II. No aceptes rebajas de un exterminador.

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 Comenzamos a avanzar calles a toda velocidad.

 Los edificios se desvanecían como manchas fugaces cuando los dejábamos atrás. Sobe se incorporó tambaleante, haciendo equilibrio con su pierna chueca. Dante estaba a un lado de Phil gritándole qué avenidas eran menos concurridas y protestando porque no respetaba los semáforos, eso era una violación de seguridad y así llamaríamos más la atención.

 Petra y Berenice se abrochaban los cinturones de seguridad de sus reposeras, alrededor de la cintura. El movimiento brusco del auto nos hacía dar botes, era como encontrarse en el interior de una pandereta.

 —¿Cómo entramos al Templo de la Iglesia?

 —La Iglesia del Temple —corrigió Sobe agarrándose de los respaldos de ambos asientos delanteros—. Tenemos que ir al interior. La Iglesia cuenta con dos cámaras una circular y otra rectangular. Es muy popular, todos la conocen por su forma redonda...

—Suena a mi tía —agregó Dante con expresión de que estaba a punto de vomitar.

 Por descontado no quería conocer a su tía, suficiente había tenido con sus padres.

—El portal está en un patio —continuó guiando Sobe— al lado de ambas cámaras y de una columna de mármol. Es lo suficientemente grande como para que pase la minivan después de todo, aunque tengan el tamaño de una puerta puede cruzarlo cualquier cosa, siempre es así. Pero el problema es que no sé cómo pasaremos el automóvil al patio.

—Pasará —prometió Phil con determinación, giró el volante y la minivan viró en una calle.

 Phil estaba serio, con la mirada dura, el mentón comprimido, los labios suprimidos en una fina línea y su barba castaña de días resplandecía levemente ante la luz del sol. Se veía como el personaje de una película de acción, esas donde las leyes de la física desaparecen, los autos levantan velocidades supersónicas y siempre hay una chica guapa al lado. Se hubiera visto genial si no llevara puesto un traje de Elvis y si al lado de él no estuviera Dante con nauseas por los nervios. 

 Las bocinas que dejábamos atrás era la manera de los ingleses de decirnos que estábamos entorpeciendo el tránsito. Las bocinas y Dante, claro, que contaba todas las infracciones que cometíamos. Por cada movimiento brusco yo caía al suelo de la minivan, sobre las chicas o debajo de Sobe.

—¡Agárrense! —aulló Phil, aceleró y chocó con algo, pero continuó la marcha.

 No supe en qué momento había virado, pero ya no estábamos en la calle. La camioneta bajaba por un estrecho pasillo de piedra gris, entre dos edificios, que arañaba la pintura del auto. Alguien gritó como chica y no fue una de las chicas. Saltaron chispas anaranjadas y el olor a metal caliente se filtró en el interior del vehículo. Pensé en el Elvis que sonreía en la chapa sufriendo todos los daños de la huida. De repente estábamos dentro de la Iglesia, estacionando bruscamente en una explanada pequeña que en la antigüedad hubiera sido un patio para curas o monjes.

 Obviamente no me había dado tiempo de aferrarme de algo y terminé otra vez debajo del trasero de Sobe. Lo empujé lejos de mí:

—¡Quítate!

—No creas que eres un asiento cómodo, mi huesudo amigo —masculló Sobe arrastrándose lejos.

Petra se desabrochó el cinturón de seguridad al momento que arrancó de su brazalete más cuentas pardas. Abrió la puerta de la minivan, arrojó las cuentas con ferocidad para que estallaran y la cerró de un portazo. Había una pareja de turistas del otro lado a la cual ella durmió. No podíamos atravesar un portal si había gente mirando, iba en contra de todos los protocolos de trotamundos.

Esperamos unos segundos hasta que el vapor se disipara y bajamos de un salto.

