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Horas antes, Alicent le arregló meticulosamente el cabello, y la imagen de Otto cortándolo sin piedad persistió en todo momento. La humillación destrozó su autoestima por completo, y ni siquiera el cálido consuelo de su madre puede reparar ese daño.

Recostada en su sillón favorito junto a la ventana, Alyra permite que la brisa nocturna acaricie su rostro. Reflexiona sobre sus decisiones con la mirada perdida. Quizás su comportamiento no fue el más prudente. De haber asesinado a Aemond, probablemente llevarla a Antigua no sería solo una idea, y a estas alturas ya se encontraría armando las maletas o, peor aun, podría haber perdido la cabeza. Sin embargo, no se arrepiente, solo espera que sus hermanos y Cregan aprendan a tratarla con más respeto a partir de ahora.

Desliza la mirada en dirección a la ventana que se halla a sus espaldas, donde las estrellas resplandecen en compañía de la luna. Eso solo puede indicar una cosa: la hora de la cena. A pesar de la invitación de Visenya para unirse a su familia, las órdenes de sus padres dictan que permanecerá confinada en sus aposentos por algunos días. No protesta, solo acepta las consecuencias de sus acciones. La única ventaja es que evitará interactuar con otros, un alivio al no tener que enfrentar preguntas incómodas que no está dispuesta a responder.

Dos golpes huecos en la puerta interrumpen el hilo de sus pensamientos. Emite un gruñido de disgusto.

—¡No quiero ver a nadie! —exclama desde el sillón.

A pesar de su negativa, la puerta se abre con un chirrido que intensifica su irritación.

—¿Qué parte de no quiero ver a nadie no entendiste? —espeta, dirigiendo al guardia una mirada que habría podido fulminarlo en ese mismo instante.

El hombre se remueve incómodo ante la mirada afilada. —Mis disculpas, pero la princesa Velaryon insiste —se excusa con una leve reverencia

Alyra suspira, aunque una leve sonrisa suaviza su semblante. Con un gesto de la mano, accede a la petición. El guardia, serio pero respetuoso, asiente y se aparta, permitiendo que Visenya cruce el umbral. La pesada puerta se cierra con un clic sordo, y la Velaryon avanza con cuidado, sosteniendo una bandeja de plata colmada de exquisitos pasteles.

—¿Qué te pasó? —cuestiona boquiabierta ante el nuevo corte de Alyra.

—Un ataque de locura —responde con una mueca incómoda, llevándose la mano a la nuca. Visenya asiente comprensiva.

—Oí lo que ocurrió y pensé que esto te animaría —dice, elevando la bandeja tentadora antes de sentarse a su lado.

Alyra esboza una media sonrisa fruncida. —Estoy confinada, no encarcelada.

—Lo sé, pero estos pasteles de fresa son tu debilidad. Además, te lo debo. —Guiña un ojo cómplice mientras que la peli plateada ladea su cabeza sin entender—. Por la apuesta de ayer. Fue Aegon quien cayó primero —informa.

Visenya estalla en una risa cristalina al recordar aquel episodio. Su carcajada resulta contagiosa. Mientras deja la bandeja en la mesa baja, Alyra la observa detenidamente. La luz que brindan las antorchas iluminan el rostro de Visenya, resaltando las pequeñas arrugas de preocupación en su frente. Sus ojos, normalmente brillantes, lucen apagados.

Alyra nota esa pesadez en ella, algo inusual para alguien que suele irradiar alegría y energía. Solo en casos excepcionales muestra aflicción, por lo que ver esa expresión de tristeza en su rostro es desconcertante. Quiere preguntarle, pero las palabras se atascan en su garganta. No suele preocuparse por los sentimientos de los demás, ya que pocos se interesan por los suyos. No obstante, Visenya en definitiva es la excepción que rompe esa regla.

—¿Qué te sucede?

Su amiga baja la cabeza antes de decir algo, incluso las comisuras de sus labios se curvan hacia abajo. —Extraño a Harwin.

