II. San tontín.

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 Cuando salté al portal caí en una tina sobre Petra. Ella chilló indignada.

 —Quiera de encima, me aplastas —bufó, dándome manotazos y haciendo que mis gafas se inclinen como un edificio después de un terremoto nivel ocho.

 —Sí que sabes tirarte sobre las chicas, Jojo —se burló Sobe, su voz llegaba desde nuestro mundo, donde él nos observaba.

 Todo estaba en penumbras, podía ver su silueta dibujaba por la escasa luz que se filtraba del portal. Ella me empujó a patadas, saltó el borde de la bañera entonando el rítmico sonido de sus brazaletes al ser sacudidos y se arrastró hasta el centro del baño rumiando irritada. Sin decir más, se puso de pie y se alejó. Me toqué aturdido la cabeza y el metal frío de la esposa me besó la frente. Gruñí, esa esposa me había amarrado a la muñeca la agente de la sociedad en Gales, cuando huía de la casa de Phil y todavía no había tenido oportunidad de quitarme aquella porquería.

 Era un adolescente sin barba, pero con esposas. Genial.

 El portal estaba flotando a mitad del camino entre la ducha y el fregadero. Era como una mancha luminiscente donde se veían un cielo azul recortado por hierbas mecidas por el viento gélido de otro mundo. Abrí bien los ojos, era mi última posibilidad de ver un pingüino, pero no apareció ninguno.

 Cuando Sobe atravesó el portal aterrizó sobre el grifo del fregadero, se tambaleó con torpeza al suelo y silbó prolongadamente como señal.

Dante respondió al llamado y entró para cerrar el portal. Al instante la mancha se desvaneció como si nunca hubiese estado ahí. Por eso Petra se había ido, a veces me olvidaba todos los problemas que ocasionaba trotar dos Abridores y dos Cerradores.

Estábamos en un baño abandonado, había manchas de sarro chorreando en cada rincón, moho en el suelo de madera y polvo sobre los azulejos verdes. Ese lugar llevaba abandonado más de diez años y aun así le daba una lección de higiene a la casa de Phil. La oscuridad era absoluta porque las ventanas estaban tableadas con paneles de metal y entre las rendijas se infiltraba luz plateada.

El que había vivido en esa casa había tenido un portal en el baño. Sería peligroso descargar el tanque ahí o querer agarrar el champú y acabar en la isla más cerca del ártico.

—¿Qué es lo que tenía que ver? —pregunté parpadeando para acostumbrarme a la oscuridad—. ¿Una cabaña abandonada? ¿Una manada de conejitos? ¿A Petra siendo aplastada por mi culo?

Sobe se paró en mitad del baño oscuro mientras rebuscaba en su mochila una linterna y yo hacía lo mismo en la mía. Rogué que continuara funcionando porque la había hecho pasar por agua cuando salté a ese mundo de niebla antes de ir a Galés, el domingo... hacía una eternidad. Accioné el botón y la luz blanca me respondió parpadeando.

—Este... algo como eso —respondió Sobe indeciso, reteniendo su negatividad—, el pueblo está abandonado, las cabañas también, creo que hubo un incendio, esta es una de los últimos hogares en pie... ¿Y recuerdas que te dije que no tenían ciudades?

Bufé.

—¿Tendremos que ir a otro pueblo?

Sobe inclinó la cabeza a un costado, hablaba en voz baja y apresuradamente como un niño que juega a las escondidas y no quiere ser pillado.

—Bueno... algo como eso, ahora hay ciudades.

Tragué saliva, eso era raro.

—¿Hace cuánto no venías aquí?

—Doce años, tal vez más.

—¿Y construyeron ciudades?

Sobe asintió.

—Son más rápidos que City Ville —a Sobe solían gustarle todos los videojuegos, pero en especial los que construían cosas—. Ah, detalle, las ciudades están cercadas.

—¿Con qué?

—Pues no con abrazos. Eso es lo que tienes que ver, querido amigote.

Sobe salió del baño y yo lo seguí, la oscuridad de la casa era igual de densa, todas las ventanas estaban tapiadas, como si se preparara para una guerra que nunca llegó. A pesar de la penumbra podía notar que estaba en una cabaña de madera rojiza nacarada, las paredes estaban fabricadas de troncos y el suelo era de parqué. Más allá de eso no quedaban muebles o seguían una moda minimalista o los habían robado. El escaso mobiliario estaba volcado y corrido como un ropero recostado en el suelo, que tuve que trepar para avanzar. Sobe me guío con su caminar chueco al piso de arriba, escuchaba susurros allí, eran las voces de Petra y Dante.

