Capítulo 16. Seda

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El silencio sustituyó las risas y las conversaciones carentes de sentido a las cinco en punto de la tarde. Mi madre decidió mandarme un mensaje a través del móvil para avisarme de que se iban en vez de hacerme salir de nuevo. Quizás fue precavida y no quiso que por mi boca salieran dardos envenenados en lugar de palabras, a pesar de que Penélope me superaba en creces. Si bien comprendía que mis padres quisieran seguir haciendo ese tipo de reuniones familiares, no entendía por qué yo tenía que formar parte de su circo.

Estaba claro que no le caía bien a Penélope. Bastaba con escucharla cuando se refería a cualquier aspecto de mi vida, ya fueran mis estudios o mi vida amorosa. Hubo un momento en el que me pregunté si tanto ella como mi madre eran ajenas a lo que Leo sentía por mí, aunque llamar sentimientos a esa obsesión se quedaba corto. Puede que Penélope sí que lo supiera y por eso siempre trataba de atacarme cuando veía que tenía la más mínima oportunidad de hacerlo, pensando que de esa forma su hijo perdería el interés en mí. Y después estaba mi madre, que no creo que fuera consciente de la gravedad de la situación. Cuando sucedían cosas como las de ese día, donde Penélope me atacaba sin pudor, o cuando Leo insistía en sentarse a mi lado, me preguntaba si no se daba cuenta de lo que estaba diciéndole a gritos cuando la miraba.

Pero, ¿quién tenía más que perder?

¿Ella o yo?

Por eso trataba de no pensar mucho en ello. Me decía a mí misma que con el paso del tiempo se cansaría de mí, al igual que le había pasado con tantas otras chicas. Sin embargo, aun cuando me lo repetía hasta la saciedad, había una voz dentro de mi cabeza que siempre me decía lo mismo. Puede que llevase razón, aunque yo no quisiera creerla. Lo cierto es que tenía miedo. Miedo de estar retrasando lo inevitable. Porque la actitud de Leo era un arma de doble filo y eso ya me lo había demostrado en más de una ocasión. Lo que sucedió en la Cafetería Céfiro no fue un simple arrebato. A nadie se le pasaba por alto el hecho de que éramos adultos y pese a que en más de una ocasión me hubiese amenazado con contarle a mi madre lo que hacía cuando salía con Sara, nunca lo hacía. Pero las cosas estaban cambiando, volviéndose más peligrosas, porque Eros había entrado de nuevo en mi vida, a pesar de que nunca se fue del todo. Y Leo lo conocía al igual que yo. Todavía no se lo había dicho, pero ese día, siete años atrás, cuando vi cómo habían estropeado mi pintura, no dudé de quién había sido el culpable.

También tuve clara una cosa mientras miraba fijamente el techo de mi habitación en el que había dibujado un cielo estrellado con pintura luminiscente. Me estremecí de solo pensarlo. Leo terminaría reconociéndolo y con esa información en sus manos, estaba segura de que podría llegar a desatar el Apocalipsis. Y aunque no fuera en todo el mundo, sí sería en el mío. Si mis padres lo descubrían...

¿Actuarían como aquella vez que lo defendí por encima de todo sin apenas conocerlo?

La estrategia de bajar la persiana y poner música instrumental para relajarme no surtió efecto esa vez. El sonido de los dedos golpeando las teclas del piano no calmó mis nervios. Tampoco mi mente estaba por la labor de ayudar, ya que cerrar los ojos traía consigo los recuerdos amargos de la pesadilla, a pesar de que cada vez que pensaba que en menos de una hora volvería a verlo, mi corazón se agitaba como si él también anhelase la sensación que hacía que se acelerase cada vez que estaba cerca.

Abracé la almohada y traté de apartar los pensamientos negativos. Respiré hondo y me levanté de la cama, subí la persiana y fui directamente al armario para decidir el conjunto de esa tarde. Aunque no me había dicho nada más sobre el lugar al que iríamos, estaba segura de que me gustaría. Quizás me sentía así porque pensaba que había hecho ese plan pensando en mí, o puede que al final estuviese equivocada y solo fuera algo que había planificado en el último momento.

