20. El deseo que abrigó mi alma bajo las estrellas.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Solo había una palabra que pudiese definir el sentimiento que me embargó durante los últimos días del mes de enero: soledad. Una soledad insoportable y desgarradora, como si alguien me hubiese arrancado el alma por el pecho, y me obligara a subsistir sumido en el mayor de los hastíos.

Sí, extrañaba demasiado a Karlen por el simple hecho de que su ausencia me recordaba lo miserable que era mi vida. Nadie me apreciaba, nadie me atesoraba ni nadie me sonreía como lo hacía él, y no sabía si sentirme agradecido o desgraciado por ello.

—Qué aburrido estoy.

Como era de suponer, mi queja no fue escuchada por nadie. Me encontraba sentado en el primer peldaño de las escaleras de mi casa. Eran las nueve de la noche y tenía sueño, pero no me apetecía meterme en cama, así que abracé mis piernas y me dediqué a observar mi alrededor: Ada llevaba toda la tarde inquieta, se había pasado dos horas cocinando y en ese momento estaba limpiando los muebles de la entrada. Su comportamiento me extrañaba, ya que aquella no era su rutina habitual.

—¿Qué haces?

—Tenemos visita —contestó de forma escueta, sin ni siquiera girar la cabeza para verme.

—¿A estas horas?

—Sí, así que necesito que te portes bien. No hagas nada que llame la atención, por favor.

No respondí, solo me limité a seguir sus pasos con la mirada. De pronto, alguien hizo sonar el timbre. Mi madre se apuró a guardar la bayeta, se mesó el cabello con los dedos y abrió la puerta. Vi a tres señores trajeados que debían rondar los cincuenta años de edad. Cada uno de ellos portaba un maletín de piel oscuro y una sonrisa socarrona que se volvió afable cuando Ada los saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Buenos días, señora Orionova, cuánto tiempo sin verla —le dijo el hombre más alto y de pelo más canoso. Sujetó sus manos y se inclinó dos veces ante ella; un saludo que solo realizaba la gente anciana o que seguía aferrada a las viejas tradiciones de Pravneba—. Está usted resplandeciente, como de costumbre.

Parpadeé varias veces para despejar el sueño y me percaté de que el señor que estaba hablando con mi madre era el alcalde de Taevas: Sava Kovac. Detrás de él se encontraban Jasha Morozov, el jefe de policía de la ciudad y padre de Nikolai, y un hombre al que no reconocía, pero lo prefería así, porque su gesto hosco no me agradó en absoluto.

Quise averiguar qué hacían en mi casa, así que me acerqué a la entrada lo suficiente como para no perder detalle de la conversación que estaban manteniendo. Guardé una distancia prudencial para no alertarles con mi presencia y que se vieran obligados a dirigirme la palabra.

No hablaban de nada interesante: del tiempo, de la salud y de las fiestas de Año Nuevo, pero tampoco parecía que fuesen a callarse, hasta que mi padre hizo acto de presencia en el vestíbulo y todos se quedaron en silencio.

—Buenas noches, pasen, pasen —les saludó con un apretón de manos. Ellos le entregaron sus chaquetas a Ada tras acceder al vestíbulo—. Diríjanse a la sala. Ahora mismo los atendemos.

Mientras la única mujer de la casa se dirigía hacia la cocina, el resto de hombres entró en la sala. Yo los seguí por mera curiosidad, además, tampoco parecía que fuesen a percatarse de mi presencia. Ada regresó al cabo de un minuto cargando una botella de murshka y varias bandejas de aperitivos: col y pepinos salados, huevos rellenos de setas, pan con arenques, tartaletas con requesón y blinis. En un segundo viaje, trajo los cubiertos, varios vasos y un cuenco con un líquido viscoso y rojizo llamado kissel.

Era gracioso pensar que un par de horas antes, mi madre y yo solo habíamos cenado una sopa de verduras.

Los invitados le agradecieron los tentempiés y después bromearon sobre lo mal que cocinaba la esposa de Morozov. Se sentaron en las sillas que rodeaban la mesa de madera y prendieron unos cigarros.

Noté por el rabillo del ojo que mi padre tenía su maletín de piel a los pies de su silla. De pronto, este se abrió dejando entrever unos papeles, justo los que había encontrado en el hueco del suelo de su habitación.

Ada posó una mano en mi espalda y me empujó con cuidado hacia la cocina. Al entrar, quise saciar mis dudas:

—¿Qué pasa?

—No lo sé, parece que quieren tratar temas importantes.

No indagué más; mi padre se levantó y cerró la puerta de la cocina para dejarnos solos, aislados de aquella conversación tan, supuestamente, relevante.

Mi madre soltó un largo suspiro y comenzó a recoger todos los utensilios que había utilizado para preparar aquellos tentempiés. A pesar de que hacía frío, decidí salir al jardín a pasear, a disfrutar de un aire mucho menos cargado que el de nuestra casa. Aquella noche el cielo estaba nublado, pero me parecía hermoso. Eso mismo debió pensar mi madre, porque al cabo de unos minutos, se apoyó en el marco de la ventana con la intención de disfrutar de las vistas.