Las luces de nuestras linternas rebotaban en círculos luminosos por todas las paredes cuarteadas, revelando moho, polvo y telarañas. Sin duda en ese lugar ya no había mariposas. Sobe observó de refilón por encima de su hombro para asegurarse de que lo siguiera, llegamos a una ventana, se sentó en el marco, pasó una pierna y luego se esforzó por subir su pierna herida, la que casi no podía mover. En lugar de caer al vacío se aferró de las tejas y trepó hasta una buhardilla triangular en el techo, donde estaban Berenice, Dante y Petra agazapados.

El tejado era empinado. Yo me quedé sentado en el marco de la ventana mientras Petra y Dante se encogían en el lado izquierdo de la inclinación de la buhardilla, que entre tanta oscuridad se veía como una loma sobre el techo. Sobe se ubicaba a un lado de Berenice, en la derecha de la ventana. Phil no estaba por ninguna parte.

Petra tenía en sus manos la cámara fotográfica de Dante, se la había quitado como penitencia por usarla en momentos tan inoportunos. Él se encontraba utilizando unos binoculares, contemplando algo que ella señalaba por encima de su cabeza, en el horizonte. Petra susurraba y él asentía.

Miré en aquella dirección.

Había una ciudad enorme, parecida a las de mi mundo, pero muy diferente a la vez. Había muchos puentes y rampas que conectaban distintos edificios, sobre todo fabricas que levantaban sus chimeneas al cielo donde se escapaba una firme humareda negra. Eso me hizo encoger el corazón. Denotaba que no era de noche, simplemente el cielo había desaparecido por la contaminación. De repente noté que el aire estaba pesado, picaba, era tóxico, me cubrí con el dorso interno de mi codo y tosí.

No me sentía así de sofocado desde que a Miles se le ocurrió probar el picante.

Era peor que Dadirucso.

Más allá se podía notar represas, miles de represas y diques interrumpiendo el curso de ríos, lagos y cataratas. Sobe había tenido razón, el suelo de Nózaroc no era llano, era escalonado y antaño hubiera derramado con su declive cientos de cataratas que abrían levantado vapor y creado miles de arcoíris. La imagen habría sido espectacular, una de las mejores que hubiera podido ver, pero ahora solo eran un montón de muros y pasarelas que contenían agua. Se veía como el parque acuático más aburrido de la historia.

Hondonada. Me dijo mi cabeza recordando las palabras que antes aprendía con el diccionario.

Las ciudades de mi pasaje estaban repletas de edificios rectangulares y grises, pero las estructuras de Nózaroc tenían una llamativa y apática tonalidad blanca como el marfil. Se veía ese color en los diques, los bloques y las lechosas calles. O tenían una dotación de pintura blanca inagotable o se habían olvidado de añadirle tinte.

Además, la mayoría de los edificios eran esféricos, como pelotas de baloncesto o...

—Sus edificios se ven como dumplings.

—No es el momento para tus observaciones agudas, Jonás —acotó Sobe, pero sonrió y añadió—. Mira más abajo, allá, vamos... ahí, no, no, ahí... a la izquierda ¡Dije izquierda, imbécil!

Sobe descendió cuidadosamente de la buhardilla, dio un paso sobre el tejado y se sentó a mi lado, cerca del marco de la ventana. Noté un leve movimiento de Berenice, ella estiró la mano para cogerlo del cuello de su chaqueta de aviador, temía que resbalara del techo empinado y cayera. Él no notó su intento y yo lo ignoré.

—Mira donde termina la ciudad y empieza esta zona abandonada... ahí... justo ¡No, dije a la izquierda, menso! ¡Así, sí, ahí, ahí! ¿Lo pillas?

Podía notar los edificios a simple vista, pero los lindes de la ciudad serían más difíciles, usé mis gafas como si fueran unos binoculares. Me concentré en una cuadra común y corriente, descendí hasta el final y descubrí que alguien había colocado dos pilares de granito, uno en cada esquina. Las columnas deberían de tener cinco metros de alto y dos de largo.

En lugar de rejas entre los pilares había hilos rojos. Algunos estaban amarrados con tanta fuerza que se hallaban rectos y tirantes, otros caían flojos, seguí el recorrido de los pilares, había dos en cada esquina, en todas las cuadras... Las columnas que sostenían los hilos rodeaban la ciudad, parecía que alguien hubiera querido tejer una bufanda para la urbanización y se hubiera arrepentido a mitad del proceso.

