5. La sombra de la mentira.

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El primer viernes de noviembre comenzó siendo un día normal como otro cualquiera. Lo único reseñable eran unas nubes grises que habían aparecido en el cielo, vaticinando una posible tormenta. Me aparté de la ventana del aula de Literatura y me maldije por no haber llevado un paraguas al instituto; mojarme por culpa de la lluvia era algo que odiaba casi tanto como la noche.

Dejé escapar un largo suspiro y me senté en una de las mesas que se encontraban en el fondo del aula, al lado de Nikolai. Mi amigo, que no había reparado en mi presencia durante toda la mañana, clavó su mirada en mi sien durante diez interminables segundos hasta que decidió dirigirme la palabra:

—Eh, pecoso. Últimamente estás más callado que Yerik, ¿te pasa algo? —me interrogó. Yo negué con la cabeza—. Te recuerdo que mi padre es policía y me ha enseñado un montón de cosas sobre lenguaje corporal, por lo que soy un experto detectando las mentiras, ¿sabes? Así que dime de una vez lo que te pasa.

Lo observé entrecerrando los ojos sin disimular una mueca de hastío. Estaba muy enfadado con él, con Yuliya y con Yerik porque no me defendieron cuando nuestros compañeros me acusaron de robarle un estuche a Irina. Sin embargo, a pesar del gran resquemor que les guardaba por aquel detalle que consideraba una traición a nuestra confianza, decidí no decirle la verdad. ¿Para qué? No valía la pena.

—Es que estoy preocupado porque he adoptado a una paloma y no tengo ni idea de qué darle de comer —le mentí. Mi mascota con plumas se había adaptado muy bien a su nueva dieta basada en bocadillos. Mis bocadillos para ser más exacto—. Por eso estoy tan callado.

Nikolai se quedó mudo durante un instante. Después frunció tanto el ceño que pensé que sus cejas se estaban dando un beso.

—¿Una paloma? ¿En serio? —insistió en saber, y yo afirmé con la cabeza—. Eres un bicho raro.

No le di importancia a su comentario, lo importante era que me había creído. Aunque un detalle que me llamaba la atención de Nikolai es que siempre presumía de que su padre le enseñaba muchas cosas sobre su oficio, pero a la hora de la verdad eran tan ignorante como yo en muchos aspectos de la vida.  

Unas voces captaron mi antención. Provenían de las chicas que se sentaban en los puestos delanteros. Supuse que estaban hablando de mí, así que decidí ignorarlas; desde el incidente con el estuche me había convertido en el tema principal de sus conversaciones. Ellas estaban convencidas de que era el culpable de aquella desaparición. De hecho, en los descansos, escuchaba a lo lejos como me llamaban «ladrón». 

—Profesor —murmuró una chica cuando el profesor de Literatura, el señor Romanov, entró en el aula—. Tengo un problema.

—¿Qué sucede? —preguntó el interpelado al cerrar la puerta.

Mi compañera empezó a hablar en voz baja y con actitud recelosa, pero eso no me impidió escuchar lo que le decía porque me involucraba:

—No encuentro el reloj que dejé encima de la mesa cuando salimos al patio. Lo dejé ahí y ahora ya no está.

De pronto, todos mis compañeros se giraron para verme. Me llevé las manos a la cara y dejé escapar un largo suspiro. El profesor, que se caracterizaba por su mal genio y mano dura, no se hizo de rogar; se llevó las manos a la espalda, levantó la barbilla y dijo con voz tajante:

—Voy a contar hasta diez. Si al terminar nadie le ha devuelto el reloj a su compañera, procederé a revisar las pertenencias de cada uno de los presentes hasta encontrarlo.

El hombre cerró los ojos y comenzó a contar en voz alta. Como era de esperar, cuando llegó al número diez, nadie le había devuelto el reloj a la chica. Romanov se aflojó el nudo de la corbata, carraspeó, se dirigió a su escritorio y agarró la regla de madera con la que golpeaba la pizarra cuando quería que le prestásemos atención. Acto seguido, se colocó frente a una de las mesas delanteras y le dijo a un compañero con voz autoritaria:

—Vacía tus bolsillos y tu mochila.

