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El trayecto a través del mar resulta ser más extenso de lo previsto, sumergiendo a Alyra en un viaje lleno de náuseas. A pesar de que no es la primera vez que navega en un barco, jamás logró acostumbrarse al vaivén del mar.

Decide apartarse de sus hermanos, especialmente porque Otto está junto a ellos. Su presencia le resulta tan desagradable que, de tener la oportunidad, vaciaría el contenido de su estómago sobre él. Aunque la idea la tienta, se contiene y, en su lugar, acompaña a su padre, no por gusto sino por deber.

Viserys no ha parado de hablar sobre su hermano menor. A pesar de los años sin contacto, la emoción de reencontrarse con Daemon es palpable en su voz. Alyra desconoce las razones de su distanciamiento y, francamente, no le interesa averiguarlas.

Durante el trayecto, descubre que comparte con su padre la susceptibilidad al mareo; quizás sea lo único que tienen en común. Viserys siempre mantuvo cierta frialdad paternal, al menos con Alyra. Desde pequeña, entablar una conversación significativa con él ha sido un desafío. Resignada, se limita a escuchar sus palabras de admiración hacia Rhaenyra, como si fuera su única hija.

Un recuerdo nítido asalta su mente: la imagen de su padre sentando al pequeño Jacaerys en el trono. «Este será tu lugar algún día», le había dicho, «te convertirás en el mejor rey que los Siete Reinos hayan conocido».

Desde su infancia, Alyra ha anhelado el afecto paterno, un deseo natural en cualquier hija. Sin embargo, con el paso del tiempo, comprendió que no solo no lo necesita, sino que Viserys jamás le brindaría la misma atención que dedica a su primogénita. A lo largo de los años, su relación se ha ido desgastando hasta convertirse en una mera coexistencia, sin palabras y afectos, como dos extraños compartiendo un mismo techo.

Luego de reflexionar sobre la relación con su padre, Alyra no puede evitar pensar en el evento que los ha reunido en Marcaderiva: el funeral de Laena Velaryon. Nunca antes ha asistido a una ceremonia fúnebre, y su mente inquieta comienza a divagar sobre como será. Sabe que en la casa Targaryen se acostumbra a encender velas rojas para simbolizar el fuego de los dragones, y que el cuerpo debe ser incinerado. Sin embargo, las tradiciones de la casa Velaryon son un misterio para ella, uno que pronto descubrirá.

Al arribar a Driftmark, se ve rodeada de rostros desconocidos, pero entre la multitud distingue dos figuras familiares. Su tía Rhaenys, quien permanece igual desde su último encuentro, como si el tiempo no hubiese pasado por ella. Luego, su mirada se posa en Daemon. Esa larga melena, que en sus recuerdos caía como una cascada por su espalda, ahora apenas roza sus hombros fornidos. Ese cambio le otorga un aire aun más imponente.

Junto a él, dos niñas idénticas lo acompañan: Baela y Rhaena. Alyra las observa detenidamente, intentando captar cada sutil diferencia entre ellas. Aunque sabe de la existencia de ambas, es la primera vez que las ve en persona.

—¡Alyra! —La voz de un niño se alza entre los murmullos. Al girarse, se encuentra con sus sobrinos.

—Ey —saluda con un gesto discreto.

—¿Cómo estás? —inquiere Jacaerys.

Su sonrisa refleja la misma calidez que la de su hermano menor, quien no deja de examinar curiosamente el cabello de Alyra.

—Aburrida, ¿y ustedes? —Esas palabras disipan las sonrisas de los niños. Consciente de su error, se apresura a corregir—. Bueno, un poco triste, a decir verdad —confiesa tras aclararse la garganta.

—Nosotros también —responde Lucerys con voz queda—. Nuestras primas deben estar sintiéndose realmente mal.

—Te queda bien ese corte —comenta el mayor, rompiendo momentáneamente la solemnidad del ambiente.

—Es verdad —confirma Luke.

