capitulo 1: El inicio de todo

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Luna se encontraba mirando por la ventana de su habitación. El cielo estaba gris y abrumado por la lluvia que golpeaba con insistencia la ventana. Tenía un semblante preocupado, con el enorme oso de peluche que le brindaba consuelo, apretándolo con fuerza. Estaba ansiosa.

Sin darse cuenta, su corazón latía con rapidez, debido a la insistente pesadilla que tenía: Se veía atrapada en un espacio claustrofóbico y opresivo, las paredes se cernían sobre ella, cada vez más estrechas, como si el aire mismo se volviera denso y asfixiante. El eco distante de truenos violentos resonando a su alrededor, acompañado de relámpagos que iluminaban brevemente el lugar y arrojan sombras fantasmales que danzan en aquellas paredes angustiantes.

Intentaba desesperadamente tranquilizarse, pero sus manos temblaban y no podían evitar que un tumulto de sonidos abrumadores comenzara a brotar de su interior, pero que resonaban en una cacofonía tormentosa a su alrededor. El estruendo se intensificaba, otra disonancia ensordecedora que parecía crecer sin control, mientras la sensación de impotencia y terror se apoderaba de ella.

Todavía sentía ese vacío en su pecho, esa sensación de soledad, entre los relámpagos y truenos. Por más que gritaba, nadie parecía reconocerla, como si sus súplicas por salir fueran lamentos del olvido. No podía negarlo, esa sensación de estar atrapada en un bucle sin salida, reviviendo el trauma una y otra vez a los lugares cerrados, se convertía en una tortura constante que la despertaba todas las noches con el corazón palpitante y el sudor frío empapando su cuerpo. Ese día, era otra noche que no había podido dormir bien.

Luna vivía en un orfanato español regentado por una monja, y una señora que fungía como la nana de todos. Cada vez que se sentía de esa forma, recordaba aquella melodía que solía entonar la dulce voz de su nana: "En el cielo repleto de estrella, en ese extenso firmamento, brillas, como un diamante en la oscuridad, luna de mi alma, cantor de mi soñar..."

Aquella canción que resonaba en su cabeza, era el único argumento que tenía para tranquilizarse. Pero ese día, justo antes de su adopción, estaba siendo más insistente e inquietante.

―¡Luna, cariño! ―llamó Aurora, la nana, desde el umbral de la habitación, con una sonrisa cálida iluminando su rostro.

Luna alzó la mirada, apartándola de la ventana y soltando el peluche entre sus manos sobre la cama.

―¿Sí, nana? ―respondió, devolviendo la sonrisa, pese aquella sensación de opresión en su pecho.

―La directora te espera en su despacho. Acompáñame ―comentó Aurora, extendiendo su mano con una expresión de complicidad.

Luna frunció ligeramente el ceño, sorprendida:

―¿Han llegado cierto? No lo entiendo... ¿por qué tengo que irme? ―murmuró, acercándose a ella martirizada.

―Luna, cariño, no es que tengas que irte ―dijo Aurora, suavizando su tono, notando la angustia en los ojos de la niña. Se agachó a su altura, colocando una mano cálida sobre su hombro―. La directora solo quiere hablar contigo, eso es todo. Es posible que sea algo emocionante, ¿no crees?

Luna asintió tímidamente, pero la preocupación aún se reflejaba en su mirada.

―¿Recuerdas lo que siempre te digo, querida? ―continuó Aurora, acariciando suavemente el cabello de Luna―. Todos merecen tener una familia, un lugar donde se sientan amados y seguros. Es importante que todos los niños en el orfanato tengan la oportunidad de encontrar ese lugar especial.

―Sí, lo sé, nana... pero a veces... ―Sus palabras se entrecortaron, incapaz de expresar completamente sus preocupaciones―. Mi lugar especial es este.

―Tranquila, cariño. ―Aurora la abrazó con ternura, sintiendo el pesar de la niña―. Sea lo que sea que la directora quiera hablar contigo, yo estaré aquí para ti, ¿de acuerdo? Y recuerda, siempre estaré contigo, pase lo que pase. Ahora vamos, será mejor no hacerla esperar.

Sus pasos desde los pasillos hacia las escaleras, le parecieron como un lento y triste compás fúnebre detrás de Aurora. Detalló los muros llenos de recuerdos y risas. Sonrió al reconocer la vieja pintura que intentaba en vano cubrir las manchas de humedad y la suciedad que se acumulaba con los años.