El chico obedeció sin rechistar, movido por el miedo, al igual que lo hicieron después el resto de los alumnos, porque el señor Romanov desfiló como un sargento por cada uno de los pupitres inspeccionándolos a todos. Sin embargo, cuando se situó ante mí mesa, no se lo puse tan fácil.

—Vacía tus bolsillos y tu mochila —me exigió, pero no le hice caso—. Orionov, hazlo. Ya.

Negué con la cabeza al instante y apoyé las manos en la mesa. Entonces, el profesor me dio un reglazo en los nudillos. Contuve la respiración como si con ese gesto pudiese reducir el enorme dolor que sentía. Al cabo de unos segundos de pesado silencio, volví a escuchar su voz. 

—Obedéceme o el próxima golpe será en tu mejilla. 

Accedí a pesar de la vergüenza, ya que un reglazo en el rostro dolía mucho más y dejaba marca muy fea en el rostro que duraba varios días. Saqué de los bolsillos tres cigarros, un mechero y un pañuelo. Después abrí la mochila, le di la vuelta y esparcí su contenido sobre la mesa: varias libretas, bolígrafos y lápices. El problema fue que, de pronto, contemplé con pavor como salían de su interior un estuche rosa y un reloj de muñeca que no eran míos.

—¿Qué...? ¿Qué hace eso ahí? —conseguí balbucear antes de que el profesor me volviese a golpear con la regla en el dorso de la mano—. ¡Yo no metí eso en mi mochila! —exclamé, aunque yo mismo me di cuenta de que mis palabras sonaban muy poco creíbles.

—Debería darte vergüenza robarle a tus compañeros —me increpó, señalando la puerta del aula—. Lárgate a dirección ahora mismo. Y tú, Alexander —se dirigió a nuestro representante—, acompáñalo y explícale lo sucedido al director. 

Abrí mucho los ojos y di un paso hacia atrás. Acto seguido observé a mis compañeros y amigos, los cuales me devolvían la mirada con un gesto que mezclaba decepción y sorpresa. La rabia empezó a dominarme; era consciente de que uno de ellos había metido esos objetos en la mochila para incriminarme.

No me defendí porque sabía que no me creería, así que salí del aula dando un portazo y bajé las escaleras hecho una furia, seguido por Alexander. Cuando entré en dirección, me senté delante del escritorio del director Vostok e intenté dejar la mente en blanco para ignorar las explicaciones que le daba el representante. Dos minutos después se fue de la estancia, dejándonos solos. 

—Orionov —me habló el director, con voz cansada—. ¿Me podrías explicar por qué le robaste a tus compañeros? ¿Lo hiciste para llamar la atención? —Se quedó callado esperando una respuesta que jamás llegó—. ¿Acaso tu familia está atravesando por algún tipo de dificultad de carácter económico? ¿O tú estás metido en algún problema de esa índole que debamos saber? 

Como me mantuve callado, el director descolgó el teléfono que tenía sobre su escritorio y se dispuso a llamar a mi padre. Yo estaba paralizado, deseando que la tierra me tragase o que el día terminase lo antes posible. Antes de que mi padre le respondiese, me volvió a dirigir la palabra:

—¿No te avergüenza darle siempre tantos problemas a tus padres?

Esa pregunta me pilló desprevenido y, de alguna forma, me hartó bastante. Por eso mismo me levanté con brusquedad de la silla y salí del despacho dando un portazo. Ignoré los gritos del director pidiéndome que regresara y salí del instituto. No me lo pensé dos veces, corrí como si, a medida que me alejaba del edificio, pudiese dejar atrás todos mis problemas a pesar de que estos estaban aferrados con cadenas a mi espalda. Por una vez en mi vida quería pasar una tarde sin soportar esa angustiosa sensación de que la vida era una cuenta atrás para recibir un castigo. 