El suelo era de losa, en el medio de la plaza había una columna de mármol con una figura de metal en la cima como si se tratara de un premio, era la escultura de dos hombres sobre un pequeño caballo. El lugar estaba rodeado de edificios de ladrillos, uno de ellos era la iglesia, lo supe porque sus ventanas estaban en punta y porque la roca con la que fue construida era vieja y clara. Había unos cuantos árboles, pero estaban secos.

 Berenice cargaba un rifle, no sé muy bien de dónde lo había conseguido, pero solía ser una ladrona muy hábil y lista porque siempre que éramos atacados aparecía con armas nuevas.

 Inspeccionó a los turistas desfallecidos, los agarró de los brazos y los arrastró lejos de la explana. Se veía como una sacaría sin remordimientos. Las suelas de Petra hicieron un ruido rasposo al aterrizar en el suelo, vio a Berenice y le echó una mano. Ambas arrastraron los cuerpos lejos y regresaron corriendo.

 Sobe se estaba restregando el brazo sobre el que había aterrizado la tercera vez mientras bajaba aturdido de la camioneta. Ni él ni yo habíamos viajado sentados y habíamos sufrido todos los achaques.

 Le echó una breve inspección al patio con aire calculador. Dante tomó una fotografía disimuladamente con una cámara instantánea que había llevado de su casa, pero todos se dieron cuenta porque la fotografía fue capturada con flash y masculló una grosería digna de una caricatura animada.

—Pamplinas, perdón, son para mi mamá. Es una de sus condiciones. 

—¿Ahora, Dan? ¿En serio? ¿Ahora?

 Phil continuaba detrás del volante parpadeando como si su personalidad segura e intrépida se desvaneciera poco a poco. Sobe aplaudió para llamar nuestra atención, nos volteamos.

—Jonás, distánciate un poco —ordenó pensando en voz alta en torno actuaba—. Abriremos el portal, lo atravesaremos con el auto, nos alejaremos un poco, dejaremos a Dan del otro lado y regresaremos por ti.

 Le sacó el rifle de las manos a Berenice y lo colocó en las mías mientras me observaba penetrantemente a los ojos, estaba agitado, su chaqueta de aviador se hinchaba con cada inhalación, me agarró brutalmente de la parte trasera de mi cuello.

 —Te lo prometo, chico. Sólo unos minutos.

 Yo no estaba desconcertado, aterrado o desesperado. Ya me había imaginado que algo como eso pasaría cuando Sobe mencionó, antes de abandonar la casa de Dan, que no podríamos cruzar todos juntos. Primero deberían ir él y Petra con un Cerra, apartarse muchos metros y luego regresar por el otro.

Me dolía la garganta para hablar. Escapar de un incendio a la noche y que te ahorquen a la mañana no era la mejor receta para una voz entonada. Asentí.

—Puedo aguantar quince minutos.

Berenice se bajó de la camioneta cuando Sobe y Petra se subieron, me arrebató el rifle de las manos con su aspecto mortecino y me lanzó una mirada que decía «Yo me quedo contigo»

Me di la vuelta y corrí lejos de allí para que pudieran abrir el portal. Berenice me agarró del codo y me indicó un camino que había advertido en silencio. Era una puerta ancha, de madera oscura y con la parte superior curvada. Estaba bloqueada, desenvainé a anguis, un aura oscura rodeó mis manos y me hizo sentir el sabor del miedo. Desvié la mirada, metí el filo de la hoja entre el picaporte y la puerta, corté el pestillo como si el metal fuera algodón y empujé la puerta. Pude oír el ruido del motor de la camioneta en marcha cuando la atravesamos.

 La cerré. Dispuesto a buscar un escondite. 

 Nos internamos sin titubeos en el interior de la nave, había filas de asientos a ambos costados y algunas velas apagadas y biblias sobre ellos. El suelo era de piedra blanca y había alcantarillas en mitad del corredor. La luz se filtraba a raudales por las ventanas, pero era una luz opaca. Detrás de los bancos había una pared que estaba poblada de papeles informativos e información turística.