Ignorando las astillas afiladas de los escalones y su rechinar, avanzaba con cuidado mientras el viento susurraba entre las grietas de las ventanas, haciendo que la madera crujiera como una sinfonía desgastada. Sus dedos rozaron una fotografía grupal sobre la mesa de la sala, evocando el recuerdo de tardes de lluvia, el cálido aroma del pan recién horneado y el reconfortante chocolate caliente frente a la chimenea. Ahora, esos momentos se desvanecían en el pasado, convirtiéndose en recuerdos efímeros, mientras ella se convertía en la única que abandonaría su verdadero hogar.

Al llegar frente a las imponentes puertas del despacho, Luna inhaló profundamente, consciente de que detrás de esos paneles de madera se encontraban quienes podrían ser sus nuevos padres adoptivos. Sus pasos vacilaban ante la expectativa. A través de la rendija entreabierta, vislumbró a un hombre alto, de mirada enigmática y cabello negro salpicado de hebras plateadas apenas perceptibles, una sonrisa amable dibujada en sus labios. A su lado, una mujer de estatura más pequeña, con largos mechones de cabello castaño que caían sobre sus hombros, y unos ojos cafés rebosantes de calidez y ternura.

Al empujar las puertas Aurora, la mirada de Luna se encontró con la directora sentada detrás del escritorio, observándola con ojos que parecían escudriñar cada aspecto de su ser. La directora emanaba autoridad, con su postura erguida y su gesto serio pero amable, mientras mantenía una expresión que combinaba preocupación y expectación.

―Luna, por favor, acércate ―dijo la directora, levantándose un momento de su silla―. Aurora, muchas gracias por todo tu apoyo. Ya puedes retirarte.

―¿No puedo quedarme un poco más? ―Aurora preguntó con preocupación―. Ella aún está nerviosa.

―Gracias, Aurora, pero creo que sería mejor que nos quedáramos a solas por ahora ―contestó Esmeray, con un tono suave pero firme.

Aurora parecía un poco desconcertada, pero asintió.

―Por supuesto, directora. Cualquier cosa que necesite, estaré empacando las cosas de Luna. ―Se dirigió a Luna, colocando una mano reconfortante sobre su hombro antes de salir.

Luna se sintió desconsolada al ver a Aurora partir. Una oleada de incertidumbre la invadió mientras se perdía la figura de su nana. Su mente luchaba entre el deseo de quedarse y el impulso de escapar de inmediato y perderse en las calles de ser necesario, pero se quedó quieta, observando el marco de la puerta con nerviosismo.

―Luna, querida, acércate, por favor ―la voz de Esmeray la sacó de sus pensamientos―. Estos son Osiris Bennett y Emma Bennett. Luna, ellos serán tus padres a partir de ahora.

La directora presentó a los dos adultos que estaban frente a su escritorio.

Luna, tímidamente, no dijo nada y se mantuvo en silencio, sintiéndose pequeña y vulnerable ante la situación. Observó a los Bennett con ojos grandes y asombrados, preguntándose si debería correr y esconderse en algún lugar lejano.

―Eres una niña preciosa ―dijo Emma, levantándose del asiento para agacharse y quedar a la altura de ella. Ambas se miraron fijamente―. Estoy segura que nuestra casa te encantará.

―Además, no te sentirás sola, puedo asegurarte que conseguirás la mejor compañía del mundo en nuestra casa ―aseguró Osiris, con una energía contagiosa. Se volvió hacia la directora―. ¡Es hora de los papeles! ¿Dónde debemos firmar?

Esmeray, volvió a su escritorio, extrajo unos documentos y señaló con calma hacia los espacios designados para las firmas de los padres adoptivos.

―Solo deben firmar aquí y aquí ―enfatizó―, y podrán irse con su pequeña.

Luna observó abrumada cómo aquellos espacios en blanco sobre el papel se llenaban con la tinta de la responsabilidad que asumían aquellos dos adultos frente a ella. Los Bennett parecían radiantes y llenos de expectativas. No podía creer que aquellos nombres en la documentación, serían el sello que marcaba el comienzo de una nueva vida.

La pluma parecía escribir a un ritmo acelerado, como el latir de su corazón, que resonaba en su pecho, enredado entre la emoción y el temor. Era un momento que deseaba detener, una página que no quería que se pasara, como si en ese acto de firmar, se marcase el fin de una etapa que, a pesar de sus dificultades, había sido su refugio durante tanto tiempo. La despedida silenciosa de Aurora había traído consigo un nudo en su garganta, un deseo fugaz de huir antes de que todo cambiara. Sin embargo, se mantuvo en su lugar, entre los recuerdos y la incertidumbre, mirando el proceso de firmar con terror.