Los hilos... no, las sogas rojas, porque medían demasiado y eran bastante gruesas para ser hilos, llegaban hasta el barrio donde nos ubicábamos.

Se enroscaban en las casas, atravesaban las calles, cortaban las avenidas, se metían en cada maldito rincón que no había sido quemado. Parecían los rayos infrarrojos que meterían en un banco o en una película de espías. Fruncí el ceño ¿Cómo no lo había notado antes? De verdad estaba miope.

El pueblo abandonado, ya no se veían negro, era rojo. Parecía que una inmensa telaraña de color granate nos tenía acorralados a nosotros y la ciudad.

—¿La Cura del Tiempo estará allá? —pregunté mirando la ciudad y las calles despejadas de hilos.

Petra detuvo su conversación con Dante y me miró desde arriba, desde su posición sobre la buhardilla, rebuscó en su bolsillo y sacó una moneda de cobre que tenía el tamaño de una galleta. Era la que habíamos conseguido del taller del jotun, bueno de su sistema digestivo, pero habíamos concordado jamás contar eso.

Se suponía que tenía grabada las coordenadas.

Ella colocó la moneda en su rodilla flexionada y continuó observando la ciudad con Dante, señalando cosas y murmurando. Creí que Petra solo quería mostrármela, pero que no tenía intenciones de bajar hasta el alfeizar de la ventana, cuando de repente me percaté de un movimiento en su muñeca.

Uno de sus brazaletes comenzó a moverse, aquel que era una serpiente dorada, se desenroscó de su antebrazo donde siembre ostentaba una cabeza chata y unos ojos de rubíes y comenzó a deslizarse hasta su muslo. La serpiente recogió la moneda con sus maxilares y reptó describiendo eses sobre el tejado hasta que llegó a mí y me miró curiosa. Nunca me había preguntado si esa cosa tenía vida o era la magia de Petra la que lograba que se moviera, a veces ella la convertía en una pelota de oro que usaba como cañón o en un látigo.

Agarré la moneda conteniendo unas crecientes nauseas porque la habían obtenido del estómago del jotun. La serpiente se fue y regresó siseando hasta Petra, ella ni siquiera notó que se enroscó nuevamente en su brazo y se petrificó.

La moneda era pesada, tenía un relieve bastante profundo y dibujos de personas, plantas y arabescos que me hacían recordar a las estelas mayas. Tenía tantos detalles como Dante muñecos trolls. En el medio se leía: «214 979 22MGLP»

—Son coordenadas de este mundo, o una dirección o el número de una bóveda. No sé tanto de Nózaroc así que necesito ir a una biblioteca, un templo de conocimiento, un santuario, monasterio... donde sea que esta gente guarde información para averiguar qué tipo de dirección tenemos.

—Y para eso necesitamos pisar la ciudad que está tras los hilos.

Sobe asintió, tosió por el aire cargado y se frotó su nariz chueca. Todo en él era chueco, su postura, su pierna, su nariz, sus ojos saltones y sus rasgos desgarbados. Sobe miró la calle del pueblo abandonado, difícilmente se podía caminar por allí sin toparse con una soga.

Era más fácil encontrar a Patra sin joyas que un camino sin cuerdas rojas.

—Pero será difícil... —avaló—, será muy difícil. Mejor dicho: imposible.

—Detente, con ese optimismo me convencerás —ironicé, giré la moneda en mis pulgares arrugados y chasqueé la lengua— ¿Por qué no podemos tocar los hilos? ¿Tienes miedo de enredarte? ¿Tropezarte? ¿O caerte de culo sobre alguien?

—Para eso estás tú —me recordó, propinándome un empujoncito amistoso.

Un pájaro de color bermellón, del tamaño de un bolso para mano, aleteó sobre nuestras cabezas, tenía garras enormemente grandes y un pico largo y plano. Cada vez que batía las alas provocaba chispas débiles pero lo suficientemente fuertes como para incendiar un campo seco o la habitación de Dagna que desinfectaba a cada segundo sus cosas con alcohol etílico. Agradecí que ella no estuviera aquí, la suciedad del lugar le ponía los pelos en punta.

El pajarillo graznó, se aclaró la garganta y habló con la voz de Phil, una voz seria y normal, gracias al cielo, no estaba teniendo un ataque:

—¡No hay nadie en las calles! Seguro están en toque de queda o están televisando la Rosa de Guadalupe.

—No creo que estén encerrados en sus casas viendo novelas mexicanas —dije.

—¿Por qué otras razones no saldrían, además de eso y un toque de queda?

—¿Qué más viste? —se interesó Petra.