Mientras corría por las calles esquivando a las amas de casa que iban al mercado o paseaban a sus hijos más pequeños, repasé en mi cabeza todos mis movimientos durante esa mañana con el único fin de entender cómo era posible que esos objetos hubiesen llegado a mi mochila. Entonces una idea surcó mi mente: que yo pude ser el culpable de aquel robo y como el mundo siempre me llamaba mentiroso, incluso yo me estaba mintiendo a mí mismo y por eso era incapaz de reconocer mis errores. Esa idea empezó a asustarme hasta el punto de hacerme sentir desesperado, por eso mismo, decidí refugiarme en algún lugar que me hiciese sentir bien. Y ese lugar fue el puesto de los Rigel. 

Cuando llegué al mercado, rodeé el puesto en busca del matrimonio pero no encontré a nadie, así que me dispuse a entrar por primera vez en la casa. Me situé frente a la entrada principal, posé las manos en la madera de la puerta y la abrí con cuidado, intentando no hacer el más mínimo ruido. 

Cuando entré en el recibidor, lo primero que percibí fue un agradable aroma a naranja que inundó mis fosas nasales. Cerré los ojos y disfruté de ese olor durante unos instantes en los que logré tranquilizarme. Al abrirlos de nuevo, descubrí que provenía de una barrita de incienso que estaba colocada sobre una mesita situada a mi derecha. En Pravneba la gente tenía la costumbre de prender una barra de incienso cuyo olor recordase a un fallecido reciente porque, de esa forma, se podía seguir sintiendo su compañía a pesar del deceso.

Ignoré ese detalle y contemplé la estancia: era un recibidor pequeño, austero, con paredes de madera vieja y una iluminación mortecina. La pared de mi derecha estaba cubierta con una enorme alfombra de color azul marino y rombos dorados. Ese decorado no me sorprendió en lo más mínimo, porque se había convertido en una tradición en las viviendas de Pravneba por un sencillo motivo: las paredes de los departamentos prefabricados que tanto abundaban en mi país eran muy estrechas, por lo que no existía el término privacidad; colocar alfombras ayudaba a insonorizar las viviendas y, además, también las aislaba, protegiendo a sus inquilinos del frío invernal. 

Me acerqué a la mesita y me percaté de que había un muñeco de madera, antropomórfico, cilíndrico y pintado con colores apagados. Me fijé en su rostro y comprendí al momento que simbolizaba al cabeza de familia, Ivan. Lo abrí por la mitad y descubrí otro dentro, uno más pequeño y de colores alegres que representaba a su esposa. En el interior de este último encontré un muñeco diminuto y sin colorear: el de su hijo único, Karlen.

Dejé los muñecos en su sitio y los contemplé con cierto recelo; esos juguetes se llamaban Patrushkas y se habían convertido en una tradición a principios de siglo, plagando la mayoría de las viviendas de la nación. Di un paso hacia atrás, metí las manos en los bolsillos y suspiré; yo no tenía nada de eso en casa. 

—¿Hola? ¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Karlen? —me preguntó de pronto una voz que identifiqué como la de Ivan. Yo di un respingo y me alejé lo máximo posible de la mesita. Medité la posibilidad de salir huyendo antes de que me descubriera y pensase que le estaba robando pero no tuve tiempo, porque el hombre se asomó por una de las puertas y me escrutó con el ceño fruncido—. Biel, ¿qué haces aquí a estas horas? ¿No deberías estar en el instituto?

Esquivé su mirada y posé la mía en el suelo. Aún me sentía incómodo por culpa de la última conversación que tuvimos.

—Ahm... Hoy terminamos antes.

—Vaya, vaya, ¿por qué será que eso me huele a mentira? —inquirió de manera alegre, así que aproveché su simpatía para cambiar el rumbo de la conversación:

—Pues no sé. ¿Dónde está Karlen?

—En su habitación, estudiando. 

—Genial, voy a saludarl...

—Insisto, está estudiando.

—Oh, vale —respondí, captando su indirecta.