Harwin Strong fue el guardia juramentado de Rhaenyra Targaryen. Hace no más de tres días llegó la noticia a todo Westeros de su muerte, junto con la de su padre Lyonel Strong, que en ese momento se desempeñaba como la Mano del Rey. Murieron a causa de un incendio en Harrenhal, donde muchos creen que se debió a la maldición que porta el lugar. Lugar donde Alyra nació.

En la corte hay una corriente de rumores y habladurías en torno a Jacaerys, Lucerys y Visenya. Se murmura que Harwin Strong es el verdadero padre de los tres. Pese a las especulaciones, Alyra nunca permitiría que tales rumores arruinaran la amistad que ha forjado con ella.

Sus hermanos, por otro lado, se dedican a provocar a los Velaryon, y viceversa, aunque a Visenya no. Supone que es porque pronto se convertirá en la prometida de Aemond, una idea peculiar que su madre terminó por aceptar para poner fin a las rivalidades de una vez por todas.

La sala se sumerge en un incómodo silencio, solo roto por el leve chasquido del fuego en la chimenea. Visenya sigue mirando al suelo. Alyra siente un impulso de consolarla, pero no encuentra las palabras adecuadas.

—Me lo imagino —masculla, insegura de que más decir. Consolar no es precisamente su fuerte.

—Está bien. Es solo que... no se me permite llorar por él, porque no era familia. Pero le tenía muchísimo aprecio —suspira, pero de inmediato se endereza, esbozando una sonrisa que no alcanza sus ojos apagados—. Mi madre y Laenor te envían saludos, esperaban verte hoy.

Alyra se muerde el labio, incómoda por el cambio abrupto de tema. —Sí, yo también. Pero, ya ves... Casi mato a mi hermano y ahora recibo mi castigo —expresa con naturalidad, y sus ojos resignados se dirigen al techo.

La conversación fluye, y Alyra agradece la visita. Sin su amiga, habría enloquecido de aburrimiento.

Se deleitan con esos pastelitos tan deliciosos, y aunque había ganado la apuesta, comparte su premio. Luego, Visenya le suplica que le cuente lo sucedido con Aemond, y Alyra no duda en relatar cada detalle. Estallan en carcajadas imitando los chillidos del príncipe e imaginando las expresiones de Aegon y Cregan. En un punto, las risas son tan intensas que sus mejillas duelen, pero es un dolor placentero.

—Creo que ya es hora de irme —habla Visenya, secándose una lágrima de tanto reir.

—Sí, tienes razón —afirma al ver la luna más radiante que nunca, es como observar una perla luminosa suspendida en el cielo.

—Oh, por cierto. No sé si tu familia te lo habrá dicho, pero hoy Tessarion enloqueció e incineró a uno de sus cuidadores. Creen que intentó escapar.

—¿¡Qué!? —exclama horrorizada, sus ojos se abren mientras que su corazón late desbocado—. Pero... ¿ella está bien?

—Sí, ella está bien. Lograron controlarla. No te preocupes.

Alyra suelta un largo suspiro de alivio, sintiendo como la tensión abandona sus hombros. Probablemente ocurrió al mismo tiempo que Otto le cortó el cabello o cuando golpeó a Aemond. Si es capaz de experimentar el dolor de Tessarion, es evidente que su dragona también podría.

Visenya se pone de pie, ajustando con elegancia su vestido negro antes de tomar la manija de la puerta y saludarla. Alyra corresponde al saludo, reconociendo en ella una de las pocas personas en las que de verdad puede confiar.

Una vez que la puerta se cierra, Alyra suelta un suspiro resignado ante la idea de estar encerrada varios días. Pese al considerable espacio que ofrece su aposento, sus pies anhelan la libertad y en especial el vuelo junto a su amada dragona.

En un intento por distraer su mente inquieta, busca entre sus pertenencias el camisón más ligero. Aunque esta tarea debería corresponder a Clarisse, ha aprendido a ser más independiente con tal de evitar su presencia.

