Capítulo 2

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Estaba consciente del horrible aspecto que tenía, no podía ir a clases así. Muchas veces había aparecido golpeado, pero nunca sangrando. No es que hiciera gran diferencia, pero quería evitar ciertas miradas.

Llegando al colegio todo el mundo estaba en la puerta, charlando, bobeando, cosas de chicos cool que nunca entendería. Me cubrí con la capucha de mi buzo y pasé entre ellos. Jonas, el líder del grupo de matones de turno, me empujó y tiró mi mochila.

—¡Oh, Wood! Lo siento, no sabes cuánto. Déjame que te ayude— me quedé de pie esperando que me alcanzara la mochila, sus compañeros al verme se taparon la cara.

—¿Algún problema? —Jonas levantó mi mochila pero se le volvió a caer— ¿nunca vieron sangre o qué? —le saqué la mochila de las manos mientras se reía—pedazo de inútil.

Me di la vuelta con las risas de fondo, algo que estaba acostumbrado a oír. Risas y más risas. Siempre a mis espaldas. Caminé cabizbajo directo al baño de la planta baja, y allí me encerré.

El agua estaba fría, muy fría. Y la zona estaba un poco inflamada. Me limpié con papel húmedo repasando cada lugar y me sequé despacio. Que desastre era, comprendía porqué todos me miraban como lo hacían. Agradecí no haber perdido ningún diente, aún.

Entonces oí un quejido. Venía de uno de los baños.

—Puedo oírte—dije—¿quién eres? —la puerta se abrió y salió un chico de primer año llorando.

—No digas que me viste.

—Lo prometo. ¿Por qué lloras?

—Los más grandes se meten conmigo.

—¿El grupo de Jonas?

—Si, esos.

—Ellos se meten con todos—resoplé.

—Pero contigo no.

—Conmigo también.

—Tú no les haces caso, te he visto y eso les molesta mucho. Ojalá fuera como tú. —Estallé a reír.

—Lo siento— traté de calmarme— pero te aseguro que no deseas ser yo. Ahora ven, límpiate esas lágrimas y vete a clases. —Se quedó mirándome y la situación se tornó incómoda.

—¿Qué?

—¿Esos golpes son de peleas verdad? —preguntó señalándome.

—Si, de peleas —ojalá—. Ahora vete.

—Grandes batallas que contar, espero me las quieras contar algún día.

—Algún día—asentí—ahora vete.

El niño se fue tímidamente. Tenía demasiada imaginación y yo no tenía ninguna historia que contar.

Tiré todas las servilletas con sangre al tacho. Humedecí un poco mi desordenado pelo rubio y me oculté nuevamente en la capucha antes de salir al pasillo, esperando no encontrarmelo nuevamente.

Pocos alumnos quedaban fuera de las aulas, eso quería decir que estaba llegando tarde a mi clase con el profesor Harrison. Subí las escaleras al primer piso y entré al aula.

Todos voltearon a verme, algunas caras de indiferencia, otras de asombro, de somnolencia y hasta de asco.

A veces producía eso en la gente, esa sensación de asco. No me lo decían, pero lo podía ver en sus caras. No entendía muy bien el motivo, pero allí estaba siempre esa palabra rondandome.

—¡Wood! Otra vez tarde. Empiezo a preguntarme si tiene real interés por la materia. —No, no lo tenía. ¿Pero qué más daba? Tenía que seguir asistiendo por un bien mayor.

—Sí señor, por supuesto que sí. Tuve un problema en casa.

—Eso es lo que me dice siempre.

Y es que siempre tenía un problema en casa.

—Lo siento, no volverá a pasar.

—Ya, ya... Siéntese.

Recorrí el salón hasta la parte de atrás.

Me gustaba sentarme al fondo porque al frente me sentía demasiado expuesto. Me gustaba dibujar. Y solía hacerlo en clases. Esa vez no fue la excepción.