 La estructura era glamurosa pero no me detuve a verla. Por suerte era lunes y ese lugar estaba más vacío que la mirada de un agente.

 La nave alargada de la iglesia te conducía a una cámara abovedada y circular. Corrimos en la bóveda que tenía pilares negros y tumbas es el suelo. Las tumbas eran efigies de caballeros recostados en el suelo, parecía que dormían, pero me pregunté qué tan perezoso debías ser para dormir por cientos de años. Había una baranda que bordeaba las tumbas para que nadie las tocara, aunque debías estar mal de la cabeza si querías tocar la imitación de la cara de un tipo muerto.

 Berenice aminoró la marcha y alzó la cabeza observando la decoración de la sala.

 Me detuve jadeante.

 —¿Te gusta?

 Ella asintió y redujo la marcha hasta que permaneció absolutamente quieta, parada en el medio de la sala.

 —Su mundo es el único que decora tanto los edificios —musitó—. Parece que quieren hacer las cosas más bellas para engañarse y ocultar la verdad: no existe la belleza —pensé que si Sobe estuviera allí le diría que él estaba viendo algo hermoso o una obra de arte o un ángel o la nombraría con alguna otra cursilería. Berenice prosiguió—. Si este mundo fuera un edificio se estría cayendo a pedazos.

 —Ah... bueno... está bien —no supe qué más decir. 

 Ella podía ser más siniestra que el aura de anguis. Señalé una puerta al final de la bóveda, era negra y sobre ella había un vitral ovalado y colorido por donde se filtraba luz. Teníamos que alejarnos un poco más. Corrimos hacia allí para salir a la calle o a donde sea que llevara, pero cuando estaba estirando una mano para abrirla alguien entró en la iglesia.

Sus pasos se oyeron acompasados, tenía puesto un sombrero de copa corta que ensombrecía su cara, pantalones elegantes, camisa almidonada y traje diplomático. Una de sus manos estaba forrada con un guante de cuero y en la otra tenía un muñón vendado y sangrante.

Sus ojos azules nos escrutaron, una sonrisa fría floreció lentamente en sus labios, se sacó el gorro con parsimonia y se asomó su cabello oscuro como el ébano. Aunque su rostro exhibía un sentimiento ausente y muerto supe que en vida habría sido una persona encantadora, con sonrisa de niño y ojos chispeantes. Pero ahora no era más que una máquina orgánica. Todavía intuía en él un parecido familiar pero no sabía en dónde lo había visto antes.

 Agarré a Berenice del brazo y la puse detrás de mí, alcé la espada entre ambos.

—Atrás —ordené, mi voz sonó como un graznido ronco.

 Él sonrió, colocó el gorro debajo de su brazo y se aflojó el nudo de la corbata con su única mano. Claro, yo le había cercenado la otra hace menos el día anterior.  Esperaba que no hubiera remordimientos entre nosotros. Así como esperaba que estuviera tan sedado con anestesia como se veía.

 Antes hacerle eso a una persona me hubiera provocado culpa o habría hecho que perdiera la cordura, hasta volverme tan demente como la madre de Dante afirmaba que lo estaba. Pero ahora no me inquietaba defenderme, ni me sentía culpable por los dos agentes que convertí en cenizas cuando escapaba de los exterminadores. Desde el último año, tenía bastante baja la vara de mi conciencia.

 Había algunas arrugas contorneando sus rasgos, pliegues que no había notado la noche anterior, debía de tener cuarenta años. Unas acentuadas ojeras reposaban debajo de sus ojos rojos e irritados, se lo veía un poco flipado y lento. Después de todo había perdido su mano y mucha sangre hace menos de un día y aunque estaba cambiado y aseado dudaba mucho que se hubiera recompuesto; no sin artes extrañas pero los agentes no usaban la hechicería porque lo creían algo pagano.

Mejor para nosotros.