—Gracias —contesta con una sonrisa sutil, sin exponer los dientes—. Aunque a mí no me gusta.

—¿Y por qué lo cortaste? —preguntan ambos, intrigados.

Alyra baja la mirada, con el calor subiendo a sus mejillas. —No... no estoy segura —murmura, evadiendo la verdad.

El silencio que sigue a su respuesta se ve interrumpido por el sonido de pasos acercándose. La conversación queda suspendida cuando todos dirigen su atención hacia el frente, donde la ceremonia está a punto de continuar. Vaemond Velaryon toma la palabra. Entre los presentes, algunos mantienen una expresión seria, mientras otros dejan escapar sollozos ahogados. Alyra, sin embargo, lucha contra el tedio que la invade. En la larga espera, sus pies comienzan a protestar por la prolongada postura. Disimuladamente, alterna el peso de un pie al otro, buscando alivio. Su mente divaga, anhelando el regreso a Desembarco del Rey.

El único momento que capta verdaderamente la atención de Alyra es cuando arrojan la sepultura al mar. Sin embargo, su interés se desvanece con rapidez cuando Vaemond reanuda su interminable discurso. La princesa fantasea con clavarle una lanza en el corazón para que se calle de una vez por todas.

Al observar a su alrededor, nota que no es la única que lucha contra el aburrimiento. La expresión de Aegon refleja un hastío similar al suyo, quizás el único instante en sus vidas en que sus sentimientos coinciden. En contraste, Aemond mantiene una postura rígida, con las manos enlazadas tras la espalda y un semblante inescrutable. Alyra no puede evitar admirar esa capacidad para ocultar sus emociones. Y, viéndolo más detenidamente, la sutura que surca su cabeza le provoca una punzada de satisfacción mal disimulada.

A cierta distancia, divisa a Rhaenyra junto a Visenya y sus dos hijos. Las palabras de Vaemond sobre la sangre Velaryon resuenan con un tono descaradamente acusatorio, dejando en claro a todos allí que se refiere a sus sobrinos. La angustia en el ambiente aumenta y de repente, la risita de Daemon corta el aire como un cuchillo, atrayendo todas las miradas. Mientras la mayoría de los presentes le escupen fuego por los ojos, Alyra contiene una sonrisa cómplice. Sin embargo, su momento de diversión se ve interrumpido por un codazo de Otto, cuya mirada severa deja clara su desaprobación.

Vaemond continúa hablando. Los párpados de Alyra se vuelven pesados, luchando contra el sueño. Hasta que por fin, para su alivio, concluye el tedioso discurso. La multitud se dispersa, y los sirvientes emergen con bandejas rebosantes de tentadores bocadillos.

—Ve con tus hermanos, Alyra —ordena Alicent.

—No quiero, madre —replica al arrugar la nariz, expresando su disgusto.

—¿Acaso te lo ha preguntado? —La voz de Otto, fría y cortante, se eleva desde atrás. El tono hace que se le erice la piel, y Alyra sabe que no tiene más opción que ceder.

Con un asentimiento resignado, se dispone a obedecer. —Estúpido —murmura entre dientes, clavando las uñas en sus palmas.

A pocos metros, avista a Aegon recostado en la pared, sosteniendo un vaso cuyo contenido, sin necesidad de acercarse, sabe que es vino. Aemond le hace compañía y se ven muy absortos en lo que sea que trate su conversación. Alyra, al acercarse, capta fragmentos de su diálogo: están hablando de Helaena, quien se encuentra apartada en compañía de un insecto.

—Es una idiota —sentencia Aegon con desdén.

—El idiota eres tú —replica Alyra instintivamente.

En cuanto suelta esas palabras, ambos voltean a verla. Aemond abre la boca un instante, pero se muestra arrepentido, dejando que Aegon tome la palabra:

—No te metas, Alyra —advierte tras dar un largo sorbo a su vaso.