—Hay relojes digitales enormes en casi todos los edificios redondos, que no son edificios de oficinas... —Jadeó, había estado volando desde que atravesaron el portal—, me metí ahí. O sea, me metí en los edificios.

Las cejas de Sobe alcanzaron la estratosfera.

—No me digas, jamás lo hubiese imaginado, ni siquiera después de pedírtelo.

—La gente duerme en camas marineras, en filas como el ejército. Hay gente de todas las edades... bueno, no de todas, no había nadie más viejo de treinta.

Con la contaminación del lugar no me sorprendía.

—Pero estaban todos durmiendo en literatas, son como casas de albergue para vagabundos. Revoloteé por donde pude y no encontré ni una casa o hogar normal. Todos están metidos ahí. Parece campo de refugiados.

—¿Viven como en madrigueras? —pregunté—. ¿No vivían en cabañas?

—¿Tú ves a alguien aquí, guapo? —discrepó Phil, repentinamente molesto.

—Tal vez aparecerá alguien como aparecieron mis ganas de darte un puñetazo —dijo Sobe alzando con una sonrisa su puño y luego rodeando su propia quijada con las manos—. Anda, vamos, dinos qué más viste, no estoy de humor —Escondió su labio superior bajo el inferior, fingiendo pena—. Yo quería invitar a Berenice a un picnic de pradera y a ver arcoíris mientras nos tomábamos de las manos y nos besábamos ¡Y ahora no voy a poder!

Petra puso los ojos en blanco.

—Como si hubieses podido si este mundo no destruido.

No continuaron la pelea porque estaban en extremos opuestos del tejado.

Miré bajo mis pies, el tejado, eso era una cabaña y por la oscura maza que había a la izquierda las casas vecinas también era cabañas, pero estaban todas abandonadas. Incluso algunas se veían quemadas. Ese lugar había sido olvidado hace tiempo, luego de ser destruido.

Sin duda no era como CityVille.

Petra escondió su cara en las manos, completamente entristecida, Phil detuvo su revoloteó y planeó hasta una de las tejas.

—Se llaman Hogar de la Comuna, lo sé porque el reloj digital que hay en cada Hogar de la Comuna es un cronometro.

—¿Y por qué eso te hace pensar que los edificios se llaman Hogar de la Comuna? —lo interrumpió Dante.

—¡DÉJAME TERMINAR! —estalló Phil con tanta rabia que escupió micro gotas—. La pantalla en el frente de los edificios no dice la hora, dice a donde todos tienen que ir. Es como una agenda, aunque me recordó a las terminales de vuelo, aquellas pantallas enormes que indican itinerarios y sitios. Bueno, pero en vez de separar por aviones o lugares, la pantalla se divide por edades, decía —Chasqueó la lengua, rememorando—. «Desayunar en Hogar de la Comuna 4:02» Quedan unas horas para que todos despierten, porque el cronometro iba en retroceso. Luego debajo decía «Trabajadores empezar su turno 5:00» «Trabajadores terminar su turno 17:00» «Niños menores de trece asistir a guardería 5:00» «Niños menores de trece años terminar su turno en la guardería 17:00» Ese estaba quieto así que supongo que trabajaran por doce horas todo aquel que tenga más de trece y los menores se quedaban en la guardería. Después dictaba una cena, volvían a dormir y se repetía así hasta el día siguiente.

Entendí la mitad de lo que dijo, como siempre.

—O sea que los mayores de trece pasan diecisiete horas en fábricas mientras que los niños viven la mitad de sus días en guarderías —resumió Dante.

—Ajá.

—Doce horas de escuela —musitó Sobe horrorizado.

—Lo sé, el paraíso —completó Dante.

Sobe frunció el ceño y apretó los labios, esforzándose por no burlarse de él. Petra entornó la mirada detrás de sus dedos, retándolo en silencio. Yo estaba enfrascado en mis pensamientos.

Fábricas.

Como Dadirucso.

La gente que antes vivía en praderas, pueblos y caminaba en zancos ahora ennegrecía el cielo con sus industrias y dudaba que fueran fábricas como las de Willy Wonka con oompa loompa danzarines y una seguridad laboral lo suficientemente mala para cargarse a niños.

Observé el semblante de todos, una leve brisa que picaba en la piel le agitó el cabello a Sobe y Petra como una cortina. Sentía polvo sobre la cara, pero seguro era una capa de humo y cenizas. Sobe apretaba los puños, rabioso y con los ojos chispeantes del entusiasmo, había encontrado un nuevo desafío.