—Biel —me llamó, haciéndome señas para que me acercara—, ven aquí.

Obedecí, sin ganas.

—¿Qué?

Ella ignoró mi mal tono, levantó la mano y acarició mi mejilla.

—Te estás portando muy bien últimamente —me dijo, con una sonrisa triste—. Gracias.

Por primera vez en mi vida, sentí el roce cariñoso de mi madre. Y, por muy estúpido que sonara, en mi mente se dibujaron mil escenarios protagonizados por una familia amable y amorosa y, entonces, comencé a ilusionarse.

Todo por una simple caricia.

••• 

El día en el que se cumplieron las dos semanas desde la marcha de Karlen, me levanté temprano para recibir a los Rigel en su casa. Sin embargo, cuando llegué allí, solo me encontré a Ivan trabajando en el huerto.

Me dirigí hacia el hombre con cuidado de no pisar en los bancales; parecía tan distraído con sus quehaceres que ni siquiera se dio cuenta de mi presencia hasta que le hablé:

—¿Dónde está Karlen?

El señor Rigel se quitó los guantes que estaba usando para arrancar las malas hierbas, se frotó la frente sudada con el dorso de la mano y me miró frunciendo el ceño.

—No le hago ascos a un «buenos días», ¿sabes?

—Ah, vale.

Ambos nos quedamos en silencio, mirándonos. Apoyé el peso de mi cuerpo en la pierna izquierda, me froté el pelo y fruncí el ceño. Pero bueno, ¿acaso no me iba a responder?

Él soltó una carcajada, se levantó y me dio un par de palmadas en el hombro.

—Eres de lo que no hay, Biel. —¿Qué? ¿Por qué me decía eso?—. Karlen y su madre todavía no han regresado de Visata. Estarán allí... No sé, una semana más, o quizás dos.

Ni siquiera fui capaz de disimular la decepción que sentía ante sus palabras, detalle que él notó.

—Entiendo. ¿Qué tal en Visata?

Iván se llevó las manos a los costados y negó con la cabeza.

—Yo no fui allí.

—¿Qué? Pensé que os habíais ido los tres.

—No, ni loco, odio esa ciudad. Además, no puedo dejar mi puesto de trabajo así porque sí. Si lo hiciese, el señor Orionov se molestaría conmigo por irresponsable y no quiero que me echen. Así que ahora tengo el doble de trabajo porque debo atender la tienda.

Acto seguido, recogió una pica y una alfombra del suelo y volvió a llevarse una mano al costado, aquejado de la espalda. A pesar de no tener ni cuarenta años, ese día estaba tan agotado como un anciano.

—¿Y si te ayudo con la tienda?

—Uf, esa idea me habría parecido genial hace unos cuantos meses, pero te recuerdo que tu padre ya no quiere verte cerca de mí ni de mi esposa.

—Podría pedirle permiso —insistí. Ivan se dirigió a su casa y yo le seguí—. No pierdo nada por intentarlo.

—No hace falta, en serio. Obedece a tu padre, que es lo importante.

—Se lo pediré igualmente —aseveré, firme—. Tu familia y tú siempre me habéis tratado muy bien, es lo mínimo que podría hacer para agradecéroslo.

El hombre apoyó el brazo levantado en el marco de la puerta y, tras meditar en mis palabras, negó con la cabeza y sonrió.

—Reconozco que ese es un motivo muy noble para ir a molestar a tu padre. —Dio un par de palmadas en el marco y, al final, concluyó—: anda, haz lo que quieras, yo ya estoy agradecido por tu gesto.

Aquella tarde, esperé el momento idóneo para hablar con mi padre. Lo intenté cuando regresó a casa del trabajo, pero verlo caminar de un lado a otro para guardar su chaqueta y su maletín me puso nervioso. Cuando lo intenté a la hora de la comida, el gesto hosco que le dedicó a mi madre sin razón aparente me borró cualquier rastro de valentía. Tardé dos horas en volver a armarme de valor para actuar, y eso sucedió justo cuando mi padre estaba encerrado en su despacho, ocupado con diligencias relacionadas con la central que dirigía.

Apreté los puños, tragué con fuerza y, tras contar hasta diez, llamé a su puerta.

—Pasa —dijo de forma escueta.

Abrí y eché una visual a aquella estancia en la que muy pocas veces había podido curiosear: era pequeña y las librerías estaban repletas de libros enormes de más de quinientas páginas. Mi padre dejó la pluma sobre el escritorio que presidía la estancia, repleto de folios y carpetas. Encendió una lamparita, me miró con tranquilidad y juntó las manos bajo su barbilla, como invitándome a que hablara.

—¿Puedo pedirle algo?

—Dime.

—Me he cruzado hoy con el señor Rigel —comencé, con un deje de temblor en mi voz—. Me contó que... que su familia lleva más de dos semanas en Visata, así que está solo y le cuesta mucho atender la tienda después de trabajar en la central. Me gustaría ayudarlo con la tienda hasta que su esposa regrese, ¿puedo hacerlo?

