ya.

 Me miró sin moverse del lugar, luego observó el cañón del arma con el que lo estaba apuntando. Sabía que no le creía su historia. Suspiró y se restregó la cara atribulada por la pena, alzó la mirada.

 —Es mejor que te vayas, Gemma, te estoy haciendo daño, te alterás mucho, no es sano. Yo... puedo seguir solo, de verdad.

 —No sabés donde queda tu casa.

 Él asintió.

 —Me lo podés decir y te vas, no te voy a reprochar nada —Oprimió los labios y se encogió de hombros—. Ya murió uno de mis amigos por mi culpa no quiero perjudicar a ninguno más.

 ¿Me estaba llamando su amiga? ¡Pero si ni siquiera lo conocía! Esto no solo era ridículo, era vergonzoso.

 Bajé la mirilla del arma.

 —Eugène Delacroix en la altura 1645 —dije sin ánimos.

 —¿Cómo lo sabés?

 —Porque un día me invitaste y tuve la decencia de no ir.

 —Me alegro —comentó feliz de verdad con una sonrisa chispeante e infantil—, porque el antiguo Dante era un demonio, nada hubiera salido bien de ese encuentro —explicó un poco más preocupado.

 Retrocedió y miró la escalera que trepaba al piso de arriba, la señaló con un aire despreocupado.

 —Voy a inspeccionar allá —alzó una mano—. Suerte en todo, Gemma.

 Me dio la espalda y subió la escalera.

 ¿Qué? ¿Eso era todo?

 Bueno al menos lo había convencido de que fuera a la casa de sus viejos.

 Ya había hecho lo que podía.

 Aferré el paquetito de droga que tenía en mi bolsillo, el que le pertenecía a una amiga que nunca había querido ni ella a mí. Suspiré relajada y pensé: «Por suerte me salvé de morir, qué bien que puedo regresar sana y salva a mi vida de mierda»

 Había tanto sarcasmo en esa frase que no pude evitar reír.

 Sí, tal vez yo también estaba un poco loca, igual que mi vieja. Bueno, con algo había que perderse. Era mejor vivir extraviado que encontrarse en un mundo espeluznante.

 Sentí el frío del invierno en mis huesos, me di la media vuelta con la sonrisa burlona todavía en mis labios y regresé a mi casa, el hogar donde nadie me esperaba: la calle.

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