—No voy a pedirte permiso para opinar. —Alza su barbilla, retándolo.

—Qué fastidiosa eres —gruñe. Se impulsa desde la pared, colocándose frente a ella—. El pobre idiota que se case contigo va a acabar colgándose de un árbol.

Alyra, lejos de intimidarse, contraataca con sarcasmo mordaz: —¿Y qué mujer en su sano juicio querría casarse con un borracho inútil? —Su risa es cruel y cortante—. Más bien compadezco a la desgraciada que tenga que soportar a un... —Lo escanea de pies a cabeza, su rostro contorsionándose en una mueca de asco—. Pedazo de mierda como tú.

—¡Cierra la boca! —carraspea inquieto—. Las mujeres se pelean por mí, pero no me rebajo con cualquier ramera —declara, inflando el pecho y esbozando una sonrisa arrogante que Alyra desearía arrancarle de un puñetazo—. Daría mi peso en oro a quien se atreva a meterte mano sin vomitar —agrega, fingiendo arcadas.

—Por los siete infiernos, Aegon —sisea, acercándose—. Cada vez que abres la boca, demuestras que eres aun más imbécil de lo que pensaba. ¿Qué mujeres podrían quererte? ¿Las putas borrachas que pagas para que finjan que no les das asco?

El comentario le golpea el ego como un mazo, borrándole instantáneamente la sonrisa. Su nariz se arruga y la furia deforma sus facciones. Por un momento, parece que Aegon está a punto de cruzar la escasa distancia que los separa para golpearla. Sin embargo, el rugido majestuoso de un dragón rasga el cielo, captando la atención de todos.

—Vhagar... —musita Aemond.

—¿Qué? —suelta Alyra, con una sonora risa por la nariz.

La fascinación desmedida que tiene por los dragones roza lo absurdo si realmente cree que Vhagar, la más antigua y veterana de las bestias, lo elegiría a él.

—Aemond —dice Alyra, ignorando la mirada asesina de Aegon mientras se acerca al menor. Se coloca frente a él y su voz adopta un tono falsamente dulce—. Madre nunca te lo dijo para no herir tus sentimientos, así que seré yo quien te abra los ojos. Esa patética obsesión tuya solo te llevará a la ruina. Acéptalo de una vez: no tienes lo que hace falta para montar un dragón. Eres débil, Aemond. —Sus dedos se clavan en el traje de él, una caricia que parece más un intento de estrangulación. Sus labios se curvan en una mueca de falsa lástima que apenas oculta su desprecio—. Deberías agradecer que te diga la verdad.

—¡Quítame las manos de encima! —espeta, apartándola de un manotazo—. Soy más digno que tú. Tendré mi propio dragón y te haré tragar tus palabras. Mejor preocúpate por tus propios problemas. Mira allá, estúpida. —Indica con un gesto de su mentón—. No se ve muy complacido contigo.

Alyra gira en la dirección señalada, encontrándose con la mirada gélida de Otto. La expresión pétrea de la Mano del Rey no augura nada bueno; sin duda, una reprimenda le espera por haberse mofado de su hermano.

Sus ojos se encuentran nuevamente con los de Aemond. La sonrisa prepotente de su hermano no solo la enfurece, sino que despierta en ella un deseo casi incontrolable de golpearlo. Sus uñas se clavan en las palmas, el dolor florece con rapidez. Aemond percibe la rabia en su expresión y, por un instante, su arrogancia flaquea, borrando todo rastro de satisfacción de sus labios.

Sorprendentemente, Alyra nota que la ira que inflama su cuerpo no viene acompañada del ardor insoportable en las palmas y garganta que la había atormentado días atrás. Pero eso, lejos de calmarla, intensifica su cólera, como si la triplicara. La violencia que Aemond provoca en ella parece insaciable, al punto de visualizar su puño estrellándose contra su nariz, fracturándola. Justo cuando está a punto de actuar, un peso en su hombro frena cualquier impulso violento. Sin necesidad de voltear, reconoce de inmediato a Otto.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —interroga.