—Supongo que los subestimé demasiado la primera vez —Se encogió de hombros y se ciñó la corbata al cuello—. Pero prometo que no volverá a pasar. No los dejaré cruzar ese portal. Soy Cerra, si estoy cerca tus amigos no podrán abrirlo y no regresarán por ustedes. Se quedarán aquí para siempre o hasta que los atrapemos.

—Puedo matarte justo ahora —siseé—. Estás solo.

—¿Y entonces por qué no lo haces?

 Me sonrió desafiante. Esa sonrisa, yo ya la había visto. Podía apostar mi vida a ello. Me devané los sesos pensando de dónde lo conocía. Él lo había adivinado, sabía que era débil y que no lo mataría porque me resultaba familiar:

—Tú... —susurré— tú eres...

 Y lo supe.

 ¡Ah, madre mía!

 En el momento que lo supe quise morir, esas cosas solo podían pasarme a mí, tenía tan mala suerte que de querer saltar al vacío lo pillaría lleno. Era demasiado, no sabía qué hacer. Y no podía matarlo, no era mi decisión terminar con su vida, si lo hacía podía terminar una de las mejores amistades que había tenido.

 Sentí que me subía la bilis por la garganta, agradecí no comer nada desde el sábado porque de otro modo ese momento hubiera sido muy embarazoso para mí.

 Sin darme cuenta bajé la espada. Los ojos del agente se trasladaron con curiosidad unos centímetros hacia la derecha donde se hallaba Berenice. Giré mi cabeza para apreciar el momento justo en donde ella apuntaba al agente con el rifle y jalaba el gatillo.

—¡No! —agarré el cañón del arma y desvié el tiro hacia el techo de la bóveda.

Por suerte la agarré desprevenida o casi... me observó atónita por unos segundos como si no comprendiera por qué lo había hecho y luego me atizó con su puño en el estómago para que la soltara. Me encogí de dolor y perdí fuerza. Tenía una buena derecha. Tiró el arma hacia un costado para que la soltara.

 La solté, ella afirmó los pies en el suelo, alzó el cañón y se dispuso a terminar lo que había empezado. Su blanco se abrió de brazos, recibiendo a la muerte como si la codiciara. Arremetí y le arrebaté el arma de las manos. El agente rio de que comenzáramos a pelearnos. Pero su risa estaba hueca y fría como un iceberg. Tomé la mano de Berenice y la arrastré lejos de ese demente.

 Ella al principio se resistió, pero luego se permitió llevar sin preguntas.

 El hombre dejó caer los brazos, se colocó su gorro mientras reía sin sentimiento, como una máquina y nos veía huir, no se molestó en seguirnos como si supiera que no teníamos escapatoria. Tal vez había una trampa esperándonos afuera. No lograba comprender cómo nos habían encontrado tan rápido. 

 Regresamos a la nave por la que habíamos entrado y escuché sus gritos que se aproximaban:

 —No puedes esconderte, Jonás Brown. Eres débil, respetas mucho la vida de los demás incluso más que la tuya. Prueba de ello es mi mano, pudiste haberme matado y prevenir todo esto, pero fuiste muy blando. Tan torpe... tanto miedo que tienes. El miedo te terminará matanto, muchacho.

 Corrí hacia la puerta por la que habíamos entrado, la dejé abierta pero no la atravesé, regresé en mis pasos y le hice una seña a Berenice para que me siguiera, nos encogimos, gateamos y nos escondimos detrás de una fila de bancos. Si teníamos suerte el agente vería la puerta abierta y creería que nos fuimos a la explanada y de ahí a la calle, nos seguiría y nos perdería de vista. Berenice tenía la respiración agitada al igual que yo y la mirada borrascosa, sus ojos expresaron una sarta de groserías e interrogantes. Parecían decir «¿Por qué hiciste eso? Tenía un tiro perfecto»

Negué con la cabeza, me humedecí los labios y comencé a sudar. No sabía qué hacer.

—No quiero matarlo. Yo no —susurré tratando de explicarle mientras el hombre continuaba gritando afuera—. No sé qué hacer.