El profesor estaba explicando la estructura y la función de las células, me puse unos auriculares que no se vieran bajo el buzo y le di play al mp3. Me sumergí en Perfect de Simple Plan y me dejé llevar dibujando lo único que tenía enfrente, el profesor. Lo hice como nunca se hubiera imaginado, montado en un pegasus rompiendo los cielos sobre un bosque.

—¡Wood! —caí en la realidad. Estaba parado frente a mí y señalaba el dibujo muy enojado. No entendía por qué, se veía mejor que en la realidad. Negaba con la cabeza decepcionado, me sacó la hoja y la rompió. Todos se reían, yo no le ví la gracia. —Levante sus cosas, está expulsado de la clase. Espero que la próxima semana sepa comportarse.

Miré para todos lados, seguían riendo. Otra vez las risas, eran como mi propia banda sonora. Era enserio, tenía que irme. Me puse de pie, junté las cosas en la mochila y salí rápidamente del salón. La puerta se cerró tras de mí con un portazo. El profesor Harrison estaba deseoso de deshacerse de mí.

Caminé hasta el patio y me senté en un banco a esperar la siguiente clase. Saqué un cigarrillo y lo encendí, todo mundo estaba muy ocupado como para reparar en mi. Miré a todos lados, parejitas por aquí y por allí. Me pregunté cómo funcionaba aquello. Lo más parecido al amor que conocía era lo que había leído en los libros y lo poco que había visto en películas. No sabía si eso era real o solo una ficción. Tal vez ni siquiera debería perder mi tiempo preguntándomelo, eso era algo que probablemente nunca llegaría a mi vida. Y tampoco quería que lo hiciera, mi vida era una porquería. No quería que nadie más se acercara a ella.

Cayó una gota, luego dos y tres... se largó el chaparrón y yo me quedé allí.

El agua me limpiaba.

Limpiaba la mugre en la que vivía, me gustaba sentir como goteaba del pelo en mi frente. Al menos sabía que estaba vivo.

La música siguió sonando en mis oídos y se mezcló con los truenos. Miré al cielo, parecía que se venía abajo. Que poético.

Antes de agarrar una pulmonía, decidí entrar. Algunos me miraran con cara reprobatoria, entonces recordé que tenía el cigarrillo en los labios y me apuré a tirarlo.

—Ya, ¡como si no hubieran visto un cigarro en sus vidas!

Como me enfermaba lo idiota que podía ser la gente.

Me escurrí la ropa y fui a la cafetería, mi sitio seguía vacío.

Nunca comía, como mucho una manzana que llevaba conmigo. Mi tiempo en la cafetería era para leer. Llevaba el libro de turno y así pasaba mis horas. Si, era difícil con el bullicio, pero los auriculares ayudaban. Abrí mi mochila y saqué Harry Potter y el Cáliz de fuego, lo abrí en la página 247 y continué mi lectura dando pequeños mordiscos a mi manzana. Mi plan era quedarme allí el resto de la tarde, no me apetecía regresar a clases. Había tenido suficiente por un día. Ya lo intentaría de nuevo mañana.

La cafetería comenzó a llenarse y no me dí cuenta de que una chica se había sentado frente a mí. La miré, hablaba pero no la oía. Le puse pausa a la música y me enderecé.

—Te decía—repitió—que me gusta tu piercing.

Se refería al septum que llevaba en la nariz y sí, su comentario era raro. Se trataba de Emma Sanders. Vivía en la misma calle que yo. Había vivido allí desde que tenía memoria.

No supe qué contestar, ¿gracias? ¿Eso era lo correcto? No lo sabía, me había tomado desprevenido. Estaba tan metido en mi lectura que no lograba entrar en la realidad, y eso ella lo notó. Sonrió y poniéndose de pie se fue a su mesa.

Lo arruinaste, tal vez podrías haber hecho una amiga.