—¡Alyra quería golpearme! —acusa Aemond sin titubear, sus ojos brillan con malicia.

—¡Qué mentiroso eres! —brama con los ojos bien abiertos.

Al segundo, la presión que ejerce Otto sobre su hombro la obliga a mantener el tono de voz bajo.

—Creí que habíamos tenido una charla sobre esto, pero aparentemente no fue suficiente —murmura Otto, inclinándose lo suficiente para que su aliento le roce el cuello, provocándole un escalofrío involuntario.

—¿Qué sucede, padre? —interviene Alicent, logrando que amaine su agarre en el hombro de Alyra.

—Tu hija no se comporta como se espera de una princesa.

Su madre altera el semblante al dirigirle una mirada escrutadora, y su expresión resulta difícil de descifrar. Alyra solo puede intuir descontento, quizás incluso temor. Un suspiro profundo escapa de los labios de la reina, seguido de una sonrisa forzada.

—No te preocupes, hablaré con ella —asegura.

—¿Cómo las veces anteriores, Alicent? —murmura Otto entre dientes, evitando ser escuchado—. Las palabras —enfatiza—, parecen no tener impacto alguno en ella.

La reina ignora el comentario de su padre. Con un gesto delicado, posa su mano en el hombro de Alyra, guiándola lejos de los curiosos. Aun así, la distancia no es suficiente para evitar las sonrisas petulantes de Aegon y Aemond.

Mientras se alejan, Alyra es consciente de que, al regresar a King's Landing, Otto no dejará pasar este escándalo sin castigo.

«Exagerado», piensa para sí misma, reprimiendo un resoplido.

—Alyra, ¿me estás escuchando? —La voz la trae de vuelta al presente. Entonces, asiente mecánicamente—. Tu futuro y tu bienestar son primordiales para mí. Ya no sé como hacértelo entender, hija. Tu padre y tu abuelo planean enviarte lejos, y yo no podré estar allí para protegerte.

—Diles que no y asunto resuelto —responde, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia, como si la solución fuera obvia.

—¿Comprendes o al menos escuchas lo que te digo? Parece que la información te entra por un oído y sale por el otro —suspira Alicent, negando con la cabeza, el cansancio es evidente en su voz—. ¡Entiéndelo de una vez, esto no es un juego! —exclama.

Un silencio tenso se instala entre madre e hija. Alyra es consciente de que cualquier intento de defensa sería inútil. Alicent, por su parte, tiene más que decir, su rostro es una máscara de pena y fatiga. Es evidente que el peso de lidiar con los caprichos de Alyra y las disputas familiares la han desgastado. Y a pesar de la angustia de su madre, no siente remordimiento. En su mente, la culpa recae enteramente en Otto y sus hermanos, quienes desde su infancia le han hecho la vida imposible.

Los recuerdos de su niñez afloran con nitidez. A los seis años, Aemond y Aegon la forzaron a comer lombrices, tildándola de salvaje y argumentando que ese debía ser su único alimento. Desesperada, acudió a sus padres. Y aun puede oír la risa de Viserys, seguida de esas palabras: «Son hombres, así es como se divierten» Solo su madre intervino, pero lejos de calmar los hostigamientos, más bien los intensificó.

—Te amo, mi cielo —la voz de Alicent interrumpe sus pensamientos—. Eres mi más bella creación, pero ni el amor más grande podrá evitar que te alejen de mí.

—Es a ellos a quienes deberían alejar, no a mí —manifiesta con amargura, y sin esperar respuesta, se aleja.

Con descontento se acerca a una de las mesas rebosantes de manjares. Entre las jarras, busca ansiosa agua para aliviar su garganta reseca, como si el peso de tanta injusticia hubiese drenado toda humedad de su ser. Al beber, el líquido fresco se escurre por su cuello.