―Bien, eso es todo ―afirmó Esmeray―. Estoy segura de que Aurora ya debe tener listo el equipaje de Luna. Ahora, si nos permiten, espérennos a mí y a Luna en la salida, me gustaría conversar con ella un momento.

―¡No se diga más! ―vociferó Osiris.

―Espero que no demoren demasiado, el viaje es bastante largo y necesitamos empezar los preparativos de inmediato ―agregó Emma, con un tono chillón que comenzaba a detestar Luna.

Cuando salieron del despacho, Esmeray no pudo evitar mirar a la niña que, tenía la mirada gacha y jugueteaba con sus dedos nerviosa. Los ojos se le nublaron, el llanto asomó tímido y se convirtió en sollozos incontrolables. La directora, viendo su desconsuelo, se apresuró a abrazarla, buscando consolarla en medio de aquel torbellino de emociones.

―Mi niña no llores ―intentó animarla.

―¿Por qué tengo que irme? ―murmuró entre lágrimas, aferrándose al abrazo reconfortante de Esmeray. ―Este lugar... aquí es donde debo estar. Con Aurora, con los demás, con usted.

Esmeray, con la ternura de quien comprende el dolor, la estrechó más entre sus brazos.

―A veces, las piedras más preciosas deben ser arrancadas de su montaña para demostrarlas al mundo y que este pueda verla brillar, Luna.

―¡Pero yo no soy una roca, soy una niña! ―respondió en respuesta, sin entender a qué hacía referencia Esmeray.

―No eres una roca, eres una niña, tienes razón ―contestó, sonriendo por la inocencia de ella, mientras intentaba quitarle el cabello del rostro que comenzaba a pegársele a la cara por las lágrimas―. Pero eres una niña que debe brillar, que merece un lugar donde crecer y ser amada.

―Pero aquí me siento así ―agregó, viendo a la directora con súplicas, directo a sus ojos.

Esmeray pudo ver como el miedo se dibujaba en los ojos de Luna, desgarrándola por dentro. La niña se agarró más fuerte a su abrazo, sintiendo que aquellos momentos se escapaban de entre sus dedos, sin poder hacer nada por detenerlos.

―Tendrás un hogar aquí, siempre. Si las cosas no salen bien, siempre puedes regresar, ¿de acuerdo? ―la directora acarició su cabello con dulzura, tratando de calmar sus temores. Pero estaba tan destrozada como ella. Lo peor que podía existir en el mundo con los seres que se ama, es cuando se debe enfrentar la pérdida.

Luna, sabiendo que no había marcha atrás, se aferró con más fuerza, dejando escapar el torrente de emociones que inundaba su ser. Las palabras de Esmeray, entre sollozos, le dieron un destello de consuelo, una promesa en medio del desconcierto que se había apoderado de su mundo. Pero no significaba que aceptara su destino.

Efectivamente, cuando bajaron al vestíbulo principal. Vio a Osiris y Emma cargar sus maletas. Aurora se dio cuenta de que Luna había estado llorando, porque sus ojos enrojecidos lo evidenciaban. Miró a la directora, pero esta solo le asintió, indicándole que todo había llegado hasta allí con la pequeña.

Aurora se aproximó a la niña de inmediato cuando la vio abrir sus brazos para abrazarla. La nana, con un nudo en la garganta, envolvió a Luna en un abrazo cálido pero cargado de nostalgia. Y las lágrimas se volvieron hacer presente, solo que esta vez inundó tanto a Esmeray como a Aurora.

―Mi niña, nunca olvides que siempre estaré aquí para ti. Escribiré cartas cada día, te lo prometo. No permitas que se desvanezca todo lo que vivimos juntas, ¿de acuerdo? ―susurró, intentando contener su propia emoción.

Luna asintió con fuerza, aferrándose a ella como si el tiempo se detuviera en aquel abrazo.

―Te quiero, nana, mucho, mucho ―balbuceó, ahogada por las lágrimas.

Aurora apartó un mechón de cabello de su rostro y le dedicó una sonrisa triste pero reconfortante.

―Y yo a ti, mi niña. No olvides que siempre tendrás un hogar aquí. Con un corazón lleno de recuerdos compartidos y mucho amor.

Luna, incapaz de articular más palabras, asintió con la promesa de mantener aquel lugar en su corazón. Se separaron lentamente, llevándose consigo el peso de una despedida que dejaba un vacío en ambos corazones.