Me preparé para la inminente negativa, quizás acompañada con una reprimenda, pero no fue eso lo que recibí:

—Sí, por supuesto. Me parece muy bien que quieras ayudar a quien lo necesite.

Observé con los ojos muy abiertos como volvía a sujetar su pluma para regresar a sus quehaceres.

—Bueno, ¡gracias!

Me di la vuelta dispuesto a irme, cuando su voz me interrumpió:

—Biel, espera, no te vayas aún.

—¿Qué pasa?

—Me acabo de acordar de un detalle: resulta que tú nunca dejaste de visitar a la familia Rigel a pesar de que yo te lo prohibí —me confesó sin ni siquiera mirarme; su atención estaba puesta en el papel en el que escribía—. Lo supe desde el primer día en el que decidiste desobedecerme. Entonces, si tú no cumples con lo que yo, como tu padre, te he pedido, ¿debería concederte lo que tú me pides? ¿Eh? Responde, vamos.

—No... No. Supongo que no.

—Exacto. Jamás pienses que no me entero de todo lo que haces. No vale la pena mentirme, Biel.

Aquellas palabras me causaron un miedo aterrador, y ni siquiera entendía el motivo de este, pues yo no tenía nada que ocultar. Nada de lo que yo no le hubiera acostumbrado ya con mi mala actitud.

—Lo siento —me limité a responder, sin fuerza.

Él mojó la pluma en el tintero y me preguntó con indiferencia.

—¿Algo más?

—No.

—Pues ya puedes irte.

Y cerré la puerta de su despacho, decepcionado conmigo mismo, pero con el consuelo de saber que, por lo menos, no había decepcionado a Ivan.

••• 

Muy a mi pesar, por mucho que lo odiase, llegó el nueve de febrero y, con él, llegaron los gritos. Comenzaron a las tres de la madrugada y terminaron una hora antes de que tuviese que levantarme para ir al instituto. Decidí actuar igual que el resto de días: me duché, me vestí y bajé a desayunar unos sírnikis; estaban fríos e insípidos, al igual que el ambiente.

—Buenos días —le dije a la única persona presente en la cocina: mi madre.

Ella estaba sentada frente a mí, con la cabeza gacha. Su melena rubia cayó delante de su rostro a modo de cortina, lo que me evitó observar las señales de aquella discusión marcadas en su piel, de las cuales yo era culpable.

—Buenos días —respondió ella. Después, mordió un sírniki con tanta desgana que me puso nervioso.

—¿Qué pasa?

—Nada, déjalo —respondió, cortante.

Me merecía ese mal tono, pues mi pregunta era necia; yo era muy consciente de lo que sucedía, y ella lo sabía. Pero, a pesar de todo, le hablé porque todavía tenía la esperanza de que me felicitara por mi decimoséptimo cumpleaños. Era un estúpido por haber pensado que aquella caricia suya sería el inicio de un cambio en nuestra dinámica familiar.

Terminé rápido de desayunar y me dirigí al instituto Tereshkova. Volvía a ser costumbre que nadie me acompañara en el camino; Irina era una persona muy fiel a sus palabras, me dijo que no quería tratar conmigo de nuevo y lo cumplió a rajatabla.

Cuando llegué a las inmediaciones del edificio, ni siquiera pasé a saludar a Nikolai, que estaba fumando en compañía de Yuliya y Yerik. Me dirigí al aula de Ciencias, me senté en mi pupitre y me dediqué a dormitar hasta que llegó el profesor de Física y todos los alumnos ocuparon sus asientos. El último, que lo hizo fue Nikolai, que pasó a mi lado, apretó mi hombro y me susurró:

—Felicidades, pecoso.

Me froté la cara para ocultar mi sonrisa. Me gustaba comprobar que alguien se acordaba de mi cumpleaños, y por mucho que Yuliya y Yerik me siguieran cayendo mal, en el fondo deseaba que ellos también me felicitaran, aunque fuese con desgana. Ansiaba que alguien celebrase mi nacimiento, que quisiese formar parte de ese día de supuesta alegría o, simplemente, que demostrase que se acordaba de mí, nada más. Sin embargo, nadie más me felicitó ese día.

Entonces, cuando llegué a la última clase, la de Matemáticas, sucedió algo inesperado: al intentar colocar una libreta en la parrilla de mi mesa, noté que un objeto me lo impedía. Metí la mano y saqué una bola diminuta envuelta en un papel de regalo de color sepia. Coloqué la mochila entre mis piernas para ocultarlo de los ojos curiosos de mis compañeros, y desenvolví una figura diminuta de un patito blanco que tenía escrito en el plumaje de su pecho un:

Feliz cumpleaños.

Levanté la vista al instante, sintiéndome observado. Ahí me percaté de que Irina, tres filas por delante de mí, vigilaba mis movimientos de reojo,por encima del hombro. Cuando se supo descubierta, me sonrió de forma escueta y regresó la mirada al frente.