Mientras se seca con la manga del vestido, escruta la multitud en busca de Rhaenys, ansiosa por saludarla tras no haber tenido oportunidad de hablar. En su búsqueda, su mirada se cruza con la de su sobrina —aunque rara vez usa ese término—. Apartada del gentío, Visenya la llama con un gesto discreto.

Alyra duda por un momento, consciente de las miradas vigilantes a su alrededor. Con cautela, verifica que nadie la esté observando, decidida a evitar más conflictos. Fingiendo observar el cielo y manteniendo las manos tras la espalda, se acerca a Visenya. Una sonrisa cómplice ilumina el rostro de su sobrina, y con la complicidad de quienes comparten un secreto, ambas se deslizan entre las rocas que custodian la vasta playa. El vestido de Alyra, poco práctico, convierte el descenso por las piedras en todo un desafío.

Al sentir por fin la arena bajo sus calzados, echan a correr, ansiosas por dejar atrás el ambiente lúgubre del funeral. Tras distanciarse lo suficiente, reducen el paso a una caminata. La brisa fresca acaricia sus rostros acalorados, mientras el rítmico murmullo de las olas rompiendo en la orilla crea una atmósfera sosegante, aliviando la tensión de sus músculos. Sin embargo, esa tranquilidad no es suficiente para apaciguar a Visenya.

—Vaemond es un idiota ambicioso —confiesa indignada.

—Es un viejo patético —concuerda Alyra—. Quería cortarle la lengua para que de una vez dejara de hablar.

—¡Lo que dijo fue completamente inapropiado! —gruñe Visenya, restregándose las manos por el rostro.

—Tiene miedo, ¿sabes? Puede oler su propia irrelevancia. Tu hermano menor tiene más poder en su meñique que Vaemond en todo su cuerpo... No es más que un segundón desesperado.

Mientras conversan, sus pasos las llevan inconscientemente hacia la parte más sombría de la playa, donde el penetrante olor a pescado les revuelve el estómago. Conscientes de que el anochecer en Driftmark llega con rapidez, deciden retroceder. Sin embargo, la idea de regresar al tedio del funeral no les resulta atractiva. Intercambian una mirada cómplice y, sin necesidad de palabras, se tumban en la arena.

Ambas observan en silencio como el sol se hunde en el horizonte, pintando el cielo con tonos anaranjados y rosados. La deslumbrante estrella se reduce cada vez más, mientras el cálido tacto de la arena les brinda una sensación de total libertad, sin la menor preocupación y sin temor a ser juzgadas; Visenya, de aquellos que cuestionan su legitimidad, y Alyra, de las represalias de Otto.

Las olas se quiebran, capturando el resplandor del sol como si fueran gemas que destellan con intensidad antes de desaparecer. De alguna manera, eso describe la conexión entre ellas. Juntas, Alyra puede ser auténtica, sin miedo a las consecuencias. No obstante, al regresar con sus hermanos, cualquier rastro de libertad y entusiasmo se esfuma.

Su pecho se contrae y el nudo en la garganta indica que el llanto se asoma, pero no lo quiere dejar salir. Así que, en un intento por resistirse, explora a su alrededor y distingue con dificultad algunos palos que podrían servir como espadas improvisadas.

—Espérame —dice, interrumpiendo la serenidad del momento.

Se incorpora de un salto y, al correr, se da cuenta que es una mala idea; sus zapatos se hunden en la arena con cada zancada. Sin detenerse, logra tomar los dos palos largos y retoma el camino, esta vez a paso lento. Le ofrece uno a Visenya, quien capta al instante su intención.

Antes de iniciar la práctica, se quita los zapatos con un par de sacudidas. Visenya la imita, y en un parpadeo, cada una se ubica en su posición. Pronto, el choque de sus espadas improvisadas junto al rugir de las olas se convierte en la única melodía en el aire.

