¿Sabes con quién estás hablando?

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 La ventana reduciéndose a cristales filosos provocó más ruido del previsto, pero no dejamos que el estruendo nos inmovilizara. Saltamos la maceta que habíamos aventado los cuatro juntos, pisamos los crujientes cristales dispersados en el suelo y nos zambullimos a la oscuridad del hotel.

Todo allí estaba cargado de polvo, el aire olía rancio y la oscuridad era casi cegadora. Saqué una linterna de mi mochila y Petra encendió en sus dedos unas llamas verdes que armonizaban con las motas de sus ojos, el fuego se movía rítmicamente pero no iba más allá de sus dedos. Estábamos en un vestíbulo.

El suelo era blanco pero la oscuridad no me dejaba atinar si era de mármol, tampoco era que importara, bueno sí.

Había dos figuras de leones recostados en cada extremo del recibidor. Unos sillones lujosos en un costado y en un rincón una recepción para atención al público con una computadora sobre el escritorio. Además del polvo había varios conjuntos de telarañas acumuladas en la oscuridad o entretejiéndose en las puertas como cortinas.

—Este lugar debería llamarse Polvo en lugar de Arena —exclamó Sobe recorriendo un fragmento de pared y mirando con aburrimiento cómo había quedado su dedo.

—Huevo... Arena —susurré—. Alguien debería darle una lección para elegir nombres.

—Evidentemente —afirmó Sobe.

—Alguien que no se haga llamar Soberano —repuse

—Ja, ja, mi seudónimo es original, tú nombre viene de un tipo desdichado de la biblia, está tan usado como los calcetines que traigo puestos.

—¡Guácala! —exclamó Petra volteándose para comprobar que no mentía.

—Tu verdadero nombre es William —le respondí— no es original, hay más tres millones de chicos en el mundo llamados William, da un paso y te encontrarás con uno.

—Si das un paso ahora te encontrarás con un William molesto —Sobe esquivó un sillón volcado.

—Shh —susurró Berenice.

—Parece que nadie se asomó aquí por años —observó Petra.

—Me recuerda a tu Tinder, Sobe —agregué.

—Shhh —la chitó—. ¿No escuchaste a Berenice? Dijo que nos calláramos.

Nos internamos en el resto del edificio, el lugar demostraba ser muy lujoso en su momento. Había una araña de cristal en el techo. El sonido de la avenida o del mar no existía en esas paredes, me sentía en otro mundo. Fuimos a una escalera, y nos dirigimos al sótano y las bodegas. Comenzó a oírse una música que sonaba ahogada y se asemejaba al latido de un corazón. En ese sector el polvo estaba dispersado como si alguien hubiera trascurrido por ese tramo hace poco.

Desvié el haz de luz hacia Sobe, había desenfundado un arma que tenía muchas municiones cargadas y un silenciador en la punta, era efectiva y sigilosa para atacar en un lugar con mucha gente y no delatar tu ubicación. Él estaba vestido con unos tejanos desteñidos, unas zapatillas deportivas y una remera de manga larga. Tenía la mochila sobre los hombros donde cargaba armas y un abrigo. Petra también estaba alerta.

Desenvainé a anguis, mi anillo que se convertía en cualquier arma que desearás, pero mayormente la utilizaba como espada. El metal era invicta, despedía una aura oscura que incrementaba las sombras, no había cosa que no atravesara y solía poner a las personas que la veían demasiado nerviosas. El aura de la espada revolvía tus miedos y te hacía sentir indefenso, el efecto también funcionaba conmigo así que casi nunca la miraba. Era tan negra como la noche y su empañadura era de serpientes retorcidas.

Como sea, amaba esa espada, tanto como a mi vida y puede ser porque la salvó en muchas ocasiones.

El final de la escalera dio lugar un sótano que estaba escondido detrás de dos cortinas sucias de plástico traslucido, el suelo era de concreto y tenía manchas oscuras. Parecía el escenario de una peli de terror, algo me decía que detrás de la cortina me encontraría un conjunto de cuerpos colgando de ganchos. Tomé aire, di un paso adelante y con el filo de anguis hice a un lado el plástico. Lo que encontré del otro lado fue mucho peor.

Una recepcionista.