No tuve idea de cómo reaccionar. Me quedé con la vista fija en la figurita durante un rato, mientras luchaba para que no se me nublaran los ojos. Odiaba reconocerlo, pero aquel inesperado regalo había sido uno de los más bonitos que me habían hecho nunca. Su sencillez no servía para juzgar su valor; sí lo hacían mi sonrisa y mi necesidad de agradecerle aquel gesto porque, aunque ella no lo supiera, detalles como ese tenían voz propia, pues me recordaban que quizás sí merecía un poco la pena haber nacido.

Por eso mismo, decidí darle una segunda oportunidad a mi relación con Irina; compañeros, amigos, pareja, me daba igual cómo definir lo nuestro. Solo quería tener cerca a alguien que me consideraba lo suficientemente importante como para darme un regalo el día de mi cumpleaños, alguien que pensó en mí y creyó que el nueve de febrero era una fecha digna de ser señalada, a pesar de que yo me comportaba como si despreciara a todo el mundo. Así que, al terminar las clases, esperé un rato a que los alumnos se fuesen a sus casas o a realizar sus actividades extraescolares, y me dirigí al aula de Geografía.

Al entrar, para mi sorpresa, no encontré a Irina.

—Quizás llegué muy temprano —murmuré—, o quizás ya no viene por aquí.

Resoplé y le di una patada a una bola de papel tirada en el suelo. Después, di vueltas por el aula dispuesto a ojear cada uno de los carteles que había colgados en la pared. Iba a darle quince minutos de cortesía a Irina, si al cabo de ese rato no hacía acto de presencia, yo me largaría.

Me detuve a ver un mapamundi y recordé algo que me había explicado un profesor un par de años atrás: la mayoría de los mapamundis, que estaban inspirados en la proyección cartográfica que Gerardus Mercator realizó en el siglo XVI, reflejaban de manera incorrecta las dimensiones de los continentes. En realidad, Groenlandia era mucho más pequeña que África y América del Sur era casi el doble de grande que Europa. Los tamaños de los países del hemisferio norte fueron exagerados, mientras que los del hemisferio sur se redujeron. Me parecía curioso cómo se podía tergiversar la realidad a conveniencia de los poderosos.

Me metí en un hueco detrás de las puertas abiertas de un armario. En la pared había un cartel mal pegado del año 1966 en el que se anunciaba una feria de ciencias. Noté algo escrito tras una de las esquinas despegadas. Levanté un poco más el papel y leí:

Ivan y Vlad estuvieron aquí.

20/03/1966

Parpadeé varias veces, incrédulo. ¿Acaso ese era Ivan Rigel? ¿Y con Vlad se refería a mi padre Vladimir?

—¿Irina? ¿Estás aquí?

La voz de Alexander provocó que me sobresaltara a causa del susto. Me escondí en el hueco y esperé a que se marchara. Lo que menos deseaba aquel día era soportar al rey de los idiotas.

Asomé la cabeza lo justo como para observar a mi compañero sin ser visto: Alexander revisaba cada esquina de la estancia con la mirada; parecía un poco angustiado, pero, por suerte, ya se iba.

El problema fue que justo detrás de él apareció Irina.

—¿Alexander? ¿Qué haces aquí?

—Oh, ¡por fin te encuentro! Quería hablar contigo. —La chica se cruzó de brazos y caminó hacia la ventana, ignorándolo—. Oye, no me des la espalda, deja de actuar como si yo no fuera nadie para ti. ¿Me puedes explicar qué son esos rumores que están circulando por el instituto?

—No sé de qué me hablas.

—No te hagas la tonta. ¿Tú y Biel? ¿En serio? —preguntó con un deje de desprecio—. ¿Qué has estado haciendo con él?

—No es de tu incumbencia.

—Claro que lo es, joder. Yo te quiero, ya lo sabes. —Se hizo un corto silencio. Alexander volvió a hablar con una voz más apagada—. Me dejaste, te dije lo que sentía por ti y me dejaste. Y ahora me entero de que, de todas las personas de este jodido mundo, me cambiaste por el más estúpido y miserable.

Era obvio que hablaba de mí, y no me iba a quedar callado aguantando insultos. Estaba dispuesto a salir de mi escondite para enfrentarlo cuando la voz furiosa de Irina me hizo retroceder.

—¡No te cambié por nadie! No te des tanta importancia ni hables como si hubiese plazas libres en mi vida que necesito ocupar. Lo único que ha pasado es que tú ya no eres nada para mí, simple.

Noté un gesto de dolor en el rostro de nuestro representante y, por primera vez en mi vida, me compadecí de él. La crueldad en el tono de Irina me resultaba tan hiriente que creí estar de regreso en mi cuarto, en las horas de la madrugada que eran protagonizadas por los gritos y las vejaciones.

Volví a ocultarme en el hueco. Ya no quería verles la cara a esos dos chicos, me bastaba con escucharlos.

—No me hables con tanto desprecio —prosiguió él—, ¿acaso te has olvidado de todo lo que compartí contigo?

—Yo no te obligué a hacerlo.

—Pues lo hice, lo hice porque quisiste que confiara en ti. Pero tú eres... rara; odias que la gente intente conocerte. —Irina chascó la lengua y suspiró con hartazgo como muestra de desprecio a sus palabras—. Dime, ¿qué significaron para ti nuestros besos? Todas esas tardes en mi casa, en mi cuarto, en mi cama.