Aun con la desbordante energía de Alyra y su pasión por el combate, Visenya logra derribarla en el primer enfrentamiento. Cae sobre su trasero, pero la arena amortigua el impacto. A pesar de su edad, la Velaryon destaca por su destreza en el ataque. Dado su estatus de princesa, mucha gente no ve con buenos ojos que entrene con sus hermanos, pero cuenta con el respaldo de su madre. Alyra, en cambio, ha tenido que aprender por cuenta propia, nutriéndose de los valiosos consejos que Visenya le comparte generosamente.

Pasado un rato, Alyra logra derribarla con un ágil giro sobre el suelo, usando sus rodillas. El ardor no tarda en manifestarse y, al inspeccionar su vestido, nota que apenas se ha rasgado. Restándole importancia, siguen con lo suyo.

Se entregan a una tarde de combate con los palos hasta que el agotamiento las alcanza; sus respiraciones entrecortadas y las sonrisas radiantes revelan cuanto disfrutan este momento. Antes de calzarse, sacuden sus vestidos y piernas para deshacerse de la arena. Se secan el sudor del rostro, pero sus cabellos sucios y húmedos las delatan.

De pronto, una voz femenina alterada las sobresalta. —¿Qué creen que están haciendo aquí?

Ambas giran de golpe, con el corazón desbocado. Rhaenyra se alza imponente frente a ellas, deslumbrante en su atuendo rojo oscuro; su cabellera plateada brilla en el crepúsculo. La falda de su vestido fluye con gracia hasta el suelo, envuelta en capas y capas de telas espléndidas que le conceden un aire extraordinario. Detrás, divisan a alguien más: Daemon Targaryen.

La heredera mantiene una expresión de angustia, mientras él exhibe una sonrisa genuina al encontrarlas cubiertas de tierra y empuñando palos, como si fueran muchachas comunes de Lecho de Pulgas.

—¡Madre! —exclama Visenya, sacudiendo nuevamente su falda polvorienta.

—¿Qué hacen las dos solas? Por los Siete, Visenya, deberían estar descansando —se acerca presurosa—. ¿Y si les hubiese ocurrido algo? —inquiere con una expresión severa, posando la mano en la mejilla de su hija.

Visenya asiente avergonzada. —Solo queríamos despejarnos un poco —murmura sin levantar la mirada.

—Quiero que ambas regresen a sus aposentos. Ahora —ordena con firmeza, pero sin el tono autoritario que Otto habría empleado.

Visenya asiente, resignada, y se dispone a obedecer. Sin embargo, Alyra, viendo una oportunidad, interviene rápidamente.

—Espera un momento —dice, deteniendo a la joven castaña—. Tengo una duda con respecto a una frase en Valyrio, ¿podrías ayudarme? —solicita a su hermana mayor, preparándose internamente para una posible reprimenda por andar de preguntona.

Conteniendo la respiración, espera ver la reacción de Rhaenyra. Para su sorpresa, el rostro de su hermana se suaviza, y una leve sonrisa se dibuja en sus labios. La severidad que Alyra estaba acostumbrada a ver en Otto se desvanece.

—Por supuesto, Alyra. ¿Cuál es tu duda?

Toma aire, consciente de que su pronunciación puede no ser la mejor. —¿Qué significa Jikegon niejoy si perzys?

Rhaenyra arruga la frente, esforzándose por descifrar las palabras mal pronunciadas. —¿Jikegon niejoy si perzys? —repite, confundida.

De pronto, Daemon interviene, su voz sonando con seguridad: —Creo que intentas decir Jikagon naejot se perzys.

—¡Exacto, eso es! —confirma Alyra.

Él sonríe, complacido por haber acertado. —Ve al fuego —traduce—. ¿Por qué preguntas?

—Son unas palabras que encontramos en un viejo libro —agrega Visenya con una sonrisa forzada—. Debemos irnos ya, madre. Buenas noches.

Toma a Alyra del brazo y se alejan presurosas en dirección al castillo, dejando atrás a Rhaenyra y Daemon.