Dante no solo tenía un tic nervioso en el ojo, lo tenía en toda la cara, como si fuera una máquina funcionando mal, Petra seguía escondiendo el rostro en las manos, si no estuviese agazapada en el tejado ya hubiera pateado algo y Berenice estaba igual de impertérrita y ausente.

—¿Qué más pudiste averiguar? —preguntó Petra con la voz amortiguada desde su rincón de privacidad.

Phil sacudió pensativo sus plumas y levantó una tenue nube de cenizas, giró ligeramente la cabeza, como una lechuza y la miró a ella, intrigado. No sabía qué pájaro estaba imitando, pero sin duda no era de mi mundo porque había llamas que creían y se apagaban a intervalos sobre su plumaje.

—Hay barcos en el cielo como dijo Sobe y Jonás, pero no creo que sea como El Planeta del tesoro de Anakin.

Iba a decirles que Anakin era de Star Wars, pero no tenía caso ¿Es qué nadie vio esa película?

—Volé hasta el navío más cercano, la mayoría de los barcos llevan cargamento que extraen de las fábricas y muy pocos vigilan la ciudad. Así que sí, están en toque de queda. Supongo que la vigilancia es escasa porque ahora no hay nadie en las calles, funcionan como patrullas, alumbran los rincones oscuros con faros.

Sobe fingió suspirar de alivio.

—Al menos siguen los barcos, creí que se había destruido todo —tal vez era una broma, pero no hizo reír a nadie.

Petra alzó la cabeza y lo fulminó con la mirada.

—¡Qué importan los malditos barcos, los tienen ellos como todo lo demás!

—¿Ellos? —pregunté—. Díganme que por ellos se refieren a los conejitos o las mariposas.

Ya sabía la respuesta, pero no quería oírla, no podía ser cierto, no un mundo más. Dante le dio los binoculares a Sobe mientras Phil regresaba a su forma humana emitiendo un alboroto de músculos desgarrándose, huesos partiéndose y piel dilatándose. Sobe señaló con su mentón la red de hilos rojos.

—Los hilos rojos que rodeando la ciudad son sogas del mundo Azac, del mismo lugar donde vienen las buscavispas —explicó estando a la altura de la situación—. Pero son muy diferentes, no son para cazar, son para matar.

Hice trompetillas con la boca.

—Vaya, gran diferencia, quedo pasmado —ironicé y me revolví en mi sitio— ¿Y qué pasa si las tocamos?

—Terminas como una jodida pasa.

—¿Una pasa sabrosa? —intenté para quitarle hierro al asunto.

Escondió su labio superior tras el inferior, concediéndome la duda.

—Puede ser, si te gustan las pasas saladas. Cualquiera que las toque tiene dos destinos terribles: pierdes tu juventud y te conviertes en un viejo decrepito a punto de morir en cuestión de dos segundos o te conviertes en una escultura de sal. O las dos. Sería algo así como ver que tu piel arrugada se petrifica. Al que quiera entrar o salir de la ciudad lo espera una tortura bastante fuerte. Aunque seguro yo me convertiría en una estatua de azúcar, por lo dulce que soy ¿O no, osita?

Berenice no lo miró.

Todo me sonaba demasiado cruel, incluso para Gartet.

—¿De sal? —repetí incrédulo, había visto cosas extrañas, pero eso era demasiado.

—Sí —Asintió Sobe—, que pregunta tan estratégica, Jonás —Trató de sonreír, pero le costó un poquito, apretó los binoculares en sus manos hasta que los nudillos se le tornaron blanco, era como si quisiera romper algo—. ¿Se te ocurre cómo armas de un mundo colonizado por Gartet pudieron llegar aquí?

Tragué saliva, sabía cómo esas sogas habían llegado hasta Nózaroc y cercado la ciudad, pero en lugar de dar la respuesta verdadera dije:

—¿Las compraron por Ikea?

—Buen intento, San tontin, pero este mundo está colonizado por Gartet. Llegamos un poco tarde porque ya no queda nada de él.

Tragué saliva y miré el desolado paisaje.

Había muchas cosas de las que ya no quedaba nada.













¡Gente! Entré a ver por qué nadie había comentado nada en el capítulo este (pensé: oh, habrá sido un capítulo muy flojo, voy a releerlo para editarlo o algo así) y me di cuenta que lo dejé en borrador y nunca lo publiqué.

jajaja pido perdón XD

Rompí mi racha de los viernes, ahhhhh >:(

 En fin, ¡Feliz viernes y buen fin de semana a todos! (???)

jajajjajajajja

Besos :D

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