—¡Cállate!

—No, no me pienso callar hasta que me respondas. ¿Qué signifiqué para ti? Porque todo lo que hicimos juntos fueron cosas que no se comparten con personas que te resultan indiferentes. ¡Así que hazte responsable de tus putos actos!

—Alexander, eres un maldito obsesionado. En serio, olvídame.

—Ah, así que ahora la gente que pide explicaciones es una obsesionada. Maravilloso. —Pausa. Lo escucho soltar un suspiro pesaroso—. Irina, no puedo olvidarte, fuiste mi primera vez. —Silencio—. ¿En serio prefieres a ese malnacido antes que a mí? Si ni siquiera te importa.

—No hables de lo que no sabes.

—Oh, vamos, no me digas que ahora te importa lo más mínimo ese imbécil, cuando fuiste tú quien puso tu estuche y el reloj de Laurissa en su mochila para que todos creyesen que era un ladrón y lo echaran. —Aquellas palabras me dejaron sin aliento, paralizado. No me lo podía creer: Irina, la chica a la cual confié mis primeros besos, había sido la responsable de aquellos robos. Lo más probable era que durante el tiempo que pasamos juntos se estuviese riendo de mí. Me sentía humillado y devastado, y cuando creí que ya nada más podría empeorarlo, escuché lo siguiente—: oh, y no nos olvidemos de su collar, es obvio que tú se lo robaste en los vestuarios y se lo diste a tu primo para que se lo quedara o lo vendiera. Sé todo esto porque siempre que te sientes atacada, contraatacas.

Entonces, Irina bramó con una voz aguda pero imponente, pavorosa:

—Cállate, ¡cállate! No quiero escucharte más. ¡Lárgate de una vez!

Parecía que nada podría silenciar su rabia, nada salvo mi presencia.

—Biel... —murmuró ella cuando salí de mi escondite. El miedo que reflejaban las miradas de ambos me hizo entender que, quizás, la mía desprendía un odio espantoso—. Escucha, yo...

No le di tiempo a elaborar una estúpida excusa. Sin mediar palabra, tiré la figura con fuerza y esta se hizo añicos en el suelo. Acto seguido, me dispuse a irme del instituto, así que aparté de un empujón a un Alexander inmovilizado por la confusión, e ignoré a Irina, que observaba en silencio los restos de la figurita, con los ojos anegados en lágrimas.

••• 

Aquella tarde regresé a casa y decidí ignorar al mundo. Ignoré a mi madre, que estaba medio dormida en un sillón de la sala con una copa de vino en la mano. Ignoré mis sentimientos, como ya era costumbre desde hacía años. Entré en mi cuarto, pasé el pestillo y me escondí bajo las mantas de la cama. Después cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que el día terminara de una vez. Pero no lo hizo. La tarde pasó lenta y mi padre regresó al cabo de unas horas que me resultaron eternas. No bajé a cenar y, para mi sorpresa, a nadie le importó. Al llegar la medianoche, me destapé y descubrí la oscuridad que anunciaba el final de ese día.

Acomodé la cabeza en la almohada y me coloqué en posición fetal. Tenía frío, mucho frío. Cerré los ojos con fuerza para sumirme en un sueño profundo lo más rápido posible y, entonces, aparecí en un mundo nuevo. Uno totalmente distinto al que ya conocía, uno más feliz y más hermoso. Un prado lleno de flores y aves de preciosos colores donde siempre hacía sol y no existía nadie que pudiera atormentarme, ni una sola cueva que ocultara un monstruo, ni un solo grito que me despertara de mi sueño. Me dormí sobre la hierba de aquel lugar idóneo, aquel paraíso y, al abrir los ojos, me encontré a Karlen tumbado a mi lado.

—¿Qué haces aquí?

Él levantó el brazo, acarició mi mejilla con cariño y me respondió:

—Este es mi sitio, Biel, pero no el tuyo. Debes irte.

—¿Qué? ¿A dónde? ¿Qué intentas decirme?

—Despierta.

Abrí los ojos al instante, como si él me hubiese susurrado esa petición al oído y no en sueños. Entonces, escuché un golpecito en el cristal de la ventana. Lo ignoré, pero al cabo de unos segundos, volví a escuchar otro golpecito. Me levanté para averiguar su origen y, al abrir la ventana, una algarabía de emociones se arremolinó en mi pecho, impidiéndome hablar: Karlen estaba en el jardín, bajo el roble, con una mochila a su espalda y una amplia sonrisa en su rostro.

—Newton —exclamó bajito, con las manos alrededor de la boca a modo de altavoz—. A que no adivinas quién ha vuelto.

A mí se me escapó una risa tonta que provocó que él frunciera el ceño. Me tapé el rostro, cerré los ojos e intenté controlar mis nervios, pero fue inútil; estaba tan feliz por su regreso que incluso me abrumaba. ¿Acaso seguía soñando?

—¡Houston! —respondí, apoyando un pie en el alféizar, dispuesto a salir para recibirle—. Ahora bajo.

—No, espera, ya subo yo.