El lugar no tenía nada de decoración, las paredes eran de hormigón al igual que el suelo, del techo pendían unas luces violeta, había dos aberturas. La primera era por donde habíamos entrado, la segunda se trataba de una puerta de roble lacado, demasiado trabajada para ese lugar. Las luces de neón violetas zumbaban tanto que la música era un eco lejano. Miré bajo mis pies y vi un felpudo que rezaba:

«Bienvenido, a no ser que tengas tierra en tus zapatos»

Como si fuera un chiste del mal gusto la recepcionista tenía un viejo uniforme de botones del Hotel Royal Continental. La mujer estaba sentada detrás de un escritorio bastante alto que no dejaba ver el resto de su cuerpo. Delante tenía una computadora en la que tecleaba, su cabello estaba recogido en una tirante coleta morena, sus ojos eran café y parecía concentrada porque mientras registraba datos bebía de su café, sostenía un par de papeles, los engrapaba, rellenaba formulas y enviaba mensajes de texto furtivamente con su teléfono. Todo eso era posible porque contaba con cuatro pares de brazos que se movía con presteza como una mancha borrosa en frente de su rostro.

El uniforme del hotel estaba hecho jirones para que pudieran caber todas sus extremidades. De repente me pregunté si tendría el mismo par de piernas y si tener muchas piernas te volvía más rápido o más lento o cómo haría a la hora de comprar un par de zapatos o si se pisaba sus propios pies.

A su lado había un hombre con rostro de pocos amigos, tenía una barba al estilo naufrago, una única ceja sobre sus ojos molestos y vestía uniforme negro como si fuera un guardia de seguridad. Era calvo. Más allá de eso se veía casi humano. El hombre nos desprendió una mirada cuando atravesamos la cortina para luego volver a fijar su vista en el vacío.

—¿Qué puedo ofrecerles? —preguntó la mujer deteniendo súbitamente su trabajo—. ¿Se perdieron?

Me aproximé a su escritorio, pero estaba muy elevado y me llegaba a la barbilla lo que me hacía ver pequeño, odiaba eso, tenía que lograr causar una impresión madura de otro modo tratarían de deshacerse de mí.

La ropa que traía no ayudaba mucho, esa remera y otras dos era la única ropa que había empacado de mi casa antes de que un agente la quemara. Era una remera negra con un alíen fumando habano, no era de mis favoritas, pero era lo único que tenía de mi otra vida, la vida más tranquila. Además, traía una mochila, una sudadera gris, y zapatillas deportivas.

Resistí el impulso de ponerme de puntillas, eso habría empeorado las cosas, sólo elevé la mirada para observarla penetrantemente a los ojos.

—Quiero saber sobre Dracma Malgor, me dijeron que frecuenta este lugar.

Ella abandonó en el escritorio todas las cosas que aferraban sus manos para reposar los brazos en su regazo.

—Pues no puedo brindarte información de los clientes.

—Pues entonces déjame entrar.

—¿A ti?

—Sí.

—¿Ahí? —preguntó ella señalando con cuatro pulgares hacía la puerta, asentí y eso provocó su risa, ocho manos golpearon la mesa acompañando la carcajada, el hombre sonrió—. Estás de broma si crees que...

Sobe dio un paso al frente.

—Escúchame Octopus de pacotilla, no vinimos hasta aquí para que tú y ese amigo tuyo de allá no nos dejen entrar. Es un casino para trotadores y monstruos, si hay que pagar pagaremos...

—Es para mayores de edad —tajeó ella—. Ustedes tienen menos de dieciocho años ¿o me equivocó? Además, tienen pinta de pertenecer al Triángulo, la gente aquí viene a divertirse y no necesita que un grupo de mocosos vengan a comportarse como los policías de la frontera y convencerlos de que usen sus poderes para salvar vidas. Den media vuelta y márchense, me pagan por dejar entrar a clientes no a niñas exploradoras o scouts ciegos —dijo desviando una mirada a mis gafas— y feos —concluyó escudriñando a Sobe de pies a cabeza.

Antes de que podamos decir algo, Berenice dio un paso adelante y la encaró. Cuando quiero decir encaró me refiero a que desconectó su computadora y habló como si estuviera amenazando su vida. Sus ojos en ese momento estaban gélidos y penetrantes, hubiesen perforado cualquier barrera como si se tratara del filo de una espada. Aunque era una adolescente menuda y pálida nada en ella se veía frágil.