Arrastrando los pies descalzos hasta la cama, se envuelve en las sábanas. Su cuerpo se adapta fácilmente a la temperatura, pero una leve brisa en su nuca le provoca escalofríos. A pesar de ello, el cansancio la vence y se sumerge en el sueño, sin percatarse de que algunas lágrimas empaparon su almohada.

[...]

Una voz femenina la sacude bruscamente. —Alyra, despierta —murmura cerca de su oído.

—No molestes —balbucea adormilada, su voz suena amortiguada por la almohada.

—Tu padre se enfadará si llegas tarde al desayuno —insiste con tono de reproche.

Gruñe, pero con cautela abre los ojos, luchando por adaptarlos a la intensa luz del sol. A medida que parpadea, los colores se intensifican y los objetos cobran forma.

—Te dejaré el vestido aquí.

Alyra se sienta con un bostezo, siguiendo con pesadez los movimientos de Clarisse. En una silla dispone la vestimenta, y enseguida reconoce el vestido.

—No pienso ponérmelo —declara.

La doncella suspira. —¿Por qué no?

—Es incómodo —responde sin rodeos—. Demasiado ajustado y caluroso.

—Todos los vestidos te resultan incómodos —replica meneando la cabeza—. Pero te lo pondrás porque tu madre me pidió expresamente que te lo entregara.

Envuelta en las sábanas, Alyra se esfuerza por sentarse en el borde de la cama. El contacto de sus pies con el frío suelo amplifica la calidez abandonada del cobijo. Su mano se desliza por la nuca, encontrando el bulto sensible que le arranca un gemido de dolor al presionarlo.

—Clarisse —la llama sin mirarla.

—¿Sí? —responde su dama, distraída mientras limpia la mesa cubierta de migajas de los pasteles de fresa.

—¿Por qué le contaste a mi madre sobre lo que ocurrió con Aegon? —inquiere, observando atentamente las expresiones de Clarisse en busca de pistas.

—Y-yo... —titubea, retorciendo las manos en la falda de su vestido verde—. Pensé que la reina debería saberlo —contesta, evadiendo el contacto de esos ojos violáceos.

—¿Y quién te dio el derecho a decidir eso?

Clarisse guarda silencio con la mirada gacha.

—Te gusta Aegon, ¿verdad? —Alyra enarca una ceja con suspicacia.

—¿Qué? —chilla con susto, y sus ojos se  desorbitan—. Estás equivocada, él nunca... —Su risa nerviosa la traiciona.

—Eres pésima mintiendo. —Alyra la corta, levantándose y acercándose con pasos lentos. Con cada uno, el pecho de Clarisse sube y baja más rápido—. Eres mi dama, no la de él. No vuelvas a hacerlo.

—Sí, lo siento —asiente con la cabeza, avergonzada.

—Ahora ve y dile a mi padre que en un momento estaré allí.

Cuando está lista, sale de sus aposentos y, para su mala fortuna, tropieza con Aemond. Quizás no sea cuestión de suerte, ya que sus habitaciones no están lejos una de la otra. Sus ojos se posan en la sutura que surca su frente y en los moretones de rojo intenso que adornan su cuello. Un recuerdo de su último enfrentamiento.

El cuerpo de Alyra se endurece de manera instintiva mientras Aemond la observa de arriba a abajo, sus pupilas están dilatadas como las de un depredador acechando a su presa. Pero la princesa no es ninguna presa indefensa.

—Aun sigo sin creer que no te hayan enviado a Antigua. Aegon estaba en lo cierto al afirmar que tu ausencia nos haría un favor a todos —dice, su voz gotea veneno.

Un nudo se forma en el estómago de Alyra, pero no muestra signos de debilidad. —¿Quieres que te vuelva a golpear? —amenaza, manteniendo su mirada desafiante en él. Sin embargo, Aemond aparta la vista brevemente.

—¿Crees que alguien te respetará alguna vez? —murmura él, y luego sus ojos regresan a los de ella con burla y rencor—. Eres débil y patética.