Me detuve y observé como Karlen ascendía con agilidad por las escaleras del árbol hasta llegar a la caseta. Después, cruzó la rama que la conectaba con mi habitación sin mostrar el más mínimo miedo en cada uno de sus pasos. Una actitud muy diferente a la que demostró la primera vez que estuve en mi cuarto. Justo cuando llegó a la ventana, se arrodilló en el alféizar, frente a mí. Suspiró exhausto por el esfuerzo que acababa de realizar y después me dedicó una amplia sonrisa.

Lo detallé con afecto. A la luz de la luna, juré que su mirada brillaba como si sus ojos fueran el mismo cielo y estuvieran salpicados por diminutas estrellas. Sacudí la cabeza para despejar la mente, seguro de que aquella visión era producto del sueño. O quizás acababa de presenciar el universo de un alma, la constelación de unas pupilas.

—¿Qué haces aquí? —le susurré.

—Felicitarte por tu diecisiete cumpleaños. Creo que he llegado a tiempo. —Se descolgó la mochila de un hombro y después me tapó los ojos con una mano—. No mires.

Sujeté su muñeca como acto reflejo, pero no la aparté, solo obedecí. Tras unos segundos de impaciente espera, descubrió mi mirada y me encontré con una vela colocada en un diminuto pastel con forma de magdalena.

—Te juro que no es de fresa —me aclaró—. Es de naranja, lo hice yo.

La débil luz de la vela alumbró el pequeño espacio en el que nos encontrábamos, su rostro y sus ojos. Esos ojos tan alegres, tan vívidos. Tan bonitos.

—Pide un deseo y sopla.

Asentí y pedí para mí mismo un deseo muy sencillo: un poco de felicidad en mi vida. Sin perder de vista su gesto alegre, aspiré hasta inflar los mofletes. Él se echó a reír mientras me llamaba ardilla. Acto seguido, soplé la vela con fuerza y nos quedamos a oscuras.

Ayudé a Karlen a bajar de la ventana, encendí una linterna que guardaba en un cajón y me senté en el suelo. Él me imitó, se situó frente a mí y me ofreció el diminuto pastel.

—Tengo hambre —murmuré, quitándole el postre, y me comí la mitad de un solo mordisco—. Llevo sin probar bocado desde el desayuno.

—¿Por qué? ¿Qué tal pasaste tu cumpleaños? —Lo ignoré—. Uhm... ¿Te gusta el pastel? —Asentí. Estaba muy rico—. Qué bien, me alegro.

Partí un trozo con la mano y se lo ofrecí. Él lo rechazó varias veces hasta que logré que se lo comiera.

—Oye, Karlen.

—¿Qué?

—No te imaginas lo mucho que quería verte.

—Ya... Yo también quería verte.

Su respuesta me resultó agridulce. Terminé el pastel, me limpié las manos al pantalón y dibujé una sonrisa cansada acompañada por lágrimas imposibles de ocultar; corrían por mis mejillas, iluminadas por la delatadora luz de la linterna. Al buscarle una explicación a mis lloros, me percaté de que estaba triste porque en el fondo deseaba con toda mi alma que aquel dulce no se hubiese terminado nunca, ni esa noche, ni su compañía, pero no lograba comprender por qué.

—No lo entiendes —murmuré—. Tu deseo no es igual al mío.

Esquivé su mirada y posé la mía en el suelo. Él me tocó el brazo con cuidado para llamar mi atención y, tras un momento de duda, me preguntó:

—¿Cuál es la diferencia entre tu deseo y el mío? Hazme entender.

No me atreví a responderle porque ni siquiera encontraba las palabras adecuadas para responderme a mí. ¿Cómo podía explicarle que él era la primera persona que me había hecho llorar y no por culpa del dolor, sino porque con su presencia encontraba un lugar para desahogarme, para vaciarme del resentimiento que me empapaba el alma? Porque mis lágrimas eran un medio de transporte para mi dolor y una conexión entre mi desahogo y su comprensión.

—¿Necesitas que te abrace? —me preguntó de pronto.

Resoplé como respuesta y, acto seguido, me incliné hacia delante, acomodé la cabeza en su hombro y dejé que me apretara contra su pecho. Era curioso pensar que, unos meses atrás, él se mostraba reacio a aceptar mi cercanía, pero el yo de hace unos meses era igual, pues prefería sufrir en soledad antes de aceptar un abrazo. De alguna forma que ni siquiera entendía, la amabilidad de los Rigel me había hecho más débil a las muestras de cariño.

Contemplé el firmamento a través de la ventana y me di cuenta de que estaba repleto de estrellas. Era un milagro que no hubiese ni una sola nube.

—¡Hey, mira el cielo! Está despejado —exclamé en voz baja, separándolo de mí—. Deberías estar allí fuera buscando tu cometa y no aquí, conmigo.

—Me da igual, Biel. Además, podré verlo dentro de setenta y cinco años. Prefiero quedarme aquí.

—¿Qué? No seas idiota. Dentro de setenta y cinco años ambos estaremos muertos —le discutí con cierto pesar al analizar la posibilidad de nuestra inevitable muerte. Un pesar que me armó de fuerzas para ponerme de pie—. Levántate, vamos a buscar ese dichoso cometa juntos.