El hombre se dirigió a la cocina. Yo lo seguí, atraído por el agradable olor a pan recién horneado. Al llegar, la observé sin ningún tipo de vergüenza. Una mesa y tres sillas presidían la estancia, la encimera estaba repleta de verdura a medio cortar, la cocina de hierro estaba encendida y las tres únicas alacenas tenían las puertas medio abiertas. Me di cuenta, por el desorden que reinaba en la cocina, que había interrumpido al señor Rigel mientras preparaba el almuerzo. En ese momento lo miré con extrañeza porque nunca había visto a un hombre cocinar.

Ivan se apoyó en la encimera dándome la espalda, agarró un cuchillo y retomó su tarea de cortar verdura. Tras unos segundos, volvió a hablarme:

—¿Sabes? No deberías saltarte las clases. Además, no creo que a tus padres les guste saber que en realidad no estás en el instituto, sino aquí. 

—Ya te dije que hoy terminamos antes, ¿por qué no me crees?

Mi mal tono detuvo al señor Rigel, que se giró para mirarme a los ojos de brazos cruzados.

—Antes, cuando me diste esa misma excusa, me miraste fijamente sin pestañear, te llevaste las manos a la boca y te aceleraste hablando. Era evidente que me estabas mintiendo. Te delataste tú solo —comentó con burla, como si se lo estuviese pasando bien—. Solo te faltó ponerte rojo. —Torcí la boca y me llevé una mano al brazo contrario. Su apreciación me hizo sentir mal y era posible que él se hubiese dado cuenta, porque dejó de reírse y se puso serio—. Oye, me da igual que me mientas. De momento no me afecta que lo hagas. 

Suspiré. Su comentario provocó que me regresara una duda a la mente:

—¿Por qué me tratas bien?

—No entiendo tu pregunta. 

—Es incómodo —le aclaré—. Me abres las puertas de tu casa, me regalas tu tiempo y el de tu familia, pero ni siquiera me conoces; de hecho, es un milagro que sepas mi nombre. 

—Oye, Biel...

—Cuando destrocé tu puesto estabas dispuesto a aceptar el dinero de mi padre —le interrumpí—. Pero al mirarme a los ojos cambiaste de opinión y decidiste ser amable conmigo. ¿Qué viste en mí? ¿Miedo? ¿Pena? —Ahí fui yo quien esperó una respuesta y solo obtuvo un silencio denigrante—. Haces esto por pena, ¿verdad? Qué humillante. 

Ivan metió la verdura en una olla y tiró los trozos que no necesitaba a la basura. Tras limpiar la encimera, se secó las manos con un trapo viejo y se sentó frente a mí. Yo también tomé asiento.

—Si te molesta que casi no te conozca, entonces permíteme hacerlo. Y para eso es necesario que respondas a mis preguntas: ¿por qué te escapaste de clase? ¿Suspendiste algún examen?

Rodé los ojos y contesté con resignación:

—No. 

—¿Te peleaste con algún amigo?

—No.

—¿Con algún profesor?

—No... Sí —dije, acariciando mis nudillos. 

—Así que te metiste en problemas —concluyó—. ¿Qué pasó?

—Da igual. 

—Biel... —murmuró a modo de regañina, detalle que me crispó.

—¡Eh! Yo no tengo por qué responder a tus preguntas si tú ni siquiera respondes a las mías. 

Me di cuenta de que al hombre no le gustó nada que le gritara. De hecho, se puso repentinamente serio, con un gesto duro que había visto antes en muy pocas personas, pero del que estaba acostumbrado. 

—Bien, ¿quieres que te responda? Entonces hagamos una cosa: yo seré sincero contigo y tú lo serás conmigo. ¿De acuerdo? —Asentí. El hombre se levantó y cogió una manzana de un frutero. Tras darle un bocado, continuó—: quiero ayudarte porque me recuerdas a mí cuando era adolescente.

Aquella respuesta me pilló desprevenido y me dejó escéptico. Más que una explicación, me pareció una excusa. Sin embargo, quise indagar más en ella:

—¿Por qué?