—Vamos Lu, es hora de irnos. El viaje es algo largo de aquí al aeropuerto, y si queremos llegar a tiempo para tomar el avión a casa, es mejor irnos ahora —Le indicó desde el jardín Emma, con un paraguas debido a la lluvia torrencial.

La niña caminó sin ganas hasta el auto. Un Mercedes-Benz Clase S, que presentaba una apariencia imponente y elegante, con líneas suaves y bien definidas, que irradiaba sofisticación. Su carrocería, aerodinámicamente esculpida, mostraba una fusión perfecta entre deportividad y lujo, que pudo haberla vislumbrado de no ser ese escenario. Se mojó un poco, pero eso no le importó. Y desde el interior, solo vio las figuras de Aurora y Esmeray disolverse al compás de la lluvia sobre el cristal.

Mientras se deslizaba por las húmedas calles de España, Luna observaba el paisaje con ojos empañados por la lluvia y la tristeza. Cada rincón que se desvanecía a través del cristal de la ventana se convertía en un pedazo de su vida que quedaba atrás. El aroma familiar de la tierra mojada se fundía con el pesar que se acumulaba en su pecho. Era como si los recuerdos se desvanecieran con cada gota que se deslizaba por el vidrio.

El trayecto hasta el aeropuerto se convirtió en una amalgama de despedida y anhelo, una mezcla de nostalgia por lo que dejaba y temor por lo desconocido que le esperaba en Ámsterdam. La sensación de estar a punto de sumergirse en una nueva tierra, lejos de todo lo familiar, la dejaba sumida en un silencio cargado de incertidumbre y melancolía. Los Bennett, aunque amables, eran todavía extraños para ella, y el cambio de idioma y cultura acrecentaba la sensación de desarraigo. Cada kilómetro recorrido parecía llevarla más lejos de su hogar, convirtiendo el viaje en una travesía emocional que la torturaba.

Una vez en aquel nuevo país, Luna y sus padres se montaron en un taxi que, tras recorrer un largo sendero rodeado de exuberante vegetación, los llevó hasta una imponente mansión.

Desde la ventana del vehículo, Luna no podía apartar la vista de aquel lugar. La mansión se alzaba majestuosa sobre el bosque, su entrada custodiada por un portón de rejas negras y doradas, adornado con intrincados diseños recubiertos de bronce brillante. El camino, bordeado por arbustos repletos de rosas blancas y rojas, conducía hasta la entrada de su nuevo hogar, marcado por un sendero de piedras planas que parecían hechas de cristal.

Al salir del taxi y ver cómo este se alejaba de la mansión, sintió un olor fresco y terroso que provenía del bosque circundante, mezclado con la fragancia de un toque floral y dulce en el aire. Además, percibió el olor a madera antigua y a tierra húmeda, que se sumaba al ambiente natural y rústico. Sintió el viento susurrando entre los árboles del bosque, creando un murmullo suave y constante; con el canto de los pájaros que anidaban en los árboles, más el zumbido de insectos.

Osiris sacó las llaves para abrir la imponente puerta de roble macizo, pintada con destellos en plata que hacían juego con las antiguas paredes de piedra. A simple vista, la mansión se asemejaba a uno de esos castillos góticos que Luna solía escuchar en las historias de su nana para dormir.

—Vamos, pequeña Lu, es hora de que conozcas a tus hermanos —dijo su padre con una sonrisa, abriendo la puerta e invitándola a entrar a su nuevo hogar.

Al atravesarla, Luna quedó maravillada por el piso de cerámica blanca con detalles dorados que parecían a punto de romperse, las escaleras centrales de cerámica pulida blanca, barandillas de madera de roble y vitrales en las ventanas con imágenes de rosas, pájaros de historias míticas y dragones surcando los cielos. Los pasillos resonaban con escritos en latín: "Casus belli", "Abusus non tollit usum", "Extinctus ambitur ídem", y de risas lejanas, que provenían de la cocina.

—Vamos, andando —dijo Emma, detrás de ellos.

Luna les siguió desde el vestíbulo principal hasta el comedor, y se encontró con una mesa alargada y pulcra en el centro del lugar, adornada con un mantel de encaje blanco que se extendía hasta el suelo. La vajilla relucía bajo la luz tenue que se filtraba desde la ventana con una lámpara de araña por encima de ellos, apagada. Había porcelanas finas, cubiertos de plata y copas cristalinas, con una selección de vinos y jugos dispuestos a lo largo de la mesa.