—Pero... Biel, no tiene sentido salir a buscarlo, hoy es el perihelio del Halley, ¿recuerdas? Es decir, que esta es la noche en la que está más cerca del sol, así que lo más probable es que no podamos verlo.

—Me da igual —le espeté, sujetando su mano para levantarlo del suelo—. Cállate, déjame hacer algo por ti.

Karlen ya no opuso resistencia. Sin mediar palabra, salimos de mi casa bajando por el árbol y descendimos la colina cargando solo su mochila, mi linterna y la bicicleta. Cuando llegamos al sendero, se me ocurrió una idea.

—¿Conoces el bosque de las silenes? —Él negó con la cabeza—. Es un bosque que está al sur de la ciudad, como a cuarenta minutos andando. Tiene un acantilado con unas vistas increíbles de Taevas y Visata. ¡Podemos ir allí! —Le quité la bicicleta y me monté en ella—. Vamos, sube. Si nos apuramos llegaremos en menos de quince minutos.

Karlen se sentó en el apoyadero que había detrás del sillín y rodeó mi cintura cuando comencé a pedalear. Recorrimos los caminos más planos para llegarlo antes posible a nuestro destino, aunque una parte de mí deseaba no llegar nunca allí, la misma parte que se puso nerviosa al notar como él se abrazaba a mi cuerpo.

Ya en el bosque, encendí la linterna y cruzamos en silencio un sendero de tierra que había sido formado por los paseos de centenares de personas a lo largo de los años. Alumbré a mi alrededor para buscar alguna de las famosas plantas de silene, o quizás al espíritu del bosque de la leyenda de la que me había hablado Ivan semanas atrás. No me encontré ni una sola de las flores, supuse que el motivo residía en que todavía era invierno. Aun así, tenía muchas ganas de saber cómo de hermoso era el bosque en primavera, a plena luz del día, pues en ese mismo instante, el rocío que perlaba las hojas de las plantas ya le otorgaba bastante belleza al lugar.

Al llegar al acantilado, el cielo que se descubrió grandioso ante nuestros ojos nos dejó mudos. Era oscuro e infinito y estaba salpicado de estrellas que titilaban como si siguieran el ritmo de nuestros corazones.

—Es inmenso —murmuré al fin, dando dos pasos hacia delante—. Me hace sentir tan pequeño.

—Sí, es como si tus problemas dejasen de existir, ¿verdad?

—Bueno, siguen existiendo —aseveré, posando mis ojos en él.

La emoción que me transmitió Karlen mientras miraba el cielo me sobrecogió.

—Sí, claro que siguen existiendo, pero ya no importan tanto —insistió, señalando hacia arriba—. Y bajo un cielo donde ya nada importa, donde eres pequeño, insignificante y mediocre, ¿verdad que te sientes libre para ser tú mismo?

—Je, supongo... —respondí, no muy convencido.

Entonces, Karlen volvió a sujetar mi mano y el firmamento dejó de parecerme inmenso, y yo dejé de ser insignificante. Porque en ese instante, para mí, lo más inmenso de ese mundo era nuestro agarre y el remolino de sensaciones que se arremolinaban en mi pecho.

—¿Ves esa estrella? ¿O esa? ¿O quizás esa? —exclamó, extasiado, señalando múltiples puntos del cielo, desbordando una felicidad que me entristeció—. Alguna de ellas es Elena, lo sé. Nos está observando, como el resto de almas que la acompañan allí arriba, y estoy seguro de que lo que menos desea en este mundo es que nos duela ser insignificantes, porque serlo es maravilloso. Dime, Biel, ¿qué estrella te está observando ahora mismo?

—Ninguna.

—¿Qué? No, seguro que alguna lo está haciendo y se siente orgullosa de tu insignificancia.

—No es verdad, deja de decir tonterías —le interrumpí, hastiado—. ¿Quién se va a sentir orgulloso de mí? Solo soy alguien mediocre que hace infeliz a todo el mundo con su existencia. No debí haber nacido, no pedí nacer, pero lo hice y desde entonces solo le he causado sufrimiento a los demás.

—Pero... —Karlen tocó mi brazo. Yo lo aparté y me froté el rostro con las mangas de la chaqueta.

—Damien tenía razón, ojalá hubiese muerto, ojalá fuese una estrella. Al menos sería grandioso y tú me admirarías.

—Biel, para —me exigió, con la voz firme, sujetándome por ambos brazos—, ¿por qué dices esas cosas tan horribles?

Le mostré el collar que llevaba colgado al cuello desde que tenía memoria y, sin ningún tipo de pudor, le confesé uno de mis mayores motivos de dolor:

—Mi madre murió al tenerme hace diecisiete años. Ella es una estrella, y estoy seguro de que no está orgullosa de mí. Le arrebaté la vida cuando ni siquiera debí haber nacido y destrocé a mi familia. Nadie me quiere y no aporto ninguna felicidad a este mundo, ni a mí mismo. Ojalá... Ojalá pudiese desaparecer —sollocé. Me intenté liberar de su agarre, pero, al no lograrlo, me dejé caer de rodillas al suelo, me abracé a mí mismo y comencé a temblar—. Tengo mucho frío.