—De joven fui un chico... ¿Rebelde? Vamos a llamarlo así. Me metía en muchos problemas y me iba mal en todo: estudios, familia, amistades. Pero lo que más deseaba en el mundo era que alguien me apoyase y me permitiese salir de aquel círculo vicioso en el que me había metido. Por desgracia nadie llegó, así que tuve que luchar yo solo —me explicó, con pesar—. El día en el que te caíste sobre nuestro puesto de verduras, mientras hablaba con tu padre, me di cuenta de que estabas menos preocupado por tus acciones que por las consecuencias de estas, de que estabas lleno de miedo y de que necesitabas que alguien te ayudara. Así que decidí darte lo que a mí no me dieron de pequeño: comprensión. —Dejó la manzana a un lado y posó una mano en mi hombro—. En resumen, no te conozco pero quiero ayudarte. Así que no pienses que lo hago por pena; llámalo empatía, ¿de acuerdo?

Lo observé con los ojos muy abiertos, impresionado por su historia. En ese instante me sentí inseguro porque sus palabras parecían, en realidad, una lectura sobre mi vida y mi alma. Apreté el colgante y me pregunté si ese hombre era sincero o solo intentaba conectar conmigo a través de las palabras. Como fui incapaz de obtener una respuesta, decidí pensar que me estaba engañando.

—Eres un mentiroso. Nadie es tan amable y desinteresado.

—Chico...

—No quiero escucharte —solté, nervioso—. Si tanto deseas saber lo que me pasó, te lo diré, ¿vale? Así que no recurras a estúpidas mentiras para eso. —Ivan se dispuso a hablar, quizás para defenderse, pero yo se lo impedí—. Me escapé del instituto.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Porque me acusaron de robar. Encontraron dentro de mi mochila un estuche y un reloj que habían desaparecido. No sé cómo llegaron ahí, seguro que algún bastardo me los metió para joderme la existencia. En fin. El profesor me mandó a dirección y el director llamó a mi padre para contarle lo sucedido. Así que preferí escaparme en vez de regresar a casa para que me riñesen por algo que yo no he hecho —le expliqué y, para mi sorpresa, descubrí que él me estaba escuchando con una seriedad que me demostraba que no menospreciaba mi versión de la historia.

—Entiendo. ¿Se lo dijiste a alguien?

—¿Eh? ¿El qué?

—Que tú no habías robado esos objetos. 

—Sí.

—¿Y alguien te creyó?

—No.

—¿Nadie? ¿Ni el profesor ni ningún compañero?

—No, ni siquiera mis amigos —remarqué, incapaz de ocultar un deje de decepción y tristeza en mi voz.

—Tus padres... 

—Ellos tampoco me creerán. Nadie confía en mí, ni siquiera yo mismo —le expliqué con pesar—. Mientras corría hacia aquí no dejaba de preguntarme si de verdad había robado algo. Y eso es tan triste, ¡es tan triste no poder confiar en uno mismo!

Contuve la respiración y me esforcé para no romper a llorar en cualquier momento. Si lo hacía, le expondría mis puntos débiles a Ivan y me volvería un ser frágil ante sus ojos, dándole la oportunidad de hacerme daño las veces que quisiese. 

Sin embargo, para mi sorpresa, me hizo un comentario que rompió mi coraza por completo:

—Quizás no te sirva de nada, pero yo sí te creo. 

Esa confesión provocó lo que en realidad ya era inevitable: que se me nublase la mirada por culpa de las lágrimas y comenzase a temblar.

—No es cierto, sigues mintiendome —balbuceé más alto de lo debido, con la voz quebrada—. Dios, ¿por qué lloro? Soy tan patético. Todo me sale mal. 

La señora Rigel hizo acto de presencia en la casa dando un portazo. Entró en la cocina, acelerada y nerviosa. Después, nos observó con un gesto impasible primero a mí y después a su marido.

—Ivan, ¿por qué llora? 

—Ah, por mi culpa —confesó el hombre—. Tuvo unos problemas, empecé a indagar en ellos y eso lo puso triste.

La cara comenzó a arderme por culpa de la vergüenza, así que la oculté con mis manos. 