Ni los mismos dioses podrían anticipar el ardor que crece en las manos de Alyra. Es como si las llamas danzaran a lo largo de sus brazos y garganta, un fuego avivado por las agrias palabras de su hermano. Sus dedos se crispan con la tentación casi insoportable de golpearlo de nuevo, de borrar esa sonrisa burlona.

Sabe que ceder a ese impulso solo significaría enfrentar otro castigo, así que respira hondo. Finalmente, decide retirarse en silencio. En cuanto le da la espalda, lo oye soltar una risa ahogada, esa risa desdeñosa que siempre la enciende. En esos breves segundos, la rabia aparece de nuevo, obligándola a cerrar los ojos para contener cualquier impulso irracional.

Sigue su camino, ignorándolo. El tentador aroma a pan recién horneado la envuelve al acercarse a la entrada del comedor, haciendo que su estómago ruja como un pequeño dragón hambriento. El guardia se adelanta para abrir la puerta, revelando la escena familiar: Helaena, Aegon y sus padres disfrutando del desayuno.

—Cariño, toma asiento conmigo —dice Alicent con una cálida sonrisa, señalando la silla a su lado.

Alyra se aproxima al asiento, echando un vistazo a la larga mesa que rebosa de deliciosos platillos. Su hermano mayor se ve desinteresado, apenas ha tocado su comida. Mientras se acomoda en la silla, el guardia introduce a Aemond, quien se sienta entre Helaena y Aegon.

Alicent coloca frente a ella dos tostadas recién horneadas y le ofrece un jugo de naranja, demasiado dulce para su gusto. Observa los diversos tarros de mermelada alineados sobre la mesa: mora, frambuesa, grosella... y decide sin dudar por la de fresa, de un rojo vivo que rezuma semillas diminutas.

Toma una de las tostadas calientes entre sus dedos, disfrutando la forma en que la mantequilla se derrite sobre la superficie dorada. Con una cuchara de plata, esparce una generosa porción de la mermelada de fresa sobre el pan. Luego le da un mordisco, cerrando los ojos para saborear la exquisita mezcla de sabores.

—Rhaenyra ha optado por regresar a Dragonstone —anuncia Viserys, rompiendo el agradable silencio.

La noticia la golpea, atragantándose con la tostada. El pánico se adueña de ella mientras toma un sorbo del jugo para calmarse.

—¿Qué? ¿Pero por qué? —pregunta desesperada entre toses, sus ojos violetas se mantienen muy abiertos.

—Ese es su hogar, hija —responde Viserys con una serenidad que la frustra aun más.

—¿Visenya también se irá? —interroga, y al ver el asentimiento de su padre, siente que el mundo se desmorona a su alrededor—. No, ella no puede irse. Es mi única amiga aquí.

Viserys la observa con ojos cansados. —Estoy seguro de que harás nuevas amigas, Alyra. Eres una joven encantadora cuando lo deseas.

—¿Quién en su sano juicio querría ser amiga de alguien tan desagradable como Alyra, padre? —comenta Aegon con su usual desdén, soltando una risilla burlona.

Sus miradas se cruzan por un breve pero intenso instante antes de que él aparte los ojos. Alyra siente una mezcla de rabia y tristeza. Esperaba que después de lo sucedido ayer, la actitud de Aegon cambiara, pero claramente estaba equivocada.

—Eres el menos indicado para hablar, Aegon. Así que cierra esa boca apestosa —espeta.

—¡Suficiente! —interviene Alicent, alzando la voz para evitar un posible enfrentamiento.

Helaena se encoge en su asiento, incómoda, mientras el rey suelta un suspiro cansado y se masajea las sienes con los dedos.

—Visenya tiene que quedarse —le suplica—. Por favor, no la dejes ir.

—No puedo hacer nada, Alyra. La decisión está en manos de Rhaenyra, no en las mías. ¿Quién soy yo para negarle algo a mi hija? —responde con una sonrisa melancólica.

—El rey... —musita Alyra.

Sus ojos caen hacia el plato, y aunque intenta morder la tostada, el hambre ya desapareció, sustituido por un nudo apretado que le quita el apetito.