—Te diré qué pasa con los débiles Jonás —prosiguió hablando, las suelas de sus zapatos provocaban un sonido que reverberaba en toda la iglesia—, los débiles son los que te siguen ahora. Los agentes, la mitad de ellos, se entregaron como distracción para que escaparan sus amigos o familiares... la verdad es que es muy difícil capturar a un trotador. En el setenta por ciento de los casos ellos se entregan. Eso habla mal de nosotros ¿O sí? Pero por tu expresión de miedo puedo atinar a que ya sabes por quién yo me sacrifiqué. Me hubiera gustado verlo, claro antes de matarlo porque es un peligro. Antes no lo notaba, pero ahora sí. Me abrieron los ojos, estaba ciego. Somos una amenaza, chico, debemos ser aniquilados.

El hombre estaba caminando en el pasillo central que separaba ambos bloques de bancos. Tenía una esfera metálica y reticulada en la mano como si estuviera fabricada con la piel de una serpiente de acero. La esfera brillaba como una lámpara. El agente continuó caminando y se adelantó a nuestro escondite. Nos había pasado. Rogué en mi interior que viera la puerta abierta y se fuera.

Delante de los bancos había atriles con velas gruesas como si los pastores no supieran que vivíamos en la era de la luz eléctrica. Pude ver la espalda del hombre marchando cautelosamente hacia el final de la nave donde había un altar, una cruz y unos hermosos vitrales arriba.

Berenice me arrancó la escopeta de las manos y me fulminó con la mirada, parecía decir «No me importa quién sea lo mataré de todos modos». Tenía los labios comprimidos y sus ojos estaban anclados a los míos como si quisiera llegar con ellos al fondo de mi mente. Finalmente me abandonó y se concentró en su objetivo. Se paró de rodillas y colocó el cañón del arma en el medio de dos atriles. Si el hombre volteaba y era atento vería la boca de un arma tratando de localizarlo. Su uniforme del Triángulo estaba igual de ajado que el mío. Un mechón ensortijado de cabello se le escurrió y cayó delante de su frente, lo apartó y depositó detrás de la oreja.

Pero ella no sabía a quién mataría estaba seguro de que si lo sabría no lo haría, no jalaría del gatillo. Me puse de pie, si el hombre se volteaba me podía descubrir fácilmente. Berenice alzó la cabeza y me examinó escéptica:

—¿Qué haces? —vocalizó.

Con el corazón en la boca agarré una de las velas gruesas, cerré los ojos y la aventé lo más lejos que pude. La vela aterrizó en la última fila de bancos, en el otro extremo de la habitación, cerca de los afiches informativos y de las tumbas. Me agazapé nuevamente en mi escondite rogando que no me haya visto, Berenice hizo lo mismo.

Las palmas de las manos me sudaban, el tiempo se ralentizaba y mi corazón me martillaba el pecho. Escuché como sus pasos se alejaban presurosos hacia el lugar donde se había producido el sonido.

Berenice estaba tan furiosa que por poco creí que me dispararía a mí. Me agarró de la chaqueta con su puño comprimido, me acercó hacia ella mí y masculló:

—¿Por qué no quieres matarlo?

—No podemos.

Ella sonrió sardónicamente y me señaló con un dedo firme sin soltarme.

—Oh no, tú no puedes.

—No —la corregí—. No podemos.

Me soltó lentamente. Sus ojos se ensombrecieron y reflejaron el dolor que siempre ocultaba, una pena que si se liberara estremecería a todos los mundos. Se apartó unos centímetros y pude notar que lamentaba. Pero sobre todo se mostró acorralada porque al igual que yo no sabía cómo escapar de ese lugar y salvar su vida sin echar a perder su alma para siempre. Ella lo adivinó antes de que se lo dijera.

—Es el padre de Cam.





Bueno gente, espero que hayan disfrutado este capítulo.

¡Buen fin de semana! ¡Abrazote!

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