En realidad, mientras estuviera con él, la cosa más sencilla y banal del mundo me parecería interesante. Aun así, cuando me escribió para decirme que llegaría en cinco minutos, me olvidé de todas y cada una de las conversaciones que había recreado en mi mente para cuando nos quedáramos a solas.

No pude evitar echar un vistazo rápido a las escaleras que llevaban al ático cuando bajé a la planta inferior. Esa semana no fui capaz de entrar al taller ni una sola vez, pero justo cuando me estaba mirando en el espejo, deteniéndome a observar si la combinación de colores cálidos entre el peto corto y las botas negras con el jersey y la chaqueta marrón era adecuada, me aferré como un clavo ardiente a la idea de que, quizás, los recuerdos que crease esa tarde me ayudarían a superar esa barrera que yo misma me había creado.

La pequeña sonrisa que se me dibujó en los labios cuando eché a andar calle abajo para esperarlo se congeló cuando lo vi de brazos cruzados, apoyado contra su coche, y mirando en mi dirección. Me detuve de golpe, como si mis pies se hubiesen quedado anclados al suelo, y no pude evitar mirarlo de arriba abajo. El contraste de su piel blanca, sus ojos azules y su pelo rubio aclarados por el sol, con sus pantalones vaqueros negros revueltos y holgados, la chaqueta vaquera del mismo color y la sudadera gris era...

—¿Te estabas riendo? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos, al tiempo que las comisuras de sus labios se elevaban.

Se apartó del coche y comenzó a dirigirse al lugar en el que parecía haberme quedado atrapada.

—Acabas de decirme que llegabas en cinco minutos —logré decir cuando se detuvo delante mío. Busqué su mirada y antes de encontrarme con sus ojos, me di cuenta de que había sustituido los aros plateados de sus orejas por unos dorados.

—¿Acaso pensabas que iba a hacerte esperar? —Todavía quedaba media hora para el atardecer y no pude evitar sentir un chispazo de emoción al pensar que volveríamos a estar juntos cuando eso sucediera—. ¿Qué llevas en la bolsa?

—¿En la bolsa? —pregunté, ligeramente aturdida.

—En la bolsa de tela blanca con una estrella azul en el centro que cuelga de tu brazo derecho. A esa bolsa me refiero.

—Ah. La bolsa. —Le puse fin al combate de miradas y me descolgué el asa—. Magdalenas.

—¿Magdalenas? —repitió lentamente. Juraría que no miró la bolsa.

—Sí. He hecho de varios sabores.

—¿De cuáles?

—De vainilla, de coco, de manzana...

—¿Y a ti qué sabor te gusta más?

Llevé mis ojos hacia los suyos y me sorprendió ver que hablaba en serio. La sonrisa juguetona de sus labios había desaparecido.

—Pues no sé... —Tragué saliva y aparté la mirada—. El de limón, supongo. ¿Por qué lo preguntas?

—Por curiosidad. —De pronto, deslizó sus dedos por mi brazo, introduciéndolos bajo el asa de la bolsa, y la cogió—. ¿Te parece bien si nos vamos ya?

Cuando volví a mirarlo, su expresión se había relajado. Envidiaba la capacidad que tenía para pasar de un extremo a otro, aunque desde un principio tuve claro cuál era su verdadero yo, por mucho que quisiera ocultarlo bajo una halo de despreocupación y sarcasmo. Eros era más serio de lo que parecía. Y ese era el motivo principal de por qué Leo no había insistido como tantas otras veces. No estaba preparado para confrontar a alguien que lo superaba en todos los sentidos. Tanto en altura como en inteligencia.

—Sí.

Al mover mis pies, sentí que se volvían más ligeros. Si no llega a ser por el grupo de adolescentes que me obligó a detenerme cuando me disponía a abrir la puerta del copiloto, me la habría comido de frente. Pero también tenía que admitir que me habría chocado contra alguno de ellos si él no hubiese colocado su mano delante de mi estómago para que eso no sucediera.

—Tranquila —murmuró junto a mi oído. ¿Cuándo se había movido tan rápido?—. Si nuestra cita solo acaba de empezar.