Un vacío abrumador la invade al pensar en la partida de Visenya. Si ella se marcha, se quedará sin la única persona con quien se siente libre para reír y hablar sin temor a ser juzgada. Visenya es su confidente, su cómplice, la que le permite sentirse un poco menos sola en la Fortaleza Roja.

—Coman —ordena Alicent, dirigiéndose a Aegon y a Alyra.

—No tengo apetito —contesta él con desánimo, removiendo con desgana los restos de comida en su plato. 

—Vamos, hijo, necesitarás energías para ir a Pozo Dragón —comenta Viserys, queriendo animar el ambiente.

Las palabras de su padre avivan un pequeño rayo de esperanza en Alyra. —¿Iremos después de desayunar?

El rey la observa brevemente y, tras aclarar su garganta, desvía la vista hacia Alicent, creando una tensión palpable en la sala.

—¿Qué pasa? —inquiere la niña, sin entender el repentino silencio.

—Tú no irás —sentencia Alicent de manera rotunda.

Alyra cruza los brazos sobre la mesa y deja escapar una risa amarga y ruidosa. Todos en la sala mantienen sus rostros imperturbables, excepto Viserys, que muestra un atisbo de inquietud.

—¿Es una broma, verdad? —cuestiona, su sonrisa desaparece al instante.

—No, Alyra, no lo es.

Las mejillas de la niña se encienden. —Pero madre, no pueden prohibirme ir. ¡No es justo! —protesta con vehemencia. 

—Debiste haberlo pensado antes de atacar a tu hermano. Y ten en cuenta que tienes suerte de ser la hija del rey. De no ser así, estarías desheredada o exiliada por tu conducta inaceptable.

Alyra frunce el ceño. —¿Y Aemond puede ir a Pozo Dragón? Porque por lo que sé él...

—Hazle caso a tu madre —interviene Viserys—. La gente no olvida fácilmente, y consideramos que esta decisión es la mejor para mantenerte alejada y evitar problemas en el futuro. La familia es lo más importante, y no debemos exponernos a riesgos innecesarios.

Alyra se muerde la punta de la lengua. —¿Riesgos innecesarios? —La risa burlona de Aemond resuena en sus oídos, pero se niega a dejarse distraer—. ¡Lo único que hice fue defenderme!

Se levanta de inmediato, haciendo un ruido estridente al golpear la mesa con los puños, Un utensilio cae estruendosamente al suelo.

—¡Toda la vida me han tratado como una estirpe, y ni una sola maldita vez he escuchado que los hayan recriminado como lo hacen conmigo! —espeta.

—Alyra, por favor —murmura Alicent. Con su tacto materno, le aprieta suavemente el brazo, tratando de apaciguar su arrebato.

—¡No, madre, estoy harta!

—¡Basta! —vocea el rey con un bramido que hace que incluso la tímida Helaena se sobresalte en su asiento—. ¡Es suficiente! Tus acciones tienen consecuencias y las aceptarás. No irás a Pozo Dragón, y punto. —Su índice apunta firmemente hacia Alyra, marcando el fin de cualquier discusión.

La sensación de perder el control sobre sí misma la domina, pero recuerda a Tessarion: si se ve involucrada en más problemas, más días le confiarían lejos de su dragona.

Con un profundo respiro que le requema los pulmones, guarda silencio y se sienta de nuevo, apretando la tela de su vestido para ocultar sus palmas que, por alguna razón, se han tornado de un intenso tono rojizo, casi como si se estuvieran quemando.

—¿Puedo retirarme, padre? —pregunta Aegon antes de mirar a Aemond con impaciencia—. Ya debemos irnos.

El rey asiente y ambos se ponen de pie, avanzando hacia la puerta, mientras Alyra no les quita los ojos de encima, con la envidia ardiendo en su interior.

—Queridas mías, las abandonaré —expresa Viserys con cansancio.