Sobre ella, una exquisita variedad de manjares se presentaba en platos decorados con motivos florales. El aroma de la cocina aún flotaba en el aire. Desde delicadas ensaladas frescas hasta asados dorados al horno, todo dispuesto en armonía sobre la mesa. El olor tentador del pan recién horneado acariciaba las fosas nasales de Luna.

—¡Sorpresa! —gritó un gentío que la abrumó de inmediato.

En un segundo, pequeñas manos la tomaron y la llevaron con energía hasta la mesa. Fue tan abrumador que sus ojos no paraban de un niño a otro, sin reconocer a ninguno o al menos tomar una característica que le permitiera distinguir uno de otro.

Ya sentada en el comedor, con un enorme plato servido, observó que todos los niños, incluyéndola, parecían tener la misma edad. Uno, era un niño con una expresión curiosa y ojos inquietos que le observaba con intensidad, tenía la piel oscura y un cabello desordenado y oscuro, que parecía moverse por sí solo. A su lado, otra niña, parecía tranquila, con una mirada soñadora que se perdía en las páginas de un libro que tenía al lado de su plato. Su pelo rojizo caía suavemente sobre sus hombros, y en un momento, cuando vio que Luna le observaba, le sonrió con timidez.

Otro chico, el mismo que le tomó la mano para obligarla a sentarse en el comedor, irradiaba una energía cálida y una sonrisa brillante que iluminaba su rostro. Sus ojos resplandecían con curiosidad, como si estuviera listos para descubrir algo nuevo, asían juego con su cabello lacio y castaño. A su lado, estaba otro, con una mirada azulada que reflejaba un espíritu aventurero, pero tan determinada, que parecía helar a quienes le vieran, sus cabellos eran castaños y enmarañado.

El otro, al lado de la chica del libro, llevaba una expresión protectora, pero con una expresión miedosa, pero sus ojos reflejaban una sabiduría más allá de su edad. También tenía el cabello oscuro y rebelde, enmarcando su rostro con un aire de confianza que no tenía. Y, por último, un chico de cabellos rojizos, con una mirada profunda y compasiva, que parecía estar siempre en sintonía con algo más allá de lo visible. Lo que hipnotizó a luna fue aquella serenidad inusual.

—Luna, ellos son Arthur —Osiris señaló al niño de piel oscura—, Natali —la niña del libro—, James —el chico que la obligó a sentarse—, Liam —el chico de mirada azulada y helada—, Dereck —el chico que estaba al lado de Natali—, y Demián —el otro pelirrojo—. Todos ellos son tus hermanos.

—¿A qué esperas muchacha? Preséntate como es debido —la animó, con un deje de regaño, Emma.

Luna miró de un lado a otro, clavó su mirada en su plato y añadió:

—Me llamo Luna...

Los niños se miraron entre sí. Hubo un silencio un tanto incómodo, en especial, porque el resto de ellos se preguntaban cómo alguien podía tener la mirada gacha.

—¿Y ella no levanta la mirada? —soltó Liam, con el ceño fruncido.

—¡Liam! —le reprendió Osiris—. Está llegando por primera vez, es normal que sintamos miedo cuando cambiamos de un sitio a otro, así como les pasó a todos ustedes.

Otro silencio.

Emma miró a su esposo, y este asintió, haciendo sonar una copa. Al hacerlo, Luna descubrió que era la señal que necesitaba para comenzar a comer.

Era natural que Luna se encontrara abrumada por la presencia de los nuevos niños, sus hermanos. A pesar del festivo recibimiento, su estómago se negaba a aceptar alimento. Cada bocado era un esfuerzo, como tragar arena. Asunto que Emma no pasó desapercibido, y notando su vacilación, se levantó con la paciencia de un ángel guardián. Con gestos cálidos y palabras reconfortantes, intentó hacer más llevadero el momento, animándola a probar un poco de cada platillo, pero sin presionar. Pero que decía algo diferente cada vez que el tenedor entraba en su boca. Era una agresividad contenida.

Y finalmente, el cataclismo ocurrió después de cenar: Emma les sirvió rebanadas de pastel, y seguido, su padre habló:

—Mis pequeños, sé que piensan que somos una familia, y lo somos... Al fin y al cabo, yo los he creado, yo he hecho que hoy estuvieran aquí conmigo. Pero ha llegado la hora de que seamos honestos los unos con los otros. Ahora que estamos completos, a todos les doy la bienvenida a casa, a mi proyecto Edén, y es hora de despertar.

Y esas fueron las últimas palabras que Luna escuchó antes de que todo se tornara negro.

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