Su mano se deslizó por mi hombro y la ropa que había de por medio no impidió que sintiera sus dedos trazando el camino de mi columna hasta que se detuvo en la parte baja de mi espalda. Respiré con dificultad cuando se alejó. De hecho, me hormigueó todo el cuerpo al asimilar lo que acababa de decir. Pero esa sensación no hizo más que aumentar cuando entré al coche. Porque lo último que esperaba era que me propusiera hacer algo que nunca antes había hecho.

—¿Qué acabas de decir? —Parpadeé, perpleja, y lo miré boquiabierta.

Él se rio y las pestañas le rozaron los pómulos cuando bajó sus ojos en dirección al pañuelo de seda morado que tenía entre las manos.

—Tengo que vendarte los ojos, Dafne. Si no, no sería una sorpresa. —El azul de sus ojos vibró y a mí se me cortó la respiración. Otra vez—. No me digas que no es divertido.

—¿Divertido? —Alcé una ceja y cuando sonrió, no le hizo falta abrir la boca para que le llegara a los ojos—. Me voy a poner más nerviosa de lo que ya estoy.

Respiré hondo y el olor a piña del ambientador tuvo un efecto más bien calmante, haciendo que me sintiera más relajada de inmediato.

—¿Has hecho algo así antes?

Junté las manos en mi regazo y estuve varios segundo sin decir nada, a pesar de que la pregunta se respondía por sí sola. Y no sabía por qué tenía la sensación de que él lo sabía.

—No.

—¿Entonces cómo sabes que te vas a poner más nerviosa? —Se giró hacia mi lado y agitó el pañuelo en el aire. Al hacerlo, capté un ligero olor a canela—. Para empezar, no tendrías por qué estarlo. ¿Es porque no sabes dónde vamos o es por otra cosa?

—Yo... —Había tantas cosas de las que quería hablar con él. Y todas se me agolpaban en la punta de la lengua, luchando por salir una antes que la otra. Pero si liberaba todo lo que llevaba dentro, incluyendo lo que había pasado unas horas antes, terminaría arruinando nuestra tarde juntos—. Por lo primero.

—Mientes fatal, bizcochito —respondió sin más—. Pero no voy a presionarte para que me digas lo que ha pasado hoy, aunque sabes que voy a escucharte cuando estés preparada. Lo sabes, ¿no? —Asentí tras llegar a la conclusión de que o bien yo era demasiado obvia, o él era demasiado atento—. Voy a vendarte los ojos igualmente, así que tú eliges. O te acercas tú o me acerco yo. ¿Qué prefieres?

Arqueó las cejas y estuvo a punto de abrir la boca cuando simplemente me limité a mirarlo. Quizás solo se habría terminado acercando, cansado de esperar una respuesta que nunca llegaría. Sin embargo, en esa ocasión hablé alto y claro.

—Yo me acerco.

—Está bien —dijo sin un ápice de diversión en su voz—. Pero deja de apretar tanto las manos. Tienes los nudillos blancos de hacer tanta fuerza.

Ese cosquilleo habitual que comenzaba en mi estómago y se extendía hasta mi pecho cobró vida cuando coloqué las manos sobre el reposabrazos. Cerré los ojos y esperé a que hiciera lo que me había dicho que haría, pero no se movió.

—¿Qué estás haciendo? —Fruncí los labios cuando se me escapó la famosa pregunta de siempre mientras esperaba su respuesta.

—Mirarte. —Su aliento me acarició la mejilla derecha cuando habló. No tuve el valor de abrir los ojos para ver cómo lo hacía, aunque yo misma me había encargado de no perder ese recuerdo. Porque sabía cómo me miraba y él sabía cómo lo miraba yo—. Voy a ponerte el pañuelo. No te muevas.

Las yemas de sus dedos me rozaron el cuello y el mentón cuando me retiró el pelo hacia atrás. Mi piel se erizó al instante, pero traté de no moverme mientras él se aseguraba de que el nudo fuera lo suficientemente fuerte como para no resbalarse.

—Voy de mi casa a la Universidad de lunes a viernes. Y con suerte a la playa de la Barceloneta o a la biblioteca, así que no conozco esta ciudad tanto como tú —admití—. Lo más probable es que no sepa dónde me estás llevando.