Al levantarse, titubea un poco, pero recupera el equilibrio con rapidez. La sala queda en un silencio inquietante, la tensión acumulada durante la acalorada conversación flota en el aire. Viserys, con un guardia detrás, abandona la sala, dejando a Alyra junto a su madre y Helaena, quien se entretiene contando meticulosamente los dedos de sus manos.

—Bueeeno —Alyra esboza una sonrisa fingida, mostrando los dientes—. Yo también debo irme. La septa seguro me espera.

Alicent, con una mirada severa, interrumpe. —De hecho, le ordené que te esperara en mis aposentos. A partir de ahora, ese será tu lugar de estudio —anuncia.

—¿Y el de Visenya también?

—No. Tendrás la compañía de tu hermana.

—Pero... ¿por qué? —protesta.

—Solo ve, Alyra —sentencia, dejando en claro que no habrá más discusión.

«Recuerda a Tessarion, recuerda a Tessarion, recuerda a Tessarion», piensa, tratando de calmarse y no empeorar más la situación.

Cada paso hacia los aposentos de la reina es como avanzar en un laberinto de consecuencias. No está dispuesta a pasar más días sin Tessarion, su preciada dragona.

[...]

Sin la compañía de Visenya, la clase con la septa se vuelve tediosa y exasperantemente eterna para Alyra. Su trasero protesta por haber permanecido sentada tanto tiempo, temiendo que pudiera quedar adherida al incómodo asiento de madera. La sola idea de soportar un minuto más en esa posición le resulta insoportable. Sus dedos tamborilean nerviosos sobre la mesa, buscando alguna forma de aliviar la desesperación.

Mientras tanto, su hermana está cómodamente instalada en el mullido diván, entretenida con una araña que descubrió en un rincón de la habitación. A diferencia de Alyra, el conocimiento previo de Helaena hace innecesaria su presencia en la clase de Unella, permitiéndole sumergirse en su propio mundo.

Por fortuna, los estudios del día llegan a su fin y la septa recoge sus libros de historia para retirarse. Es probable que le confiese a la reina las numerosas veces que Alyra se distrajo durante la lección; y, en verdad, fueron muchas. Pero, en su defensa, ya había leído ese libro hasta el hartazgo. Releerlo le parecía una pérdida de tiempo.

Una vez que Unella abandona la habitación, queda sola con Helaena. Se levanta con un suspiro de alivio, sintiendo como sus músculos entumecidos se relajan. Se acerca a la ventana y observa el exterior. El sol alcanza su punto más alto en el cielo, llenando la estancia con una luz cálida. Retrocede y se posiciona frente a su hermana, quien sigue sentada, absorta en la araña como si fuera su mascota.

En esos aposentos monótonos, la única actividad entretenida que encuentra es observar a Helaena, hasta que esta alza la mirada y sus ojos violetas se encuentran, creando un instante de conexión inesperada y profunda.

—Lamento lo que el abuelo te hizo —dice la mayor con una mirada compasiva.

—¿Qué? —pregunta asombrada, su corazón late con rapidez durante unos instantes, casi queriendo salirse de su pecho.

—No hemos hablado lo suficiente, pero sé lo mucho que valorabas tu cabello. Era parte de tu identidad, algo que te hacía sentir segura y hermosa.

—¿Cómo lo sabes? ¿Te hace lo mismo a ti? —Sus dedos inconscientemente acarician el corto cabello mientras que Helaena niega—. ¿Entonces?

—No es difícil notarlo. Tu cuerpo, especialmente tus ojos, revelan mucho cuando estás cerca de él. Se puede ver el miedo y la tristeza en tu mirada. Es como si te encogieras para no llamar su atención.

—¿Cómo es posible que todos se den cuenta, excepto nuestra propia madre? —suspira frustrada.

—Quizás no quiera verlo.

—¿Pero por qué? No logro entenderlo. —La voz de Alyra se quiebra.

—A veces, la violencia se convierte en la única forma de vida para algunas personas. Y aunque sean conscientes de ello, no huyen; porque le temen a lo que es ajeno a sus realidades diarias. La familiaridad, incluso cuando es dañina, puede ser reconfortante de una manera retorcida.