—Oh, cielo, no tapes tu rostro. Es normal echarse a llorar cuando algo nos hace daño, lo que no es sano es ocultarse y desesperar —me pidió, sujetando mi rostro entre sus manos. Acto seguido, me limpió las lágrimas con su delantal—. ¿Ya estás mejor? 

—Sí —mentí, deseando que me soltara—, gracias. 

—Estás mejor porque yo tengo más tacto que otras personas —dijo, en una clara indirecta hacia su marido—. Tendrías que ver cómo corta la verdura, es igual de bruto.

Ella se echó a reír, él se llevó las manos al pecho demostrándonos en broma lo ofendido que se sentía por su comentario. En ese momento me sentí mucho más tranquilo; la situación no me hacía gracia pero me resultaba amable, lo suficiente como para apaciguar el revoltijo de sentimientos que me dominaba.

Apreté los labios para intentar contener un suspiro. Entonces, me percaté de que había alguien parado en la puerta de la cocina: Karlen. El chico nos observaba a los tres con sus enormes ojos azules, tan vívidos como curiosos, pero con un rastro de miedo que todavía era latente y me confundía.

—Hola —dijo de pronto, dirigiéndose a sus padres. Después me sañaló con el dedo índice—. ¿Qué pasa? ¿Por qué está llorando?

Me tapé el rostro avergonzado por la situación. De alguna forma, que una persona de mi edad me descubriese llorando me resultaba aún más doloroso. 

Danika le respondió a su hijo, aumentando mi incomodidad:

—Es que Biel se siente mal. ¿Quieres acompañarnos y apoyarle? Seguro que le anima hablar con otro adolescente.

El chico asintió y dio un paso hacia delante. Sin embargo, por una razón que no entendí, no fue capaz de avanzar. De pronto, su mirada ya no solo me reflejó miedo, sino también frustración y dolor. Sentimientos que nunca antes había percibido en una imagen, solo en las palabras. Estaba paralizado como si hubiese un fantasma en aquella estancia, a nuestra espalda, atormentándolo.

Entonces, la voz de su padre lo hizo reaccionar, y no para bien:

—Karlen, no sucede nada malo. Entra en la cocina. 

—No. Lo siento —dejó escapar el chico con un leve susurro antes de salir huyendo a su cuarto.

Danika suspiró con resignación y salió de la cocina.

—Voy a hablar con él. No es bueno que se quede solo después de esto.

La mujer se fue de la estancia dejándonos solos. Miré a los lados, lleno de dudas que no quise resolver acerca de lo que acababa de pasar. Ivan apoyó la mano en mi hombro y yo centré mi atención en su gesto alicaído.

—¿Estás mejor? —me preguntó. Asentí como respuesta, sincero—. Biel, escucha: si estás cansado de que no te crean, empieza a hablar con la verdad por delante. 

—Eso hice, pero no sirvió de nada.

—¿Y por qué crees que no sirvió?

—Porque tengo fama de mentiroso —dije con pesadez, como si fuese lo más obvio del mundo.

—Biel, nuestras palabras son como nuestra sombra, nos persiguen y nos delatan allá donde vayamos. Por ese mismo motivo no puedes pedirle a una persona que te crea cuando tienes a tu espalda la sombra de la mentira delatándote. ¿Comprendes?

—¿Qué intentas decirme con eso? ¿Que jamás me van a creer? ¿Que siempre seré un embustero a ojos de los demás?

—No, lo que te quiero decir es que ahora mismo nadie te creerá, pero está en tu mano lograr que mañana alguien lo haga. La sombra de la mentira puede ser borrada con la luz de la verdad.

Me llevé una mano a la nuca e intenté comprender su razonamiento, pero me costó encontrarle un sentido.

—No sé si estoy de acuerdo con tus palabras.

Él me dedicó una sonrisa cansada y me dio un par de palmadas en la espalda.