Ya a cierta distancia, Visenya susurra: —¿Era esa la frase que escuchaste? —Alyra asiente—. ¿Qué crees que signifique ve al fuego?

—Ni idea —contesta encogiéndose de hombros—. De todas formas, ya no las oigo.

Durante la caminata, percibe una fuerte tensión en el aire. Por alguna razón, Visenya no deja de mirar hacia atrás, y por el modo en que lo hace sugiere estar tramando algo.

—¿Qué te pasa? —cuestiona Alyra.

—Ven, necesito saber por qué están juntos —susurra, tirando de ella para volver sobre sus pasos.

—¿Qué? ¿Quieres espiar a tu madre? —Visenya asiente y entonces Alyra se zafa de su agarre, deteniéndose en seco—. Yo no quiero espiar a tu mamá. Eso sería demasiado extraño.

—¿Estás segura? Porque está bastante oscuro para que regreses sola.

Apenas Alyra le asegura que estará bien, Visenya se precipita hacia las sombras. La luz de la luna baña su silueta mientras se adentra en las enormes palmeras, donde desaparece de su vista. No comprende su interés por saber qué hace Daemon con su madre, pero luego lo averiguará.

El viento helado sopla en su piel y las olas martillean contra la costa oscura. Su vestido de seda no es el abrigo adecuado para una noche como esa. Se abraza a sí misma, tiritando, en un intento de conservar el calor. Con alivio, divisa las escaleras de piedra que conducen a una de las entradas del castillo Velaryon.

Asciende sigilosamente, rogando no toparse con rostros familiares. De repente, el estruendoso rugido de un dragón la sobresalta. El sonido, proveniente del cielo, intensifica los latidos de su corazón con cada peldaño que sube. Al alzar la mirada, queda paralizada ante la visión de una criatura colosal. Es Vhagar.

Jamás ha presenciado un ser tan imponente como esta anciana dragona. Ningún dragón vivo iguala su tamaño. Pero... si Laena Velaryon falleció, ¿quién pudo haberla reclamado? ¿Rhaena, tal vez?

Distingue una figura montada sobre Vhagar. Entrecierra los ojos, esforzándose por identificar al jinete entre las sombras de la noche. Cuando el dragón desciende un poco más, su cuerpo se entumece y su respiración se corta. Es Aemond. Su mente se niega a creerlo, necesita verlo de cerca para confirmarlo.

Observa que aterrizan en la zona oeste del castillo. Sin pensarlo dos veces, se precipita al interior, corriendo por los pasillos como si su vida dependiera de ello. No tiene ni idea de donde se encuentra; este lugar es totalmente desconocido. Aun así, no se detiene, pero llega un momento en el que no sabe a donde ir. Vaga por un laberinto sin salida. 

De repente, gritos infantiles rasgan el silencio, sobresaltándola. Gira bruscamente, agudizando el oído. Sin vacilar, sigue el sonido, sus pasos se aceleran. En cuestión de minutos, se encuentra ante la entrada de una cueva. La luz parpadeante de las antorchas proyecta sombras en las paredes rocosas.

El corazón martillea contra su pecho y cada paso le parece eterno. Al doblar en una esquina, se detiene abruptamente, paralizada por la escena que se despliega ante sus ojos: una imagen que quedará grabada en su memoria por años.

Lucerys, con una daga empuñada, cercena el ojo de su hermano. Los gritos desgarradores de Aemond resuenan en la caverna, mientras lágrimas y sangre se mezclan en su rostro contorsionado. Él se aferra desesperadamente a su ojo herido, la sangre manando a borbotones, salpicando el suelo arenoso. Alyra queda petrificada, incapaz de reaccionar. 

De pronto, susurros etéreos invaden su mente:

Ao issi se perzys, ao issi se zaldrīzes.

Han vuelto, las voces han vuelto.

Ao issi se perzys, ao issi se zaldrīzes —repiten.

«Tú eres el fuego, tú eres el dragón», es lo que dicen.