—Pero soy su hija, se supone que debe protegerme...

—Y Otto es su padre, se supone que él debía protegerla. Es una cadena, Alyra. Solo uno mismo tiene el poder para acabar con ella.

Esas palabras cargadas de verdad hacen eco en su mente, llevándola a reflexionar sobre la infancia de Alicent. Se pregunta si Otto la trató de la misma manera cruel que lo está haciendo con ella.

El chirrido de la puerta al abrirse las sobresalta, rompiendo el silencio que se había instalado entre ambas. Es su madre, que se aproxima con pasos cautelosos hacia Helaena, cuya expresión se transforma, como si la conversación de hace unos momentos nunca hubiese ocurrido. Al sentarse junto a su hermana, esta se aparta incómoda, su cuerpo está tenso y sus ojos esquivan la mirada de Alicent.

—¿Cómo te fue, Alyra? —pregunta, y ella responde encogiéndose de hombros.

Quizás se equivocó al pensar que Unella le contaría a Alicent sobre su falta de atención. Intenta contener el impulso de insultar a la septa, pues en su mente solo puede pensar en Tessarion; verla es lo que más desea en ese momento.

Aunque le hayan negado un derecho, se obliga a mantener la compostura. Abre la boca para responder, pero la puerta se abre de nuevo con un golpe. Es un guardia, sosteniendo del hombro a Aemond, cubierto de hollín y con el cabello revuelto, lo suficiente como para evidenciar que tuvo algún incidente.

—Majestad —pronuncia el guardia.

El rostro de Alicent se desfigura y se levanta con tal rapidez que casi hace caer a Helaena con su araña. Avanza con tres zancadas rápidas hacia la entrada.

—¿Qué has hecho? —lo increpa con los ojos encendidos en ira.

—Lo hizo de nuevo —informa el hombre con armadura.

Arriesgar su vida una, dos o incluso tres veces no parece ser suficiente para su obstinado hijo. Aemond es el único sin un dragón, ya que su huevo nunca eclosionó. Esas majestuosas e inteligentes criaturas solo pueden ser montadas por aquellos con sangre valyria pura en sus venas y, por supuesto, verdadera valentía. A pesar de que Alyra siempre piensa que su hermano es débil, Alicent no permite que se hable más sobre eso para no herirle los sentimientos.

—¿Debería encerrarte para que lo entiendas de una vez? —brama Alicent—. ¡No entiendo tu obsesión por esas bestias!

—¡Me obligaron! —chilla Aemond indignado—. ¡Me dieron un cerdo!

Una risa burlona se escapa de los labios de Alyra, disimulándola tras una tosecilla. Agradece a los dioses que pasara desapercibida para su madre.

—¿Un que? —inquiere, alzando una ceja.

—¡Dijeron que me darían un dragón, pero me dieron un cerdo! —El rostro de él se tiñe de carmesí por la rabia.

Alicent se apresura a consolarlo, posando sus manos tersas en las mejillas sucias del pequeño. —Algún día tendrás tu propio dragón.

Alyra voltea hacia Helaena con los ojos abiertos y una sonrisa burlona curva sus labios. La idea de Aemond como jinete le es un sueño lejano e improbable, tan descabellado como que ella misma se convirtiera en la próxima reina de los Siete Reinos. No considera a su hermano digno ni merecedor de montar uno de aquellos magníficos seres.

—Tendrá que cerrar un ojo —musita Helaena.

Alyra parpadea confundida. —¿Qué? ¿De qué hablas?

En respuesta, su hermana solo le dedica una mirada fugaz antes de volver su atención al arácnido.

Aemond bufa con amargura, sacudiendo la cabeza con gesto ofuscado al continuar: —Esos bastardos incluso le hicieron alas y todos se burlaron de mí.

Alyra inclina la cabeza, mientras observa a su madre abrazando con ternura al inocente Aemond. De pronto, un leve susurro llama su atención, alguien acaba de pronunciar su nombre. Gira el cuello en dirección a la ventana.

—Alyra... —La voz suena más clara esta vez.

Se incorpora de un respingo, un escalofrío le recorre la espalda. —¿Lo escuchaste? —pregunta a Helaena con un hilo de voz.

—¿El qué?

—Esa voz... Me llamó —insiste, girando la cabeza de un lado a otro, intentando ubicar el origen del sonido.

Helaena frunce el entrecejo. —Yo no escuché nada.

Jikagon naejot se perzys.

El corazón de Alyra se sacude en su pecho. Esta vez no hay duda. —¡Ahí! ¿No lo oíste? —Señala hacia la ventana—. Viene de ahí afuera.

—¿Qué sucede, Alyra? —inquiere Alicent, acercándose con Aemond de la mano.  

—Nada, es solo que... —titubea, tragando saliva ruidosamente—. Creí escuchar a alguien afuera...

Los cuatro permanecen en un tenso silencio, hasta que Alicent, apretando los labios, es la primera en romperlo.

—Vuelvan a sus habitaciones, ahora —su voz es firme, aunque un leve temblor la traiciona—. Aemond, ve a bañarte. Yo tengo que... atender unos asuntos.

Sin cuestionarla, Alyra pasa junto a su madre para salir al pasillo. Las extrañas voces le provocan escalofríos, y aun no entiende el significado de esas palabras en la antigua lengua valyria. Quizás debería preguntarle a Rhaenyra, ya que domina el idioma a la perfección.

El corredor está sumido en un silencio sepulcral. Con cada paso que da, percibe una inquietud creciente en la boca del estómago. Tiene la desagradable sensación de que alguien la sigue en las sombras, observándola sigilosamente, pero cada vez que voltea no hay nadie. Su corazón late con más fuerza y un sudor frío surca su frente a pesar del clima cálido del castillo. Anhela llegar cuanto antes a la seguridad de sus aposentos, pero el trayecto se vuelve interminable.

Sagon se zaldrīzes —oye de repente.

Se detiene en seco, con los ojos muy abiertos al entender el significado.

«Se el dragón».

¿Qué significa eso? Permanece inmóvil, girando la cabeza de un lado a otro con el miedo adueñándose de ella. Su cuerpo entero se paraliza, dejándola aturdida y sin aliento. Quiere huir lo más rápido posible pero al mismo tiempo no cuenta con las energías para mover un solo músculo.

Sagon se zaldrīzes. Sagon se zaldrīzes. Sagon se zaldrīzes. —Los murmullos se multiplican pronto, acosandola desde todas las direcciones.

Cierra los ojos, rogando que las voces cesen, pero no es así. Su intensidad aumenta tanto que su corto cabello comienza a ondear como si una ventisca lo agitara. El miedo la engulle por completo.

—Basta... —musita temblorosa.

Sagon se zaldrīzes. Sagon se zaldrīzes. Sagon se zaldrīzes.

¡Basta! —grita con más fuerzas.

Pero las palabras persisten, retumbando en sus oídos como si una presencia maligna intentara apoderarse de su mente. Se lleva las manos a los oídos, pero los murmullos se multiplican hasta parecer los gritos de una multitud enardecida. Aprieta los puños contra su cabeza, con las palmas ardiendo y su pecho bajando y subiendo erráticamente. La garganta le quema, y sus dientes rechinan por la presión con la que los aprieta. El calor en su cuerpo es sofocante, causando que el sudor le resbale por la frente hasta las mejillas encendidas.

Finalmente, sus rodillas ceden contra el gélido suelo de piedra, aunque el dolor le es insignificante comparado con la tortura de las voces martillándola. Ya no puede contenerlo más y estalla en un grito desgarrador que le araña la garganta al escapar. Cuando el alarido cesa, solo hay silencio.

De pronto, una mano cálida desciende sobre su brazo. Abre lentamente un ojo para encontrarse con Visenya arrodillada frente a ella.

—Alyra... ¿qué te sucede?

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