—Mañana ve a hablar con ese profesor, sé amable con él y dile la verdad. Y si no te cree, al menos tendrás la conciencia tranquila porque sabrás que hiciste lo correcto. Ser sincero te da paz, allana tu camino y te permite recorrerlo con la cabeza alta. Por eso mismo deberías ser siempre sincero. 

—No creo que eso sirva de nada.

—Al principio sentirás que no, porque las sombras de la mentira no desaparecen de golpe, sino poco a poco. La verdad siempre da sus frutos, aunque estos tarden. ¿Vale?

—Vale —concluí apretando los labios para contener una sonrisa, detalle que le extrañó.

—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes?

—Es que tiene gracia que hables de frutos porque sois fruteros. 

Ivan resopló, se frotó la cara y dejó escapar una carcajada.

—Chico, tu sombra del humor es ahora mismo muy negra. 

Yo también me eché a reír. De alguna forma, sus palabras sabias, curtidas por la experiencia propia y el paso del tiempo, me hicieron sentir confianza en su perspectiva positiva sobre la verdad. Además, aunque detrás de su actitud conmigo existiesen segundas intenciones, había una realidad que no podía ignorar: que era así como siempre quise que me tratasen mis padres. Por eso mismo, no podía evitar sentir envidia hacia Karlen por tener una familia tan comprensiva.

—Muchas gracias por tu apoyo —concluí. En ese momento pensé en lo poco acostumbrado que estaba a agradecerle algo a los demás.

—Espero que te sirva de algo.

—Ya. ¿Sabes? No quiero volver a casa —murmuré, dejando claros muchos de mis temores con esa confesión.

—Lo siento, pero tienes que volver a ella —se lamentó el hombre—. Ánimo.

—Está bien.

Comprobé la hora en el reloj: eran las cuatro de la tarde. Debía regresar a casa para almorzar y recibir una regañina por parte de mi madre. No quería hacerla esperar más ni retrasar lo inevitable. Por eso mismo me levanté de la silla y caminé hacia la salida. Ivan me siguió.

—Adiós, Biel. Puedes regresar cuando quieras.

Asentí, recogí la mochila que había dejado tirada en el recibidor y salí de casa abrazado a ella. Caminé despacio, como un cangrejo que daba un paso hacia delante y dos hacia atrás. Alcé la vista y me percaté de que las nubes se habían teñido de un negro mucho más intenso que el que tenían dos horas antes. Entonces, me percaté con pavor de que mi mochila estaba mal cerrada. ¡Alguien había rebuscado en ella! 

Abrí las cremalleras a toda velocidad esperando encontrarme objetos que no eran de mi pertenencia, y eso mismo me encontré: una bolsa y una nota. La desenvolví y descubrí varias galletas en su interior. Las miré extrañado. Después desdoblé la nota y leí en voz baja lo que estaba escrito:

Espero que te gusten estas galletas, las hizo mi madre.

Ojalá estés mejor. 

Firmado: K.

Mis tripas gruñeron de pronto por culpa del hambre. Así que, sin más dilación, me metí una en la boca, acto del que me arrepentí al instante.

—Iugh, son galletas de fresa, qué horror —me quejé, asqueado. Tras hacer un gran esfuerzo para tragar, concluí—: se las daré a la paloma.

Giré el rostro para contemplar de nuevo la casa que había dejado atrás y, mientras lo hacía, contemplé también mi pasado. Repasé cada una de las escasas muestras de afecto sincero que recibí de todas las personas que se cruzaron en mi vida y descubrí, con pesar, que quizás esa familia era la primera que me demostraba una preocupación totalmente desinteresada. 

Decidí seguir caminando y soportar con coraje los ataques de los monstruos que vivían en aquella casa a la que mal llamaba hogar, y aguantaría todo ese dolor por una razón muy sencilla: porque alguien había deseado mi bienestar, y yo quería devolverle ese amable gesto diciéndole en alto una sola palabra: 

Gracias.

°°°




¡He vuelto! Disculpad la tardanza. Aquí os dejo a un pequeño Biel que se abre poco a poco ante el amor de una familia. Espero que os guste el capítulo. ¡Un saludo!

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