Dejé de sentir sus manos en la parte trasera de mi cabeza, a pesar de que me pareció que permanecía cerca de mí un poco más.

—Conoces el lugar —Entonces se movió, apartándose del todo—. Hemos estado allí antes. Está realmente cerca. Llegaremos en diez minutos, así que... —Hizo una pausa y arrancó el coche—. No estés nerviosa.

—No... —Apreté los puños por última vez y extendí las manos sobre mi regazo—. No estoy nerviosa por eso.

—Lo sé. Solo quería que lo admitieras.

El tono de su voz no me permitió saber si sonreía mientras lo decía. Yo sí lo hice y cuando quise darme cuenta, estaba deteniendo el coche. La radio estuvo encendida en todo momento, pero su sonido era tan bajo que apenas podía diferenciar cuando terminaba y cuando empezaba una canción, aunque sí noté que eran en inglés. Sin embargo, durante ese breve periodo de tiempo pude hablarle de todas las cosas que había hecho esa semana. Pero no le mencioné nada de la pesadilla ni de cuáles estaban siendo sus efectos.

Antes de apagar el motor, colocó una de sus manos sobre las mías y me dio un ligero apretón.

—Ya hemos llegado. No te quites la venda todavía.

—Vale.

Lo escuché abrir su puerta y también el sonido acompasado de sus pasos al acercarse a la mía. Traté de calmar mi corazón porque sabía lo que vendría a continuación. O al menos lo intenté, ya que cuando abrió mi puerta, me cosquillearon los dedos como si ansiaran encontrarse con los suyos.

—Dame tus manos. —Su voz se mezcló con el sonido de las olas del mar rompiendo contra la orilla. El olor a sal me envolvió al igual que lo hicieron sus manos. Puede que permanecieran unidas más tiempo del que me hubiese gustado admitir, pero todo lo que hacía tenía un efecto sanador en mí—. Dafne —entonó mi nombre, alargando la última letra, y curvé los dedos automáticamente—. Cuando me pediste que fuera tu modelo, me sorprendió mucho, pero no en el mal sentido. —Le dio la vuelta a mis manos y deslizó sus pulgares por mis palmas con lentitud—. Entendí que prefirieras hablar de otras cosas en lugar de la escultura después de decirlo. Y sé... —Lo escuché tomar una bocanada de aire. Si tocaba su pecho, ¿cómo estaría latiendo su corazón? —. Sé que no es fácil para ti. No después de lo que viste ese día. Y lo entiendo, de verdad. Pero no quiero que eso te detenga. —Sus manos abandonaron las mías y se colocaron a ambos lados de mi cara. Sus dedos se hundieron en el nacimiento de mi pelo y sus pulgares me acariciaron las mejillas—. Ya te dije que he cambiado. Física y mentalmente. Ahora la que tiene que dar el paso eres tú. Hasta que no lo hagas, no podrás liberarte por completo de lo que te impide avanzar.

—Pero... —El nudo de mi garganta amenazó con impedirme hablar—. No sé si voy a poder. Es difícil.

—Lo sé. Pero estoy aquí. Y me quedaré contigo —añadió—. Si tú me dejas.

Antes de poder escuchar mi respuesta, desató el nudo y permitió que nuestros ojos se encontraran de nuevo. No me importó que se diera cuenta de que los míos estaban enrojecidos. De hecho, estaba segura de que si alguna lágrima se atrevía a salir, él terminaría atrapándola.

—¿Te gustaría venir conmigo a una exposición de arte junto al mar?

Me tendió la mano y en sus ojos comenzaron a reflejarse las luces que anunciaban que se acercaba el atardecer. El olor a caramelo y a algodón de azúcar sustituyó al de la sal. Las voces procedentes de las personas que se habían reunido en el paseo marítimo se fundieron con las de la marea, que crecía a medida que caía la noche.

—Sí. Me encantaría.

Entrelacé nuestras manos y me coloqué a su lado. Llevé mis ojos de nuevo hacia los suyos y traté de memorizar cómo las luces suavizaban los ángulos más marcados de su rostro. Dejé de pensar en cualquier otra cosa que no fuera él y a partir de ese día, el peso que había atormentado a mi corazón durante tantos años, comenzó a desvanecerse. 

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