A pesar de que ahora puede comprender el significado, sigue sin entender la razón por la cual las escucha.

Un ardor intenso se adueña de su garganta y manos, como si brasas incandescentes se alojaran bajo sus yemas. La visión de Aemond en el suelo, empapado en sangre y aullando de dolor, triplica esa sensación. Sus palmas se tiñen de un rojo vivo, mientras un calor desmesurado invade su cuerpo.

Mientras observa la escena, recuerdos fugaces de Aemond humillándola aparecen. De alguna forma, las voces misteriosas avivan su ira y nublan su juicio. Es entonces que un grito desgarrador brota de su garganta, sorprendiéndola incluso a ella misma. Los niños, aterrados, se apartan instintivamente. Alyra aprovecha ese momento para abalanzarse sobre Lucerys, moviéndose con una velocidad y seguridad que no sabía que poseía. Le arrebata la daga, ignorando la expresión de pánico del pequeño. En ese instante, nada podría detenerla.

Sus ojos se fijan de nuevo en Aemond, que yace boca abajo en el suelo ensangrentado, aferrándose a su ojo herido. Alyra se arrodilla a su lado, lo voltea bruscamente y, en un movimiento fluido, se sienta a horcajadas sobre su abdomen. Cegada por la furia, sus sentidos se descontrolan. El calor se filtra por cada poro de su piel, dificultándole la respiración. La sangre en sus venas hierve como lava, pulsando en sus oídos y nublando su visión. Ya no distingue si son las voces misteriosas o su propio odio acumulado lo que la impulsa a actuar.

Fuerza a Aemond a retirar la mano del ojo, dejando la suya cubierta de sangre. Entre gritos, le increpa:

—¿¡Duele, hermano!?

Sin atisbo de remordimiento, Alyra hunde su pulgar en la herida expuesta de Aemond. Él se retuerce desesperadamente, luchando por liberarse, pero la fuerza de su hermana lo mantiene sometido.

Se ve obligada a dejar la daga en el suelo para sujetarlo mejor. Una mano sigue presionando la herida, mientras la otra se esfuerza por mantenerlo inmóvil. Sus dedos se entrelazan con los de él en una lucha feroz, la sangre tiñendo nudillos y palmas por igual.

El rostro de Alyra adquiere un tono escarlata, y los rasguños de su hermano no le causan dolor. Retira la mano del ojo destrozado, deslizándola por el rostro de Aemond para limpiarse la sangre. Él intenta una vez más liberarse, pero su hermana reacciona con rapidez, inmovilizando sus brazos bajo las rodillas. Es entonces cuando las manos de Alyra se cierran sobre su garganta. Aemond lucha por respirar, pero nada de lo que haga podrá liberarlo.

—Nos veremos en los siete infiernos, Aemond —sisea, con el cuerpo cubierto de sudor y tembloroso por la adrenalina

Alza el cuchillo, decidida a terminar con esta pesadilla. Pero antes de que pueda asestar el golpe final, una mano firme la sujeta por la muñeca, obligándola a soltar el arma. Se encuentra de repente alzada en el aire, pataleando y gritando. A lo lejos, ve como los guardias reales rodean a su hermano. Aun así, no cesa en su lucha, propinando patadas a la persona que la sujeta.

—¡Suéltame! —aúlla repetidamente, su voz ronca por el esfuerzo.

—Silencio, niña —ordena una voz grave y nada familiar.

Mientras la alejan de aquel lugar, los gritos de Aemond se desvanecen en la distancia. La oscuridad del pasillo le impide distinguir el rostro de quien la carga.

Finalmente, llegan a un área iluminada. Él la baja sin cuidado, permitiéndole por fin verlo. Alyra parpadea, ajustando su vista a la luz, y cuando sus ojos se enfocan en el rostro del hombre, no puede evitar una exclamación de sorpresa.

—Que mierda... ¿qué te pasó en la cara? —balbucea, sus ojos desorbitados.

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