Su voz fue rotunda y estentórea como todo un matón.

—¿Sabes con quién estás hablando? —preguntó—. Porque yo no.

—Aquí nos ponemos sobrenombres, me dicen Amy, de Amable.

—¡Ja! —se mofó Sobe cruzándose de brazos.

—Escúchame Ame...

—Amable...

—¡Como sea! Acabas de insultar a estos chicos —dijo señalándonos con un dedo rígido— que si quisieran podrían romper todos tus huesos y demoler el edificio sin mover ni un dedo ¿Qué no sabes con quién estás tratando?

La mujer se cruzó de brazos, de todos sus brazos y nos examinó con genuina impaciencia, comprimió enfurruñada sus labios como si esperara que termináramos de hablar para llamar a seguridad y echarnos de allí.

Pero Berenice no se dejó intimidar ni le desprendió la mirada en ningún momento.

—Con William Payne y Jonás Brown, sí el Creador y el chico de la profecía cuyo equilibrio existencial depende de ambos. De ellos depende que Gartet gane o no, que los transversus como tu mueran o que los trotadores como tus jefes vivan. Así que si no quieres que Sobe cree un portal de un mundo de fuego, te arrojen allí y te reduzcan a barbacoa hablarás con tu supervisor y los dejarás pasar ¡Pero ya!

Todos quedamos paralizados, el hombre de la puerta y la mujer se lanzaron una mirada preocupada que perduró por varios segundos.

Hace un año dar a conocer nuestros nombres hubiera sido una mala jugada porque cualquiera de ellos nos hubiera vendido por dinero a Gartet, pero desde que se había anunciado que un destino gratificante u oscuro dependía de nosotros la gente solía evitar meterse en problemas con nosotros.

Algunos nos eludían o nos lanzaban miradas furtivas como si se preguntaran qué pensamientos rondaban en nuestra cabeza. No se sentía bien, no éramos celebridades. Nadie quería estar en nuestro lugar como si fuéramos el chico que le dice accidentalmente mamá a la maestra.

Aunque también corríamos la posibilidad de que en ese casino se encontrara uno de los soldados de Gartet, al sicótico número uno también lo seguían trotadores y muchos monstruos. Podía haber cualquier cosa, podíamos entregarnos al decir nuestros nombres. Pero eso no era nuevo, había estado un año asistiendo a lugares como aquel, sabía que suponía un riesgo, pero si no lo corría no tenía posibilidades de pasar.

El nombre de Sobe siempre había sido popular entre los trotamundos por ser el primer Creador en confesar que lo era; pero el mío sólo se había dispersado hace un año y la gente siempre se inventaba rumores como que ni siquiera era trotador, que estaba buscando un tesoro hace años, que había asesinado a mis padres, que hablaba con la boca llena o que era una nueva raza de trotador tan extraña y peligrosa que ni siquiera tenía nombre. Sólo el último cotilleo era verdad y el segundo, pero no buscaba un tesoro, buscaba a mis hermanos, aunque solo lo supieran mis amigos.

La recepcionista humedeció sus labios, se irguió en su silla giratoria, la enderezó para enfrentarnos y miró hacia abajo con desprecio y temor en sus ojos.

—¿Qué le digo a mi supervisor? —inquirió lacónica—. ¿A quién tiene el honor de recibir?

—A William Payne —exclamó Sobe con una sonrisa burlona—. Ella es mi hermana Petra, él mi mejor amigo Jonás Brown y ella mi novia Berenice Porter...

—¡Oye! —exclamó Bernice examinándolo molesta.

—Lo siento —se disculpó Sobe y se dirigió a la recepcionista —. Se molesta cuando la llamo así, mi futura esposa, quise decir ¿Así te gusta osito de miel?

La mujer puso los ojos en blanco al mismo momento que Berenice.

Se levantó de la silla, corrigió los pliegues de su chaqueta con botones y se dirigió con sus numerosos pares de piernas a la puerta, el hombre se la abrió como todo un caballero ceñudo. La música se intensificó, unos gritos jubilosos y gemidos alborozados se filtraron con unas luces de colores, cruzó el umbral y desapareció.

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