Me volví a poner los auriculares cuando de pronto una mano golpeó la mesa con fuerza, era Jonas. Se acercó a mí con tres de sus matones. Me sacó el libro de las manos y lo tiró al suelo.

—¡Ey! —me puse de pie y quedamos a la misma altura, sólo que él era bastante más fornido. —¿Cuál es tu problema? —todos en la cafetería se habían volteado a vernos.

—Ah, mira... parece que el mudito al final sí sabe hablar.

—¿De qué hablas?

—Hace unos minutos una chica te habló y la ignoraste.

—Ah y ¿tú eres el defensor de las mujeres ahora?

—No me tientes basura—me sujetó del buzo.

—Escuchen—dijo Emma acercándose— no sé porqué tanto lío, a mí no me pasa nada.

Jonas seguía sujetándome con una mano, ya estaba harto de que me tuvieran como el idiota al que se le puede pegar a cada rato. Recordé la lección de la mañana y la puse en acción. Desvié la mano con la que me sostenía, lo giré, bajé su espalda y lo molí a rodillazos. Lo disfruté tanto que me eché a reír, reír como se reían todos de mí. Pero esta vez era mi turno.

Vinieron los directivos a detenerme y me sacaron fuera de la cafetería. A Jonas lo llevaron a la enfermería. Yo seguía riendo, nadie me quitaría la diversión.

Hablaron conmigo, trataron de entenderme. Me preguntaron sobre mi casa. Les conté que éramos una buena familia, llena de amor y paz. Que mi papá se levantaba todas las mañanas e iba al trabajo, que el micro buscaba a mi hermanita y yo venía al colegio mientras mi madre se quedaba en casa e iba a sus clases de yoga. A la noche cenábamos todos juntos y nos contábamos lo que había pasado durante el día. Y ¡oh! ¡Qué terrible! Mi padre estaría tan triste con la nota de mala conducta que enviarían a casa, un motivo de charla y reflexión.

La realidad era tan diferente a esa; era vivir a escondidas, tratar de no molestar al monstruo. Decirle a mi hermanita que se esconda bajo la cama y no salga. Robar comida de la cocina y huir al desván. No ser descubierto. Tantas veces pensé en darle con la sartén de hierro de la abuela, mientras lo veía dormido, borracho en el living, pero me acobardaba. La familia feliz. ¿Cuántas otras familias serían también felices?

Me suspendieron por una semana, al menos el libro no se arruinó, aunque perdí el marcador y ya no recordaba por donde iba. Guardé todo en mi mochila y salí del colegio. Hice un par de metros y me topé de frente con los amigos de Jonas, eran tres y todos fortachones. No me miraban con buenas caras. Mi primer instinto fue correr, y di todo de mi para alejarme de ellos.

Correr.

Correr.

Se me iba la vida en ello. Me abracé a la esperanza de llegar a casa a tiempo, nunca había deseado llegar a casa tanto como ese día. Miré atrás y seguían a paso firme, cada vez más cerca. Ya solo faltaban unas cuadras cuando me dieron caza.

—Ya, ya, podemos hablarlo— atenté a decir pero no me escucharon. Me sujetaron entre dos y el tercero embistió contra mi.

Me golpearon y se fueron.

Caí de rodillas al suelo sujetándome con fuerza el estómago. Me dolía horrores, me sentía débil. Tosí y tosí, expulsé flemas. Me ardía el pecho. Y cuando pensaba que no podía dolerme más la cara, todo empeoró. El ojo derecho ya lo tenía medio cerrado, ahora seguro se cerraría del todo. Sentía el metálico sabor de la sangre del labio roto, la escupí. Me golpeé la cara con las manos, el dolor produjo más dolor y alivió mi mente por unos instantes. Las lágrimas se amontonaron en mis pestañas y cayeron todas juntas, temblaba en un llanto silencioso que me consumía. Con dolor me levanté y caminé las cuadras que me restaban hasta casa.

No me esperaba nada allí, más golpes quizás.

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