Estaba tan concentrado en compadecerme, que tardé en darme cuenta de que Karlen me observaba con los ojos anegados en lágrimas. Entonces, se arrodilló frente a mí, acercó su rostro al mío y me confesó con un tono íntimo, como si me compartiera el mayor de sus secretos:

—Pero si tú me haces muy feliz.

—No me mientas, solo dices eso por pena.

—No, lo digo porque te aprecio, ¿recuerdas? —Esperó una respuesta afirmativa, pero yo negué con la cabeza, agotado—. Biel, ¿qué tengo que hacer para que me creas? Porque haré cualquier cosa por ti con tal de que no llores.

—Simplemente deja de mentirme.

—Yo nunca miento, y mucho menos a ti —murmuró, acariciando mi mejilla con sumo cariño.

—Sí, sí lo haces.

Lo último que observé antes de cerrar los ojos fue como Karlen inclinaba su rostro hacia delante, con una sonrisa comedida. Entonces, noté sus labios sobre los míos, cálidos como su abrazo, y dejé de tener frío, porque sentí que su cariño abrigaba cada pedazo de mi alma, reconfortándola. Tardé un poco en darme cuenta de que me estaba besando, pero ni siquiera me incomodé ante esa idea, ya que nuestro beso fue el medio de transporte para su cariño y una conexión entre mi desahogo y su consuelo, y yo, de alguna forma, logré por fin creer que era querido.

Hasta que, de pronto, recordé que las estrellas nos estaban observando, juzgando nuestros actos. Por eso, decidí romper el beso empujándolo para alejarlo de mí.

—Qué... ¡¿Qué haces?! —exclamé echando el cuerpo hacia atrás para distanciarme un poco más de él. Mi voz temblaba y mi corazón latía a un ritmo frenético—. ¿Por qué me has besado?

Él no me respondió, en vez de eso, hizo algo que me dejó perplejo: se llevó una mano a la boca y se echó a reír. Fue una risa amable y contagiosa que me dejó aún más confundido de lo que yo ya estaba.

—Lo he estropeado todo, ¿verdad? —preguntó, todavía con un rastro de diversión en su voz—. Sí, seguro que sí, pero me da igual, porque he podido demostrarte que te aprecio y tú has dejado de llorar, y eso es lo único que me importa.

Me llevé las manos a la cara, toqué con cuidado mis párpados y descubrí asombrado que ya no había rastro alguno de mis lágrimas ni prueba de ellas en mi piel. No supe si reírme, enfadarme con él o asustarme por lo que acababa de suceder. No opté por ninguna de esas opciones, en vez de eso, aproveché la soledad que me ofrecía aquella noche fría y oscura para hablar con mi corazón, y le pregunté qué debía hacer.

Obtuve la respuesta a través de mis latidos acelerados, del ardor de mis mejillas y del hormigueo que sentía en mis labios, los cuales parecían anhelar otro acercamiento. No les privé de ese deseo, porque también era el mío. Una hora antes, ante la luz de una llama, pedí ser un poco más feliz, y descubrí que podía lograrlo al menos durante esa noche en brazos del chico que juraba apreciarme.

Me incliné hacia delante buscando que me amara, que me cuidara y me atesorara solo un rato, no pedía nada más. Que fingiéramos ser nosotros mismos, siendo nosotros mismos. Acuné su rostro entre mis manos y me acerqué un poco más a Karlen. Él no pareció entender mis intenciones hasta que nuestros labios volvieron a encontrarse, y se quedó quieto, recibiendo mi beso lento y tímido.

Al cabo de unos segundos, me correspondió con torpeza, pero se separó, posó su frente en la mía y, con cierta vergüenza, me confesó:

—Perdona, no... no sé seguir. —Colocó sus manos en mi pecho y agachó la mirada—. Lo siento.

Me dominó una agradable sensación de comprensión al escuchar sus disculpas. Pensé en todas aquellas palabras que me habría gustado recibir cuando estuve en su lugar, porque, en ese instante, yo lo quería a él: cómodo, libre y feliz por cuidarme.

—Eso no importa, yo te enseño —le respondí, rodeando su cuello con mis brazos, dejando cortos besos en sus labios.

Ninguno de los dos volvió a hablar después de eso. Solo nos limitamos a besarnos, primero poco a poco, con vergüenza. Luego, con una decisión mutua que me explicó hasta qué punto éramos unos ilusos que creíamos encontrar la solución a nuestros problemas en los labios del otro. Y bajo aquel cielo despejado que me mostró el reflejo de mi insignificancia, me sentí liviano, merecedor de sus muestras de afecto y de la felicidad en toda la plenitud de la palabra.

••• 

Quiero que me dejéis aquí todas vuestras opiniones del capítulo. Si comentáis, os avisaré cuando publique el siguiente capítulo. Espero que os haya gustado, porque está claro que todo va a cambiar después de esto :'). Nos vemos, si puede ser, el próximo domingo.  

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro