4. La estela que dejaron tus palabras en mi alma.

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El martes de la semana siguiente, tras llegar al instituto, subí emocionado las escaleras que conducían al aula donde se impartía Matemáticas. Me encantaba esa asignatura. De hecho era el alumno más aventajado, al igual que en Deportes. En el resto de materias sucedía todo lo contrario: no lograba aprobar ni un solo examen. Si no repetía curso era poque el gobierno de Pravneba no permitía tomar esas medidas salvo casos extremos. Querían presumir ante el mundo de sus bajos índices de fracaso escolar, y yo me beneficiaba de eso.

Al entrar en clase me senté en la parte trasera con Yuliya, que charlaba con Nikolai sobre una película que habían emitido en la tele la noche anterior. Saqué de la mochila un estuche y varios folios y esperé con paciencia a que llegara el profesor. Cuando este hizo acto de presencia, contó a sus alumnos con la mirada, pero ni siquiera reparó en mi presencia. No me molestó, estaba acostumbrado.

Dos horas después sonó la campana que anunciaba el descanso, así que todos se levantaron de sus asientos para salir al patio exterior. Yo me quedé diez minutos más dentro del aula porque estaba muy entretenido despejando una ecuación de segundo grado que ninguno de mis compañeros había sido capaz de resolver.

Me gustaban mucho ese tipo de ejercicios. Los números se podían usar para plantear problemas de lo más enrevesados. Aunque, a diferencia de los conflictos que nos presentaba la vida, en las Matemáticas solo existía una solución que era siempre la adecuada, sin matices.

—Equis es igual a cinco y menos cinco —murmuré, subrayando el resultado correcto. 

Salí del aula satisfecho de mí mismo, caminé hacia el patio y me senté en un banco donde se encontraban mis amigos. Nikolai y Yuliya seguían hablando de películas mientras Yerik los escuchaba en silencio. No le presté atención a la charla; mis ojos estaban fijos en un grupo de chicas al otro lado del patio, más concretamente en Irina, que vestía una camiseta rosa y un pantalón de peto vaquero que me recordaba al que usaban los trabajadores de las minas de carbón, pero que, a diferencia de ellos, le otorgaba un aspecto grácil que la embellecía.

Cuando terminó el descanso, regresamos al aula de Matemáticas. Fui a mi mesa y me dispuse a continuar con algunos ejercicios sin prestarle atención al leve murmullo que se acababa de formar en los asientos de delante. Sin embargo, llegó un momento en el que nadie pudo seguir ignorándolo.

—¿Sucede algo? —le preguntó el profesor al grupo de alumnas que causaban el bullicio. Ahí me percaté de que se trataba de Irina y sus amigas. 

Todos alzamos la vista para prestarles atención. Entonces tomó la palabra Olga Vólkova, la líder del grupo. Era una chica bajita y muy delgada, con un porte delicado que había adquirido tras años practicando gimnasia rítmica y que distaba mucho de su actitud tajante y sus aires de superioridad. 

—Maestro, uno de nuestros compañeros le ha robado el estuche a Irina.

—Olga, esa es una acusación muy grave y no tienes pruebas —le reprendió el señor, acercándose a ellas—. Irina, ¿estás segura de que trajiste ese estuche al instituto? ¿No te lo habrás olvidado en casa?

Desde mi posición solo pude ver como ella negaba con la cabeza. Acto seguido sus amigas decidieron intervenir:

—Ella lo trajo a clase. ¡Nosotras lo vimos! —exclamó una de las chicas—. Es más, cuando salimos al patio seguía encima de su mesa. ¡Lo juro!

—Tendré que creeros. —El profesor se cruzó de brazos, se rascó la barbilla y volvió a contar a sus alumnos con la mirada. Esta vez sí que reparó en mi presencia—. ¿Alguien sabe algo que nos ayude a solucionar este problema? —Todo el mundo se mantuvo en silencio—. Está bien. ¿Quién fue el último en abandonar el aula?

Me paralicé y recé para que nadie se hubiese dado cuenta de que había sido yo. Pero mis rezos fueron en vano porque la mayoría de los alumnos giraron su cabeza hacia donde me encontraba, incriminándome con ese gesto.

—¡Biel fue el último en salir! —exclamó Olga—. Seguro que lo robaste tú, por eso no le quitabas el ojo de encima a Irina en el descanso. ¡La estabas vigilando!

—¡Eso no es verdad! —respondí, molesto por su irritante voz—. ¿Y si fuiste tú la ladrona y por eso me estás echando la culpa sin pruebas? ¿Eh?

Mi compañera se señaló el pecho y soltó un sonoro «Ja» con el que nos dejó claro lo mucho que le desagradaba mi acusación. Ahí me percaté de que todos me estaban observando con duda como si no me creyesen, incluso mis amigos.

—¿Qué miráis? —les espeté, harto.

Entonces, Olga volvió a intervenir.

—Está bien. Si tan seguro estás de tu inocencia, muéstranos lo que guardas dentro de tus bolsillos y tu mochila.

La miré con los ojos entrecerrados. Tras unos segundos en silencio, le di una respuesta escueta movido por el orgullo:

—No.

En ese instante no me impotó que me considerasen culpable debido a mi negativa; no necesitaba demostrarles nada. Era problema de ellos no creerme. 

—Biel —intervino de pronto el profesor—. Sal del aula. Ahora.

Incrédulo y resignado, me levanté de mi asiento empujando la silla hacia atrás, me puse la mochila a la espalda y salí de la clase dando un portazo. Una vez en el pasillo, apreté mi colgante. No me dio tiempo a descargar toda mi rabia dándole una patada al muro que tenía en frente, porque el profesor de Matemáticas apareció frente a mí y me sujetó por el hombro.

—Orionov, vamos a resolver esto por las buenas: dame ahora mismo el estuche de Petrova y me olvidaré de este asunto —me exigió, colocando su mano abierta frente a mi pecho—. Ahora.

—No.

—Estoy teniendo mucha paciencia contigo. Voy a contar hasta quince, si al terminar no me has devuelto ese estuche llamaré a tu padre. 

Abrí mucho los ojos ante su amenaza. Después, le di un manotazo para apartar su brazo y lo encaré:

—Me estás acusando sin pruebas, tú dijiste que era feo acusar sin pruebas, ¡no hice nada! —farfullé por culpa de los nervios—. ¿Por qué me echas la culpa?

El hombre no me reprendió por mis malos modos, solo mantuvo una actitud cansada, como si mi presencia lo agotase mentalmente, detalle que me exasperó.

—Porque no quieres enseñarnos lo que tienes en la mochila. Simple.

—Pero si ya te he dicho que no he sido yo. Los profesores siempre decís que si somos sinceros no tendremos problemas. ¿Por qué a mí no me crees? Jodido hipócrita de mierda.

Ahí me di cuenta de que me había excedido con mis palabras, porque el profesor perdió el temple tranquilo que tanto le caracterizaba y me respondió con un tono de voz airado que jamás había escuchado en él:

—¿Sabes por qué nadie te cree, Orionov? Porque eres un mentiroso, porque solo causas problemas, porque nos destrozas las clases y haces que mi trabajo se vuelva imposible de soportar. ¡Por eso no te creemos! Porque a pesar de que te damos una nueva oportunidad cada día no nos demuestras que quieres cambiar; porque has manchado tu honor y con ello has sentenciado tu verdad. Ahora, ¡dame el estuche y déjame seguir dando clase de una vez!

En ese instante me sentí tan apabullado por su respuesta que no supe cómo responder. Además, el profesor ni siqueira se mostraba arrepentido por la manera en la que me había hablado. Apreté con fuerza la mandíbula como si con ese simple gesto pudiese contener las lágrimas que estaban intentando brotar de mis ojos. Acto seguido me quité la mochila, la abrí y le mostré el interior. Cuando terminó de revisarla, se llevó una mano a la frente y resopló:

—Regresa a clase, Orionov.

—No. Que te den, bastardo.

—¿Esa es siempre tu solución a todo? ¿Insultar? Así solo lograrás que las personas desistan contigo y te dejen solo —me recriminó mientras yo me alejaba corriendo hacia los baños—. La culpa de lo que ha sucedido hoy no es nuestra. Estas son las repercusiones de tus actos. El día que madures lo entenderás.

No seguí escuchándolo; me encerré en uno de los cubículos del baño y me llevé las manos al rostro, que ardía por culpa de la vergüenza y la impotencia. Y allí me quedé, solo, hasta el final de la jornada escolar. 

•••

Por la tarde, después de comer en casa con mi madre, decidí ir al hogar de los Rigel para ayudarlos en lo que fuera que necesitasen. Durante todo el camino mi cabeza se convirtió en un campo de batalla mental. Por un lado, me odiaba a mí mismo por regresar a un lugar donde me hacían sentir frágil y expuesto. Pero, por otro lado, no dejaba de preguntarme por qué ese matrimonio me trataba con amabilidad y comprensión a pesar de los problemas que les había causado.

Cuando llegué al mercado, me apoyé en un muro y contemplé el abedul que tenía en frente. Aquel árbol, de copa frondosa y hojas verdes, destacaba entre los que conformaban el paisaje porque todavía no había sido visitador por el otoño. De hecho, parecía que se aferraba a la primavera, la cual circulaba por su madera como la savia, dándole vida.

Caminé hasta el puesto de los Rigel con paso aletargado y en el más estricto silencio. Lo único que se escuchaba en ese momento era el murmullo del viento y la conversación que mantenían, a lo lejos, dos ancianos que estaban sentados frente a un puesto de ropa. Al llegar a la tienda miré a los lados frunciendo el ceño. Parecía que no había nadie.

—¡Hola! ¿Hay alguien?

No me dio tiempo a llamarlos de nuevo, porque de pronto escuché unos pasos a mi espalda. Me di la vuelta y me encontré frente a frente con el hijo de los Rigel: Karlen.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó antes de que tuviera tiempo de reaccionar, con un tono de enfado que me pilló desprevenido—. Te dije el otro día que no regresases. 

Lo miré de arriba a abajo con cierto desdén. Vestía una camiseta negra y un pantalón desgastado del mismo color. Su cabello azabache se veía alborotado y su rostro, impregnado de sudor, estaba manchado de tierra, al igual que sus manos. Llegué a la conclusión de que quizás lo había interrumpido mientras ayudaba a sus padres en el huerto.

—Tus padres están por aquí, ¿cierto?

—Eso no te importa, lárgate —me espetó, haciéndome perder la paciencia.

—Oh, por favor, déjame en paz. Tus padres me han pedido que les ayude y sea tu maldito amigo porque eres un marginado, ¿o acaso ya te has olvidado de eso?

—No, y me da igual. Vete.

—Voy a regresar las veces que me dé la gana.

Di un par de pasos hacia delante para acortar la distancia entre ambos, detalle que lo cohibió y aproveché para intimidarlo. Karlen esquivó mi mirada y dejó escapar un suspiro entrecortado. Después, retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared de madera de su casa. Apretó los puños, tensó la mandíbula y me respondió con voz baja pero autoritaria:

—Lárgate.

—Échame tú.

Levanté la mano para sujetarlo por el cuello de su camiseta cuando, para mi asombro, me agarró de la muñeca con firmeza, apretándola con tanta fuerza que me hizo daño.

—Oye, suéltame —me quejé, zarandeando el brazo en vano.

Entonces, por el rabillo del ojo, noté cómo Danika se acercaba a nosotros corriendo.

—¡Karlen! ¿Qué estás haciendo? —le increpó a su hijo, que me soltó la muñeca. Al llegar a nuestra posición le pellizcó la mejilla con fuerza—. ¿Te parece normal tratar así a Biel? Pídele disculpas ahora mismo.

El chico se revolvió para liberarse del agarre de su madre. Luego soltó un suspiro corto, agachó la cabeza y se dirigió a mí:

—Está bien. Siento mucho haberte gritado que te fueras.

—Así me gusta. Ahora discúlpate con él por lo que le dijiste el otro día.

—¿El otro día? —repetí contrariado, pero ambos hicieron caso omiso a mis palabras.

El hijo de los Rigel inclinó la cabeza y curvó su boca dibujando un gesto que mezclaba tristeza y cansancio. Después, posó la mirada en mi hombro y prosiguió:

—Siento mucho haberte dicho la semana pasada que eras una mala persona que hacía daño a los demás. No me había dado cuenta de lo negativas que eran mis palabras.

Me quedé mudo, sin tener la más remota idea de qué responder. ¿En serio se estaba disculpando conmigo por eso? Es más, ¿cómo era posible que su madre tuviese constancia de aquel percance? ¿Acaso se lo había contado? La simple idea me resultaba absurda y potenciaba mi idea de que Karlen era un chico muy extraño.

—Así me gusta —murmuró Danika. Acto seguido, sujetó nuestros brazos y prosiguió—: ahora daros la mano como forma de firmar la paz.

—¿Qué? —exclamamos los dos al unísono, lo que le hizo reír.

—Sois personas maduras, ¿no? Entonces seréis capaces de sellar la paz con un simple apretón.

Asentí  y coloqué la mano extendida frente al chico. Tras unos segundos de duda, él se resignó y la aceptó, firmando una tregua ficticia que dejó más que satisfecha a la señora Rigel. Karlen me soltó y se cruzó de brazos. Yo me quedé pensando en un detalle que había llamado la atención: a pesar de su apariencia fría y distante que emanaba un aura invernal, su piel desprendía una calidez de lo más agradable, propia del verano.

Danika le acarició la mejilla a su hijo y entró en la casa. Él aprovechó esa ausencia para dar un par de pasos hacia atrás, aumentando la distancia entre ambos. En ese momento me nació la imperiosa necesidad de preguntarle por qué actuaba como si el resto de personas fuésemos un germen al cual era mejor evitar, pero deseché la idea al instante porque sabía que no obtendría ninguna respuesta.

—Biel, ya sé en qué me puedes ayudar hoy: mi hijo tiene que ir al centro de Taevas a llevar una vieja máquina de coser a la tienda de empeños —me comentó desde el interior de la casa. Acto seguido, salió por la puerta cargando una enorme caja de cartón y me la entregó—. Él no conoce mucho la zona así que acompáñalo, por favor.

Su hijo, que acababa de coger un trapo que colgaba de una ventana para limpiarse la cara y las manos, nos miró con los ojos entrecerrados y se alejó del puesto sin intercambiar ni una sola palabra con nosotros, dejándonos claro que no estaba de acuerdo con la idea. 

La señora se acercó a mí con disimulo y me murmuró:

—Después necesito que uséis el dinero que os den por la máquina para ir donde la costurera y comprar hilo negro, una bobina, una caja de alfileres y unas tijeras.

—De acuerdo.

—Y por favor, trata bien a mi hijo. No te extrañes si ves que huye de la gente o si no te dirige la palabra durante todo el camino. ¿Me lo prometes?

—Vale.

Cargué con la pesada caja y me despedí de la señora Rigel. Cuando alcancé a Karlen a las afueras del mercado, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad en el más estricto mutismo. Yo no dejaba de darle vueltas a la petición que me había hecho esa mujer. ¿Cómo demonios no me iba a extrañar que su hijo huyese de las personas? Eso era muy raro, demasiado, y estaba dispuesto a averiguar el motivo.

—Oye, una pregunta: ¿por qué huyes de la gente?

Esperé su respuesta en vano, porque se mantuvo en silencio como si nadie le hubiese dirigido la palabra.

—¡Eh! Te hice una pregunta, ¿estás sordo? —insistí, y entonces caí en cuenta de un detalle—. Espera, no eres sordo, ¿verdad? —Me detuve, dejé la caja en el suelo y me llevé las manos a los costados. Después, medité mi pregunta durante un instante—. No, es imposible que lo seas; mantuviste una conversación con tu madre hace un rato.

Solté un quejido mientras estiraba la espalda y suspiré. Dios, ¡qué caja tan pesada! ¿Qué llevaba dentro? ¿Una máquina de coser o un mamut? Karlen se acercó con la intención de recogerla y yo dibujé una sonrisa escéptica en mi rostro; era evidente que un chico tan debilucho como él no sería capaz de levantarla del suelo ni un solo centímetro.

Para mi sorpresa, recogió la caja sin ningún tipo de dificultad como si se tratara de una pluma y continuó su marcha dejándome atrás.

Puñetero bastardo, me hacía sentir débil.

—Ya sé que me estás ignorando —proseguí—, pero podrías ser un poco más amable conmigo; me han mandado vigilarte como si fuese tu niñero. —Me crucé de brazos y posé mis ojos entrecerrados en su espalda—. Si pasas de todos los que intentan hablar contigo, acabarás solo en la vida. Nadie quiere estar con alguien que lo ignora, ¿sabes?

El chico se detuvo de pronto. Pensé que lo había herido; nada más lejos de la realidad porque volvió a retomar la marcha en silencio.

—No tienes ningún amigo, ¿verdad? No me extraña con esa actitud que llevas como si no te interesara nadie. Yo sí tengo —murmuré, y por un momento tuve un pensamiento que me resultó chocante e incómodo: incluso yo tenía amigos—. Son los tres chicos que conociste en el río hace unas semanas, los que te tiraron la caja de verduras. Sé que los recuerdas porque te chivaste de ellos a tu madre. Van al mismo instituto que yo. —Ahí recordé que no me defendieron cuando me acusaron de robar un estuche y torcí la boca—. Aunque son unos idiotas. 

Me quedé callado un rato para no gastar saliva de manera innecesaria. Seguí caminando con los brazos detrás de la cabeza, silbando una canción que había escuchado en la tele. Mientras tanto, repasé mi monólogo anterior para no aburrirme. Entonces, me percaté de algo:

—Oye, ahora que lo pienso: el Tereshkova es el único instituto al norte de Taevas. Nacimos en el mismo año pero ni siquiera estás en mi curso. ¿Por qué? ¿Vas al instituto que está al sur o estudias en tu casa?

Como era de esperar, no obtuve respuesta alguna. Al cabo de unos minutos nos adentramos en una calle amplia que nos anunció, con su existencia, que nos aproximábamos al centro de Taevas. Le indiqué la localización de la tienda de empeños y miré a la gente que caminaba a una distancia prudencial de nosotros. A los niños que jugaban a lanzarse hojas secas, a las madres que los llamaban para que regresasen a sus casas y a los hombres ataviados con sus petos y bolsas llenos de polvo, que regresaban al calor del hogar tras arduas horas de trabajo en las minas o en la central como si ese fuese el mejor pago a cambio del sudor de sus frentes.

Alcé la vista y contemplé, a cada lado de la calle, los departamentos prefabricados construidos con ladrillo en los que vivía esa gente. Cada uno de esos altísimos edificios parecía una copia del contiguo, detalle por el que me surgió la duda, bastante inocente, de si sus moradores eran capaces de recordar con exactitud en cuál de ellos vivían. La verdad es que me alegraba tener casa propia. De hecho me consideraba afortunado, ya que esos monobloques que había ordenado construir el Gran Líder de La República de Pravneba, de diseño bruto y ahogante, me causaban claustrofobia visual. Es más, estaba seguro de que nadie se sentía a gusto viviendo en ellos.

—Los departamentos de Visata son mejores que los nuestros, ¿verdad? —le pregunté a Karlen—. Aunque bueno, seguro que la mayoría tenéis casa propia. —Nada. Qué exasperante era su incapacidad para entablar una conversación—. No entiendo por qué te mudaste a Taevas si en Visata se vive mil veces mejor. ¿Tiene algo que ver con tu mudez selectiva? 

Nos detuvimos delante de la tienda de empeños. Al entrar fui yo quien charló con el dependiente. Karlen ni siquiera lo saludó o le dirigió la mirada. Como era de esperar, el señor no tomó su indiferencia con muy buen humor. Después, cuando fuimos con la costurera, sucedió lo mismo. De verdad que no lograba entender qué problema tenía ese chico con la gente. Si no hubiese cargado con la caja la mayor parte del camino lo habría llamado inútil. 

Al regresar a la calle nos encontramos a muchísima más gente paseando. Estaba seguro de que habían salido para aprovechar los últimos rayos de sol antes de que anocheciera. Empezamos a caminar mientras Karlen se mantenía detrás de mí sujetándose el brazo con la mano contraria. En un momento dado, dos señores pasaron por nuestro lado rozándonos los hombros y él se apartó de manera brusca para mantener la distancia. Volví la vista al frente y suspiré. Qué conducta tan insoportable, se comportaba como si temiese que alguien fuese a pegarle.

Me detuve, percatándome de que quizás había hallado una explicación lógica a su comportamiento. Y, de llevar razón, lo entendía mejor que nadie.

—Oye —dije dándome la vuelta—. Nadie va a hacerte dañ...

No pude terminar la frase porque, al girarme, descubrí que el hijo de los Rigel se había ido.

Retrocedí sobre mis pasos y lo busqué con la mirada entre la muchedumbre que se dispersaba. Por suerte lo encontré a unos metros parado en medio de la calle, situado a una distancia prudencial de un hombre que vestía una capa negra con la que ocultaba todo su cuerpo. 

Al acercarme a Karlen descubrí que se trataba de un mendigo. Ese detalle me resultó muy llamativo; a pesar de las penurias en las que estaba sumida Taevas, no era común encontrarse con una persona pidiendo en calle. De hecho, estaba mal visto. El gobierno de Pravneba consideraba que los pobres daban mala imagen e incomodaban a sus ciudadanos, por lo que debían ocultarse bajo cualquier techo antes de ensuciar las calles.

Movido por la curiosidad, escruté al hombre sin ningún reparo. Era un titiritero. Estaba subido a una caja de madera oculta bajo su larga capa y manejaba una marioneta de madera que imitaba a un niño sonriente.

Karlen se acercó con cuidado al mendigo mientras mantenía la vista fija en la marioneta. Cuando estuvo a un palmo de distancia, se arrodilló frente a él.

—¡Vaya! Parece que hemos llamado la atención de un joven muchacho —comentó el señor, moviendo el muñeco de tal forma que parecía que era este el que hablaba—. Dime, ¿cuál es tu nombre?

El chico se limitó, de nuevo, a quedarse callado.

—Me temo que eres alguien de pocas palabras, ¿eh? —prosiguió, y luego se dirigió a ambos—: ¿sabéis por qué soy titiritero?

—¿Percances de la vida? —contesté en tono burlón.

El señor movió la marioneta para que se cruzara de brazos, como si se hubiese indignado ante mi respuesta, detalle que provocó que se me escapara una breve risa.

—En absoluto, jovencito. Decidí dedicarme a este humilde oficio porque creo que hay muchos sentimientos que se pueden expresar y evocar sin la necesidad de recurrir a las palabras.

—Qué embustero —murmuré ante su pobre excusa. ¿Qué tenía que ver eso con el hecho de ser titiritero?

El señor empezó a mover los comandos de madera que guiaban su marioneta y la situó a escasos centímetros del rostro de Karlen. Este se quedó inmóvil unos segundos sin saber cómo reaccionar. Después, para mi sorpresa, levantó una mano y el muñeco levantó la suya. La movió a los lados y este lo siguió imitando. Y así estuvieron jugando durante un par de minutos en los que a mí me entraron las irrefrenables ganas de participar, aunque opté por no hacerlo.

Levanté la vista y me fijé en que estaba oscureciendo. Di un paso hacia delante para decirle al chico que deberíamos volver a su casa, pero me detuvo un sonido: el de su risa. Era una risa jovial, tranquila y cálida que distaba mucho de su personalidad fría y apagada. Me quedé en silencio, repitiendo ese sonido en mi mente como si me hubiese convertido en la marioneta de su alegría.

De pronto, él giró el rostro y me mostró una amplia sonrisa, unos ojos azules oscuros destellantes de vida, una faceta escondida tras sus gestos serios o de cohibida tristeza. Sin embargo, cuando se percató de que lo estaba observando notablemente sorprendido, apretó los labios para ocultar cualquier rastro de júbilo como si sintiese pudor de su propia alma.

Metí las manos en los bolsillos y me acerqué a él para no perder detalle de su rostro. Entonces, el titiritero tomó la palabra con una voz aguda que fingía ser la de la marioneta:

—¿Ves? Te he hecho reír. Ya sabía yo que en el fondo eras un chico muy risueño. —Acto seguido, movió el muñeco de tal forma que este le sujetó el rostro a Karlen—. Tu sonrisa me dice que a pesar del sufrimiento, serás un chico muy afortunado en la vida. Solo no dejes que la maldad de este mundo tape tu voz. 

Karlen se separó del muñeco y miró al señor con los ojos muy abiertos y un gesto inexpresivo en su rostro. Luego le dedicó una sonrisa más tímida. Se levantó del suelo y rebuscó en sus bolsillos. Yo deduje sus intenciones y me encogí de hombros.

—Te recuerdo que nos gastamos todo el dinero en la sastrería —le avisé y él curvó su boca, apenado. Rodé los ojos, saqué una moneda del bolsillo y la lancé dentro del vaso de plástico que usaba el titiritero para recibir limosna—. Quería comprarme un bocadillo con ella pero ahora da igual, ya casi es hora de cenar.

—Muchas gracias, jovencito —me agradeció el señor, y yo me despedí de él con un movimiento de cabeza.

Empecé a caminar para alejarme de ellos. Karlen no tardó ni dos segundos en seguirme aunque, a diferencia de antes, decidió ir delante de mí.

Me mantuve en silencio durante el camino de regreso al mercado; había desistido de hacer mis preguntas invasivas. La noche se hizo presente de manera paulatina, devorando todo rastro de luz y dejándonos libres en la incierta oscuridad. Un frío insoportable, producto del miedo, heló mi cuerpo.

—Creo que es mejor que regrese a casa —le avisé—. Mis padres se estarán preguntando dónde me he metido.

Agaché la mirada y me abrigué metiendo las manos en los bolsillos delanteros de mi chaqueta. Entonces, me fijé en que Karlen tenía la mirada alzada. Aceleré el paso para situarme a su lado y descubrí que estaba contemplando el cielo con una sonrisa tranquila. Volví a aminorar la marcha y me sumergí en mis pensamientos hasta que, de pronto, su voz me interrumpió:

—¿No te parece increíble el cielo por la noche?

—¿Eh? —dejé escapar, sorprendido. Por fin me dirigía la palabra pero no entendía el motivo—. No, odio la noche.

—¿Por qué?

—Los monstruos que más odio siempre salen a esas horas.

No di más explicaciones. No necesitaba saber el verdadero motivo: que los primeros recuerdos de mi infancia se resumían en las noches oscuras y solitarias en las que me escondía debajo de las sábanas de mi cama y me tapaba las orejas para no escuchar como el monstruo pegaba a mi madre. Ella solía decirme cada día que si cerraba los ojos y tenía pensamientos positivos lo espantaría. Sin embargo, cuando escuchaba sus sollozos de noche, era incapaz de seguir su consejo; los pensamientos negativos se apoderaban de mi mente y entonces el monstruo me arrancaba las sábanas, dispuesto a hacerme daño. 

La oscuridad era mi mayor enemiga y a la vez mi mayor confidente, porque me veía llorar y ser débil pero, a la vez, me guardaba ese secreto. 

—¿Sabes? Eso a lo que tanto temes está aquí en la tierra, no allí arriba —me explicó, señalando al firmamento con el dedo índice. Después se dio la vuelta, posó sus oscuros ojos en los míos y me dijo—: los monstruos no existen en el cielo.

—Pero nosotros estamos en la tierra, con ellos.

—Ya, qué pena.

Contemplé la inmensidad de la bóveda celeste, que nos abrigaba como una sábana de la que ningún monstruo sería capaz de despojarnos. De pronto, de manera repentina, una estrella cruzó el cielo, detalle que me fascinó. 

—Biel —me llamó Karlen, con una voz clara y confidente que me llegó como un susurro—. Gracias.

—¿Por qué?

—Que le dieses tu moneda a ese señor fue un detalle muy amable por tu parte. —Miró al suelo y movió una piedra con el pie. Después, me dedicó una última sonrisa—. Te juzgué mal. Lo que pensé la primera vez que te vi era cierto: eres una buena persona. En fin, ten cuidado de vuelta a casa. —Levantó el brazo para despedirse de mí y se dio la vuelta—. Nos vemos. 

Sus palabras me provocaron un escalofrío que recorrió mi cuerpo. Quise dar un paso hacia delante y preguntarle qué vio en mí para tener una opinión tan distinta a la del resto de personas. Pero no logré hablar; mi voz se había ahogado entre las aguas de la confusión, y las lágrimas empezaron a inundar mis ojos nublándome la vista. En ese momento, aunque la odiara, le agradecí a la noche que ocultase todo vestigio de mis debilidades.

Cuando conseguí controlar la tristeza que me invadía, me llevé las manos al rostro para limpiar mis lágrimas. Ahí me percaté de que mis mejillas estaban ardiendo. Entonces, conseguí pronunciar con un hilo de voz las palabras apropiadas, aquellas que muy en el fondo de mi corazón deseé decirle a Karlen durante toda la tarde:

—Espera. Quiero conocerte.

Sin embargo, él no estaba allí para escucharlas, porque cuando mi vista se aclaró descubrí que ya se había ido, que había desaparecido de ese paraje nocturno como una estrella fugaz, dejando una estela de calor en mi alma. 

•••


¡Hola! Aquí tenéis el cuarto capítulo de esta obra. Espero que os haya gustado. No os olvidéis de votar y comentar; es un bonito pago para los escritores ♥

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